jueves, 17 de noviembre de 2016

Premios y castigos (Teatro de La Abadía)

Maximalistas como somos, siempre hemos defendido que de los tres grandes pilares sobre los que se asienta el teatro, es decir, el texto, los actores y la dirección, solo este último es accesorio. Es decir, que si la dirección es buena, estupendo, siempre será un plus, pero que cuanto menos se note, mejor, y salvo en casos delictivos, si es mala la función siempre se podrá salvar si los actores y el texto están a la altura. Sin embargo, si uno de estos otros dos factores falla, ya puede haber un director divino detrás del escenario que no habrá manera de que la cosa funcione. En el caso de Premios y castigos, sin necesidad de cuestionar la puesta en escena, queda demostrada esta teoría: por muy fabulosos que sean (que lo son) lo actores, con un texto mediocre, ni la parodia nos salva.

Ya el inicio de la obra nos había dejado un poco descolocados. Lo de meterse en una sesión de ejercicios interpretativos tiene su gracia, aunque limitada. Pero las T de Teatre son tan buenas (y mención especial en esta ocasión merece Marc Rodríguez) que el experimento no solo no se agota, sino que va creciendo en gracia y complejidad. La verdad es que hay que poner de tu parte para sacar de lo visto más que una simple observación de excéntricos en plena rutina, o lo que es lo mismo, de actores ensayando, pero en cualquier caso hay momentos bien divertidos y siempre es un placer observar a unos actores muy dotados en variada exposición de sus recursos. El problema viene cuando de los ejercicios imitativos pasamos al drama padre.

Ciro Zorzoli ha elegido como objeto de escarnio la obra de Florencio Sánchez Barranca abajo, y el problema no es que sea malísima o que no se entienda nada, sino que no lleva a ninguna parte. Vale, da pie para todo tipo de excesos, melodramatismos y burlas, pero la atención pronto se dispersa y como lo que ahora vemos puesto en práctica ya lo hemos visto antes en los ensayos, tampoco hay nada nuevo que descubrir o que disfrutar. A veces el tiro es tan fácil que nos confiamos y fallamos en el blanco, y lo que podría haber sido una suave coña, quizá por ambiciones intempestivas (se habla en el programa de “qué es verdad” y todo eso), acaba convirtiéndose en un sinsentido y, lo que es peor, sin gracia. Quedémonos pues con la primera parte y con otra lección (aparte de las interpretativas) bien aprendida: texto, texto, texto.

lunes, 31 de octubre de 2016

Inflamation du verbe vivre (Teatro Valle-Inclán)

Uno de los peores males del mundo teatral es la autocomplacencia. La cosa empieza en el patio de butacas, antes de que se levante el telón. Si Cocteau decía que en ningún lugar se oyen tantas tonterías como en un museo, sería porque lo que se escucha en un patio de butacas pertenece a otra categoría. Todo dicho de buen rollo. Pero lo peor es cuando en la escena aparece el “Autor” (no necesariamente de manera física) y enseguida descubrimos cuánto se gusta. Y que no hay nadie que le diga, mira, si necesitas un masaje de ego hazlo en privado. Con Wajdi Mouawad hemos descubierto un nuevo tipo de autocomplacencia: la del autor que se odia. Y lo malo es que no es menos penoso. Ese creador que solo piensa en sí mismo y que se regodea en sus penas. Pasar por esto cada noche tiene que ser duro, pero ponerlo en escena supone una suerte de exhibicionismo con un punto obsceno.

En cualquier caso, si esta purificación estuviera bien expresada, podría alcanzar el grado de catarsis, tan teatral. Pero nos resulta difícil creer que el creador de Incendios sea el mismo que el de este Inflamation du verbe vivre. El espectáculo no empieza mal, tiene cierto humor y diversos juegos que de primeras son curiosos. Esta lo de la conversación entre pasado y presente, representación y verdad, clásico y moderno, todo eso que gusta tanto a los críticos. Pero llega un momento en el que Mouawad entra en barrena y ya no sale del espanto. Cuando su personaje alcanza el Hades, el espectador le acompaña en este viaje al infierno, y no de manera simbólica. La obra dura dos horas y veinte, pero la sensación es que es mucho más larga, eterna, que el final nunca se vislumbra. Hay momentos como cuando los perros o los adolescentes toman la voz, en los que temes que el autor haya perdido realmente la cabeza. El espejo que supuestamente tiene que ser el teatro no es ya que tome una forma distorsionada, es que se quiebra en mil pedazos.

Una de las manías que más nos molestan en el teatro actual es el de tomar el nombre de los clásicos en vano. En este caso, al menos Mouawad no titula su obra Filoctetes, una de las obras menos conocidas de Sófocles y que el propio autor dice detestar, y de la que apenas queda un resumen de dos minutos y una escena recreada en la pantalla. Porque esa es otra, gran parte de la obra se representa como una filmación con la que el Mouawad presente interacciona. Como idea no está mal y al principio tiene su gracia, pero al poco tiempo esta artefacto ya se ha comido toda la propuesta y por mucho que teóricamente funcione a distintos niveles, en realidad el recurso pronto se agota. Es lo mismo que pasa con la intención poética del autor. La poesía puede salvar vidas, pero en teatro es muy difícil que funcione, y en este caso, por mucho que duela cuestionar a un autor otras veces tan admirable como Mouawad o una propuesta tan ambiciosa y con buenas intenciones como Inflamation du verbe vivre, la realidad es que nosotros solo queríamos que ese tormento acabara de una vez. Y, cuando lo hizo, media platea en pie y bravos por doquier. Lo de siempre.

jueves, 20 de octubre de 2016

El perro del hortelano (Teatro de la Comedia)

A priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí. Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.

Dado que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos tan poco apropiados para describir una obra teatral como “preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una ingravidez metateatral (en el buen sentido).

Pero esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera, limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos. Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles), Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.

Aunque seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran parte del trabajo hecho.

Rafa Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable, con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de intervenciones para hacerse con el personaje y con el público. Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró, perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.

lunes, 17 de octubre de 2016

Escuadra hacia la muerte (Teatro María Guerrero)

Cuando de adolescente lees a los existencialistas piensas que eso es la filosofía, pero no tendrá que pasar mucho tiempo para que te des cuenta de que eso no es filosofía. Por qué hay gente que llegada ya la madurez sigue viendo tal fenómeno sin la ironía debida, es un misterio. Quizá esa pesadez de la nostalgia llegue también a estos terrenos. En cualquier caso, vista ahora, Escuadra hacia la muerte no solo sufre de los habituales achaques debidos al paso del tiempo, sino que su deuda con esa filosofía de bolsillo (a veces da la sensación de ser un escolio a Sartre, total, solo cambia una letra) la hace casi intragable.

Porque no es ya que, pese a las injerencias brechtianas, no haya el más mínimo distanciamiento, sino que la pomposidad latente en la obra de Alfonso Sastre está multiplicada aquí hasta niveles por momentos bochornosos. Es como si a cada momento nos estuvieran diciendo: eh, atentos que ahora viene algo importante. Pum-pum-pum. Luces, que ahora llega un momento trascendente. Y, bueno, si lo que nos dijeran fuera realmente interesante, pues la parafernalia sería secundaria, pero es que esto no es que haya pasado de moda, sino que quizá de tanto usarlo ha perdido cualquier valor no ya estético, sino humanista.

Cuando a la salida de una obra los comentarios van dirigidos a alabar su escenografía, aunque esta sea de Paco Azorín, malo. Y es cierto que, en este campo, el trabajo de Azorín es encomiable, al igual que el de Pedro Yagüe en la iluminación. Pero, aparte de eso, poco que destacar en un director que con Julio César demostró que puede hacerlo mucho mejor. Las actuaciones, en su tono general, sin necesidad de particularizar, están como varios puntos por encima del nivel de intensidad requerida, como si hablaran para la platea (en el mal sentido). También en este aspecto el montaje adolece de grandilocuencia.

lunes, 10 de octubre de 2016

Serlo o no (Teatro Español)

Pese a lo (aparentemente) pretencioso de su subtítulo, Para acabar con la cuestión judía, el principal valor de Serlo o no es su ligereza, tratar un tema difícil y que crispa como pocos con ironía y sin tomarse las cosas demasiado en serio, que ya habrá otros lugares y otros momentos más oportunos para ello. A quien esté medianamente interesado en el tema (¡el judaísmo!), las cuestiones planteadas incluso le pueden parecer excesivamente pueriles, pero, por una parte, la realidad nos demuestra que la ignorancia al respecto supera cualquier (baja) expectativa, y por otro lado esta ingenuidad le sirve a Jean-Claude Grumberg para introducir elementos peliagudos casi de tapadillo, como quien no quiere la cosa. De una manera que se podría calificar de pedante (en su sentido primero), las lecciones de Grumberg nos sirven para, si no acabar con la cuestión, al menos quitarle dramatismo.

Aunque su centro de interés muy diferente (pese a lo que diga algún crítico o Richard Brooks, antisemitismo y homofobia no son equivalentes), Serlo o no me recordó al estilo de Alan Bennett: irónico, brillante, fácil de tratar... Como suele pasar con los textos de Bennett, el de Grumberg parece poca cosa, casi intrascendente. Y no haría falta ahora invocar las excusas habituales: que si detrás de esa apariencia ligera hay unas implicaciones profundas, que si bajo la levedad de los diálogos se esconde un mensaje de tolerancia o la gran palabra que más convenga. De hecho, cuando en su parte final el tono da un giro dramático, pierde parte de su encanto sin como contrapeso ganar en hondura. Preferimos quedarnos con la comedia elegante, sencilla y chispeante con la que habíamos disfrutado hasta entonces.

Antes de dejarse llevar por la emoción, Josep Maria Flotats había servido un puesta en escena también natural y fluida, a pleno servicio del texto. Y, una vez más, de su exhibición como cómico. Flotats es inimitable (aunque sí es parodiable), nadie actúa como él, con esa gestualidad tan francesa, esa forma tan particular de hablar (como los grandes actores, sin recitar, como si sus réplicas se le ocurrieran en el instante). Da igual cuál sea el método o si, al contrario de lo que pasa con su puesta, hay cierta falta de naturalidad, lo que importa es que el resultado es efectivo y que el humor presente en el texto de Grumberg se multiplica gracias a la interpretación de Flotats. Como bufón sufrido, Arnau Puig mantiene el tipo frente a Flotats y aporta una comicidad más física y directa que en lugar de desequilibrar suma.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Cartas de amor (Teatros del Canal)

Como dice Simon Garfield en Postdata. Curiosa historia de la correspondencia, parece que cada vez que sale el tema de las relaciones epistolares, alguien cita 84 Charing Cross Road. Así que, hala, ya está nombrada. Pero, aparte de esta inevitable evocación, a mí Cartas de amor me recordó a El fantasma y la señora Muir. Y no es que la genial película de Mankiewicz tenga algo que ver con las cartas, pero la relación entre Andy y Melissa tiene algo de fantasmal, de intangible, como si estos dos personajes nunca hubieran llegado a tocarse. La decisión de David Serrano de mantener en todo momento a los actores separados, sin que ni tan siquiera se crucen las miradas en casi hora y media de función, aunque quizá tenga una motivación que esté más relacionada con las limitaciones físicas que con una idea conceptual, incide en esta aproximación espiritual, contada desde el más allá. Porque, y no queremos adelantar acontecimientos, en el fondo se trata de la conversación con un fantasma, la rememoración de un pasado construido juntos desde la distancia.

Pese a sus limitaciones, no es de extrañar que el texto de A. R. Gurney siga representándose en todo el mundo casi treinta años después de su estreno y que adivinemos a este montaje un enorme éxito de público. Es lo que se suele considerar como una “bonita historia”, bien narrada, con humor, melancolía y romanticismo. Pero para que un género tan difícil como el epistolar se eleve por encima de sus restricciones tiene que haber un fuerte subtexto, un juego de sobreentendidos que disocie la palabra escrita de la intención. Una obra maestra en este sentido es Lady Susan, de Jane Austen (curiosamente, según el mismo Garfield, una pésima escritora de cartas), en la que el lector puede sacar sus propias conclusiones sobre la perversidad de su protagonista a pesar de las declaraciones aparentemente siempre bienintencionadas de esta. En Cartas de amor lo que oímos es lo que hay, y está muy bien, pero se queda corto. En este mismo sentido, la puesta de Serrano es igualmente concisa (por cierto, ¿dónde hemos visto la misma escenografía de bombillas que se van apagando?). Pero esta sencillez no impide que el montaje funcione a la perfección, con un ritmo muy bien graduado (ahora reposo, ahora aceleración) y buenas dosis de humor. La verdad es que al principio pensé que la obra podría hacerse un poco larga, como en Nueve cartas a Berta, donde acababas pensando que sobraban dos o tres, pero la realidad es que en ningún momento se hace pesada ni da la sensación de alargarse.

En cualquier caso, el texto ya podría ser el mayor bodrio de la historia, que estando ahí Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, el resultado habría sido igualmente fascinante. Si por separado ya son la bomba, suponemos que su interactuación habría provocado una fisión nuclear, así que quizá casi mejor mantenerlos un poco alejados en el sofá. No es ya que no utilicen maquillaje o recursos escénicos, lo que habría sido bastante ridículo, es que no hay en ellos ningún propósito de imitación, y sin embargo pasan de la niñez a la vejez, pasando por la adolescencia y la madurez, con una veracidad genuina. Rellán está como siempre, relajado, natural, con una capacidad intrínseca para provocar simpatía y buen ánimo. Su Andy pasa de la inocencia a la hipocresía en una evolución totalmente creíble; cuando se convierte en un modelo, enseguida descubrimos su cara humana, cuando se enfada sabemos que es de verdad, y que pronto recuperará su alegría. A veces el personaje puede caer en el arquetipo, pero jamás Rellán, que dota a Andy de unas capas y un desarrollo que no están en el texto. Y lo de Gutiérrez Caba es digno de estudio... paranormal. ¿De dónde saldrá esa elegancia, ese saber estar, ese poder de fascinación? Sin duda, no es algo que se estudie, pero tampoco puede ser espontáneo. Pocas actrices hemos visto con tanta clase (quizá solo a Norma Aleandro), capaz de decir “mierda” y que parezca que te está diciendo “cariño”, capaz de transmitir una gama infinita de matices y sentimientos sin apenas exteriorizarlos, que sepamos todo lo que pasa por su cabeza sin que abra la boca. Sí, ni tan siquiera el mayor bodrio de la historia, sueltas a Rellán y Gutiérrez Caba en un escenario y sin que digan una sola palabra, ya te estarían dando una lección de teatro.

martes, 27 de septiembre de 2016

Incendios (Teatro de la Abadía)

No es por presumir, pero cada vez sé menos de teatro (parafraseando a Vázquez Cereijo). Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos a una obra que han visto millones de personas en todo el mundo con aclamación general y que a nosotros nos dejó totalmente fríos. Por eso, si alguien nos pidiera que explicáramos qué es el teatro, lo tendríamos difícil para encontrar una definición, pero sin embargo la demostración práctica sería sencilla: el teatro es Incendios. Muchas veces nos hemos preguntado por qué sigue habiendo gente que escribe teatro y, quizá todavía más misterioso, por qué sigue habiendo gente que va al teatro. Pues bien, Incendios también es la solución a estos enigmas: porque esperamos que se produzca este milagro, esa obra en la que todo cobra sentido, en la que la historia y la vida se presenta ante nuestros ojos de una manera que ni la literatura y ni tan siquiera el cine podrían hacerlo.

Ahora llega el momento de confesar otra incapacidad: ¿cómo hablar de una obra como Incendios, tan ambiciosa, tan compleja, tan rica que parece infinita? Ni tan siquiera yendo escena por escena podría alcanzar la perspectiva suficiente para establecer una visión que haga justicia al desafío planteado por Wajdi Mouawad. Ni tan siquiera puedo decir: “para empezar”, porque la historia de Incendios es una de esas historias que no parecen tener principio ni fin. Pese a estar perfectamente localizada (y eso que en ningún momento hay mención explícita a lugares concretos), la tragedia de Incendios es atemporal y universal, no en vano enlaza de manera obvia con la tragedia griega y transforma una historia particular en una mitología que nos ha acompañado siempre y que sigue marcando nuestra forma de entender el mundo.

Si tuviera que elegir un tema como el centro de la obra, sin duda este sería el de la verdad, el de su búsqueda y su capacidad para volver el mundo del revés. Según el viejo adagio, la verdad siempre es revolucionaria, pero en este contexto la revolución significa trastocar de manera definitiva nuestra posición ante la vida. La Verdad y la Historia, convertidos a través de la experiencia de las personas que habitan Incendios en la verdad y la historia, conceptos abstractos transformados en puñetazos directos que seremos incapaces de evitar. Al escribir esto no puedo evitar pensar en una de las personas que mejor me ha enseñado en qué consiste el teatro: Juan Mayorga (algunas referencias matemáticas en Incendios hacen todavía más evidente esta conexión). Como pasa con las obras de Mayorga, Incendios obliga al espectador a involucrarse de manera total ante lo que está viendo en el escenario, a dejarse llevar y convertirse en un personaje más con la obligación de completar la experiencia. Pero existe una gran dificultad para poder penetrar en este mundo: la violencia que explota ante nuestra mirada. La novela de Mouawad Ánima es una de las experiencias lectoras más brutales que he padecido, obligando en más de una ocasión a saltarse párrafos enteros debido al salvajismo de sus descripciones. Esta violencia también está presente en Incendios, pero en esta ocasión es imposible apartar la mirada del escenario, porque queremos saberlo todo, aunque duela. Lo que vemos no es solo doloroso porque somos humanos y no podemos permanecer ajenos a la tragedia de unos semejantes, sino porque también nosotros estamos incluidos en esta invitación a reflexionar e interiorizar el drama.

Una obra con la grandeza de Incendios necesita una puesta en escena a la altura, y pocos hombres de teatro hay tan capacitados como Mario Gas para hacer frente al envite. La multitud de niveles a los que funciona Incendios hace de su ejecución un difícil juego de equilibrios en los que, con que falle un eje, todo el montaje se viene abajo. No se trata ya solo de lograr la convergencia de espacios y tiempos, sino de alcanzar una fluidez que dé unidad y coherencia a una historia que puede salir disparada en cualquier dirección. Y lo que consigue Gas es que la complejidad de la obra se transforme en pura sencillez, que los afluentes desemboquen con perfecta naturalidad, que todo sea comprensible. Apoyado en una escenografía de apariencia simple obra de Carl Fillion y Anna Tussell, unos vídeos perfectamente integrados de Álvaro Luna y una iluminación precisa de Felipe Ramos, el escenario se transforma en un campo de batalla, un cementerio del que es necesario escapar para alcanzar la vida. Y Gas sitúa al espectador en el centro de esta tragedia, sin permitirle ni un segundo de sosiego durante las tres horas de función. Si en el teatro todo es metáfora, en este Incendios hasta las metáforas tienen alma.

Pero la dirección de Gas no se queda en la puesta en escena, solo su gran labor puede explicar el extraordinario nivel de todas las interpretaciones, de los actores que ya son mitos en sí y de aquellos que no conocíamos. ¿Qué se puede decir de Ramón Barea o Nuria Espert? Tópico: que solo por verlos ya merecería la pena pagar la entrada. Hipérbole: que sus interpretaciones permanecerán para siempre. Pero es que así lo sentimos, más allá de que Incendios sea una de las grandes obras de lo que llevamos de siglo XXI, este montaje permanecerá como una de las cumbres interpretativas de estos actores a los que no les faltan momentos de gloria. Y, como decíamos, el resto del reparto no se queda atrás. Llenos de fuerza (¿cómo terminarán después de cada función? Representar Incendios debe de ser más duro que estar tres horas remando), de profundidad, de matices, los actores de Incendios lo ponen todo para conseguir que esta obra sea todavía más que una excelente obra de teatro. Lo que decía, hacen que Incendios sea el teatro.