lunes, 13 de diciembre de 2010

Beaumarchais

Después de haber visto desfilar por las tablas del Teatro Español a Luis XV y Luis XVI, al caballero d'Eon y a Benjamin Franklin, y hasta a Napoleón, pensamos que ya solo faltaba Molière. Pues bien, en la última (y peor) escena de la función, ahí estaba el maestro de la lengua francesa dando la bienvenido a Beaumarchais al mundo de los inmortales.

Sin embargo, si Beaumarchais sigue siendo conocido, al menos fuera de Francia, es más por las adaptaciones operísticas de Rossini y Mozart que por sus propias obras. Sacha Guitry, el autor de este panegírico, ni tan siquiera tiene esa suerte y fuera de los círculos más afrancesados de la cinefilia, su nombre apenas suena. Nosotros, que como Flotats no somos afrancesados, sino franceses, le tenemos en un altar. Un genio cuyas películas aún hoy siguen asombrando por su audacia y que además transmite una simpatía que le aleja de la pedantería en que podría caer en ocasiones. Por eso nos decepcionó un poco que tras la escena introductoria en la que Guitry anima a su compañía antes de iniciar el ensayo general de la obra, desaparece para no volver a asomarse. Nos relamemos pensando en lo interesante que podría haber sido un mise en abyme entre los propios actores de la compañía y sus personajes, un juego sin duda complejo y arriesgado, pero de infinitas posibilidades.

Por el contrario, lo que tenemos es algo mucho más clásico que posmoderno. Sin mantener una estructura dramática inflexible, se van sucediendo las escenas que narran la apasionante vida de Beaumarchais, resumida en viñetas demasiado proclives a centrarse en sus encuentros con los grandes personajes (un recurso muy habitual en las narraciones históricas y que ya se ha convertido en uno de los trucos que más nos desagrada). Todo en la función es sobresaliente: la escenografía, el vestuario, el tempo, las actuaciones... Y sin embargo nos queda la sensación de que le falta algo. Quizá sea que no tiene un verdadero poso dramático, no hay una intriga que vertebre la historia, o quizá sea que el tono ultra sofisticado acaba llevando a la extenuación por acumulación.

Pero quedémonos con sus valores. Ante todo, evidentemente, la actuación de Josep Maria Flotats. Una vez más ha sabido encontrar un personaje que le permite dar rienda suelta a sus puntos fuertes y no lo desaprovecha. A cualquiera le agrada pasar un par de horas con un personaje tan fascinante como Beaumarchais, y Flotats sabe hacerlo encantador, divertido, sagaz y brillante y, gloriosamente, no parecer insoportable. Frente a la decepción de un Pedro Casablanc que se tiene que conformar con un personaje que se limita a dar pies, destacaríamos a Raúl Arévalo, que sí puede sacar partido de un papel goloso como el del caballero d'Eon, ofreciendo una de las mejores escenas del espectáculo.

martes, 30 de noviembre de 2010

Con derecho a fantasma (Questi fantasmi!)

Recientemente Íñigo Domínguez hablaba en su estupendo blog sobre la importancia superlativa que se da en Italia a las apariencias, a menudo tratadas con mucho más respeto (y sin duda ingenio) que la realidad que tratan de ocultar. No creemos que se trate de una característica puramente italiana, pero quizá ellos han convertido el fingimiento en una de las bellas artes, y quizá por eso no hay quien los gane en cuanto a actores -actores (es decir, actores que hacen de actores que hacen de lo que sea). Y gracias a estas complejidades podemos de disfrutar de talentos tan brillantes como el de Eduardo de Filippo.

Ya hemos dicho en otras ocasiones que nos molestan algunos trucos supuestamente modernos como meter a los actores entre el público, así que antes del inicio de Con derecho a fantasma ya empezamos con mal pie: los actores subían y bajaban del escenario llevando bultos como si estuvieran en plena mudanza. Por si no fuera suficiente, se ponen a hablar con el público e incluso en un momento dado uno de los gemelos Gálvez se nos quedó mirando como si supiera lo que íbamos a decir. Pero en fin, las luces se apagaron y comenzó una comedia con fantasma, así que nos preparamos para pasar una buena tarde.

Y la función se inicia como un tiro. Manel Dueso compone un italianísimo portero fanfarrón, chulesco, taimado, ladrón y mentiroso (dicho así, se podría decir que también es españolísimo, un capitán Fracasa de barrio). Cuando se junta con Tony Laudadio, la función empieza a carburar de tal manera que parece que no va a haber manera de pararla. De ahí que sea tan drástico el parón que se produce cuando entran en escena Marta Domingo y Xavier Boada. Si antes estábamos en una comedia napolitana a lo de Sica con la irrupción de los personajes de María y Alfredo nos vemos de pronto inmersos en un melodrama de Juan de Orduña. No se trata (solamente) de una carencia de los actores, sino que por algún motivo se ha decidido llevarlos por una vía que va a contracorriente del espíritu de la función. Un anticlímax brutal que es difícil de superar.

Toda la obra tendrá los mismos vaivenes que en ningún momento acaban de cuajar. Tan pronto pasamos por escenas redondas (el famoso monólogo del café, la “improvisación” coral del Nessun Dorma, o la cima cómica del final del segundo acto) como caemos en valles en los que es fácil desconectar de una reiteración de clichés folletinescos. No es sencillo compaginar la torrencial (y una vez más muy italiana) aparición de Pilar Pla con la figura un poco de relleno que le toca encarnar a Armand Villen, y Oriol Broggi, muy imaginativo a lo largo de toda la puesta en escena, fracasa al unificar las interpretaciones.

Poco antes de terminar la función, pudimos asistir a un momento “ser o no ser”. Cuando Laudadio estaba en pleno monólogo final, alguien se levantó en mitad de una fila para abandonar el teatro. El actor dio muestras de su cuajo cuando no movió ni una ceja, ni tan siquiera en el momento en el que el fugitivo se cayó al intentar escapar y dio de bruces en el suelo del pasillo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Su seguro servidor, Orson Welles

Al parecer José María Pou va a estar más presente en Madrid que nunca. Si hace poco hablábamos de su puesta en escena de La vida por delante, ahora hemos podido asistir a su exhibición en Su seguro servidor. Pero, como grandes admiradores suyos, lamentamos que últimamente parezca inclinarse por lo fácil, por los espectáculos más comerciales, en el peor sentido, y esperamos que sólo hayan sido unos resbalones en su esplendida carrera.

En apariencia Su seguro servidor no tiene nada malo. Es un texto lleno de anécdotas interesantes y sobre todo una oportunidad para que un gran actor despliegue todo su talento. Pero en realidad la obra de Richard France no pasa de ser una retahíla de batallitas del abuelo (es curioso que el personaje de Mel, ese tan habitual en tantas obras que sólo sirve para dar pie al monstruo, lo explicite tal cual en algún momento), que su estructura es flojísima (la percha de la grabación de anuncios publicitarios no se sostiene en ningún momento y las llamadas a Spielberg son repetitivas y obvias), mientras que la actuación de Pou es esplendida, faltaría más, pero también falta de riesgos.

Cualquier aficionado medio de la obra de Orson Welles ya conoce la mayoría de las historias que se cuentan (y Mel, que no tendría que conocerle más que muy superficialmente, cuando lo exige el guión se convierte en un experto). Por lo que, al estar éstas basadas muchas veces en un elemento sorpresa, fracasan una y otra vez. También se incluyen otras oportunidades de lucimiento, como la lectura de un cuento de Karen Blixen, pero nada suena convincente. Además, al ser el propio Welles el narrador de su historia, y no caracterizarse precisamente por su modestia, nos quedamos con un relato plano, la vida de un genio por encima de su época, incomprendido y fracasado. Mucho más interesante hubiera sido plantear un enfrentamiento a lo Peter Morgan, con otro personaje que pusiera de relieve sus contradicciones y ahondara en sus errores, que también los tuvo.

La dirección de Esteve Riambau peca de la misma falta de audacia. El escenario es efectivo (aunque la pecera es tan forzada como el personaje de Mel) y el ritmo más o menos constante, pero no hay nada que despierte de la placidez, ningún elemento que nos haga pensar que estamos viendo algo único. Las últimas funciones suelen tener algo de especial, pero la de este domingo estuvo marcada por lo rutinario, como si todos, incluido el público al poco rato, fuéramos demasiado conscientes de lo previsible de la obra. Deseamos que Pou nos vuelva a sorprender en su próxima incursión y que se atreva con un texto que desafíe sus extraordinarias cualidades.

lunes, 8 de noviembre de 2010

La colmena científica o El café de Negrín

Es curioso el nuevo relieve que ha adquirido la figura de Juan Negrín en tan poco tiempo. No hace muchos años, la figura central de la mitología republicana era sin ninguna duda Manuel Azaña, ejemplo intachable de persona honrada. Negrín, por el contrario, y a pesar de haber sido presidente del Gobierno, quedaba un poco apartado, seguramente oculto por la visión dudosa que todavía se tenía de él por su papel en la Guerra Civil y su supuesta debilidad, cuando no rendición ante los elementos más extremistas del gobierno. Pero lo que nos interesa no son los avatares políticos de estos personajes, sino el motivo indescifrable y quizá pendular por el que últimamente Negrín se ha convertido en un nuevo referente, en el socialista bueno que mantuvo su integridad hasta el final (lamentablemente para su memoria, ahora es Largo Caballero quien ocupa del papel de malo). La colmena científica es la expresión teatral de esta nueva visión, aunque por suerte es mucho más.

Cuando hablamos de Babilonia ya nos referimos a la tendencia de José Ramón Fernández a narrativizar en exceso sus obras, él típico decir en lugar de mostrar. En El café de Negrín nos encontramos de nuevo con esta característica, aunque esta vez algo limada por la puesta en escena de Ernesto Caballero. La estructura de la obra se sigue basando en diálogos entre dos personajes que más que contarse cosas las relatan como si fueran cuentos (aquí el mayor peso lo lleva un estupendo y como muy de la época José L. Esteban encarnando a José Moreno Villa, por cierto personaje también destacado en La noche de los tiempos y que podría estar viviendo una rehabilitación similar a la de Negrín, en este caso en el terreno artístico). Estos diálogos tienen algo de artificiales, lo cual no es malo, pero también de artificiosos y forzados, lo que está peor. A menudo se salvan por su fuerza evocadora al apelar a unos sentimientos que seguramente comparte la mayoría del público, pero que fácilmente se pueden deslizar hacia la autocomplacencia.

Precisamente otro de los problemas de la función es incidir en ese aspecto de la República como una época dorada (en este caso estamos un poco antes de su proclamación, pero el espíritu es el mismo). Suena jazz en la radio, la edad de plata cultural y científica está en su esplendor, todos son jóvenes y brillantes, el café es irrepetible. Al fin y al cabo la producción es un encargo de la Residencia de Estudiantes, y al fin y al cabo disfrutamos la obra, pero también hay algo en toda esta glorificación rememorativa que nos chirría.

Pese al nombre de Negrín en el título, como decíamos el papel más extenso lo tiene Moreno Villa. David Luque, como Negrín, no tiene su misma credibilidad, es difícil encarnar a un ser tan perfecto. A Iñaki Rekarte, como Severo Ochoa, también le haría falta un poco más de poderío, aunque seguramente estemos mezclando al joven doctor con la imagen por la que ha pasado a la posteridad. En cualquier caso, el reparto cumple perfectamente a la hora de recrear una atmósfera cálida y confortable con la que el público pareció sentirse identificado y emocionado.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Demonios

Para Vida en escena el gran enigma chino no tiene ningún misterio. La cultura y tradición árabe nos parece algo cotidiano. Ni tan siquiera las tribus perdidas del Amazonas nos suponen un gran problema de interpretación. Pero a los alemanes no los entendemos. Por eso este Demonios con puesta en escena de Thomas Ostermeier, aunque obra del sueco Lars Norén, nos desconcierta hasta dejarnos casi sin palabras.

Algo tan básico como el humor está en el centro de esta perplejidad. ¿Deberían hacernos gracia las barbaridades que se ven sobre las tablas? ¿Desconcertaran a los propios actores las risas que se escuchan en algunos de los momentos más salvajes? ¿Es esta ambigüedad realmente buscada? Lo cierto es que siempre nos pasa lo mismo con los alemanes. Es conocido que la definición de “humor alemán” es “humor sin gracia”, pero quizá todo se deba a un gran equívoco. Ellos se lo pueden pasar fenomenal, pero a nosotros nos espantan.

***

Tras una breve introducción en la que se adivinan algunas imágenes de Le mépris (ciertos maliciosos podrían considerarlo lo mejor de la velada), la historia arranca y ya no habrá concesiones. Desde el principio vemos que la relación entre el matrimonio protagonista va a ser de una brutalidad sin matices. Enseguida vienen a la mente los nombres de Ibsen, Strindberg o Bergman, pero lo que en estos maestros era sutileza, profundidad psicológica y desgarro interior, en la obra de Norén, o al menos en la versión de Ostenmeier, se convierte en salvajismo, escenas desbocadas y perturbación. En ningún momento el espectador se siente cómodo, sino que la sensación predominante es la de repugnancia. Esto no tiene por qué ser malo, ya sabemos que las obras de arte también deben servir para remover conciencias, para replantearse lugares comunes, pero en nuestra opinión Demonios cae en una morbosidad que si no se situara en los terrenos de la alta cultura se calificaría de sensacionalismo barato.

Teníamos ganas, pero también reparos, por ver una puesta de Ostenmeier, uno de los chicos malos del teatro europeo. Visto Demonios, nos ha dejado un poco indiferentes. Nada que no hubiéramos visto ya de mano de algunos de sus admiradores autóctonos. El escenario giratorio y el uso del vídeo ya se han convertido en tópicos recurrentes. En cuanto a la dirección de actores, vemos a todos en un estado de crispación continua, con lo que cuando llegan los momentos climáticos, apenas se nota la diferencia.

Entre el público hubo algunas reacciones reseñables, como la del famoso director y actor español que no tuvo empacho en levantar a media fila a mitad de función para salir del teatro, o los numerosos espectadores que durante la ronda de aplausos saltaron por encima de las butacas delanteras para, suponemos, coger el tren a tiempo.

martes, 2 de noviembre de 2010

Todos eran mis hijos

Durante la primera escena de Todos eran mis hijos, nada hace indicar que nos estamos preparando para una Tragedia con mayúsculas, una historia a la que no le falta nada, desde la grandeza dramática de las pérdidas más íntimas hasta la pequeñez de la miseria que anida en unos personajes que se dejan llevar por la ilusión para recubrir su mezquindad de honorabilidad.

Acorde con este estilo ligero, al principio más que en como en una obra de Miller, los actores hablan como en una screwball comedy, pisándose las frases y repartiendo ideas brillantes. A lo largo de la obra, la tensión se verá a menudo contrapesada por momentos de una comicidad algo desconcertante, pero seguramente necesaria para aliviar tanta crispación.

Después del milagro de La omisión de la familia Coleman, Claudio Tolcachir no ha ido por lo fácil y ha elegido una obra en la que hay que tentar con mucha precaución para no caer en los extremos del melodrama o del sermón. Y logra un nuevo éxito con una función que transcurre sin descanso y con grandes momentos dramáticos. El día de la última representación el teatro estaba lleno hasta arriba (incluidos lugares donde nunca antes se había visto a público) y la sensación final era que había convencido.

Gran parte del mérito de éste éxito lo tienen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz. El primero, que ya sólo tiene como rival a Francesc Orella para llevarse los mejores papeles, vuelve a estar perfecto en un personaje que el espectador quiere querer, pero que en el fondo sabe que es un maldito. Él podría ser todos los padres. Gloria Muñoz lo tiene todavía más difícil con un personaje lleno de incoherencias, pero lo saca adelante con una fuerza que saca a los demás personajes de escena cuando ella ocupa el centro.

Con estos compañeros, la pareja joven lo tenía difícil para aguantar el tirón. Fran Perea se esfuerza (quizá de manera demasiado evidente) y Manuela Velasco resplandece, pero hay pocos actores de su edad que puedan aguantar la comparación con Hipólito y Muñoz, así que mejor no lo hagamos. El resto del reparto tiene que hacerse cargo de unos personajes poco más que complementarios, y Jorge Bosch, el más relevante, tiene que esforzarse todavía más que Perea para hacer creíble su papel.

Más allá del interesante tema de la responsabilidad de los que se enriquecen con las guerras no ajenas, lo que queda de Todos eran mis hijos es esa imposible reconciliación entre los sentimientos paterno-filiales y la moral social. Por eso cuando se escucha el tiro en off, se lamenta todo lo que ha pasado, pero se sabe que era lo que tenía que pasar.

martes, 26 de octubre de 2010

La vida por delante

Íbamos al "nuevo" Teatro de La Latina con un sentimiento ambiguo. Por una parte nos alegrábamos de tener un teatro más al que poder acudir de vez en cuando confiando en que la dirección de José María Pou trajera a Madrid obras sin duda más interesantes que las hasta ahora acogidas por este castizo escenario. Pero también nos daba un poco de pena que tanta gente se quedara sin el emblema de cierto teatro, condescendientemente calificado de "popular", esa gente que según el tópico siempre que venía a la capital desde provincias hacía una parada en La Latina para ver zarzuelas o vodeviles de los de toda la vida. Sin embargo, al finalizar la función pensamos que no teníamos que habernos preocupado: por lo menos en lo que respecta a La vida por delante, este tipo de público puede darse por satisfecho.

Por nuestra parte, nos costó mucho dar nuestro beneplácito a la obra. Lo que nos sacó desde un principio de la obra fue la tan celebrada interpretación de Rubén de Eguía. Seguimos sin saber por qué habla como un payaso. Por supuesto no es su elección, y al parecer tanto el público (que le aplaudió incluso más que a la diva) como la crítica han valorado con entusiasmo su revelación, pero a nosotros, que no somos esclavos de la verosimilitud, nos chirría que un chico que desde los cuatro años convive con Madame Rosa hable con ese tipo de acento. Quizá incluso hubiéramos soportado una declamación diferente, pero como decíamos, nos parecía estar escuchando todo el rato a un payaso en plena actuación, y así las cosas es difícil dejarse llevar.

La interpretación de Concha Velasco también tiene sus claroscuros. Lo peor es que por momentos parece imbuida por el espíritu del lugar y se ve transformada en Lina Morgan, con un humor físico que parte del público jaleaba, pero que no nos pareció el más apropiado para esta obra. Como se las sabe todas, es capaz de llevar a ese mismo público por donde quiere, pero a menudo también se deja atrapar por la facilidad y concede puntos de aplauso seguro pero que no dejan de ser chocantes. Por suerte cuando llega el momento de la verdad, Velasco se quita el maquillaje y los disfraces y ofrece una última parte mucho más ajustada y verdadera, sin atajos ni trucos.

Los otros dos actores ofrecen una interpretación más sólida: José Luis Fernández sólo tiene una escena, pero la clava. Es el momento de más tensión y el que da algo de sustancia a una obra que se arma sobre un débil andamiaje. Carles Canut (que nos ofreció su última representación de la obra) es el perfecto médico adorable que juega con solvencia de intermediario entre los dos protagonistas.

Aparte de las actuaciones, la adaptación de Xavier Jaillard tampoco arranca con buen pie. A pesar de que los personajes se conocen desde hace trece años, en su primera escena se hablan como si se vieran por primera vez. Después se van desarrollando escenas que siempre apuntan pero nunca acaban de acertar. Por ejemplo, el tema clave de las religiones y personalidades, está resuelto con superficialidad y algunas frases fácilmente secundables pero poco originales. La dirección de Pou parece querer soslayar estas debilidades dando un tono entre elegíaco y melancólico, pero hasta la parte final, en la que Velasco acude a su rescate, a menudo cae también en los recursos más “agradables”.

Todavía queda mucha vida por delante, así que tardaremos en conocer la política de programación que va a tener el Teatro de La Latina, pero vista su primera incursión parece que la salvaguarda de las esencias está asegurada.

lunes, 11 de octubre de 2010

La boda

Ésta es la primera obra a la que asistimos en la que el público tiene una mejor actuación que los intérpretes del escenario. Durante toda la representación el tedio sobrevoló por las butacas, los momentos supuestamente más divertidos eran acogidos con indiferencia y a veces incluso podíamos recorrer visualmente fila a fila observando como la gente miraba la hora. Sin embargo, cuando los actores salieron a saludar, la ovación que recibieron fue estruendosa, con bravos y multitud de público en pie. ¿En realidad se aplaudían a sí mismos por haber aguantado hasta el final? ¿Quizá el papanatismo es tal que una obra de Chéjov puesta en escena por una compañía bielorrusa se merece el mejor de los recibimientos, caiga quien caiga? Lo que no se nos pasa por la cabeza es que seamos nosotros los equivocados. Sabemos que la obra fue un timo y tenemos pruebas de ello.


Si te dicen: vamos a alargar una obra de un acto para que llegue a los dos horas. ¿Cuál sería el truco más ruin y rastrero que se te ocurriría? Presentar a los dramatis personae dos o tres veces y que estos vayan apareciendo hasta que hayan pasado cinco minutos. Y eso lo llaman “guiño al teatro noh”. Como buena obra moderna (algo que ya habíamos descubierto al ver que algunas de las actrices ya estaban en el escenario cuando todavía nos estábamos sentando), no pueden faltar multitud de cancioncillas. Y cuando decimos multitud nos quedamos cortos. Música y música y mala coreografía e interpretaciones pesadillescas. Ah, hablando de pesadillas. Por algún motivo, todas las frases de la obra se dicen en bielorruso y después en ruso y luego otra vez y a veces otra y otra, algunas como una docena de veces. ¿Será eso un homenaje a la ópera? Quizá esto tenga alguna gracia en su idioma original, pero mirando los sobretítulos que una y otra vez nos dan la misma información, dan ganas de abuchear o de quemar el teatro, y sólo nuestra compostura nos impidió dar la nota. (Milagrosamente para nuestra opinión, sólo vimos dos deserciones, y lo que es más destacable, una valiente espectadora que salió y volvió a entrar, eso se merecería una medalla.)


Nos gustaría que los que tanto aullaron al final nos explicaran sus motivos (se lo hubiéramos pedido, pero no nos gusta mezclarnos con esa clase de gente). Qué nos digan algo, cualquier cosa de esta versión que no haga a sus perpetradores merecedores de un juicio sumarísimo y su expulsión indefinida del mundo del teatro. Alguna vez nos hemos quejado de la mediocridad de alguna compañía nacional de España, pero si esta Boda es característica del teatro nacional bielorruso, los de aquí se merecen que les pongan un piso.

lunes, 4 de octubre de 2010

Días estupendos

Aunque sólo hemos visto dos obras suyas, Alfredo Sanzol se está convirtiendo en uno de nuestros autores favoritos. En Sí, pero no lo soy ya nos sorprendió por su habilidad para los diálogos brillantes, el ritmo en la sucesión de las escenas y el tono general entre melancólico y desinhibido. Ahora, con Días estupendos, tenemos una versión más larga, más divertida y todavía mejor. Una de esas obras que hacen que te den ganas de ir por la calle recomendándosela a desconocidos. A falta de ello, escribimos esta entrada.

Sanzol escribe en el programa, entre otras cosas, que la obra va sobre la nostalgia. Pues no estamos de acuerdo. Nosotros odiamos la nostalgia, y no odiamos nada en esta obra. La discrepancia viene de que la nostalgia a la que se refiere Sanzol, suponemos, no es de una época determinada, ni tan siquiera de un lugar concreto (aunque las referencias a Navarra son continuas, y por algún motivo siempre efectivas). Quizá se trate de esa nostalgia de lo que nunca ha pasado, pero entonces estaríamos hablando de una obra sobre la imaginación, algo mucho más interesante, sin duda.

La obra comienza con una versión de Mi jaca al ritmo de Wicked Game a cargo de Natalia Hernández. No hay mejor manera de ponernos en situación. Bueno, sí, porque cuando acaba, la actriz empieza a soltar una historia de la Guerra Civil. ¿Tu también, Sanzol? Pero entonces hay un giro, y luego otro, y otro. Al final de la función habrá otra canción, que de nuevo negará a su autor, pues desmonta lo que la nostalgia tiene de artificio.

Entre un tema y otro, un repertorio completo de esquetches. Al ver que la obra duraba una hora y cuarenta minutos, surgían algunas dudas. La principal era que con una estructura basada en cortos episodios, siempre se corre el peligro de que la calidad de estos sea tan divergente que la sensación final sea de fracaso. Pero nada de eso. Obviamente algunos gags sobresalen y un par de ellos se alargan más de lo necesario (un minuto, pero en un espectáculo con un ritmo tan preciso, desentonan), pero la sensación preponderante es que el espectáculo no ha decaído en ningún momento y que, de alguna manera, el autor ha logrado allanar los desvaríos para conseguir cierta uniformidad. Y esto en una obra en la que el desvarió es la norma y el único uniforme es un tricornio de un guardia civil.

Como decíamos, algunos de los esquetches son antológicos. Quizá el mejor es el del torero que mata por accidente a su gato y se replantea su carrera y su vida. Aquí es donde mejor se representan las dos vertientes de Días estupendos: la comicidad desprejuiciada y salvaje y el fondo melancólico y pesimista. Pero también hay otros momentos geniales, como el leñador y su apasionada amante (rematado con un merecido rapapolvo al ciclista impertinente), o el momento del violador de melones (que de nuevo concluye con una apropiada paliza al ciclista), y otros muchos regalos para sus actores...

A excepción de Natalia Hernández, el reparto es el mismo que el de Si, pero no lo soy. Desde hace tiempo Hernández es una de nuestras cómicas preferidas, y verla en un espectáculo de Sanzol es un regalo. Tiene oportunidad para desplegar todo su arsenal cómico, pero cuando hace falta también saca su dramatismo (sin necesidad de abrir la boca). El resto del elenco está igualmente fenomenal, conjuntado y siempre manteniendo el tan preciado ritmo, con sus cambios de tono, acelerones y momentos más reflexivos, pero quizá entre todos destaque Juan Antonio Lumbreras, capaz de encarnar a tipos totalmente opuestos sin solución de continuidad, y siempre arrancando la carcajada del público.

En otro de los fragmentos, una pareja decide separarse porque la situación ideal en la que viven sólo puede ir a peor. Si mantuviéramos esta filosofía, no volveríamos a ver una obra de Sanzol, es difícil imaginar que pueda ofrecernos algo mejor.

lunes, 20 de septiembre de 2010

El Evangelio de San Juan

Algo que todas las religiones tienen en común es su absoluta falta de sentido del humor (a menos que sea cierto que san Pablo era un judío guasón y el cristianismo la mayor broma de la historia). Sin embargo, El Evangelio de San Juan que nos presenta El Brujo no sólo está repleto de humor, sino que si algo deja claro es que la vida sólo tiene sentido si está bien regada de carcajadas. Por otra parte, lo único realmente importante es la Belleza, capaz de crear por sí misma la Verdad. Quizá son demasiadas grandes palabras, pero ahí está la sabiduría del espectáculo, que es capaz de resumir la esencia del teatro en poco más de dos horas... y sin ponerse estupendo.

Hace poco hablábamos de Ángel Pavlovsky y de su magia para conseguir que el espectador siente que está visitando a un viejo amigo. Con El Brujo pasa algo parecido, sólo que ésta vez no vamos para que nos hable de cómo le ha ido, sino que lo que nos tiene preparado es un cuento. Y menudo cuento. Con la escenografía mínima que acostumbra, y esta vez acompañado por unos músicos, el actor-chamán introduce al público en un tiempo y un lugar fabulosos en los que todo puede pasar (lo que comúnmente se conoce como milagros). A veces se tiene la sensación de estar viendo una película (y no sólo cuando El Brujo así nos lo indica, con acotaciones sobre planos cortos, panorámicas y encadenados), con una banda sonora de esas que imprimen ritmo a la acción y unos personajes perfectamente perfilados (obviamente, todos interpretados por él mismo). Pero aquí no hay continuidad, los saltos son continuos y las digresiones dan sabor a una historia ya de por sí lo suficientemente intensa.

(Un pequeño desvío. Una de las mejores partes de los espectáculos de El Brujo suele ser el intermedio (él mismo suele contar que Fernán-Gómez le dijo en una ocasión que una obra suya era la primera en la que lo que más le había gustado era el descanso), pero en esta ocasión la interrupción es real, dando tiempo a la gente a salir a fumar. No sabemos a qué se debe este cambio, pero lo echamos en falta, al igual que más referencia a la actualidad, que siempre brillaban en las anteriores obras que habíamos visto de este creador.)

El ingenio de la narración no parece tener fin. A menudo parecería cierto que El Brujo se ha convertido en un erudito que ha estudiado a fondo los Evangelios y que tiene sus propias teorías sobre las cuestiones más discutidas del texto sagrado. Incluso al final, cuando aparece La última cena de Da Vinci, uno no puede evitar pensar en el famoso-cargante libro de Dan Brown y temer que va a salir con alguna historia conspirativa. Pero claro que no es así. Por no caer, no cae ni en la grandilocuencia de las últimas palabras, siempre compensadas por el humor. Y no es que se tomen las cosas que lo merecen en serio, es que sabemos que todo lo que merece la pena está teñido de humor.

Breve reseña sobre el público: al parecer los habituales a El Brujo son bastante parlanchines, lo que siempre es molesto, aunque estando en este buen ambiente tampoco vamos a reprochárselo. Lo único que tememos es que sean demasiados impertinentes y el actor decida acabar el espectáculo de manera precipitada, como sucedió en otra ocasión. Al final bravos y gran parte del público en pie, sabíamos a lo que íbamos y nos lo habían dado con prodigalidad.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Theatre, de W. Somerset Maugham

No conocemos muchas novelas ambientadas en el mundo teatral, y eso que nos parece, obvio es decirlo, un tema fascinante. Seguramente se deba más a propia ignorancia que a escasez real de libros teatreros, pero en cualquier caso, los pocos ejemplos que hemos leído tampoco nos han dejado satisfechos.

Theatre, explícito título (o La otra comedia, en su no tan errada traducción castellana) es la aportación del esperamos que cada vez más reivindicado W. Somerset Maughan a la novelística teatral (también hay una versión cinematográfica, Being Julia, con una excelente interpretación de Annette Bening). En principio no puede ser más sugerente: un autor implicado en el teatro como dramaturgo y como conocedor de los más diversos ambientes, y a la vez dotado de una capacidad psicologista que le permetiría dotar de profundidad a personajes complejos. El resultado es irregular. La novela tarda en arrancar, y cuando lo hace sufre diversos baches, aunque también alcanza momentos de gran literatura.

Maugham se centra en la figura de Julia Lambert, la mejor actriz de Inglaterra. Desde sus inicios como secundaria en obras de segunda hasta su consagración en Londres, pero sin llegar nunca hasta su decadencia, pues tal no existe, el autor juega con éxito en un tema que siempre nos ha interesado: cómo es el actor (o más específicamente, la actriz) cuando baja el telón. ¿Qué siente detrás de tantas capas de simulación? ¿Cómo tratar con alguien del que nunca sabes si está fingiendo?

Los mejores momentos de la novela, aparte de pequeñas incisiones sarcásticas desperdigadas por aquí y por allá, se producen cuando estas cuestiones se explicitan. Primero será el hijo de Julia quien reproche a su madre su falta de personalidad propia:

Tu ignoras la diferencia que existe entre la ficción y la verdad. Tu finges siempre. Es como tu segunda naturaleza. Haces teatro si das una fiesta, ante la servidumbre, cuando estás con papá y cundo estás conmigo. (…) En realidad, tú no existes; sólo eres uno de los muchos personajes que has interpretado a lo largo de tu vida. Algunas veces he llegado a preguntarme si has existido de verdad o si habrás sido sólo la fuerza transmisora de todos los personajes que fingiste ser. Cuando sabía que estabas sola en una habitación, he deseado muchas veces abrir la puerta bruscamente, pero me he contenido ante el miedo de no encontrar nada.


A lo que Julia finalmente replicará:

El mundo es un escenario y la humanidad entera se convierte en actores. La ilusión está allá, al otro lado de los arcos, y los actores somos la realidad. Nuestra materia prima es el mundo que nos rodea. Nosotros somos los que damos significado a la vida de las demás criaturas. Nos apoderamos de sus absurdas y fáciles emociones y las convertimos en arte; extraemos belleza, y la única significación de esa humanidad consiste en que se convierte en el auditorio necesario para que podamos realizar sus propias inquietudes. Son como los instrumentos con los cuales tocamos, y ¿qué cosa sería un instrumento si no hubiera quien lo tocase?

Sería difícil encontrar una mayor declaración de amor a los actores... en una novela.

(Traducción de los extractos de J. Romero de Tejada)

lunes, 30 de agosto de 2010

Angelhada

Al final.
La función está terminando, pero todavía no ha terminado. Pavlovsky se ha despedido y el público aplaude según estima oportuno. El artista aparece para saludar y reclama silencio. Lo que tenemos no es un bis, propiamente dicho, pero es uno de los mejores momentos del espectáculo. Durante las ovaciones algunos espectadores han abandonado sus butacas para salir a la calle. Pero como nos recuerda Pavolvsky, el teatro es también un ritual, o una suma de ritos, y hasta que no se encienden las luces el espectáculo no ha terminado. Sin embargo no hay obra de teatro en la que algún apresurado no se vaya antes de tiempo, quizá sin saber que es como irse a mitad de función (y además, en una sala como la pequeña del Español, pasando por delante de las narices de los actores). Si no te ha gustado la obra, no aplaudas. Si te parece horrible, espera al intermedio para hacer mutis. Pero cada vez la mala educación es más descarada y no se respetan ni los ritos. Que alguien a la puerta de los teatros tome los datos de estos individuos y que no se les vuelva a permitir la entrada en una sala de teatro.
Quizá a partir de ahora nuestros comentarios incluyan apreciaciones sobre el comportamiento del público. Que se preparen.

Al principio.
En Vida en escena no somos muy partidarios del teatro participativo. Nunca hablamos cuando los actores nos lo indican ni participamos en sus bromas. Somos muy serios. Sin embargo, cuando Pavlovsky se pasea por Madrid, nunca nos lo perdemos. Por mucho que se empeñe, el espectáculo es él, y vamos a saborearlo sin implicarnos pero disfrutando como los que más.

A la mitad.
Un momento mágico de verdad en una función pretendidamente mágica. El hada enseña su varita del todo a cien. Una mujer pide que se la regale. Parece que Pavlovsky no está muy por la labor. Pero al final cede. La mujer es una antigua compañera de universidad. Multitud de sensaciones recorren el rostro del actor en unos segundos. O quizá sea que es un actor extraordinario.

A lo largo de la función.
Uno de los temas centrales de esta propuesta es la lucha contra la rutina. El actor, secundado por el público (no por Vida en escena), la increpa. Hay que huir de ella. Por eso, dice, él nunca ensaya. Y cada función es diferente. No nos lo creemos. Primero, porque la fineza de la puesta en escena no se logra sin ensayar. Y no sólo nos referimos a los fantásticos juegos de luces, sino al ritmo de toda la función, a lo bien que sabe el autor colocar sus mejores fragmentos, a su habilidad para jugar con el público y llevarlo por donde quiere. Tampoco nos lo creemos porque no es la primera obra de Pavlovsky que vemos y sabemos que muchos de los gags son repetidos. Y no nos importa, seguimos disfrutándolos como la primera vez. O casi.

El mismo fin de semana del estreno de la última película de Woody Allen, asistimos a la última función de Pavlovsky. Si mucha gente ya tiene como rito esta cita con el director neoyorquino, las visitas anuales del actor argentino a Madrid se están convirtiendo en otra indispensable peregrinación. Se va al teatro como a una cita con un viejo amigo. Nos van a contar cosas que ya sabemos, pero lo importante es que vamos a pasar un rato agradable, distendido, emotivo. Pavlovsky ha dado la vuelta al concepto de camp y ha logrado que las ínfulas de grandilocuencia se conviertan en pequeñas dosis de felicidad.

lunes, 2 de agosto de 2010

Babilonia

Nos sentamos a ver una obra titulada Babilonia y dos actrices comienzan a desperdigar datos eruditos sobre esa rica y conflictiva región. Inevitablemente, el pensamiento se va a Borges y esperamos asistir a un cuento fabuloso. Pero las cosas no van por ahí.


Dicen que todas las guerras son la misma guerra, y decimos que eso ya lo hemos oído antes; dicen que todas las guerras causan dolor y penuria y muerte y decimos que lo que vamos a ver o va a ser ingenuamente ambicioso o va a tomar derroteros inesperados. Al final resultará que cumple ambas expectativas.

Quizá no sea ingenuidad, sino una gran confianza en uno mismo lo que hace falta para intentar contar algo nuevo partiendo de la trillada idea de “todas las guerras son iguales”. La apuesta de José Ramón Fernández es aún más arriesgada al no aferrarse a tensión ni progresión dramática alguna. Sólo escenas descriptivas. Un momento, ¿no nos habían dicho que esto no es el teatro?, ¿que un texto dramático debe evitar en lo imposible “contar” en beneficio de “mostrar”? Así es, pero como decíamos, parece que hay mucha confianza en la capacidad evocadora de los relatos que se nos cuentan.

Pero para que esta visualización imaginaria sea efectiva, además de poéticas descripciones y conjuros mágicos, son necesarias unas actuaciones sobresalientes. Paloma Mozo tiene una mirada eléctrica y una voz estupenda (no reprocharemos demasiados sus demasiado reiteradas equivocaciones, asumimos que ha sido una producción sin ensayos de sobra y pocas representaciones). Almudena Ramos vaivanea con el texto haciendo todo lo que puede. Dos buenas actrices, pero es que las exigencias del texto demandaban dos extraordinarias actrices. Lo que quiero decir, un texto seguramente más para ser leído que visto en escena.

Lo más fácil en estos casos es que el espectador desconecte en determinados momentos. Lo difícil es conseguir que eso no suceda. La dirección de Fernando Soto trata de ajustarse a las limitaciones de la producción con algunos giros que impidan a la historia entrar en barrena y sale del envite con ingenio. Algunos momentos son de gran belleza (la descripción de Babilonia), otros parecen totalmente fuera de contexto (un momento escatológico que es la única concesión al humor, no sabemos si consciente), sólo muy puntualmente se deslizan hacia la autoparodia (el momento de desgarro acompañado por música atonal) y en general deja la sensación de un experimento que no ofende pero que tampoco logra cautivar. Y en estos casos, quedarse a medio camino puede ser el peor resultado.


lunes, 19 de julio de 2010

El arte de la comedia

El libreto de El arte de la comedia es el perfecto ejemplo de texto genial que no pasaría ni la primera criba de cualquier Academia que se precie. Tras una breve introducción en la que De Filippo, muy levemente disfrazado de Oreste Campese, hace una loa al mundo del teatro, que en esta ocasión es un repaso a su propia vida en escena, el espectador se topa con una larga escena en la que el propio Campese y el gobernador De Caro discuten sobre las delicias y penurias del oficio teatral, las políticas a seguir para su mejoramiento, su impacto social. Desde la cordialidad inicial la conversación se va agriando hasta que un indignado gobernador, que cree que el actor quiere aprovecharse de él, echa a éste de su despacho.

En un momento de este extenso diálogo, se dice que la tantas veces alabada “valentía” de un autor teatral en realidad esconde la visión represiva que sobre este oficio tiene la sociedad: ¿por qué, si no, un dramaturgo iba a tener que ser valiente? Pues bien, el arrojo de De Filippo es casi suicida. Y su confianza en sí mismo. Porque hace falta coraje para pasearse por el filo de lo tolerable por el espectador común (es fácil imaginar que no a todo el mundo le interese un tête à tête de media hora larga sobre un tema puramente teatral) y porque el autor consigue salir bien parado del empeño sin recurrir a trucos manidos (como buscar la identificación/rechazo con los personajes), sino con la pura fuerza de las palabras. También es digno de elogio que Carles Alfaro en su puesta en escena haya decidido ser respetuoso con el texto y dejando la escena como una confrontación entre los dos personajes, sin querer hacerse notar.

Después de esta primera parte, el espectador se frota las manos: la discusión ha acabado con una amenaza del histrión: las próximas citas que se pasaran por el despacho del gobernador quizá, quién sabe, sean actores de su compañía disfrazados para la ocasión. Una excelente oportunidad para saber si su oficio es tan despreciable que hasta una mirada superficial puede descubrirlos. Aquí había dos caminos por los que tirar: la reflexión metateatral (explícitamente citada con la referencia a Pirandello) o la denuncia social sobre la mala vida de los actores a el desprecio que sufren por parte de una sociedad que sólo los valora como pasatiempo (como si fuera poco). Obviamente, De Filippo desprecia ambas posibilidades. ¿Y qué hace? Sólo teatro. Unos textos creativos, cómicos y patéticos, desarrollados con infalibilidad. Una oportunidad para el lucimiento de los actores. Señores, nos dice, podemos darle muchas vueltas al asunto, pero a esto se reduce todo. ¿De verdad que no es suficiente? Y hasta de sobre, contestamos.

Suponemos que una obra así es un regalo para la gente del teatro. Una reivindicación del propio oficio, pero también una obra llena de posibilidades. La puesta en escena, que podría haber resbalado por los terrenos de la autoconsciencia, se ajusta sin embargo a las exigencias del texto y diríamos que se queda en un segundo plano, dejando jugar. Y los actores se lo pasan en grande. Enric Benavent, del que siempre habíamos tenido algunas dudas, como Oreste, aquí está inmenso, desde su primera escena elegíaca hasta su gloriosa frase final. Pero lo de Pedro Casablanc está fuera de categoría, una de esas actuaciones para salir a hombros. Acorde con la directriz de no hacerse notar, a veces parece como si su personaje fuera funcional, pero de alguna manera logra convertirse en el centro de toda la función. No podría imaginarse un estilo más acorde con la obra y a la vez tan resplandeciente. Esto también es teatro destilado.

martes, 29 de junio de 2010

Teatro y Cine III. En Francia. Desde los orígenes

En este punto nos centraremos en la influencia del teatro sobre el cine francés, uno de los que más y mejor ha tratado este tema. Ya desde el cine mudo este influjo fue patente: Méliès, supuesto liberador del cine, había sido en sus inicios director de teatro; el personaje más carismático de este periodo, Irma Vep, tenía su aparición sobre un escenario; incluso Max Linder, su gran genio cómico, procedía de los teatros de bulevares; pero ahora no se trata de hablar sobre lo que debe el inicio del cine al teatro, sino de la aparición de éste como un género primigenio:

Así, Méliès, como se sabe mago de profesión, simplemente (!) supo trasladar a la pantalla sus trucos teatrales, dirigiéndose a un público que ante la sorpresa de lo que estaba viendo necesitaba un amarre para no salir corriendo de espanto (ante un suceso inhabitual, es curioso que la gente piense antes que está ante un castigo divino que frente a un milagro, seguramente otro de los perversos efectos de la mala conciencia), y este cabo era la ilación con el teatro popular.

Por su parte, se puede considerar a Irma Vep como actriz antes que ladrona, y en toda la serie de Les Vampires el mundo teatral es casi omnipresente (si la revisión de Assayas de esta película es una aproximación metacinematográfica, una de las interpretaciones más factibles de la versión de Feuillade sería considerar toda la enrevesada trama como una fabulosa puesta en escena: es obvio su legado folletinesco, pero también es patente la marca de un cierto tipo de teatro de efectos muy popular en la época de su filmación y hoy abandonado, leer Comedia con fantasmas, de Marcos Ordóñez).

En cuanto a que Max Linder diera sus primeros pasos en el mundo del espectáculo sobre las tablas es totalmente natural y una condición que cumplen la gran mayoría de sus contemporáneos, pero lo que singulariza el “personaje Linder” es que todo hace indicar que se trata de un actor, del mismo Linder: su personaje no tiene oficio conocido (más allá de pretendiente perpetuo), es aficionado a los disfraces y a maquillarse, no se priva de guiños al espectador dejando patente su actuación dentro de la actuación...

Quizá hoy estas concomitancias son más difíciles de ver porque, mientras podemos seguir leyendo a Dickens y comprobar lo que Griffith le debe, del teatro popular de la época nos quedan como mucho referencias de segunda mano. Desgraciadamente, es un tipo de funciones ya difunto, e incluso su herencia, las películas de las que estamos hablando, le ha sido negada.

En pocas palabras, desde siempre el cine ha tenido una especial querencia por los ambientes teatrales a los que ha dado una preponderancia muy superior a otros oficios, y no se trata de ombliguismo (al menos no totalmente), sino de que pronto tanto creadores como espectadores se dieron cuenta de que el cine se lo debía casi todo al teatro, y donde mejor se verifica esta unión no es en las adaptaciones de obras teatrales, sino en la asunción de sus principios y en el tratamiento documental de la vida escénica, lo que le proporcionaba una doble lectura que también doblaba su interés y particularidad.

martes, 22 de junio de 2010

Electra

Cuando se levanta el espléndido telón del Teatro Español (¡hacía tanto tiempo que no podíamos verlo!), el espectador se abrocha los cinturones y se encomienda a todos los santos: los actores en pleno aparecen interpretando una espasmódica danza que recuerda a la haka maorí: y bien que intimida... al público. Por suerte los rezos son escuchados y estos bailes sólo se repetirán dos o tres veces más. Pero uno se pregunta a qué vendrá tamaño despropósito. ¿Un capricho consentido de Sol Picó (movimiento de actores) y Marta Gómez (coreografía). No, más bien parece una advertencia: oye, que estamos haciendo una cosa de Galdós, ese tipo de hace tanto tiempo, el garbancero, pero que nosotros somos muy modernos, eh.

Si no fuera tan superficial, banal y mediocre en su ejecución, la idea podría haber tenido su gracia. La obra se puede ver como una constante disputa entre tradición y modernidad. Electra alude al trágico mito griego (por cierto, si a alguien le asulta la duda de cómo se llamaba el hermano de Electra, en el programa de mano está la solución: el nombre de una de las taquilleras es Oresta), pero también al electrón, de la incipiente ciencia del siglo XX (es curioso que en la obra se cite a Darwin, sin duda modelo de desafío científico, y que se haga sólo cincuenta años después de su irrupción, cuando la ciencia en España, como se sabe, siempre ha ido un siglo por detrás). El busilis de la obra es la lucha entre los carcas que pretenden encerrar a Electra en vida para que lleve una existencia sumisa y controlada por la Iglesia, y los progresistas que luchan para que pueda hacer lo que quiera, sea esto lo que sea. Bien, con estos mimbres se pueden hacer unas inteligentes actualizaciones que traigan la tragedia a nuestros días, pero la puesta en escena se pierde en un simbolismo tan evidente que a veces hasta es tierno, seguro que hará las delicias de los amantes del naïf. En el mismo tono, con la misma falta de mano izquierda, la Electra de Sara Casasnovas pasa de un infantilismo recalcado a una madurez repentina, a una locura instantanea, a un recogimiento súbito, todo sin solución de continuidad; el don Salvador de Antonio Valero, jesuítico malvado que podría provocar temor e ira, es retratado como un patán que más mueve a la risa (el público rió varias de sus apariciones); mientras que el Máximo de Miguel Hermoso Arnao, el intelectual positivo, pierde la razón cuando más falta nos hacía y en ningún momento despierta la admiración que debería incitar. Y todo así de “esto es lo que hay”. Incluso hay una bandera de España.

Pese a todo lo dicho, la obra no es digna de desprecio. Para nosotros don Benito Pérez Galdós no es sólo uno de los más grandes escritores en lengua española (“uno de los” porque existe Cervantes, sino sería “el”), sino que es irrebatible su pertenencia por derecho propia a la pléyade de la literatura mundial. Aunque su teatro haya quedado más desfasado (de todas maneras, apenas hay manera de comprobarlo, al menos sobre los escenarios, pues a los directores, como ya hemos visto, les da pánico enfrentarse a gente tan pasada), la fuerza de su escritura siempre queda patente. Por eso, cuando Ferran Madico deja que la palabra prevalezca, cuando la adaptación de Francisco Nieva es más fiel a la obra original, cuando los actores se dejan llevar por lo que están diciendo en lugar de tratar de imponerse a ello, el espectáculo se hace digerible e incluso alcanza ciertos momentos de grandeza. Qué revés para sus saboteadores que una vez más hayan sido derrotados por don Benito.

lunes, 14 de junio de 2010

Tambores na noite

Brecht sigue siendo uno de los autores más representados en los escenarios españoles. Y pese a ello, sigue siendo uno de nuestros autores favoritos.

Después de la decepcionante puesta de Madre Coraje que Gerardo Vera estreno recientemente en el CDN, teníamos esperanza de que una compañía de otro país y con el prestigio del Teatro Nacional Sao Joao de Oporto supiera llevar a escena todo el potencial de Brecht. Pero, sin ser una masacre, la adaptación es muy deficiente.

Da la impresión de que los directores actuales tienen demasiado respeto a Brecht, lo cual es la mayor falta de respeto que se le puede hacer. Es como si colocando un par de canciones y poniendo a algún actor entre el público ya tuvieran el expediente brechtiano completo y para el resto de la obra se limitaran a una puesta en escena convencional. La mayoría de las obras del autor augsburgués, y Tambores en la noche de forma muy destacada, son en una primera lectura convencionales historias de las de toda la vida. Pero lo interesante es la segunda lectura que propicia Brecht, la manera en la que da la vuelta a los clichés para desnudar su falsedad y su comicidad. Pero los directores se olvidan de esto y se quedan en una visión superficial que convierte a Brecht en Benavente. Todo en orden (las insinuaciones revolucionarias son toscas y cuadriculadas), y lo que puede ser todavía peor, sin un ápice de gracia.

Por otra parte, Brecht es un autor eminentemente visual. Sus diálogos a menudo funcionan como eslóganes (y hay que tener cuidado de que no se conviertan en sólo eso), mientras que su verdadera fuerza está en la capacidad de la puesta en escena para transmitir toda la energía que contiene. Por eso, después de la sorpresa que provoca la incapacidad de grandes directores para sacarle todo el partido, acabamos por pensar que, pese a las apariencias, Brecht no es nada fácil de llevar a escena. Podría parecer que, dado que es un autor que lo permite todo, sería un gozo para un director poder liberarse y dar pie a toda su creatividad, pero, sin llegar a ser malpensados y concluir que es que no dan más de sí, concederemos que esa libertad absoluta crea un pánico, un vacío muy difícil de llenar.

El director de esta versión, Nuno Carinhas, parece haber sucumbido a este desafío y llena el espectáculo de palabras. De acuerdo, las palabras son las que son, las que Brecht escribió, pero el espectador tiene la sensación de que se trata de una de esas obras en las que los personajes no dejan de hablar, de decirse las mismas cosas una y otra vez, sin que la acción avance, sin que haya nada que llame la atención. Curiosamente (pero no por casualidad), los dos mejores momentos de la obra son mudos: cuando el soldado derrotado en la guerra y en el amor, como diría Brecht (doble lectura) se quita las botas llenas de arena; y el final, en el que los personajes pasean sus carritos al son de Tom Waits.

Sobre las películas mediocres siempre se puede decir “tiene una fotografía bonita”. Acerca de Tambores na noite, que más que mediocre es cobarde, es de ley decir que tiene una iluminación muy trabajada. El trabajo de los actores es meritorio, aunque a veces parecen incapaces de ocupar toda la profundidad que ofrece el enorme escenario. De alguna manera habrá que solucionar el tema de los sobretítulos, que siguen siendo muy deficientes. Una parte llamativa del público se fue en el intermedio, otros igual de llamativos celebraron el final con bravos desmesurados.

lunes, 7 de junio de 2010

Del maravilloso mundo de los animales: Los corderos

En realidad el desconcierto comienza antes de la función con un título incomprensible (y en mi opinión, desafortunado). Cuando el público entra en la sala, se encuentra con que algunos de los actores ya están en el escenario, costumbre que ya se está convirtiendo en habitual y que por algún motivo nos parece algo incómoda. Se escucha el aviso de que el espectáculo va a comenzar, se van apagando las luces, y los actores comienzan a hablar. ¿Pero qué están diciendo?

Lo de “kafkiano” ya se ha convertido en un adjetivo recurrente (como “dantesco” o “quijotesco”), de uso cotidiano y habitualmente usado por persona que no saben de lo que hablan (es decir, que no han leído a Kafka). En esta ocasión creo que aplicar a la obra esta calificación no sería algo gratuito, sino que la influencia del escritor judío es evidente. Nos encontramos ante una situación extraordinaria (un secuestro) asumida por sus protagonistas como un hecho de lo más normal. De ahí la incomodidad del espectador, que no sabe si reírse de lo absurdo de la situación o preocuparse por lo inquietante de la escena.

Lo normal sería que según va avanzando la trama se nos fueran dando detalles que nos permitieran ir trazando el fondo del argumento, pero bien al contrario, las cosas se van enredando según aparecen más personajes. Si al principio tenemos a Gómez y Berta, él secuestrado y ella que le reprocha su impertinencia, después aparece el vecino chiflado. Las cosas van cambiando de una frase a la siguiente e incluso dentro de la misma frase, y así como comedia y terror se entremezclan, también las relaciones entre los personajes varían. Ahora el vecino parece dominar la situación, ahora Berta le pone literalmente contra la pared. Aparece una maleta que también es en sí misma absurda. Y cuando surge una pistola, sale disparado de la habitación el padre. Pero si hay padre, también hay una hija. Un secuestrado, un matrimonio separado, una hija, un vecino y una pistola.

No sólo es que la acción se desarrolle sin descanso, es que la mente del espectador no puede parar ni un segundo tratando de dilucidar que es lo que está pasando. Y de repente, mientras está imbuido en sus pesquisas, un golpe cómico inesperado que le desconcierta aún más. Y otro. Y otro más. Porque si los diálogos funcionan (en un 80%), el ritmo tampoco decae en ningún momento.

Veronese se ha unido a la compañía andaluza Histrión Teatro para poner en escena una obra desconcertante en la que el final parece un añadido para dar una posible explicación lógica (junto al título, lo peor de la obra). La mezcla era llamativa y el resultado no lo es menos, pero es necesario ver propuestas tan alocadas de vez en cuando para que el teatro no se convierta en algo de lo que ya nos lo sabemos todo.

viernes, 4 de junio de 2010

Cocorico

La comicidad de la velada se inicia antes de que empiece el espectáculo y dura hasta después de que haya terminado: al llegar al Instituto Francés para asistir a la representación que va a ofrecer Patrice Thibaud, nos encontramos a un grupo franceses que hablan entre sí un español con su acento tan característico y uno no puede evitar reírse por dentro pensando que parecen estar imitándolo. Y cuando la función ya está despidiéndose con un breve bis en el que los actores piden la pequeña colaboración del público, al que demandan que acompañen con sus aplausos una pieza musical, la última carcajada se escapa al comprobar la incapacidad del espectador nativo para coordinar un sencillo acompañamiento acústico. Sería digno de asistir a un concierto de Navidad de Viena con un público patrio intentando amoldarse a la melodía de la marcha Radetzky.

Entre medias, un espectáculo de comicidad total. Las referencias son obvias: Marcel Marceau, pero Thibaud es menos sutil, menos explícitamente genial y Jacques Tati, pero nuestro payaso es más facial, más desbordante. Por cierto, es extraño (y no dice nada bueno de nuestra psique) que en castellano la palabra “payaso” sea un insulto. ¿Por qué hacer reír a la gente es algo mal visto? En este caso desde luego la gente está por la labor de dejarse convencer. Desde la primera escena las carcajadas son atronadoras. El primer gag, sin duda lo merece: Thibaud saca a su colaborador, Philippe Leygnac de una maleta como si fuera un muñeco de trapo. Lo grandioso de la función es que, ahora sí como pasaba con sus ilustres antecesores, todo está tan ensayado que el tempo de la obra es milimétrico. Todo sucede en el segundo apropiado, en el centímetro acordado. Y lo mejor de todo es que no se nota, que la fluidez de la obra no se detiene ni un sólo instante. Y éste es otro logro mayúsculo, ya que obviamente no hay un argumento, sino esqueches sucesivos en los que Thibaud despliega sus inacabables dotes cómicas: así pasa por ser un ciclista dopado, un vaquero implacable, una majorette habilidosísima... y también un payaso, el payaso oh la la. Junto a él, Leygnac ejerce de multiinstrumentista virtuoso. Toca melodías de todo tipo al piano (siempre manteniendo el tempo más adecuado para la actuación de su compañero), la trompeta, ¡la trompeta y el piano a la vez!, la corneta, una guitarrita, hace percusión con maletas y cacerolas...

A menudo este tipo de espectáculos recurre a la vanidad del espectador que tiene que trabajar para identificar las imitaciones que se ven sobre el escenario. Pero Thibaud es mucho menos pretencioso. Entre el publico había numerosos niños (incluida la que nunca puede faltar, la que pregunta doscientos “porqués” a lo largo de la función) que parecían disfrutar la función con placer, pero sin duda los más saciados fueron los adultos, que al final de la obra casi derrumban el teatro con sus aplausos. Suponemos que los artistas no están tan acostumbrados a recibir una muestra tan apasionada de la admiración que suscitan en su propio país. Anoche, por lo menos, se lo merecieron.

miércoles, 2 de junio de 2010

Macbeth

Hay algunos sucesos que jalonan el año creando expectativas y centrando ilusiones durante meses. Desde hace un lustro, la visita a Madrid de la compañía Cheek by Jowl se ha convertido en una de los grandes acontecimientos anuales, más relevante que un cambio de estaciones, más trascendente que cualquier desvarío político.

Como ya nos hemos hecho con un cierto “estilo Donnellan”, nos parecían exageradas las apreciaciones sobre la extrema austeridad de su último montaje, y sin embargo los avisos eran ciertos. Un escenario vacío en el que los únicos elementos que dan algo de juego son las ya clásicas cajas de madera de Donnellan y Ormerod. Pero es que ni tan siquiera hay atrezo, incluso las dagas son invisibles. Por supuesto, también el vestuario es conciso, simples trajes negros. Y sin embargo tanta sencillez es apabullante. De la misma manera, los monólogos son recitados de frente: los actores se colocan en el centro del escenario y declaman las inmortales palabras de Shakespeare con una intensidad que jamás había visto. No hay nada con lo que distraerse, sencillamente tenemos una de las grandes tragedias salidas de una mente humana y unos actores que están a su altura.

Con Shakespeare a menudo sucede que al ser sus obras tan conocidas, lo que buscan los directores es epatar, buscar novedades a costa del texto, cuando no intentar situarse por encima de él. Donnellan apuesta, sabiamente, por lo contrario. Concentrarse en el valor de la palabra y disponer la puesta en escena para que los actores tengan la máxima libertad posible. A partir de ahí, la creatividad escena por escena no deja de sorprender. Es una delicia para cualquier aficionado al teatro ir descubriendo paso a paso las argucias usadas por el director para, con la renuncia absoluta a recursos artificiales, inventar las escenas. Desde el principio, con la inquietante aparición de las brujas en off, hasta el siempre escalofriante final, con una lucha de espadas imaginarias, Donnellan va sacando lo mejor de su experiencia para ofrecernos el más destilado espectáculo de teatro puro que hayamos visto. Esto nos lleva a pensar en que, siguiendo este camino de austeridad, la próxima propuesta del director consistirá en un único actor que recitará cualquiera de las obras de Shakespeare desde el centro del escenario. Y seguro que logrará hechizarnos.

Desde el principio, una de las cosas que más valoramos en las puestas de Donnellan fue su habilidad para dar ritmo a las obras a través del movimiento de los intérpretes (no en vano, la compañía cuenta con una directora de movimientos, Jane Gibson). El desgaste de los actores, que no paran un segundo, debe de ser monumental. Pero no se nota. El extraordinario Will Keen, uno de esos actores con tal fuerza escénica que parece que desprende energía (si le colocas una bombilla en el dedo, seguro que se enciende), expulsa sus monólogos a través de un catálogo de matices agotador. Es común la broma por la que las personas ajenas al mundo del teatro creen que lo más difícil de la actuación es aprenderse el texto. Como ignorantes de lo que supone la creación de un personaje, nos asombramos por la dificultad que debe suponer el aprendizaje de una gama casi infinita de expresiones faciales y corporales. El papel de Lady Macbeth es llevado con espanto por Anastasia Hille, que también sabe llevar a su personaje desde los más oscuros rincones de la obsesión por el poder hasta una locura nada estereotipada. Inolvidable su muerte dentro-fuera de escena.

A menudo se abusa del calificativo de “obra maestra” para cualquier tipo de expresión artística (o pseudoartística), pero en mi experiencia nunca he contemplado espectáculos que merezcan más este calificativo que las producciones de Cheek by Jowl. Es tan sencillo como que todo funciona a la perfección.

lunes, 31 de mayo de 2010

Sweet Nothings (Amorios)

Con la referencia de la obra maestra de Max Ophüls en la cabeza, la adaptación que se ha podido ver en la sala pequeña de los teatros del Canal ha sido toda una sorpresa. En primer lugar, hay que acostumbrarse a ver la obra de Schnitzler, tenida como quintaesencia de la Viena finisecular hablada en inglés. Además, el actor protagonista, Tom Hughes, tiene un aire al joven Hugh Grant, lo que en un primer momento saca del ambiente. Pero pronto la situación se reconduce. Luc Bondy, que en su puesta en escena de La seconde surprise de l'amour nos había dejado totalmente fríos, aquí da rienda suelta a la pasión.

A través de un movimiento incesante, que no sólo hace que los actores no paren un segundo, sino que incluso el escenario da vueltas de manera casi imperceptible, el primer acto se va acelerando hasta convertirse en un torbellino. También las emociones van variando casi sin solución de continuidad. Cuando los personajes parece que van a dejarse llevar por sus verdaderos sentimientos, entran en juego los cálculos y se produce una nueva vuelta de tuerca que impide que se sinceren.

En el segundo acto el giro es todavía más brusco. Si al principio había cierta búsqueda de la felicidad, aunque fuera desencantada y algo improbable, ahora ya sólo hay espacio para la lamentación. Primero tendremos un impagable intermedio cómico servido por Hayley Carmichael, esa vecina cotilla que no dice nada pero que lo dice todo. Pero ha llegado el momento de Chirstine (Kate Burdette). A través de sus encuentros con el resto del reparto pasará por todos los estados de ánimo, desde la exaltación al ver cumplidos sus sueños románticos con Fritz, hasta su desesperación al conocer su traición y muerte.

Bondy ha sido capaz de dar grandeza a una propuesta en principio minimalista. Una compañía joven (la Young Vic), un escenario mínimo (primero la casa de Fritz, luego la de Christine, con los elementos justos) y una versión de tono medio. Con gran sutileza, el director suizo ha jugado con estos recursos para dar forma a una pieza emocionante elaborada en su punto justo, ni un fácil distanciamiento cínico hacia un romanticismo que podría parecer pasado de moda, ni una exacerbación de los sentimientos.

Los actores forman un grupo homogéneo de gran calidad (sólo falla la breve y poco convincente aparición del marido de la amante de Fritz). Burdette no cae en el simplismo de una enamorada inocente, sino que evoluciona desde la jovencita ilusionada hasta la amante defraudada pero decidida. Hughes transmite perfectamente el tipo de romántico inmaduro que tiene que afrontar situaciones que le superan. La otra pareja joven está compuesta por la bella Natalie Dormer, contrapunto perfecto de Christine, y Jack Laskey, que saca todo el partido a Theo, el personaje de las frases brillantes, con una dicción extraordinaria.

Quizá fuera por lo poco habitual de la hora en que tuvo lugar la representación (las cinco de la tarde) o por la disposición de la sala (tres gradas que flanquean un pequeño escenario circular), pero la recepción de la obra fue más fría de lo que el apasionado montaje reclamaba.

lunes, 24 de mayo de 2010

Teatro y Cine II. El teatro en el cine.

En cualquier antología que se precie con las mejores películas de la historia del cine se incluirán títulos como Los niños del paraíso o Eva al desnudo. Se trata de dos películas incuestionables (aceptando que tal criterio exista), pero lo que se trata de demostrar aquí es que el cine sobre teatro es si no un género en sí mismo, si un tema que atraviesa todos los demás, manteniendo siempre sus propios rasgos, haciéndolos casi siempre mejores: en el género que podríamos adscribir como intelectual (a falta de mejor definición), destaca la casi desconocida Babel opéra (de acuerdo, es ópera y no teatro, pero tampoco es cuestión de matizar en exceso) de André Delvaux, director que necesita una reivindicación urgente, y que en esta obra, como otros directores de mayor renombre, Bergman o Fellini, saca todo el partido de situaciones no escasas de posibilidades para aquellos que saben aprovecharlas; en la comedia, una película popular en su intención, pero de la que poca gente se acuerda y que sin embargo es de una comicidad extrema, y que pese a ello ni tan siquiera puede refugiarse en esa marca salvadora que es la consideración de película de culto: estoy hablando de ¡Qué ruina de función!, que espero no sea una excentricidad personal: su calidad es indudable y su relevancia en este contexto primordial; a éstas podemos sumar también el género criminal (Pánico en escena, que siguiendo la famosa técnica hitchcockiana, toma el tópico de turno, el escenario en este caso, y partiendo de él logra sublimar las convenciones hasta llevarlas a la pureza), el musical (lógicamente, aquí es muy abundante, por citar una, Desfile de Pascua, también por lo que tiene de arquetípica), e incluso el western (la inolvidable escena del actor shakesperiano en Pasión de los fuertes, además de otros ejemplos como El juez de la horca, aunque quizá el western es el género que peor soporta las mezclas, por lo que tiene de genuino, seguramente).

El misterio de por qué las películas sobre teatro suelen ser apasionantes es difícil de dilucidar. Cabría argumentar que el tema en sí aporta un interés intrínseco: a todo el mundo le gustan los cotilleos sobre actores; todo hijo de vecino se ha creído alguna vez capacitado para interpretar un personaje (con lo tontos que son los actores, seguro que cualquiera puede hacer su trabajo, aunque este pensamiento incluiría la concepción de y yo que tampoco soy muy listo..., pero a este punto no se suele llegar); los escenarios, las bambalinas, las candilejas, todos estos lugares son espacios casi míticos en los que se tiene la sensación de que puede pasar cualquier cosa, y además tienen unos nombres preciosos; en fin, en el teatro se concentran en poco tiempo los mayores dramas y las mayores alegrías, todas las pasiones y no pocos malentendidos, allí está la vida en su expresión más pura. Y es que no el teatro no es una ilusión, el teatro es la realidad.

jueves, 13 de mayo de 2010

Shakespeare. El mundo como escenario

Es curioso que algunas de las máximas figuras que han conformado la cultura occidental no dejaran ni una palabra escrita (Sócrates o Jesucristo) y de otras incluso se duda de su existencia (Homero o Shakespeare). Y eso que no estoy de acuerdo con la popular idea de que el concepto de autoría es una invención moderna, que en tiempos pretéritos los creadores no se preocupaban por la posteridad. Tal pensamiento es negar uno de los valores universales de la naturaleza humana: el ansia de permanencia. Lo que sí es una característica casi contemporánea es la obsesión por la fama y los famosos. Una cosa es que uno se preocupe por “pasar a la Historia” y otra que los demás le sigan el juego.


El caso de Shakespeare es de lo más peculiar. Quizá sea, dentro del ámbito humanista, el mayor genio que ha dado el mundo. Incluso los más acérrimos detractores del teatro, caso de Nabokov, han visto en él a un titán de las letras capaz de crear un mundo. Por eso en la biografía que le ha dedicado Bill Bryson, en la que se aparta del análisis dramático o de cualquier intento de crítica literaria, una de las pocas observaciones personales es la que destaca a Shakespeare como un inigualable creador de lenguaje. Porque, al fin y al cabo, ¿en qué consiste la literatura? En tratar de transmitir una historia o unas ideas a través de palabras. Y nadie como nuestro autor ha sabido manipular, jugar, inventar, crear con el poder con el que lo hizo Shakespeare. Si Newton nos legó una nueva visión del mundo a través de sus descubrimientos de las constantes físicas, Shakespeare nos ha regalado una gama interminable de sentimientos que nos permite conocer con mayor precisión las profundidades del alma humana.


Pero, como decía, el interés de Bryson es puramente biográfico. El problema es que lo que se sabe sobre Shakespeare es tan escaso que incluso este breve libro de apenas doscientas páginas tiene que completarse con algunas panorámicas sociales y detenerse en varios personajes que rodearon a su protagonista para alcanzar una extensión mínima. Eso sí, la amena y ligera escritura de Bryson (ya demostrada en la hilarante En las antípodas o en la ambiciosa Breve historia de casi todo) hace que el libro se lea sin descanso.


Después de concluir la lectura, lo sabremos todo sobre Shakespeare sin tener que leer los 7.000 libros que se han escrito sobre él (se tardarían veinte años en hacerlo, a uno por día). Pero lo más importante es que Shakespeare no se acaba nunca. Da igual leerlo, verlo en escena, una adaptación cinematográfica, Shakespeare siempre nos da algo. Borges contaba que una vez se metió en un teatro en el que una compañía de aficionados representaba creo que Macbeth. Todo era desastroso, pero el poder del autor era tan ilimitado que aún así Borges salió emocionado. Ni con 70.000 volúmenes podrías desentrañar este misterio.

lunes, 10 de mayo de 2010

La tempestad

Pese a lo que nos gustaría pensar, no estamos en Londres. Por eso la función empieza con diez minutos de retraso. Pero en cuanto se apagan las luces, todo eso deja importar. Sin un segundo para facilitar el tránsito hacia la fantasía, el espectáculo comienza con una fuerza arrolladora: la tempestad confunde a personajes y públicos; una barra y un juego de luces y sombras son suficientes para que nos sumerjamos, nunca mejor dicho, en la gozosa ficción teatral.

El ritual apenas ha sido disimulado: Próspero y los demás han iniciado un conjuro a base de círculos demoníacos y varas amenazadoras que nos invitan a un mundo de magia negra habitado por monstruos. Pero esto no puedo continuar así, sin dar un respiro, descansemos un poco, siguiente escena.

Ahora Próspero va a contar a Miranda y al público su historia. Este típico recurso que suele ser tan engorroso, aquí, de alguna manera, quizá por el hechizo, resulta fascinante. Vamos a sentarnos y a escuchar este cuento de hadas con duques brujos, hermanos traidores, reyes ambiciosos y enamorados juveniles. Ay, parece que se ha producido la alquimia, esto es puro teatro.

Las escenas se van sucediendo, los personajes nos son presentados en un raro vaivén que no da descanso pero tampoco logra una rotunda continuidad. Poco importa, al igual que los funcionales sobretítulos, que no recogen ni el 50% de lo que se dice ni el 10% de cómo se dice, no nos molesta que la estructura dramática haga aguas y que los personajes aparezcan y desaparezcan como si pertenecieran a obras diferentes. Cada escena tiene una fuerza particular que mantiene la atención del espectador, mezclada con la rendición incondicional ante una historia repleta de sugerencias y llena de imaginación.

Y sin embargo, aquí está el único problema de la función, el exceso de imaginación. Como es sabido, en esta tardía obra Shakespeare se dejó llevar por la fantasía y sin preocuparse por la verosimilitud o cualquier resto de realismo, congregó a toda una serie de personajes estrambóticos a los que unió en una historia disparatada. El mayor peligro en la puesta en escena moderna es o bien rendirse ante los excesos y caer en los fuegos artificiales, o por el contrario pasarse de formal y quedarse corto. Durante casi toda la función Mendes logra situarse en un término medio, pero en el momento de la boda entre Miranda y Ferdinando, como ya le pasaba en su puesta de Cuento de invierno, le da por eso tan en boga de poner a los actores a cantar y a dar algunos pasos de baile, haciendo que durante unos minutos la función se derrumbe. Es curioso este tópico que se ha instalado en las tablas nacionales e internacionales, quizá los directores piensan que poniendo unas cuantas escenas musicales el público se va a entusiasmar y recordará la obra con mayor agrado, pero en la mayoría de las ocasiones, se bordea el ridículo, cuando no se cae en él de pleno.

Por suerte, todavía hay tiempo para recuperar el vuelo, y la parte final saca lo mejor de Shakespeare, de Mendes y de los actores. Todo acaba como tiene que acabar, y no sólo en el sentido argumental, sino que la sobriedad, dentro de las posibilidades que le ofrece el cuento, llena el escenario y podemos despedirnos como buenos amigos de unos personajes memorables.

Las actuaciones mantienen cierto aire de homogeneidad. Y lo hacen, obvio es decirlo, en su excelencia. Sólo por escuchar recitar las palabras de Shakespeare en su idioma original con una propiedad y un gusto exquisito, merece la pena este tipo de experiencia (poco importa que no se entienda ni la mitad de lo que dicen). Por supuesto, para conseguir este placer es necesario un reparto de primera categoría. Es extraño ver a un Próspero (Stephen Dillane) tan calmado, al que parece no importarle lo que está pasando (así, el público tuvo que carcajearse en el momento de “anda, se me había olvidado que van a venir a matarme”). El resto del elenco es más clásico, con enamorados ingenuos y entregados, malvados sin complejos, graciosos que de hecho lo son y un Calibán que sin ser antológico sí que va pasando de manera convincente por sus diferentes estadios.

Esperamos con ganas que el año próximo The Bridge Project regrese a Madrid, aunque sólo sea para que por unas horas pensemos que estamos en Londres.

jueves, 6 de mayo de 2010

Teatro y Cine I. Teatro Filmado

Todas las grandes diversiones son peligrosas para la vida cristiana; mas entre todas las que el mundo ha ingeniado, ninguna existe que haya tanto que temer como la comedia. Pascal.

1-Teatro y cine
Es curioso que sea difícil pensar en algo más falto no ya de vida, sino del menor rastro de cualidades artísticas que una obra de teatro filmada, y sin embargo, nada tan apasionante como una película ambientada en el mundo teatral.

1 A- Teatro filmado
Se podría explicar el primer caso hablando de la confusión de medios: el teatro en el teatro y el cine en el cine (esto no impide que las objeciones al cine en la televisión sean mínimas y minoritarias, pero ese es otro tema); a lo que es sencillo oponer que también se puede leer el teatro (aunque sin duda un libro es un medio diferente a un escenario), y si mediante la lectura no se puede acceder a todas las posibilidades ofrecidas por un montaje, también es cierto que, si el libreto se lo merece, el placer puede ser altamente satisfactorio, e incluso que, sobre todo teniendo en cuenta los montajes que se vienen dando desde, diríamos, hace 50 años (por fijar una fecha redonda y de ardua comprobación), casi mejor imaginarse la obra uno mismo que dejar que la estropeen desaforados directores de escena dispuestos a enmendar la plana a dramaturgos que ya no se pueden defender. La cuestión sería, pues, que si el teatro es el arte de las convenciones, y ay de quien se las quiera saltar, cuando se filma un escenario en plano general fijo, todas esas reglas aceptadas tácitamente se desmoronan y el espectador descubre de manera dramática (por usar una expresión propia de este contexto) lo inerte que es el teatro si él mismo no quiere darle el vuelo necesario. El añorado telón (su asesinato es obra sin duda de uno de esos desalmados directores antes citados) ejercía como puerta de entrada a un mundo absurdo (mucho antes de que naciera Ionesco) en el que el espectador se olvidaba de cualquier trazo de verosimilitud y aceptaba las más disparatadas propuestas, incluso tomándoselas en serio en el caso de los más generosos; pero el cine es ante todo documental, y lo que graba cuando se centra en una obra de teatro no son las vicisitudes de un escocés acosado por la ambición y por su mujer, ni la vida de un amante del amor en busca de la muerte, sino a un grupo de personas disfrazadas que se mueve y habla de manera ridícula (pero si lo hacen en verso, ¡y además lo saben!): sentado en el patio de butacas (o en un palco, o en el anfiteatro, no es éste el lugar ni el momento de ponerse clasistas), el espectador asume sin que se le mueva el flequillo que lo que está viendo es algo diferente y no tiene que sujetarse a esa fea palabra que es verosimilitud; pero ante la pantalla no puede ignorar lo artificial de la situación (y menos aún los actores, que si se vieran buscarían un mutis desesperadamente). En breve: en el teatro se ve, tampoco seamos ingenuos, a un actor haciendo de Fausto, en la pantalla a una persona que hace de un actor haciendo de Fausto.

lunes, 3 de mayo de 2010

Fin de partida

Recientemente el New York Times reseñaba la última novela de Ian McEwan señalando que si hay libros y películas tan malos que acaban pareciendo buenos, en este caso el libro del autor británico es tan bueno que finalmente es bastante malo. Siendo muy generosos, lo mismo se podría decir de la última puesta en escena de Fin de partida.

Tenemos uno de los textos clásicos del siglo XX. Uno de los directores más reputados de los últimos tiempos. Un actor incontestable. El resultado es una obra en la que el aburrimiento general es tan perceptible que uno se pregunta qué pasará por la mente de los actores al ser conscientes de que el público está sufriendo de tal manera que lo único en lo que piensa desde hace ya demasiados minutos es en cuánto queda para que la función termine. Quizá por eso en la última parte aparece un despertador que nos indica los minutos de suplicio que restan.

Por desgracia, las obras de teatro no son como las novelas, que se pueden abandonar a las cinco páginas (el decoro nos impide abandonar la sala, al menos hasta el intermedio, que aquí no hubo). En este caso, después de los primeros cinco minutos ya se veía lo que iba a venir. Y aunque la confianza en los Grandes Nombres nos hizo albergarla esperanza de que las cosas todavía podían cambiar, cada escena nos confirmaba que estábamos ante una de esas obras, por desgracia nada inhabituales, en las que el tiempo se detiene, y no precisamente para sumergirnos en un estado de encantamiento.

lunes, 26 de abril de 2010

Por el placer de volver a verla

Hoy empezaremos con la reacción del (agradecido) público. Risas cuando son necesarias, carcajadas en los momentos pautados, inundación de lágrimas en la conclusión. ¿La obra es realmente tan buena? o ¿La obra es realmente tan mala? (que diría un esnob). En realidad la función es muy buena y muy mala, lo que explica por una parte que se produzcan estas reacciones, y por otra que sean tan exageradas.

Como es obvio, lo mejor del espectáculo es Miguel Ángel Solá, uno de los grandes actores de la escena contemporánea, quien aquí tiene un falso gran papel. En principio su personaje le permite pasar por un niño travieso, un adolescente impertinente, un joven inseguro, un autor de éxito... Vamos, un repertorio completo para lucirse. Pero en realidad se trata de un comodín siempre al servicio de la verdadera protagonista de la función, Blanca Oteyza. Si en Hoy: El Diario de Adán y Eva, de Mark Twain, Solá era el centro absoluto de la pieza, aquí el eje es Oteyza, gran actriz que sin embargo no es seguramente la más apropiada para este papel.

En la puesta en escena de Manuel González Gil se ha optado por una falsa desnudez (no hay decorado, pero los cambios de luces y de unas cajas multiusos sirven de fondo; Solá no va “vestido” pero el vestuario de Oteyza daría para un elenco completo), incluso en algún momento se cita a Brecht, pero pese a la interacción con el público, aquí no hay nada de distanciamiento: todo es puro melodrama.

La parte más reída por el público es en la que madre e hijo discuten sobre las inverosimilitudes de una novela. Ciertamente graciosa, uno de los puntos que enfrenta a ambos es que en dicha obra se gastan más de cincuenta páginas con los últimos pensamientos de la protagonista. La misma duda nos surge: ¿realmente da una escena de estas características para media hora de diálogo? Así, pese a que pasan unos veinte años, no hay evolución en los personajes, y la madre no deja de ser ese objeto de adoración incondicional tan típico en ciertas producciones hollywoodienses (por algún motivo, recuerda al estilo de George Stevens).

Los sollozos llegaron con la escena final, que no deja el menor atisbo para la sorpresa y que arruina sus posibilidades dramáticas al caer de lleno en el sentimentalismo. Directores de teatro y cine argentino han traído a España su talento para darnos algunas de las películas y obras de teatro más estimulantes de los últimos años, pero también se sumergen a menudo en un tópico (de los ciertos) del que tendrían que huir como de la peste: a veces se hacen tan ñoños y sentimentaloides que provocan ataques de diabetes. Si el material que tienen es bueno (y el que ofrece Tremblay es como mínimo digno), por favor, no hace falta cargar tanto las tintas, que tenemos una obra sobre una madre “fabulosa!!!”, con que te pases un poco de rosca ya has entrado en arenas movedizas. Así tendrás nuestras lágrimas, pero no nuestro reconocimiento.