lunes, 26 de abril de 2010

Por el placer de volver a verla

Hoy empezaremos con la reacción del (agradecido) público. Risas cuando son necesarias, carcajadas en los momentos pautados, inundación de lágrimas en la conclusión. ¿La obra es realmente tan buena? o ¿La obra es realmente tan mala? (que diría un esnob). En realidad la función es muy buena y muy mala, lo que explica por una parte que se produzcan estas reacciones, y por otra que sean tan exageradas.

Como es obvio, lo mejor del espectáculo es Miguel Ángel Solá, uno de los grandes actores de la escena contemporánea, quien aquí tiene un falso gran papel. En principio su personaje le permite pasar por un niño travieso, un adolescente impertinente, un joven inseguro, un autor de éxito... Vamos, un repertorio completo para lucirse. Pero en realidad se trata de un comodín siempre al servicio de la verdadera protagonista de la función, Blanca Oteyza. Si en Hoy: El Diario de Adán y Eva, de Mark Twain, Solá era el centro absoluto de la pieza, aquí el eje es Oteyza, gran actriz que sin embargo no es seguramente la más apropiada para este papel.

En la puesta en escena de Manuel González Gil se ha optado por una falsa desnudez (no hay decorado, pero los cambios de luces y de unas cajas multiusos sirven de fondo; Solá no va “vestido” pero el vestuario de Oteyza daría para un elenco completo), incluso en algún momento se cita a Brecht, pero pese a la interacción con el público, aquí no hay nada de distanciamiento: todo es puro melodrama.

La parte más reída por el público es en la que madre e hijo discuten sobre las inverosimilitudes de una novela. Ciertamente graciosa, uno de los puntos que enfrenta a ambos es que en dicha obra se gastan más de cincuenta páginas con los últimos pensamientos de la protagonista. La misma duda nos surge: ¿realmente da una escena de estas características para media hora de diálogo? Así, pese a que pasan unos veinte años, no hay evolución en los personajes, y la madre no deja de ser ese objeto de adoración incondicional tan típico en ciertas producciones hollywoodienses (por algún motivo, recuerda al estilo de George Stevens).

Los sollozos llegaron con la escena final, que no deja el menor atisbo para la sorpresa y que arruina sus posibilidades dramáticas al caer de lleno en el sentimentalismo. Directores de teatro y cine argentino han traído a España su talento para darnos algunas de las películas y obras de teatro más estimulantes de los últimos años, pero también se sumergen a menudo en un tópico (de los ciertos) del que tendrían que huir como de la peste: a veces se hacen tan ñoños y sentimentaloides que provocan ataques de diabetes. Si el material que tienen es bueno (y el que ofrece Tremblay es como mínimo digno), por favor, no hace falta cargar tanto las tintas, que tenemos una obra sobre una madre “fabulosa!!!”, con que te pases un poco de rosca ya has entrado en arenas movedizas. Así tendrás nuestras lágrimas, pero no nuestro reconocimiento.

lunes, 12 de abril de 2010

Château Margaux y La viejecita

La zarzuela está tan llena de malentendidos y equívocos que sería inútil tratar de desentrañarlos. Y no me refiero a éste espectáculo en concreto, sino al género en sí. Pero nada mejor para acabar con esta falsa imagen de la zarzuela, vista por quienes no conocen nada en absoluto sobre ella como algo pasado de moda y rancio, que con una fina y elegante representación como la que nos ofrece Lluis Pasqual.

Muchos directores aprovechan las posibilidades de lucimiento que ofrece la zarzuela para desplegar sorprendentes delirios de puesta en escena llena de trucos, colores y figurantes. De vez en cuando esta opción no está mal y nos ofrece delicias como Los sobrinos del capitan Grant, ya un clásico navideño (y, por cierto, del mismo autor que Château Margaux y La viejecita, Fernández Caballero). Pero Pasqual ha elegido un tono mucho más comedido, sobre todo en su primera parte. Apenas un fondo que aparenta un estudio de radio de los años 50, con un piano de cola y un par de micrófonos. Y prácticamente sin argumento, los actores-cantantes van desfilando dando sus recitales con una enorme gracia y ese encanto tan difícil de conseguir, sobre todo si se renuncia al recurso fácil de la nostalgia, aquí reservado simplemente a la representación de algunos populares anuncios musicales de la época.

En la segunda parte el director se permite algo más de esplendor y el escenario se transforma en una sala de baile con dos escalinatas que permiten la entrada de los coros (con un vestuario de lo más inapropiado, lo peor de la función). Sin dejar el tono humorístico, cariñoso, ahora podemos escuchar (que no entender) a los coros y apreciar ciertos esfuerzos coreográficos. Pero sin ninguna grandilocuencia ni pretenciosidad. Ahora si hay un argumento, pero tan ligero que ni merece la pena ser comentado. Mejor disfrutar de escena por escena, cada una de ellas con su propio toque de ingenio.

Entre los actores destaca Jesús Castejón en su doble papel de locutor de radio y desinhibido tío Manuel. Lo único que se echa en falta es ese momento cumbre que lleve al público a la emoción total. Por eso, en el momento de los aplausos, el tono fue respetuoso pero monocorde, sin que ni tan siquiera Castejón se llevara su merecida salva.

martes, 6 de abril de 2010

Telón Cortafuegos

Estoy convencido de que habría sido necesario inventar el telón cortafuegos incluso si Europa ignorara las medidas oficiales destinadas a la prevención de incendios... qué digo, incluso si ignoráramos los incendios. Cada noche, tras el final de una representación y antes de que se cerraran las puertas, un dispositivo hidráulico hacía bajar el telón cortafuegos. Descendía antes que los telones, entre la fosa de la orquesta y las candilejas, de forma que cerraba herméticamente la sala para impedir que llamas prendieran en los decorados. Tal es su función técnica. Cuando vuelve a caer, la noche se adueña de la sala, y el teatro entero se duerme. Pero dos o tres veces al año, sucede que incluso entonces algunos espectadores entusiastas se quedan de pie entre las filas de asientos y no quieren dejar de aplaudir. Las vendedoras de programas han vuelto a sus casa, los actores están a punto de desmaquillarse, las luces se apagan, pero esos impenitentes se obstinan en aplaudir más y más. Hasta que, al fin, una pequeña puerta se abre en el inmenso telón cortafuegos y los actores principales, ya sin peluca, vestidos como sus personajes o en traje de calle, se inclinan por última vez. Otra última vez. Esas noches, el gerente coge un lápiz rojo para anotar en su informe diario TELÓN CORTAFUEGOS. Y en mi opinión, es sobre todo por esto para lo que se ha inventado el telón cortafuegos.

Max Opüls. Spiel im Dasein, 1959