martes, 26 de octubre de 2010

La vida por delante

Íbamos al "nuevo" Teatro de La Latina con un sentimiento ambiguo. Por una parte nos alegrábamos de tener un teatro más al que poder acudir de vez en cuando confiando en que la dirección de José María Pou trajera a Madrid obras sin duda más interesantes que las hasta ahora acogidas por este castizo escenario. Pero también nos daba un poco de pena que tanta gente se quedara sin el emblema de cierto teatro, condescendientemente calificado de "popular", esa gente que según el tópico siempre que venía a la capital desde provincias hacía una parada en La Latina para ver zarzuelas o vodeviles de los de toda la vida. Sin embargo, al finalizar la función pensamos que no teníamos que habernos preocupado: por lo menos en lo que respecta a La vida por delante, este tipo de público puede darse por satisfecho.

Por nuestra parte, nos costó mucho dar nuestro beneplácito a la obra. Lo que nos sacó desde un principio de la obra fue la tan celebrada interpretación de Rubén de Eguía. Seguimos sin saber por qué habla como un payaso. Por supuesto no es su elección, y al parecer tanto el público (que le aplaudió incluso más que a la diva) como la crítica han valorado con entusiasmo su revelación, pero a nosotros, que no somos esclavos de la verosimilitud, nos chirría que un chico que desde los cuatro años convive con Madame Rosa hable con ese tipo de acento. Quizá incluso hubiéramos soportado una declamación diferente, pero como decíamos, nos parecía estar escuchando todo el rato a un payaso en plena actuación, y así las cosas es difícil dejarse llevar.

La interpretación de Concha Velasco también tiene sus claroscuros. Lo peor es que por momentos parece imbuida por el espíritu del lugar y se ve transformada en Lina Morgan, con un humor físico que parte del público jaleaba, pero que no nos pareció el más apropiado para esta obra. Como se las sabe todas, es capaz de llevar a ese mismo público por donde quiere, pero a menudo también se deja atrapar por la facilidad y concede puntos de aplauso seguro pero que no dejan de ser chocantes. Por suerte cuando llega el momento de la verdad, Velasco se quita el maquillaje y los disfraces y ofrece una última parte mucho más ajustada y verdadera, sin atajos ni trucos.

Los otros dos actores ofrecen una interpretación más sólida: José Luis Fernández sólo tiene una escena, pero la clava. Es el momento de más tensión y el que da algo de sustancia a una obra que se arma sobre un débil andamiaje. Carles Canut (que nos ofreció su última representación de la obra) es el perfecto médico adorable que juega con solvencia de intermediario entre los dos protagonistas.

Aparte de las actuaciones, la adaptación de Xavier Jaillard tampoco arranca con buen pie. A pesar de que los personajes se conocen desde hace trece años, en su primera escena se hablan como si se vieran por primera vez. Después se van desarrollando escenas que siempre apuntan pero nunca acaban de acertar. Por ejemplo, el tema clave de las religiones y personalidades, está resuelto con superficialidad y algunas frases fácilmente secundables pero poco originales. La dirección de Pou parece querer soslayar estas debilidades dando un tono entre elegíaco y melancólico, pero hasta la parte final, en la que Velasco acude a su rescate, a menudo cae también en los recursos más “agradables”.

Todavía queda mucha vida por delante, así que tardaremos en conocer la política de programación que va a tener el Teatro de La Latina, pero vista su primera incursión parece que la salvaguarda de las esencias está asegurada.

lunes, 11 de octubre de 2010

La boda

Ésta es la primera obra a la que asistimos en la que el público tiene una mejor actuación que los intérpretes del escenario. Durante toda la representación el tedio sobrevoló por las butacas, los momentos supuestamente más divertidos eran acogidos con indiferencia y a veces incluso podíamos recorrer visualmente fila a fila observando como la gente miraba la hora. Sin embargo, cuando los actores salieron a saludar, la ovación que recibieron fue estruendosa, con bravos y multitud de público en pie. ¿En realidad se aplaudían a sí mismos por haber aguantado hasta el final? ¿Quizá el papanatismo es tal que una obra de Chéjov puesta en escena por una compañía bielorrusa se merece el mejor de los recibimientos, caiga quien caiga? Lo que no se nos pasa por la cabeza es que seamos nosotros los equivocados. Sabemos que la obra fue un timo y tenemos pruebas de ello.


Si te dicen: vamos a alargar una obra de un acto para que llegue a los dos horas. ¿Cuál sería el truco más ruin y rastrero que se te ocurriría? Presentar a los dramatis personae dos o tres veces y que estos vayan apareciendo hasta que hayan pasado cinco minutos. Y eso lo llaman “guiño al teatro noh”. Como buena obra moderna (algo que ya habíamos descubierto al ver que algunas de las actrices ya estaban en el escenario cuando todavía nos estábamos sentando), no pueden faltar multitud de cancioncillas. Y cuando decimos multitud nos quedamos cortos. Música y música y mala coreografía e interpretaciones pesadillescas. Ah, hablando de pesadillas. Por algún motivo, todas las frases de la obra se dicen en bielorruso y después en ruso y luego otra vez y a veces otra y otra, algunas como una docena de veces. ¿Será eso un homenaje a la ópera? Quizá esto tenga alguna gracia en su idioma original, pero mirando los sobretítulos que una y otra vez nos dan la misma información, dan ganas de abuchear o de quemar el teatro, y sólo nuestra compostura nos impidió dar la nota. (Milagrosamente para nuestra opinión, sólo vimos dos deserciones, y lo que es más destacable, una valiente espectadora que salió y volvió a entrar, eso se merecería una medalla.)


Nos gustaría que los que tanto aullaron al final nos explicaran sus motivos (se lo hubiéramos pedido, pero no nos gusta mezclarnos con esa clase de gente). Qué nos digan algo, cualquier cosa de esta versión que no haga a sus perpetradores merecedores de un juicio sumarísimo y su expulsión indefinida del mundo del teatro. Alguna vez nos hemos quejado de la mediocridad de alguna compañía nacional de España, pero si esta Boda es característica del teatro nacional bielorruso, los de aquí se merecen que les pongan un piso.

lunes, 4 de octubre de 2010

Días estupendos

Aunque sólo hemos visto dos obras suyas, Alfredo Sanzol se está convirtiendo en uno de nuestros autores favoritos. En Sí, pero no lo soy ya nos sorprendió por su habilidad para los diálogos brillantes, el ritmo en la sucesión de las escenas y el tono general entre melancólico y desinhibido. Ahora, con Días estupendos, tenemos una versión más larga, más divertida y todavía mejor. Una de esas obras que hacen que te den ganas de ir por la calle recomendándosela a desconocidos. A falta de ello, escribimos esta entrada.

Sanzol escribe en el programa, entre otras cosas, que la obra va sobre la nostalgia. Pues no estamos de acuerdo. Nosotros odiamos la nostalgia, y no odiamos nada en esta obra. La discrepancia viene de que la nostalgia a la que se refiere Sanzol, suponemos, no es de una época determinada, ni tan siquiera de un lugar concreto (aunque las referencias a Navarra son continuas, y por algún motivo siempre efectivas). Quizá se trate de esa nostalgia de lo que nunca ha pasado, pero entonces estaríamos hablando de una obra sobre la imaginación, algo mucho más interesante, sin duda.

La obra comienza con una versión de Mi jaca al ritmo de Wicked Game a cargo de Natalia Hernández. No hay mejor manera de ponernos en situación. Bueno, sí, porque cuando acaba, la actriz empieza a soltar una historia de la Guerra Civil. ¿Tu también, Sanzol? Pero entonces hay un giro, y luego otro, y otro. Al final de la función habrá otra canción, que de nuevo negará a su autor, pues desmonta lo que la nostalgia tiene de artificio.

Entre un tema y otro, un repertorio completo de esquetches. Al ver que la obra duraba una hora y cuarenta minutos, surgían algunas dudas. La principal era que con una estructura basada en cortos episodios, siempre se corre el peligro de que la calidad de estos sea tan divergente que la sensación final sea de fracaso. Pero nada de eso. Obviamente algunos gags sobresalen y un par de ellos se alargan más de lo necesario (un minuto, pero en un espectáculo con un ritmo tan preciso, desentonan), pero la sensación preponderante es que el espectáculo no ha decaído en ningún momento y que, de alguna manera, el autor ha logrado allanar los desvaríos para conseguir cierta uniformidad. Y esto en una obra en la que el desvarió es la norma y el único uniforme es un tricornio de un guardia civil.

Como decíamos, algunos de los esquetches son antológicos. Quizá el mejor es el del torero que mata por accidente a su gato y se replantea su carrera y su vida. Aquí es donde mejor se representan las dos vertientes de Días estupendos: la comicidad desprejuiciada y salvaje y el fondo melancólico y pesimista. Pero también hay otros momentos geniales, como el leñador y su apasionada amante (rematado con un merecido rapapolvo al ciclista impertinente), o el momento del violador de melones (que de nuevo concluye con una apropiada paliza al ciclista), y otros muchos regalos para sus actores...

A excepción de Natalia Hernández, el reparto es el mismo que el de Si, pero no lo soy. Desde hace tiempo Hernández es una de nuestras cómicas preferidas, y verla en un espectáculo de Sanzol es un regalo. Tiene oportunidad para desplegar todo su arsenal cómico, pero cuando hace falta también saca su dramatismo (sin necesidad de abrir la boca). El resto del elenco está igualmente fenomenal, conjuntado y siempre manteniendo el tan preciado ritmo, con sus cambios de tono, acelerones y momentos más reflexivos, pero quizá entre todos destaque Juan Antonio Lumbreras, capaz de encarnar a tipos totalmente opuestos sin solución de continuidad, y siempre arrancando la carcajada del público.

En otro de los fragmentos, una pareja decide separarse porque la situación ideal en la que viven sólo puede ir a peor. Si mantuviéramos esta filosofía, no volveríamos a ver una obra de Sanzol, es difícil imaginar que pueda ofrecernos algo mejor.