lunes, 19 de diciembre de 2011

En la luna (Teatro de la Abadía)


No parece que sea una coincidencia el que Alfredo Sanzol haya elegido situar su último espectáculo en la transición. Más allá de repetir esa visión casi infantil de una situación que más que comprenderse se intuye, como ya hizo en Días estupendos o Delicadas, el hecho de que la acción de Enla luna se desarrolle precisamente en esa época nos indica que el propio Sanzol se haya en plena fase de transición de un teatro puramente lúdico, divertido y desenfadado, para atreverse a penetrar en lugares más oscuros, más turbios, quizá más maduros.

En las dos obras citadas había unas escenas similares en las que un personaje adulto (una madre, una tía) hablaba con un niño (o un feto) para desvelarle algunos secretos de la vida. En esta ocasión la escena se repite entre un padre y un joven (muy probablemente el propio Sanzol), para dar paso al nacimiento del hijo del autor. Mientras que en sus obras anteriores la alegría e incluso la felicidad se imponían a cualquier atisbo de (d)represión, ahora parece que la perspectiva, aunque igualmente ilusionada, es más amarga, más desencantada (por usar otro término típico de la transición). Sanzol se ha hecho mayor y nos hace notar el peso de su nueva responsabilidad.

La obra comienza como un cohete. La escena del entierro de Franco permite el primer lucimiento de la velada: Palmira Ferrer, como la reivindicativa mujer del acreedor, impone primero el respeto de la sala y luego la primera salva de aplausos (extrañamente, sera también la última hasta la ronda de saludos). Poco después llega otra exhibición, esta vez a cargo de Juan Codina, como testigo de un atraco, primero impertinente ante la policía, después incrédulo y más tarde atemorizado. Quizá en esta escena sea en la que mejor capta Sanzol la mezcla de humor, ridículo, patetismo y temor de la época.

Como es inevitable en toda obra construida a base de sketches, no todos están a la misma altura (esto creemos haberlo dicho sobre todos los espectáculos de Sanzol...). Los hay irresistiblemente graciosos, los hay poco logrados, y también los hay misteriosos. El que más hermético nos pareció es aquel en el que Luis Moreno pasea a unos invitados por su extraña casa y les vende un cochecito de bebé para comprarse un ventilador indio. Sin embargo, hay algo en ese momento, en la actuación de Moreno, que desprende magia, un encanto muy especial.

En cuanto a los momentos más divertidos, quizá destaque el cumpleaños de la redicha de Nuria Mencía. La presentación de su personaje es magistral, pero cuando se produce el encuentro con el pavisoso que encarna Jesús Noguero y su acordeón no tiene precio. La frase “nunca pensé que me alegraría de que unos guardias civiles entraran en el Congreso” resume lo esperpéntico de la situación creada alrededor de un trozo de pastel.

Sanzol también suele incluir en sus obras varios escenas con un llamativo lenguaje explicitamente sexual, más o menos logradas. En esta ocasión le tocan los momentos subidos de tono a Lucía Quintana, con la un poco pesada escena del telescopio y la mucho más acertada de la escritora de relatos eróticos oculta. Aquí sí que puede lucirse y encandilar sin necesidad de desarrollar el material de sus escritos.

Quizá lo que menos nos haya gustado de la obra haya sido la interrelación que hace Sanzol entre los 70 y la actualidad. Ya en la primera escena hay una proclama política que huele un poco a reivindicación corporativista, más efectista que efectiva. Y más tarde, en el episodio sobre la memoria histórica, se cae en el ventajismo de enjuiciar el pasado recurriendo a claves que solo ahora conocemos. Este es un truco que casi nunca sale bien, y del que por suerte Sanzol no abusa.

Por estas cosas que tiene el teatro, a veces nos parece que una mejora se hace a costa de un abandono. La nostalgia, que es clave en el teatro de Sanzol, nos invade una vez más. Pese a todos los logros de En la luna, no podemos dejar de echar de menos a la antigua compañía, el entusiasmo que sentimos con sus anteriores obras. Pero si podemos asimilar estas obras iniciáticas con las primeras comedias desinhibidas de Woody Allen y En la luna con su Love and Death, eso supondría que la próxima obra de Sanzol será su Annie Hall. Nada de melancolía ni de mirar atrás: a esperar con ilusión la nueva joya que nos quiera regalar.  

jueves, 15 de diciembre de 2011

Urtain (Estudio 1)


Ya hemos hablado en alguna ocasión sobre la poca estima que tenemos por el teatro filmado. Ni el ritmo (para nosotros el punto clave de la puesta en escena) ni el punto de vista (un falso purismo obligaría a mantener en las adaptaciones un plano general pobre y comatoso) hacen posible la translación entre los dos medios. Por ello, no valoraremos aquí Urtain como espectáculo teatral, sino como producto televisivo.

Primero nos gustaría resaltar la excelente realización de Andrés Luque, que sabe mantener la raíz teatral del texto, pero sin las imposturas ni las trampas que permitiría una producción no grabada en directo. Solo al final se colaron algunas cámaras que deslucían un poco el efecto general, pero Luque acierta a la hora de retratar con fidelidad la mayoría de las soluciones de puesta en escena de AndrésLima.

En cuanto al texto de Juan Cavestany, o mejor dicho, su adaptación, nos parece que peca de ambicioso. Intentar convertir la figura de Urtain en una especie de metáfora de España no deja de ser una exageración. Como retrato íntimo de un fracaso, la obra puede funcionar, pero cuando sus ambiciones crecen y el simbolismo se impone, como suele ser habitual en el teatro, la función fracasa.

Lo más extraño de ver una obra como Urtain en televisión es comprobar la descompensación entre la historia que nos están contando y la forma de hacerlo. Porque el trabajo de Lima, con el que mantenemos nuestros altibajos, es aquí más ocurrente (en el buen sentido) que nunca, pero también nos da la sensación de que está al servicio de una obra limitada. Hay buenos y continuos hallazgos, pero parece como si se agotaran enseguida, como si no hubiera manera de mantener la fuerza a lo largo de toda una escena.

Pero sin duda, lo más grande de Urtain, lo que da su auténtica relevancia, es la creación de Roberto Álamo. El resto del reparto, entre el que destacamos a Luis Bermejo, rodea con solvencia su exhibición, pero no nos engañemos, uno no puede apartar la mirada de su figura. Sus inagotables recursos, su capacidad para utilizar la voz y su manera de hablar con una versatilidad infinitas, su facilidad para cambiar de registro de manera instantánea, su impactante presencia... El espectador se siente apabullado ante una creación magistral, una interpretación que se queda en la memoria.

Cuando se habla de Estudio 1 siempre salen a colación Doce hombres sin piedad y José Bódalo. No sabemos si Urtain alcanzará el aura mágica de la producción de Pérez Puig, pero apostaríamos a que algún día será recordada como aquella obra en la que explotó Álamo, quien en este hipotético futuro ya será recordado como una figura mítica del teatro español. 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Purgatorio (Matadero Madrid)


En un reciente artículo, Antonio Muñoz Molina habla del cuento de JohnCheever El nadador para explicar cómo la riqueza de algunos cuentos hace que en nuestra memoria parezcan mucho más largos de lo que en realidad son. Mientras lo leíamos pensabamos que se trataba de un truco del escritor para reforzar alguna tesis propia, pero cuando hace unos días volvimos a leer La casa de Asterión y vimos que apenas ocupa un par de páginas, tuvimos que darle la razón. Es tal el poder sugestivo de los grandes autores como Borges, que sus relatos nos parecen inacabables, eternas, y por ello es imposible que quepan en tan poco espacio.

Una de esas historias sin fin es, sin duda, la de Medea. Sin embargo, la opción estilística elegida por Ariel Dorfman para su versión es totalmente opuesta a la Cheever o Borges. En nuestra opinión el autor se deja llevar por un afán retórico que en los peores momentos cae en la cháchara, y sólo en el estupendo clímax final alcanza un vuelo realmente poético. Nuestro minimalismo militante no nos lleva al absurdo de exigirlo también en la construcción dramática (aunque sí en la puesta en escena), pero una cosa es crear diálogos ricos, profundos y sugerentes, y otra no poner límites a la verborrea pretenciosa. Sí, Dorfman tiene claro lo que quiere (tentados estamos de decir que a veces incluso demasiado), y sus criaturas saben transmitirlo, pero no podemos decir que este Purgatorio, basado en una historia tan potente, tan desaforada, nos llegue al alma.

A tenor de nuestras querencias minimalistas, se podría pensar la transparente dirección de Josep Maria Mestres y la escenografía de Clara Notari serían de nuestro gusto, pero aquí entra en juego una de nuestras manías: nos parece un error básico de semiología que el escenario sea cuadrado y no redondo. Pero reconocemos que eso son extravagancias nuestras. Más grave es que los espectadores que están en las gradas laterales se pierden gran parte de la función. Hay cierto movimiento y algún intento de “que nos vean todos”, pero la realidad es que no es lo mismo. Estas entradas deberían llevar la advertencia de tener una visibilidad limitada.

También tenemos que reconocer otra clase de prejuicios respecto al público del Matadero. Pero admitimos que son solo eso, prejuicios por el tipo de personas que se pueden encontrar pululando por este centro cultural, pero en realidad la gente que va al teatro no es peor que la de la Abadía, por ejemplo. En esta ocasión, a nuestras reticencias se sumaba que al estar en escena Viggo Mortensen la histeria podía hacer estragos en las gradas y en nuestra tolerancia. Pero más allá de encontrar una descompensación de género todavía más alta de la que ya es habitual en el teatro, las criaturas se portaron bien.

En cuanto a Mortensen, confesamos que nos costó mucho dejar de pensar que estábamos viendo a Mortensen, la estrella de Hollywood. Como la obra a veces devaneaba, nosotros también dábamos paseos mentales y por momentos nos encontramos a punto de abandonar astralmente la sala, pero la cosa no llegó a drama. Con Carme Elias también tuvimos que ir haciéndonos poco a poco. Tras un inicio algo pomposo, en la segunda parte pudimos disfrutar de su extraordinario talento, y prepararnos para la gran traca final.

Porque, como decíamos, lo mejor está en la última parte. Por fin se han dejado atrás las pretensiones más líricas, por fin el texto se ha despojado de manierismos y llegamos al corazón de la tragedia. Sin miedo a la pasión, sin envolverla en palabrería, los actores pueden dar rienda suelta a sus sentimientos, y al espectador, si ha llegado indemne, se le permite dejarse llevar y disfrutar de un teatro vivo y arrollador. 

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los sobrinos del capitán Grant (Teatro de la Zarzuela)


Deberíamos ir más a menudo al Teatro de la Zarzuela. Si no por su programación, al menos por su público, sin duda el mejor de Madrid. Incluso en esta ocasión, cuando al llegar nos dio la impresión de habernos equivocado de camino y de estar en cortilandia (tal era la marea de niños), fue un placer compartir espectáculo con una audiencia entusiasta, agradecida e implicada. Cierto que durante toda la representación se oyó un runrún imparable, que de vez en cuando atronaron algunos lloros e incluso que algunos momentos causaron pavor y algún gritito horrorizado. Pero sabíamos a lo que íbamos y todo esto también se puede apreciar como parte del espectáculo.


Ya hace tantos años que vimos Los sobrinos del capitán Grant que nos parece inverosímil. Tanto que o hemos olvidado muchísimas cosas, o la función, sobre todo en su segunda parte, ha variado casi por completo. Da igual, incluso mejor, así podemos disfrutarla de nuevas. Porque un espectáculo como este es necesario al menos una vez al año. Se trata de un teatro de efectos, poco practicado y que, por motivos de presupuesto, mucho nos tememos que no se va a poner precisamente de moda próximamente. 

Paco Mir, con un derroche de inventiva tanto en la puesta en escena como en la versión, proporciona un derroche de alegría sin remordimientos, pura euforia sobre las tablas. Los chistes son tantos que los hay redondos y prescindibles, pero da igual, con que la mitad acierten, ya tienes de sobra para no abandonar el buen humor durante más de tres horas. Los decorados, el vestuario, la iluminación y, por supuesto, la música... todo funciona a la perfección para que el espectador, abandonado cualquier prejuicio estético, disfrute sin mirar el reloj ni una sola vez.

Y qué decir de los actores. Son tantos que no se pueden enumerar, pero incluso entre los protagonistas sería difícil destacar a alguno. Millán Salcedo esta irresistible, hasta sus muecas parecen precisas y ajustadas al personaje. Fernando Conde tiene otro de esos personajes para llevárselo a casa y no soltarlo. Maribel Lara tiene gracia y canta fenomenal. Richard Collins-Moore una vez más aprovecha su aspecto y su inglés para fabricar un británico no por estereotipado menos divertido, como su acompañante María Rey-Joly, que también tiene una voz privilegiada...

Incluso las partes que menos nos gustaron, como la recreación marina, contaron con el beneplácito entusiasta del público. También las reiteraciones un poco facilonas, como la llama omnipresente, fueron saludadas una y otra vez con jolgorio. Y es que la obra, que nunca pierde la autoconsciencia, pero que tampoco pretende ser más lista de lo que es, invita a ser vista con ojos limpios, a dejarse llevar por el juego. Por eso, como decíamos, habría que ver algo así por lo menos anualmente. No necesariamente tendría que ser siempre Los sobrinos del capitán Grant, pero tampoco nos quejaremos.

Nota aparte: durante el intermedio, en el inusitadamente poco concurrido espacio para fumadores (después de todo, la mayoría del público era menor de 12 años o mayor de 70), nos fijamos en que un restaurante enfrentado al teatro luce el muy zarzuelero cartel de “Los Ángeles-Chicago-Zaragoza”. Como dice el subteniente Mochila tras una de las inverosímiles gracietas de la función: “¡Viva España!”.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Münchhausen (Teatro Valle-Inclán)


Münchausen parece la típica obra de teatro en la que el conjunto resulta inferior a sus partes. Nada nos pareció excesivamente reprochable, casi todo nos gustó con moderación e incluso entusiasmo, y sin embargo, parece que le falta algo. Veamos.

El tema en sí, el síndrome de Münchhusen, nos parece lleno de posibilidades, y además poco o nada transitado hasta el momento. El enfoque de Lucía Vilanova nos parece apropiado y muy defendible, un estudio sobre familias y otros animales. La dirección de Salva Bolta es elegantísima, sin cargar las tintas en ningún momento y con una sobriedad que, dado el tema, se agradece. La escenografía de PacoAzorín se ajusta a las mil maravillas a la idea de la puesta en escena, y unida a la música y las luces crean un clima frío, sí, pero también inquietante, una casa donde el dolor casi se percibe físicamente.

A Carmen Conesa nos gustaría verla en todos los espectáculos a los que asistimos. Es sólida, es empática, tiene una voz y una presencia de enjundia. Sus escenas con Adolfo Fernández están entre lo mejor de la función, dos personajes que se conocen a la perfección, que saben lo que el otro quiere decir cuando no dice nada. David Castillo tiene que hacer frente a la parte más difícil: que un chaval de su edad tenga que llevar el peso por sí solo de una función tan retorcida como Münchhausen es una tarea casi imposible, y que él solventa con calidez y con la ayuda de Samuel Viyuela y de Macarena Sanz. Teresa Lozano e Ileana Wilson ponen la parte cómica en una obra que necesita un punto de fuga a riesgo de explotar.

Entonces, ¿cuál es el problema? La mejor escena de la función, justo antes del final, es cuando cada personaje empieza a imitar a su contrario y dice lo que estos no se atreven a soltar y tienen que oír lo que ellos no quieren escuchar. Probemos algo parecido.

Sí, Vilanova acierta en el tono que ha dado a su relato, pero quizá algo falla en la estructura dramática. La progresión, pautada por indicaciones del paso del tiempo (lo cual, casi siempre es mala señal), a menudo cae en las reiteraciones (sobre todo en las conversaciones entre los gemelos) y llegado un punto, parece que no sabe hacia dónde ir, que ha perdido de vista lo fundamental para recrearse en lo accesorio, con escenas dedicadas a personajes mucho menos interesantes que la madre y el hijo. La puesta es sutil y bonita, pero también peca de asepsia. Es verdad que, dado el tema, se agradece cierto distanciamiento, pero esta propensión a la frialdad aleja al espectador de la emoción (salvo en su fulgurante final).

Nada podemos encontrar para matizar los elogios a Conesa y Fernández. En cuanto a Castillo, aún valorando su tremendo valor, creemos que es demasiado arriesgado poner a un actor tan joven como pilar de una obra tan dura y enrevesada. Hace lo que puede y no creemos que otros intérpretes pudieran hacerlo mejor, pero es demasiada responsabilidad. Viyuela lo tiene algo más fácil y cumple con solvencia, mientras que Sanz no desaprovecha sus oportunidades para lucirse, aunque a veces quizá se meta demasiado en su papel de actriz-actriz. En cuanto a Lozano y Wilson, nos tememos que aquí está la parte más débil del montaje. Entre la sobreactuación gracioseta y unos personajes como fuera de contexto, poco pueden hacer para que no parezca que sobran. La parte cómica era necesaria, pero desgraciadamente está poco conseguida y es más un injerto que una parte viva.

Esperamos no dar la impresión con este juego de espejos de que Münchhausen es una mala obra. Muy al contrario, tiene tantos puntos a favor que sus defectos casi se pueden pasar por alto. Vilanova y Bolta son creadores con mucho por decir y por lo demostrado en esta obra, merecerá la pena seguir sus carreras. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

La avería (Matadero Madrid)


Es curioso que tras nuestra última reseña nos hayamos enfrentado a una obra como La avería, de la que nos será tan difícil extraer algo bueno. Al menos podremos decir que al finalizar, el númeroso público estalló en una salva de aplausos y bravos que nada de lo visto hasta entonces hacía presagiar. Con nuestra experiencia en las salas teatrales madrileñas, si no otra cosa, al menos hemos aprendido a detectar cuándo una obra funciona, cuándo el público se implica y cuándo está más pendiente del reloj (aunque sólo sea por las luces de los móviles) que del escenario. En el caso de La avería nos pareció percibir que la mayoría de la audiencia estaba compartiendo nuestra impaciencia y nuestras ganas de que la prueba terminara; y sin embargo, al final parecía que habían entrado en trance (curiosamente, sólo a la parte central de la grada, los laterales permanecieron impasibles: esto es digno de estudio).


Por suerte, hay algo más que destacar en la obra, y es la interpretación de José Luis García Pérez. Al ver el reparto no hubiéramos apostado porque fuera él quien se llevaría la función, pero mientras los demás actores se ven coartados por las máscaras y por una grandilocuencia, por una pomposidad impostada que acaba con los mejores esfuerzos, García Pérez es capaz de hacer evolucionar a su personaje por una extensa galería de emociones y sentimientos. No solo se trata de esfuerzo, sino de verdadera comprensión de las complejidades de su personaje y una tremenda eficacia a la hora de mostrarlo sin pasarse, pero también con atrevimiento (y todo ello esquivando las trampas de la puesta en escena).


Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo del resto de los actores. La pobre EmmaSuárez tiene que cargar con un personaje entre surrealista y ridículo. Primero le toca la parte de la comida, con las absurdas danzas y rituales que no se sabe muy bien a qué vienen ni cómo es posible que gente con tanta experiencia teatral como la que ha levantado este montaje no haya detectado en lo que es, es decir, una memez. Y en la parte final no mejora, sino que en el papel de una especie de pitonisa no deja de soltar chorradas al son de una fanfarria que parece sacada de un concurso televisivo. Fernando Soto, Asier Etxeandia y José Luis Torrijo tienen que sufrir unos caracteres guiñolescos y pesados con los que hacen lo que pueden, que no es mucho. Supongo que a todo el mundo que ve la obra le surge inmediatamente la misma pregunta: ¿y por qué Portillo no ha elegido a actores mayores? Ni idea.


Pero esa es solo otra más de las muy cuestionables decisiones de dirección. El equipo es irreprochable, nadie lo duda, la escenografía de D'odorico es tan espectacular como cabe esperar, el vestuario de Elisa Sanz es magnífico y la iluminación de Pedro Yagüe (pese a que se fundieron algunas luces) es tan profesional como cabe exigir. Pero de qué sirve todo esto cuando te da la sensación de que lo que te están contando podían haberlo hecho en quince minutos. La primera media hora es espantosa, pero es que luego te das cuenta de que no va a ninguna parte, y cuando llega el clímax con el juicio, ya como que no te importa. Las reiteraciones son exasperantes, los subrayados ruborizan, las explicaciones te hacen pensar si te están tomando por tonto.


Hay un recurso típico en las novelas de detectives baratas en las que un personaje dice “no he visto ese cuchillo en mi vida”, y entonces el sagaz policía replica “¿y cómo sabe usted que le mataron con un cuchillo?”. En La avería esta situación se repite al menos una docena de veces. Esa es la manera de hacer avanzar una acción hierática, esa es la manera de tratar al espectador. 

jueves, 24 de noviembre de 2011

Un dios salvaje (Carnage)


Parece que con las obras de Yasmina Reza siempre pasa lo mismo: al principio son de una insoportable levedad, pero enseguida comienzan a golpear al espectador, que al final sale con la sensación de que, lejos de haber presenciado un pasatiempo ligero, va a necesitar varios visionados para captar toda la profundidad del texto. Con Un dios salvaje lo vamos a tener más fácil gracias a su extraordinaria versión fílmica.


Hace unos años pudimos ver la producción patria de esta misma obra, casi unánimemente bien recibida, pero que a nosotros nos pesó demasiado poco. Es decir, que en esta ocasión la levedad se impuso al subtexto: quizá no teníamos el día para sutilezas. Pero con ocasión de la película de Polanski, cada cinco minutos teníamos que replantearnos nuestras opiniones previas, a cada gesto, tan matizados que casi pasan desapercibidos, teníamos que volver a plantearnos lo que habíamos visto hasta entonces. Pese a ser ágil y divertida, casi sin quererlo (y, desde luego, y este es uno de sus puntos fuertes, sin demostrarlo), la situación se va haciendo cada vez más complejas, hasta el punto que no es fácil sacar ninguna conclusión.


Sin embargo, hay algo en la película que nos sigue carcomiendo. Y es su ejemplaridad. Sí, tan perfecta es que creemos que sería una de las películas más apropiadas para mostrar en un curso sobre cómo adaptar una obra de teatro al cine. Primero está la escritura, obvio es decirlo, con su magistral capacidad para hacer evolucionar la historia con sutileza, ritmo y finura. Los tiempos están perfectamente medidos en este crescendo musical que juega con el espectador como quiere. Por supuesto, también están los afilados diálogos, como en toda obra de teatro que se precie, agudos, ingeniosos, incisivos. Pero, y esto es otro sutil rasgo de su maestría, no excesivamente brillantes (para no deslumbrar al espectador).


La puesta en escena no se queda atrás. A estas alturas poco se puede decir de Polanski, uno de los mejores directores de todos los tiempos. En esta tour de force que es Un dios salvaje se desenvuelve con total conocimiento de las limitaciones y de las oportunidades de la obra y saca todo el partido a los pequeños detalles. Sin tener que preocuparse de grandes movimientos de cámara, de extras, de efectos especiales, Polanski se centra en lo esencial: ser claro, preciso y hábil en las insinuaciones. Y, por supuesto, en la dirección de actores.


Se diría que con gente como Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christopher Waltz no es necesario ser un genio para sacar un buen trabajo. Pero sí que hay que cuidar la conjunción del grupo, mantener un tono (dentro de las divergencias), conseguir que los cambios de alianza que se suceden a lo largo de la película funcionen, que sean creíbles. Y la verdad es que todos están maravillosos, otro despliegue de saber hacer y, una vez más, contenido, como para que no se note.


Hace bastantes frases iniciamos un pero que no nos llevó a ningún sitio. Lo que queríamos “objetar” es que la película es tan buena, tan irreprochable, que se podría tomar como una lección. Sí, esto es lo que hay que hacer, justo este ritmo, justo esta planificación de escenas, justo este tono en los actores. Mirad y aprended. Y sin embargo, nos hubiera gustado que se hubiera colado una pequeña locura que la hiciera, quizá menos redonda, menos “clásica”, pero más adorable.

martes, 22 de noviembre de 2011

Solas no más (Teatro Conde Duque)


En Vida en escena no nos gustan las críticas destructivas. Por muy poco que nos haya gustado un espectáculo, y aunque no lo ocultemos, siempre tratamos de buscar los aspectos positivos, o comentamos las reacciones de complacencia del público, pese a que no las compartamos. Creemos que no merece la pena malgastar el tiempo y las fuerzas en derribar ilusiones ajenas, pero tratamos de mantener un equilibrio para no engañar. Es nuestra opinión, pero seguro que hay otras, venimos a decir. Pero el caso es que una obra como Solas no más no hay por dónde agarrarla (por no usar otra palabra que en su significado argentino podría llevar a equívocos).


De hecho, nos hemos planteado si ni tan siquiera deberíamos hablar de ella, pues nada bueno podemos decir. Pero al final nos hemos decidido por publicar esta nota debido a la repugnancia, aunque suene un poco fuerte, que nos provocó. La obra es tan retrógrada, tan troglodita, que durante al menos la mitad del tiempo estuvimos pensando que todo era una broma y que enseguida se daría la vuelta de tuerca que pondría las cosas en su sitio (somos así de optimistas). Pero no, resulta que es así de simple.


La tosquedad de la muy deficiente serie británica Miranda parece el colmo de la sutileza comparado con lo propuesto por Jorge Acebo (también director), Matías Herrera y Javier Daulte. Por cierto, ¿es realmente Javier Daulte Javier Daulte? Nos gustaría saber que chantaje, amenaza o trastorno transitorio le ha podido llevar a mezclar su nombre en este engendro. La cosa empieza con unos vídeos que ya se hacen excesivamente largos para una obra tan corta (10 y 60 minutos respectivamente). Pero bueno, pese a ser unos discursos algo tópicos hasta pueden provocar una sonrisa. Y luego suena Björk, así que piensas que a lo mejor vas a encontrarte algo interesante.


Pero entonces empieza la obra. Dos mujeres intentando desesperadamente conseguir un hombre. Vale, suena oldfashion, pero bien llevado puede tener su intríngulis. Desde luego, no es el caso. Las dos mujeres son dos histéricas, repulsivas, patéticas. Y no sabemos tampoco por qué Eva Coscia y Natalia Moya han consentido en mezclarse con esto, un mínimo de sentido de la decencia las habría obligado a salir huyendo. Están fatal, pero es que no creemos que ni Vanessa Redgrave saldría viva del empeño. Para rematar, luego aparece Aitor Li, y el espectador piensa, no serás capaces, no se atreverán, no harán chistes sobre discapacitados. ¡Anda que no! Ni tan siquiera creo que se agarren a lo de la provocación o la transgresión, todo es tan chabacano que parece salido de una comedieta de hace cuarenta años, de esas que vista ahora provocan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con esta obra.


Un detalle sobre la puesta en escena: en los monólogos, se apagan el resto de las luces y un foco ilumina al actor mientras declama.


Era la primera vez que íbamos al Teatro Conde Duque (nos da que tardaremos en volver), así que para terminar, algunas palabras sobre el recinto (además, irán acordes al resto de la reseña). Ya le va a ser difícil librarse de la certera calificación de Roger Salas (“un salón de actos con pretensiones”), es un espacio raro en su situación, un poco desconcertante, y una vez ya sentados, tan simple que no parece ni que haya sido necesaria la intervención de un arquitecto para planificarlo, de una sosería plena, en fin. En cuanto a la acústica, a lo mejor fue casualidad, pero se oía mejor al típico espectador que comenta las escenas más “saladas” y que se ríe estertóreamente que a las actrices.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Noches blancas (Teatro de Cámara Chéjov)


A veces se olvida que uno de los grandes atractivos del teatro es su propio ritual. El proceso se podría iniciar desde la compra de las entradas, pero a menudo nos tenemos que enfrentar con páginas web ineficaces o con taquilleras antipáticas (sin ánimo de generalizar), así que esta parte casi nos la pasamos. Luego viene la preparación para ir al teatro, un ritual en sí mismo que nosotros también nos saltamos con poca elegancia. La llegada al teatro supone otro molesto trámite: ¿por qué será que los acomodadores son, de nuevo sin ánimo de generalizar, tan ineptos? Una cosa que nos encanta: cuando se levanta el telón. Hèlas, ya no quedan casi telones. La función en sí (buen título sería, por cierto). Luego levantarse y oír los comentarios del público, una de nuestras pasiones a menudo frustradas porque se oyen más conversaciones sobre a dónde vamos ahora que sobre lo que nos acaba de conmover. Porque esta es otra, nuestras propias conversaciones, que más a menudo de lo que nos gustaría confesar derivan hacia cotilleos sin sustancia.


Ay, qué poco nos queda del ritual. Por eso es bueno purificarse de tanto en cuando con experiencias como la que ofrece el Teatro de Cámara Chéjov. La recepción es en una salita acogedora y de un gusto tolerable e incluso entrañable. Para entrar a la sala se pasa por un pequeño patio vegetado que ya da ánimos. No hay telón, y casi ni escenario (por no hablar de escenografía), pero casi ni nos damos cuenta. Y más tarde los comentarios son floridos y extensos. Porque hay mucho que comentar.


Lo primero que se suele decir: qué bien está todo para los pocos medios que tienen. Sí, cierto que la iluminación no es gran cosa, que los elementos del decorado son tan escasos que si no hubiera nada tampoco se echaría en falta, que el vestuario, aunque efectivo, tampoco marca ninguna diferencia. Pero a nadie engaña: el teatro ya en su nombre avisa de que es de cámara. Y además evoca a Chéjov. En esta ocasión la obra es de Dostoievski, pero el espíritu es similar. Se trata de Noches blancas, un cuento que adoramos hasta tal punto que también somos incondicionales de las películas de Visconti y de Bresson, por relamidas o simplonas que las acusen de ser. Hay algo en esta historia de un soñador idealista y esperanzado que puede con nuestras defensas. Por suerte, la propuesta de Ángel Gutiérrez está a la altura.


Está claro que, además de en el magnífico texto, todo la apuesta del espectáculo recae en sus intérpretes. En las primeras tentativas, hay algo que no liga. El soñador de Carlos Herencia es sólido, casi inconmovible, quizá prima demasiado el encorsetamiento de su timidez frente a la fuerza de sus ilusiones. Por contraste, la enamorada de María Muñoz es ciclotímica, voluptuosa, capaz de pasar de la exaltación a la melancolía con una bajada de ojos. Sin embargo, poco a poco la pareja va conjuntándose y acaba por redondear un conjunto perfecto. Eso sí, en las otras versiones el soñador tiene mucha más fuerza, es el eje verdadero de la historia, mientras que aquí Nastenka es quien se lleva la función. El trabajo de Muñoz, que a veces recuerda a Bette Davis, otras a Joan Fontaine, es extraordinario es su energía, en su soltura, en su facilidad para cambiar de registros.


En cuanto a Ángel Gutiérrez, poco se puede decir, porque ese es su estilo. Contención, máximo aprovechamiento de los recursos, un saber estar y una modelación ejemplares. Sí, a veces lo que necesitamos es el teatro más básico, más primitivo si se quiere. Sin rituales ni adornos, una inyección en vena de pasión escénica. 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Perséfone (Teatro María Guerrero)


Es paradójico que muchas ficciones sobre la fugacidad de la vida se hagan largas como una condena eterna. No es el caso de Perséfone, que apenas llega a la hora y media (sin agobiar al espectador), pero en esta ocasión la obra también sufre sus propias contradicciones. Por una parte, el tema escogido (“la muerte”, nada menos) es uno de los más ambiciosos que se puedan plantear. Sin embargo, el texto nunca está a la altura, y más allá de banalidades previsibles y de algunas entonaciones que aspiran a lo clásico y se quedan en lo retumbante, nada nuevo ni verdaderamente profundo se puede sacar del espectáculo. Pero es que además Perséfone tiene otra intención: ser divertida. No decimos que esto sea imposible, pero sí muy difícil, y Comediants fracasa en su intento de ser graciosos a toda costa.


ÀngelsGonyalons ejerce de Perséfone carabetera ganándose el aprecio del público en cuanto empieza a cantar. No sabemos qué tiene el público madrileño con esto de las canciones, pero basta que un actor se ponga a hacer gorgoritos, ya sea bien, mal o patéticamente, que el espectador se lo agradece con generosidad. Quizá se deba a su total falta de preparación (y siempre se agradece más lo que uno es consciente de no saber hacer), pero en cualquier caso Gonyalons canta estupendamente, así que ya tiene a la audiencia en su bolsillo desde el principio. Lástima que las letras de las canciones no tengan consistencia y tengamos que limitarnos a admirar una voz que se queda sin gran cosa que decir.


La otra presencia continúa en el escenario es la del músico RamónCalduch. Será fácil achacar también a la crisis el hecho de que cada vez sea más frecuente el hecho de que un solo músico se encargue del trabajo de toda una orquesta. En esta ocasión, Calduch toca guitarras acústicas y eléctricas, un saxofón, un vibráfono y numerosas percusiones, además de acompañar con la voz en algunas canciones. Más que virtuosismo, que obviamente también lo hay, parece una muestra de aquello de hacer de la necesidad virtud.


El resto del reparto también multiplica sus funciones. Cantan, bailan un poco, hay alguna acrobacia y hasta hacen chistes. No queremos ser injustos, pero también es verdad que lo que más nos gustó fueron las máscaras, muy bien hechas, expresivas y cómicas. Parece que la labor de Joan Font, tan marcada a lo largo del tiempo, a veces se difumina en constantes reconocibles y apreciables, pero con el riesgo de caer en la rutina... en el peor momento.


En algunos de sus artículos para La Antorcha, Karl Kraus se burlaba del “espectáculo total” de Wagner porque en su opinión tanta solemnidad y tanta trascendencia se venían abajo cuando los actores comenzaban a cantar. Quizá debido a su experiencia operística, Font ha tratado de aligerar una probable pomposidad a través de números de varietés, sentido del humor e inventiva. Se agradece el esfuerzo (muy vivamente lo hizo el público del estreno, quizá por la citada pasión musical), pero hay que lamentar la falta de inspiración.

lunes, 24 de octubre de 2011

Moscú Cercanías (Teatro Español)


Con obras como MoscúCercanías tenemos que admitir un problema personal. Porque si bien admitimos que se trata de una producción impecable, con una dramaturgia trabajada, unos actores adecuados y una puesta en escena sin altibajos, también es verdad que no nos gustó. Seguramente el problema venga de nuestra intolerancia alcohólica: ninguna obra protagonizada por un borracho podrá atraer nuestra atención. Si los alcohólicos son insoportables en la realidad, decimos, ¿por qué iban a ser atractivos en escena? No, son pesados, aburridos, repetitivos. Y ni tan siquiera, nos parece en contra de la opinión popular, dicen la verdad. En realidad son como actores que sobreactúan, demasiado pendientes de que el foco les ilumine con toda su intensidad.


Quizá esta fobia explique que desde un principio nos sintiéramos ajenas a la propuesta de Ángel Facio. Ese ángel paciente y comprensivo (más que ángel, un santo) nos pone de los nervios, como siempre sucede con las buenas personas. Ese borracho parlanchín nunca consigue nuestra empatía, es demasiado cansino. Y los personajes que van desfilando y las historias que Eroféiev va soltando nunca van más allá de la categoría de anécdotas. Algunas tienen más o menos gracia, otras nos parecen gratuitas, otras incomprensibles. Para colmo, el final es absolutamente anticlimático. Los extractos de películas de Eisenstein casi caen en el ridículo (parecen sketches televisivos de esos en los que se toman escenas de películas antiguas y se doblan en plan chorra), y cuando llega el inevitable final del borracho, casi nos pilla desprevenidos.


Incidamos un poco en los aspectos positivos. Si algo de falta a Facio, no es precisamente oficio, y sabe dar ritmo a una propuesta que en principio podría caer en el estatismo. Las escenas se suceden con soltura y el texto, como pura creación literaria, es limpio y expresivo. Alfonso Delgado, como borracho, tiene un rostro poderoso, muy de ruso, y soporta las distancias cortas con un derroche de energía. Sergio Macías, que combina al ángel plasta con una galería pintoresca de personajes, no puede evitar cierta ñoñez (aunque no lleve alas), pero se supera creando tipos a toda velocidad, entre los que destaca el viejo intelectual desengañado.


Dos por ciertos: dignos de aplausos el vestuario y el maquillaje, que transforman a Macías en cuestión de segundos y convierten a Delgado en un personaje tallado en piedra; y otra cosa, que si no supiéramos que la obra está basada en una novela rusa, por momentos nos parecería demasiado tópica como para ser original. Los rusos borrachos que citan a Chéjov están demasiado vistos, pero al parecer son un arquetipo convertido en realidad.

lunes, 17 de octubre de 2011

Product (Teatro María Guerrero)


¿Cuántas veces nos hemos visto en la disyuntiva de ir a ver la película china ganadora del último León de Oro del Festival de Venecia o el estreno de una americanada con toda la pinta de ser una tontería? En principio, no debería haber dudas: seguro que nos lo pasamos mejor con la segunda. Años de experiencia nos respaldan. Pero luego vienen los remordimientos: seguramente la china sea mucho mejor para nuestra alma. Al final, la mejor solución suele ser: mira, elige tú.


En realidad, claro, la situación suele ser más compleja. A veces hasta los festivales más prestigiosos pueden acertar. Y por otra parte, después de muchos años de experiencia, nos hemos cansado de los productos cada vez más repetitivos de Hollywood. Y si nos ponemos maximalistas, nos encontramos con que ni las propuestas más ambiciosas ni las más facilonas nos satisfacen. Así que lo mejor será ir al teatro. Aunque...


Todo esto surge directamente de Product, el nuevo regalo de JulioManrique. Varias direcciones: primero, porque nos lo pasamos fenomenal, y quizá debamos sentirnos un poco culpables por ello y no ser tan inconscientes como para reírnos con temas como el terrorismo y otros igualmente solemnes (además, somos reincidentes: hace poco hemos disfrutado desconsideradamente de la genial Four Lions). También es digno de reproche aplaudir una propuesta tan simple, un cuasimonólogo de estructura sencilla y entendible por todo tipo de público (menos por los sordos, que también van al teatro provocando situaciones como la que vivimos, en la que un acompañante -guía tenía que repetir “Osama, Osama! OSAMA!” cuando aparecía Bin Laden en escena). Y por último, porque la obra da pie a reflexiones sobre ese mismo producto descerebrado, sobre la superficialidad de esos productos de Hollywood que nos lavan el cerebro y nos cuelan historias absurdas como si fueran conmovedoras obras maestras de la épica contemporánea. Pero, lo reconocemos, a esto último no le prestamos mucha atención.


Nos fijamos más, por ejemplo, en el extraordinario David Selvas. No solo hizo frente a incursiones como la de Osama con una paciencia sin duda digna de admirar (además, en un espacio tan pequeño e íntimo que invita a tomarse familiaridades con el público), sino que desarrolla su cuasimonólogo con una intensidad medida en cada frase que supone un esfuerzo de concentración y creatividad digno de elogio. Es un personaje absurdo y quizá un poco loco, pero Selvas lo defiende con todo el orgullo y la pasión que demanda.


Los otros personajes parecen auxiliares, pero también son claves. SandraMonclús, la actriz en horas bajas, tiene que defenderse casi exclusivamente a base de gestualidad (contenida) de los ataques de Selvas. Y consigue que el espectador en todo momento sea consciente de la dura prueba por la que está pasando sin ser descaradamente explícita. Por su parte, Norbert Martínez se hace con el personaje del ayudante de Selvas a través de una actividad constante y una capacidad para hacerse simpático pese a sus continuas meteduras de pata. Como en toda gran comedia que pretende ir más allá de la caricatura, la gracia no consiste en reírse de unos patéticos personajes, sino en llegar a comprenderlos en su abismal estupidez.


Julio Manrique, como ya vimos en AmericanBuffalo, demuestra que es un director capaz de sacar el máximo provecho de las condiciones más austeras. Parece imposible exprimir más (en el buen sentido) un texto y a unos actores de lo que él hace. También de American Buffalo repite Lluc Castells, quien vuelve a bordar una escenografía exacta y dispuesta para dar todo el juego posible. No nos sorprenden las buenas noticias que nos llegan desde el Teatro Romea, y pese al descorazonador aspecto de las gradas de la sala pequeña del María Guerrero el día en que asistimos al espectáculo, esperamos poder volver a ver con asiduidad a Manrique y compañía por Madrid.