martes, 31 de mayo de 2011

Sans Objet

Si a veces el azar nos hace asistir a espectáculos de irresistible belleza, en otras ocasiones nos conduce a callejones sin salida; si a veces no sabemos dónde no metemos ni definir lo que acabamos de ver embobados por su encanto, en otras ocasiones la interrogación se cierra con la única certeza de que la cosa era una tontería; si a veces llegamos a pensar que el teatro es más grande que la vida, en otras ocasiones no tenemos más que conceder que puede ser la mayor estupidez del mundo.


De entrada: reconocemos que quizá no hayamos pillado el punto de Sans Objet. Desde la eterna escena inicial en la que un gigantesco brazo mecánico se despereza hasta el final, cuando creímos escuchar “todavía son las nueve y media”, lo que hubiera supuesto otro cuarto de hora de suplicio que nos habría llevado a la locura, en la escasa y eterna hora y diez minutos que dura el invento de Aurélien Bory, no pudimos sacar otra conclusión que no fuera que era una de esas cosas modernas que a muchos parecen llevarles al éxtasis, pero que nosotros, con nuestras limitaciones, como mucho alcanzaríamos a calificar de paridas.


Por suerte, estas boludeces suelen ser cortas, pues por mucho que se alargue el invento, es difícil alargar más de una hora la nada. Pero ya sabemos que, en el teatro más que en ningún otro sitio, el tiempo es relativo. Cada vez que veíamos a uno de los Olivieres dar una vuelta más, a la máquina ponerse a quitar el suelo, cada vez que escuchábamos otro estallido o esa música tan creativa de Joan Cambon que le es suficiente con mantener una base rítmica ratonera para recibir admiración general, nos sentíamos desfallecer. Así de remilgados somos.


Pero íbamos a decir en algún momento antes de liarnos que al público le gustó. Cierto que hubo deserciones, algunas tan tempranas como a los diez minutos de que se apagaran las luces, pero no fueron muy numerosas (entre media docena y diez espectadores), aunque también es verdad que fueron de espectadores pegados al pasillo, habría que saber cuántos sufrieron nuestra indefensión. Pero, en cualquier caso, al final hubo una salva de aplausos bastante expresiva. Entre el público abundaban los modernos, así que no dudaremos de la sinceridad de su entusiasmo.


De camino al Matadero pasamos por un nuevo puente que ha sido construido para mayor gloria del alcalde de la ciudad... ¿o era de la renovación del Manzanares? Tanto da. Se trata de una obra de Perrault que contrasta en su gigantismo con el bello y modesto puente de Toledo, que está a pocos metros del nuevo coloso. Es imposible imaginar una mejor metáfora de la ciudad y del arte. ¿Para qué conformarse con un viejo y ajado puente, que cumple de sobra con las necesidades pedestres, cuando podemos construir un mastodonte feo e innecesario, pero moderno y llamativo?



martes, 24 de mayo de 2011

Les chaises

Debemos confesar que no acabamos de saber cómo acercarnos a Luc Bondy. La primera obra dirigida por él que vimos fue La seconde surprise de l'amour, en el Festival de Otoño (todavía en otoño) de hace un par de temporadas. Ni fu ni fa. El año pasado apreciamos mucho más su recreación de Sweet Nothings (Amoríos), en la que valoramos una vivacidad por la que Bondy no es muy reconocido. Y en esta ocasión, con su puesta de Les chaises, hemos recuperado la sensación glaciar que transmiten unos montajes tan impecables como distantes.


Bondy, que colaboró con Ionesco en su juventud, parece tener tal respeto a las palabras de su maestro que no quiere ni tocar una entonación, ni variar en una acotación. No seremos nosotros quienes critiquemos esta opción, pero cuando el respeto se convierte en rigidez, poco queda de la pasión que debe transmitir el teatro. Peor todavía, en ningún momento pudimos disfrutar del humor de la obra, servido de una manera tan retorcida que más provoca el rechazo que la risa, ni tan siquiera cínica.


Por cierto, que entre el público se oían de vez en cuando carcajadas que no podemos evitar calificar de extemporáneas, por no decir estentóreas. Quizá eran producidas por la incomodidad que provoca la obra, aunque tendemos más a atribuírselo a esa hipocresía tan molesta de cierto público madrileño. En fin.


Quedan los actores. Que hacen un extraordinario trabajo. Dominique Reymond y Micha Lescot, apoyados en una caracterización efectiva, desarrollan su difícil tarea, con un texto complejo y de ardua materialización. Están bien en cada uno de los diferentes tramos y se esfuerzan por dar continuidad a un conjunto de ideas dispersas, a veces parecen multiplicarse para poder abarcar todo el escenario, juegan con la entonación y con el físico. Una encomiable entrega que hubiera merecido un poco de locura desde la puesta en escena para que el espectáculo se convirtiera en algo más que una apreciable pieza de museo para transformara en algo vivo, quizá imperfecto, pero humano.

martes, 17 de mayo de 2011

Ricardo III

No sabemos si se debió a la acumulación de sangre en el escenario o al vértigo que provoca ver el espectáculo desde el anfiteatro (otro de los atractivos de los nuevos Teatros del Canal, a los que se une su excelente acústica), pero salimos de este Ricardo III mareados y confusos. Sí, porque en el intermedio oímos a alguien decir “menos mal que me he leído la obra antes, porque sino...”, y efectivamente, nosotros hemos leído la obra y hemos visto varias versiones cinematográficas y teatrales, y aún así, a veces nos preguntamos, como Chandler: ¿y éste cadáver de dónde ha salido?


Parece que los Propeller se han tomado la escabechina con humor y resuelven la superproducción de fiambres con una efectiva solución visual: grandes bolsas negras en las que meten los fardos, que son tratados sin el menor reparo. Sin embargo, y pese a las mezclas entre tradición (todos los actores son hombres) y modernidad (hay incluso una guitarra eléctrica), el respeto se impone frente a la irreverencia paródica. Sólo con escuchar la atronadora voz de Richard Clothier como el rey recargado ya pone a cada uno en su sitio. No importa demasiado no seguir la trama en cada uno de sus recovecos, lo importante es dejarse llevar por un drama que soporta cualquier envestida, y que se crece en las adversidades (o, por decirlo de otra manera, ante los intentos de saboteo).


Como decíamos, a veces la cosa se pone desagradable. Hay sangre a espuertas, mutilaciones, ojos sueltos, niños sacrificados, y hasta pistolas (cada vez que en una obra de Shakespeare alguien saca una pistola, alguien, y no hablamos de los actores, debería recibir un disparo). El ritmo es tan agobiante que no ha desaparecido un cuerpo cuando ya tenemos otro encima del escenario. La maldad es sarcástica, Ricardo casi parece un niño travieso, reyes y nobles son como maniquíes impotentes y bobos, y los personajes femeninos, a la fuerza masculinizados, dan la sensación de pasar por ahí más que de tener verdadera entidad (excepto en la terrible escena de las maldiciones de la reina Margarita, expuestas con rabia y desprecio por Tony Bell).


Pueden ser elementos que no nos gusten en abstracto y que cuando vemos en escena nos hacen pensar, no, otra vez ese tópico moderno tantas veces visto y que nunca funciona, no. Pero qué le vamos a hacer, resulta que a veces sí funciona. Pero es que los actores son fabulosos y qué podemos decir del texto, así que si las cosas se hicieran de otra manera, ¿no serían incluso mejor? En otras palabras, ¿este año no vamos a tener el privilegio de ver algún montaje de Cheek by Jowl?

martes, 10 de mayo de 2011

El burgués gentilhombre

Lo de siempre: ¿cuántas obras maestras teatrales nos estaremos perdiendo en este mismo momento? Porque pudimos ver esta deslumbrante obra de chiripa: multitud de factores por separado habrían sido suficientes para arruinarnos la función. Sí, con que una sola de las coincidencias que se dieron no se hubieran producido, nos habríamos quedado sin disfrutar de esta delicia de cuatro horas titulada El burgués gentilhombre. Es lo que más a menudo nos hace quejarnos del arte teatral, pero también lo que le hace literalmente único.


Se podría decir que nuestros gustos son ultraconservadores, así que la propuesta de Le Poème Harmonique no podía menos que despertar nuestro entusiasmo previo: la obra original de Molière sin cortes (y, obviamente, en francés antiguo), incluso con la música de Lully; una orquesta con instrumentos de la época; una iluminación natural con velas; ausencia de decoradas más allá de un fondo de madera; los actores hablando directamente al público... Antes de entrar en la sala (lástima que el teatro sea tan exhibicionistamente moderno) ya teníamos la sensación de que algo grande estaba a punto de pasar.


Y desde el primer minuto, desde la primera fila, empezó el disfrute. Porque partir de las premisas descritas está muy bien, pero luego hay que saber llevarlas a cabo con acierto. Y en este El burgués gentilhombre nada falta, pero ante todo, nada sobra. La precisión en la puesta en escena parece llevada con un extremo cuidado con tal de no defraudar a la perfección de la orquesta. En un momento, hacia el final de la representación (durante el hermosísimo fragmento italiano), Vincent Dumestre, el director musical, agarra una mandolina (creemos, perdón por nuestra ignorancia instrumental) y comienza a tocar como si tal cosa. En el escenario, el arlequín empieza a simular que es él quien toca la mandolina. En un segundo, Dumestre se detiene y el arlequín continúa con la melodía. Es algo sencillísimo pero que en el espectáculo produjo una emoción genuina, la emoción que provoca la perfección.


Aunque en ningún momento esté forzado, en el espectáculo se entrelazan la comedia de Moliére, la música de Lully y la danza coreografiada por Cécile Roussat. En cuanto a la parte más puramente teatral (aunque nos cuesta exponerlo así), todo se desarrolla con una solvencia que si no pareciera tan natural, sorprendería. El texto sigue siendo enormemente gracioso y Benjamin Lazar lo potencia con su puesta en escena (acostumbrados a las puestas aguafiestas de nuestros clásicos, hasta sorprende que otros puedan ser tan divertidos).


Los actores, en su difícil cometido de conjugar un francés arcaico, una actuación muy física, y en muchos casos añadir sus dotes cantoras, están sobresalientes. Imposible no rendirse ante Olivier Martin Salvan como Monsieur Jourdan, aunque el gran descubrimiento para nosotros fue el propio Benjamin Lazar en su doble papel de viejo filósofo y de Cléonte (a su vez compartido con el de trujamán).


En los momentos de danza parece que Roussat no ha querido exhibirse y se conforma con unos pocos pasos delicados, elegantes y fluidos. La parte musical más importante se desarrolla en el tramo final, con diferentes piezas semi-folclóricas. Puede parecer una temeridad que después de tres horas de función se coloquen las escenas más estáticas y sin escapes cómicos, pero lo cierto es que para cuando llegó el final, pensábamos que todavía quedaba al menos media hora de disfrute. Por cierto, durante todo el espectáculo en ningún momento se aplaudió tras la ejecución de las piezas musicales, y ciertamente en algún momento esto producía cierto embarazo, era tan evidente que ahí venía un aplauso... Pero en cualquier caso las dudas sobre la acogida de la obra se disiparon al final: la catarata de aplausos, gritos y pataleo fue tan abrumadora que, como se suele decir, parecía que el teatro se iba a venir abajo.


Un apunte final. No nos gusta comparar el teatro nacional con el extranjero por varios motivos (nuestro conocimiento de las puestas foráneas es obviamente más limitado, y aún de lo que vemos, sólo tenemos acceso a lo que los programadores creen que es lo mejor (es decir, que vemos lo mejor y lo peor, pero no el espectáculo medio), y además, al menos en este campo, no nos gusta regodearnos ni en la autocomplacencia ni en la sempiterna autoflagelación española), pero un pensamiento se nos cruzó por la mente tras concluir la velada: este El burgués gentilhombe es lo que la Compañía Nacional de Teatro Clásico lleva años intentando alcanzar y a lo que nunca ha logrado ni tan siquiera acercarse. Si en la nueva etapa se logra, ya nos lo contarán.

martes, 3 de mayo de 2011

Autochtone

En un principio no teníamos pensado escribir sobre Autochtone, entre otros motivos porque ni tan siquiera sabíamos cómo definir el espectáculo (¿circo, danza, teatro, acrobacias?), pero lo disfrutamos tanto (mejor no añadir “como niños”), que merece como mínimo algunas palabras de agradecimiento.


Tras la presentación del Collectif AOC miramos en nuestro interior y pensamos “en la que nos hemos metido”, porque tras apagarse las luces y ver a los integrantes de la compañía tenderse en el suelo, apareció Jules Beckman y con una mezcla de inglés y español nos introdujo en algo que no es ni circo ni danza ni teatro ni acrobacias, sino arte conceptual. Para salir huyendo (como por cierto hicieron algunos a los diez minutos, aunque quizá se debiera a la presencia de niños demasiado pequeños, si no por otra cosa, el volumen de la música no era el más apropiado para casi bebés). Sin embargo, tras la desalentadora introducción, el espectáculo va adquiriendo si no sentido, al menos ritmo y emoción. Y ya no nos bajamos.


Los primeros halagos deben ir precisamente hacia Beckman. Presentador y músico multiinstrumentista, durante todo el show se prodiga de un lado a otro del escenario, tocando la guitarra y la batería (a la vez), la flauta, diversas percusiones, y todo lo que se le ponga por delante, además de cantar de forma más que solvente. Es el único que da de cierta unidad, de continuidad a la propuesta del Collectif.


Algunos momentos del espectáculo son de una belleza pura, como cuando vemos a Fanny Soriano descendiendo por una cuerda con una elegancia sublime. Otros son tan vigorizantes como los saltos de Gaétan Levèque en la cama elástica. Como colofón, las acrobacias de Marlene Rubinelli-Giordano y Marc Pareti en el trapecio logran poner un nudo en el estómago. Gran parte del encanto del show está en su aparente sencillez, en su naturalidad. Apartado del barroquismo kitsch de otros circos modernos, aquí parece que todo fluye sin esfuerzo, y sin embargo en la parte final Pareti muestra su esfuerzo de una manera demasiado obvia. No sabemos si su dolor extremo es real o fingido, pero hubiéramos preferido que fingiera indiferencia: se lo habríamos agradecido igualmente.


Autochtone también cuenta con la colaboración de de la coreógrafa Karin Vyncke, quien deja su sello en algunos momentos de danza contemporánea que a algunos nos sacan un poco de la pista. Pero en realidad, hay tantos sitios a los que mirar, tantos logros en los que regodearse, que tampoco importa demasiado caer de vez en cuando en los clichés posmodernos. Los adultos parecieron disfrutar con los novamás y los niños expresaron su complacencia puestos en pie.