jueves, 24 de noviembre de 2011

Un dios salvaje (Carnage)


Parece que con las obras de Yasmina Reza siempre pasa lo mismo: al principio son de una insoportable levedad, pero enseguida comienzan a golpear al espectador, que al final sale con la sensación de que, lejos de haber presenciado un pasatiempo ligero, va a necesitar varios visionados para captar toda la profundidad del texto. Con Un dios salvaje lo vamos a tener más fácil gracias a su extraordinaria versión fílmica.


Hace unos años pudimos ver la producción patria de esta misma obra, casi unánimemente bien recibida, pero que a nosotros nos pesó demasiado poco. Es decir, que en esta ocasión la levedad se impuso al subtexto: quizá no teníamos el día para sutilezas. Pero con ocasión de la película de Polanski, cada cinco minutos teníamos que replantearnos nuestras opiniones previas, a cada gesto, tan matizados que casi pasan desapercibidos, teníamos que volver a plantearnos lo que habíamos visto hasta entonces. Pese a ser ágil y divertida, casi sin quererlo (y, desde luego, y este es uno de sus puntos fuertes, sin demostrarlo), la situación se va haciendo cada vez más complejas, hasta el punto que no es fácil sacar ninguna conclusión.


Sin embargo, hay algo en la película que nos sigue carcomiendo. Y es su ejemplaridad. Sí, tan perfecta es que creemos que sería una de las películas más apropiadas para mostrar en un curso sobre cómo adaptar una obra de teatro al cine. Primero está la escritura, obvio es decirlo, con su magistral capacidad para hacer evolucionar la historia con sutileza, ritmo y finura. Los tiempos están perfectamente medidos en este crescendo musical que juega con el espectador como quiere. Por supuesto, también están los afilados diálogos, como en toda obra de teatro que se precie, agudos, ingeniosos, incisivos. Pero, y esto es otro sutil rasgo de su maestría, no excesivamente brillantes (para no deslumbrar al espectador).


La puesta en escena no se queda atrás. A estas alturas poco se puede decir de Polanski, uno de los mejores directores de todos los tiempos. En esta tour de force que es Un dios salvaje se desenvuelve con total conocimiento de las limitaciones y de las oportunidades de la obra y saca todo el partido a los pequeños detalles. Sin tener que preocuparse de grandes movimientos de cámara, de extras, de efectos especiales, Polanski se centra en lo esencial: ser claro, preciso y hábil en las insinuaciones. Y, por supuesto, en la dirección de actores.


Se diría que con gente como Jodie Foster, Kate Winslet, John C. Reilly y Christopher Waltz no es necesario ser un genio para sacar un buen trabajo. Pero sí que hay que cuidar la conjunción del grupo, mantener un tono (dentro de las divergencias), conseguir que los cambios de alianza que se suceden a lo largo de la película funcionen, que sean creíbles. Y la verdad es que todos están maravillosos, otro despliegue de saber hacer y, una vez más, contenido, como para que no se note.


Hace bastantes frases iniciamos un pero que no nos llevó a ningún sitio. Lo que queríamos “objetar” es que la película es tan buena, tan irreprochable, que se podría tomar como una lección. Sí, esto es lo que hay que hacer, justo este ritmo, justo esta planificación de escenas, justo este tono en los actores. Mirad y aprended. Y sin embargo, nos hubiera gustado que se hubiera colado una pequeña locura que la hiciera, quizá menos redonda, menos “clásica”, pero más adorable.

martes, 22 de noviembre de 2011

Solas no más (Teatro Conde Duque)


En Vida en escena no nos gustan las críticas destructivas. Por muy poco que nos haya gustado un espectáculo, y aunque no lo ocultemos, siempre tratamos de buscar los aspectos positivos, o comentamos las reacciones de complacencia del público, pese a que no las compartamos. Creemos que no merece la pena malgastar el tiempo y las fuerzas en derribar ilusiones ajenas, pero tratamos de mantener un equilibrio para no engañar. Es nuestra opinión, pero seguro que hay otras, venimos a decir. Pero el caso es que una obra como Solas no más no hay por dónde agarrarla (por no usar otra palabra que en su significado argentino podría llevar a equívocos).


De hecho, nos hemos planteado si ni tan siquiera deberíamos hablar de ella, pues nada bueno podemos decir. Pero al final nos hemos decidido por publicar esta nota debido a la repugnancia, aunque suene un poco fuerte, que nos provocó. La obra es tan retrógrada, tan troglodita, que durante al menos la mitad del tiempo estuvimos pensando que todo era una broma y que enseguida se daría la vuelta de tuerca que pondría las cosas en su sitio (somos así de optimistas). Pero no, resulta que es así de simple.


La tosquedad de la muy deficiente serie británica Miranda parece el colmo de la sutileza comparado con lo propuesto por Jorge Acebo (también director), Matías Herrera y Javier Daulte. Por cierto, ¿es realmente Javier Daulte Javier Daulte? Nos gustaría saber que chantaje, amenaza o trastorno transitorio le ha podido llevar a mezclar su nombre en este engendro. La cosa empieza con unos vídeos que ya se hacen excesivamente largos para una obra tan corta (10 y 60 minutos respectivamente). Pero bueno, pese a ser unos discursos algo tópicos hasta pueden provocar una sonrisa. Y luego suena Björk, así que piensas que a lo mejor vas a encontrarte algo interesante.


Pero entonces empieza la obra. Dos mujeres intentando desesperadamente conseguir un hombre. Vale, suena oldfashion, pero bien llevado puede tener su intríngulis. Desde luego, no es el caso. Las dos mujeres son dos histéricas, repulsivas, patéticas. Y no sabemos tampoco por qué Eva Coscia y Natalia Moya han consentido en mezclarse con esto, un mínimo de sentido de la decencia las habría obligado a salir huyendo. Están fatal, pero es que no creemos que ni Vanessa Redgrave saldría viva del empeño. Para rematar, luego aparece Aitor Li, y el espectador piensa, no serás capaces, no se atreverán, no harán chistes sobre discapacitados. ¡Anda que no! Ni tan siquiera creo que se agarren a lo de la provocación o la transgresión, todo es tan chabacano que parece salido de una comedieta de hace cuarenta años, de esas que vista ahora provocan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con esta obra.


Un detalle sobre la puesta en escena: en los monólogos, se apagan el resto de las luces y un foco ilumina al actor mientras declama.


Era la primera vez que íbamos al Teatro Conde Duque (nos da que tardaremos en volver), así que para terminar, algunas palabras sobre el recinto (además, irán acordes al resto de la reseña). Ya le va a ser difícil librarse de la certera calificación de Roger Salas (“un salón de actos con pretensiones”), es un espacio raro en su situación, un poco desconcertante, y una vez ya sentados, tan simple que no parece ni que haya sido necesaria la intervención de un arquitecto para planificarlo, de una sosería plena, en fin. En cuanto a la acústica, a lo mejor fue casualidad, pero se oía mejor al típico espectador que comenta las escenas más “saladas” y que se ríe estertóreamente que a las actrices.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Noches blancas (Teatro de Cámara Chéjov)


A veces se olvida que uno de los grandes atractivos del teatro es su propio ritual. El proceso se podría iniciar desde la compra de las entradas, pero a menudo nos tenemos que enfrentar con páginas web ineficaces o con taquilleras antipáticas (sin ánimo de generalizar), así que esta parte casi nos la pasamos. Luego viene la preparación para ir al teatro, un ritual en sí mismo que nosotros también nos saltamos con poca elegancia. La llegada al teatro supone otro molesto trámite: ¿por qué será que los acomodadores son, de nuevo sin ánimo de generalizar, tan ineptos? Una cosa que nos encanta: cuando se levanta el telón. Hèlas, ya no quedan casi telones. La función en sí (buen título sería, por cierto). Luego levantarse y oír los comentarios del público, una de nuestras pasiones a menudo frustradas porque se oyen más conversaciones sobre a dónde vamos ahora que sobre lo que nos acaba de conmover. Porque esta es otra, nuestras propias conversaciones, que más a menudo de lo que nos gustaría confesar derivan hacia cotilleos sin sustancia.


Ay, qué poco nos queda del ritual. Por eso es bueno purificarse de tanto en cuando con experiencias como la que ofrece el Teatro de Cámara Chéjov. La recepción es en una salita acogedora y de un gusto tolerable e incluso entrañable. Para entrar a la sala se pasa por un pequeño patio vegetado que ya da ánimos. No hay telón, y casi ni escenario (por no hablar de escenografía), pero casi ni nos damos cuenta. Y más tarde los comentarios son floridos y extensos. Porque hay mucho que comentar.


Lo primero que se suele decir: qué bien está todo para los pocos medios que tienen. Sí, cierto que la iluminación no es gran cosa, que los elementos del decorado son tan escasos que si no hubiera nada tampoco se echaría en falta, que el vestuario, aunque efectivo, tampoco marca ninguna diferencia. Pero a nadie engaña: el teatro ya en su nombre avisa de que es de cámara. Y además evoca a Chéjov. En esta ocasión la obra es de Dostoievski, pero el espíritu es similar. Se trata de Noches blancas, un cuento que adoramos hasta tal punto que también somos incondicionales de las películas de Visconti y de Bresson, por relamidas o simplonas que las acusen de ser. Hay algo en esta historia de un soñador idealista y esperanzado que puede con nuestras defensas. Por suerte, la propuesta de Ángel Gutiérrez está a la altura.


Está claro que, además de en el magnífico texto, todo la apuesta del espectáculo recae en sus intérpretes. En las primeras tentativas, hay algo que no liga. El soñador de Carlos Herencia es sólido, casi inconmovible, quizá prima demasiado el encorsetamiento de su timidez frente a la fuerza de sus ilusiones. Por contraste, la enamorada de María Muñoz es ciclotímica, voluptuosa, capaz de pasar de la exaltación a la melancolía con una bajada de ojos. Sin embargo, poco a poco la pareja va conjuntándose y acaba por redondear un conjunto perfecto. Eso sí, en las otras versiones el soñador tiene mucha más fuerza, es el eje verdadero de la historia, mientras que aquí Nastenka es quien se lleva la función. El trabajo de Muñoz, que a veces recuerda a Bette Davis, otras a Joan Fontaine, es extraordinario es su energía, en su soltura, en su facilidad para cambiar de registros.


En cuanto a Ángel Gutiérrez, poco se puede decir, porque ese es su estilo. Contención, máximo aprovechamiento de los recursos, un saber estar y una modelación ejemplares. Sí, a veces lo que necesitamos es el teatro más básico, más primitivo si se quiere. Sin rituales ni adornos, una inyección en vena de pasión escénica. 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Perséfone (Teatro María Guerrero)


Es paradójico que muchas ficciones sobre la fugacidad de la vida se hagan largas como una condena eterna. No es el caso de Perséfone, que apenas llega a la hora y media (sin agobiar al espectador), pero en esta ocasión la obra también sufre sus propias contradicciones. Por una parte, el tema escogido (“la muerte”, nada menos) es uno de los más ambiciosos que se puedan plantear. Sin embargo, el texto nunca está a la altura, y más allá de banalidades previsibles y de algunas entonaciones que aspiran a lo clásico y se quedan en lo retumbante, nada nuevo ni verdaderamente profundo se puede sacar del espectáculo. Pero es que además Perséfone tiene otra intención: ser divertida. No decimos que esto sea imposible, pero sí muy difícil, y Comediants fracasa en su intento de ser graciosos a toda costa.


ÀngelsGonyalons ejerce de Perséfone carabetera ganándose el aprecio del público en cuanto empieza a cantar. No sabemos qué tiene el público madrileño con esto de las canciones, pero basta que un actor se ponga a hacer gorgoritos, ya sea bien, mal o patéticamente, que el espectador se lo agradece con generosidad. Quizá se deba a su total falta de preparación (y siempre se agradece más lo que uno es consciente de no saber hacer), pero en cualquier caso Gonyalons canta estupendamente, así que ya tiene a la audiencia en su bolsillo desde el principio. Lástima que las letras de las canciones no tengan consistencia y tengamos que limitarnos a admirar una voz que se queda sin gran cosa que decir.


La otra presencia continúa en el escenario es la del músico RamónCalduch. Será fácil achacar también a la crisis el hecho de que cada vez sea más frecuente el hecho de que un solo músico se encargue del trabajo de toda una orquesta. En esta ocasión, Calduch toca guitarras acústicas y eléctricas, un saxofón, un vibráfono y numerosas percusiones, además de acompañar con la voz en algunas canciones. Más que virtuosismo, que obviamente también lo hay, parece una muestra de aquello de hacer de la necesidad virtud.


El resto del reparto también multiplica sus funciones. Cantan, bailan un poco, hay alguna acrobacia y hasta hacen chistes. No queremos ser injustos, pero también es verdad que lo que más nos gustó fueron las máscaras, muy bien hechas, expresivas y cómicas. Parece que la labor de Joan Font, tan marcada a lo largo del tiempo, a veces se difumina en constantes reconocibles y apreciables, pero con el riesgo de caer en la rutina... en el peor momento.


En algunos de sus artículos para La Antorcha, Karl Kraus se burlaba del “espectáculo total” de Wagner porque en su opinión tanta solemnidad y tanta trascendencia se venían abajo cuando los actores comenzaban a cantar. Quizá debido a su experiencia operística, Font ha tratado de aligerar una probable pomposidad a través de números de varietés, sentido del humor e inventiva. Se agradece el esfuerzo (muy vivamente lo hizo el público del estreno, quizá por la citada pasión musical), pero hay que lamentar la falta de inspiración.