lunes, 17 de diciembre de 2012

El último jinete (Teatros del Canal)


Nota introductoria: como este no es un blog profesional, nos podemos permitir escribir este comentario sobre El último jinete pese a que aprovechamos el intermedio para huir, actitud sin duda muy poco profesional. Sin embargo, y pese a que sospechamos que el máximo culpable de esta debacle tiene nombre y apellidos, como nosotros sí tenemos un gran respeto por los profesionales del teatro, hemos preferido no dar el nombre de ninguna de las personas que, no lo dudamos, han puesto en este montaje toda su ilusión y trabajo.

Lo primero que llama la atención de El último jinete es su horroroso sonido. Los Teatros del Canal no son precisamente famosos por su buena acústica, pero lo que sucede en este montaje es pura negligencia. Al empezar escuchamos una voz que no sabíamos de dónde venía... hasta que nos dimos la vuelta y vimos que un actor estaba hablando justo detrás de nosotros. ¿Cómo es eso tan siquiera posible? Pero lo peor estaba por venir: en cuanto empieza la música, el sonido es atronador, tan alto que, por mucho que se esfuercen los actores, es casi imposible que sus voces se impongan y se les pueda entender. Grave rémora tratándonse de un musical...

Pero cuando la música cesa, el despropósito continúa. Toda la función denota una inequívoca falta de ensayos. No hay ningún ritmo en las escenas, la continuidad está mal ensamblada, no hay convicción ni naturalidad, todo suena forzado. Incluso los duelos a espada parecen casi improvisados, con los actores cogiendo sus armas por el filo. Es normal que estas grandes producciones necesiten un tiempo de rodaje, pero lo que no es admisible es que se ponga en escena cuando es obvio que el equipo todavía no está preparado para ello.

Pero es que incluso la escritura de la muy liviana trama que sirve para enlazar los números musicales parece pergeñada en un par de (malas) tardes. Por ejemplo, la escena en la que el protagonista le dice a uno que acaba de liberar: oye, que tenemos que hablar de lo mío, y el otro le contesta, casi textualmente, “vale, me voy a conquistar Riad y luego hablamos”. O poco después, cuando el malo mata a uno de sus secuaces por haber cometido un error, y a los pocos segundos perdona al protagonista porque “tienes suerte de que sea un ladrón y no un asesino”. Por cierto, que incluso hay llamativos errores gramaticales que normalmente pasarían desapercibidos, pero que en este clima de naufragio resaltan.

También tenemos que confesar que, mientras estuvimos en la sala, nuestros ojos apenas parpadearon, es más, se mantuvieron más abiertos de lo que parecería posible. Cuando vimos la segunda escena musical, con esas langostas cantarinas, “es que no nos lo podíamos creer”. Sí, es una de esas sensaciones que se viven de vez en cuando en el teatro en la que todo parece inverosímil, como si alguien nos estuviera gastando una broma y no acabáramos de pillarla.

En cuanto a la música, aparte de ese soniquete de “como una ola” que también parece un chiste privado, puede tener su encanto, aunque al volumen al que está tampoco es fácil disfrutarla. El apartado estético está repleto de nombre de campanillas / anglosajones, pero el resultado es tan kitsch que no se puede ni camuflar: es directamente hortera. Que la escenografía, la iluminación y el vestuario parezcan diseñados más para una parodia pop de mal gusto que para una gran producción musical indican que aquí o ha habido un mal entendido desde el principio o que también ha faltado tiempo para la puesta a punto y se ha tirado para adelante con lo que hubiera.

Como, pese a nuestra (justificada) dureza, no queremos ser injustos, también tenemos que decir que parecía que la mayoría del público no detectaba las mismas carencias que a nosotros nos estaban torturando y que los números musicales eran ampliamente aplaudidos. Misterios que preferimos no ponernos a analizar.

Pero por muy insólito que sea El último jinete, pronto se nos vino a la mente un famoso musical con el que se podrían establecer jugosas comparaciones. Efectivamente, estamos hablando de Los productores. 

martes, 11 de diciembre de 2012

Cyrano de Bergerac (Teatro Valle-Inclán)


¿Cuántas vocaciones teatrales habrá despertado Cyrano de Bergerac? El propio Oriol Broggi, en su comentario a este montaje, recuerda cómo la mítica versión de Flotats le acercó al mundo de las tablas. Y es que ya desde su arrollador inicio resulta muy difícil, incluso para el espectador menos rodado (o incluso todavía más para él) resistirse al empuje de un personaje arrebatador.

Precisamente. Cyrano es un personaje bombón, nadie lo duda, pero puede ser un bombón envenenado. Porque además de otros referentes teatrales, en este caso también se puede comprobar fácilmente lo que con él hicieron José Ferrer, Steve Martin (esta mención puede sonar a boutade, pero somos grandes admiradores de Roxanne) o, sobre todo, Gerard Depardieu. Pero es ver a Pere Arquillué en escena y olvidarte de todo lo demás. Después de ver su derroche de talento en ¿Quién teme a Virginia Woolf? sabíamos que podía hacer frente a cualquier reto, pero es que aquí se supera a sí mismo. Si en este modesto blog diéramos premios, sin duda Arquillué se llevaría el de mejor intérprete masculino del año por aclamación y por partida doble.

Por otra parte, si el trabajo de Arquillué es de los que se quedan grabados, el resto del reparto no desmerece. Marta Betriu ofrece una Roxana al principio algo distante, pero que va adquiriendo carácter hasta su emotiva escena final. Bernat Quintana tiene un evolución similar, desde el personaje que solo sirve como apoyo hasta cobrar una entidad propia en los momentos más dramáticos. Del resto de actores, destacaríamos a Jordi Figueras, que tiene el papel más jugoso y sabe aprovecharlo con astucia.

Pero no se trata, como en tantas otras ocasiones, una de esas funciones en las que el talento de los actores tiene que sobreponerse a la mediocridad circundante. El maravilloso texto de Rostand cuenta aquí con una traducción de Xavier Bru de Sala (¡cuyo nombre no aparece en la página del CDN!) que es tan brillante, libre y punzante que parece escrita hoy mismo con un talento que ya parecía olvidado. Porque, por una vez, incluso ciertas licencias “modernizadoras”, que siempre suelen cantar, aquí sin embargo suenan con total naturalidad. Cuánto ingenio, cuánto trabajo ha tenido que poner Bru de Sala en este encargo para brillar de una manera tan esplendorosa.

Y la dirección de Oriol Broggi, que cada vez nos gusta más, no se queda atrás. Cada escena tiene su propia entidad y a la vez el conjunto posee una unidad no distorsionada por la diversidad de acción y tiempo. Tanto en el trabajo de todo el reparto como en la concepción global del montaje se nota la mano creativa y cariñosa de un director con una habilidad perfeccionista y sutil para le creación de ambientes.

Este trabajo de puesta en escena se ve facilitado por unos decorados (Max Glaenzel) y un vestuario (Berta Riera) que nos han encandilado. La famosa escena del balcón, en la que también cobra protagonismo la excelente iluminación de Guillem Gelabert, es de una delicadeza que deja con la boca abierta, y las transiciones entre decorados están manejados con una fluidez que va más allá de los convencionalismos teatrales.

Estas reseñas, en las que básicamente decimos que “nos gusta todo” no son fáciles de escribir (al fin y al cabo, nuestro repertorio de alabanzas es limitado), y seguramente tampoco son muy divertidas de leer (desde luego, no tanto como las críticas destructivas que no se encontrarán por aquí), pero sinceramente, nosotros no tenemos duda: si el peaje a pagar por un espectáculo magistral en el que nos lo pasamos genial de principio a fin e un comentario reiterativo en sus ditirambos, desembolsaremos el precio con gusto.  

lunes, 10 de diciembre de 2012

Atlas de geografía humana (Teatro María Guerrero)


Pese a que dura poco más de una hora, en Atlas de geografía humana cabe de todo: primero el desconcierto, después una sucesión de breves monólogos que parecen una antología de clichés, y todavía alguna proclama patidifusitoria: nunca hasta ahora habíamos escuchado un alegato de madrileñismo victimista, y francamente esperemos que no se difunda, porque lo único que nos hacía falta era otro grupo de quejicas históricos.

Pero en la función también hay espacio para unas actuaciones estupendas, para algunos momentos en los que los lugares comunes dan paso a verdadera emoción. Desde que las compañeras de trabajo se reúnen para celebrar una catártica cena, la obra adquiere fluidez, y aunque no es capaz de librarse de algunos altibajos, al menos también ofrece destellos que justifican su visionado.

No hemos leído la novela de Almudena Grandes en la que se basa este espectáculo, pero las dificultades de adaptar un libro de más de 600 páginas a una duración tan escasa sin duda han supuesto un problema que LuisGarcía-Araus no ha sabido resolver con total satisfacción. Por un lado es fácil caer en el esquematismo de “historia de mujeres” que al tratar de alejarse de la convención más rancia se vaya al otro extremo y ceda ante unos estereotipos opuestos, pero igual de esquemáticos. Pero quizá el mayor problema sea el estructural, al no haber sido capaz de encontrar una narración coherente.

La puesta en escena de Juanfran Rodríguez trata de acomodarse al difícil espacio de la sala pequeña del María Guerrero aprovechando toda la extensión y haciendo buen uso del off. También da fluidez a la sucesión de intervenciones de la primera parte gracias a una continuidad que evita marcar las transiciones a través del hábil uso del violinista Ángel Ruiz y de la movilidad que otorga a las actrices.

Y aquí llegamos al punto fuerte de la función. Para empezar a lo grande, diremos que Arantxa Aranguren está soberbia en su papel de antigua izquierdista desilusionada. Sí, el personaje es tan predecible como suena, pero la actriz logra que nos lo creamos, que su melancolía, su rabia, pero también su ilusión suenen a verdad. Cuando ella habla, se olvidan las artificiosidades y los trucos dramáticos.

Aunque las demás actrices también estén a gran altura, no logran que sus personajes den este salto de verosimilitud. A Ana Otero le toca lidiar con la mujer que tuvo una hija de joven, que se divorció de un tirano y que ahora espera la segunda oportunidad. Otero transmite su atractivo y mueve a la implicación del público, pero escenas como su conversación con la madre, casi de stand-up, no hay por dónde cogerlas.

Nieve de Medina, además de tener que hacer frente a su arrebato madrileñista, también tiene que cargar con una peluquería y vestuario que parecen diseñados por sus peores enemigos. Sin embargo, evita que su personaje caiga en el ridículo y muestra una dignidad más allá de lo que está en el texto. Rosa Savoini tampoco lo tiene fácil con un personaje de solterona que no es solterona porque eso es muy antiguo pero que sí que es una solterona. Podría haber servido para dar un cariz más humorístico a las historias, pero con recursos como el tartamudeo de ida y vuelta es difícil conseguir gran cosa.

Nos tememos que la función, que en todo momento juega a la baza de la identificación, solo logró esta conexión en los momentos en los que parte del público identificaba algunas escenas con las leídas en la novela. Sin embargo, si la empatía no se alcanzó a través de unos personajes poco desarrollados, por momentos sí que pudo producirse a través de unas actrices que sí son mujeres de verdad.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El veneno del teatro (Teatros del Canal)


La anécdota es conocida: durante el rodaje de Marathon Man, Dustin Hoffman se presentó a rodar en un estado tan lamentable que Laurence Olivier le preguntó por su estado de salud. Hoffman le explicó que, como su personaje debía presentar el estado de alguien que lleva días sin dormir, él mismo había pasado las últimas tres noches despierto. El comentario de Olivier fue: “¿y por qué no intentas actuar? Es mucho más sencillo”.

Más allá de lo que esta historia tenga de verídica, el intercambio de posturas entre dos gigantes de la interpretación muestra de manera concisa dos concepciones de la actuación que siempre han estado enfrentadas. Para ejemplificarlo con sus combatientes más modernos, podríamos hablar de la batalla entre el método Stanislavski y el brechtiano, la escuela que postula la identificación total entre actor y personaje frente a la defensa del distanciamiento entre realidad y representación.

Estas disputas pueden ser entretenidas y llevar a gentes ligeramente desquiciadas (como las que abundan en el teatro) a resolver la cuestión a golpes o, en el peor de los casos, con discusiones interminables. En la práctica, nosotros optamos por una solución moderada: tanto da la escuela elegida si el resultado es bueno. Recordemos, por ejemplo, La noche del cazador. En esa mágica película parecen concentrarse todos los estilos interpretativos posibles: un actor proveniente de la escuela teatral inglesa dirige a una actriz procedente del cine mudo, a un americano hierático, a una actriz del Actors Studio y hasta a niños. Y todos están geniales.

Sin embargo, hay personas radicales para todo, como el personaje interpretado por Miguel Ángel Solá en El veneno del teatro, dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias su teoría. Por supuesto no adelantaremos nada de la trama, aunque nos tememos que, incluso para quienes no conozcan la obra, no les será difícil ir adivinando por dónde van sus pasos. Y es que Mario Gas no esconde ninguna carta: ya desde antes de empezar la función una iluminación muy a lo Sospecha nos va dando pistas.

Esta honestidad es digna de aprecio, pero también chafa un poco el experimento. Porque la obra, que dura escasa hora y cuarto, se pasa en un suspiro, eso es cierto, pero también es verdad que durante gran parte de la misma los espectadores rumían el insolente pensamiento de “vale, ¿y a mí qué me cuentas?”. Porque las disquisiciones sobre la verdad y el teatro son apasionantes, pero para que sean igual de poderosas en su puesta en escena se nos tiene que ofrecer algo más, y en esta ocasión el texto de Rodolf Sirera nos parece estático, peligrosamente cercano al “teatro de tesis”.

Gas parece empezar apostando por el distanciamiento: literal. Los dos actores ocupan los extremos del escenario y durante un buen rato parecen situarse dentro de La invención de Morel. No sabemos cuál habrá sido el método utilizado por Solá, pero el resultado nos dejó un poco insatisfechos. Admiradores como somos de este actor, valoramos su inicial y sutil cambio de registro, pero según avanza la representación nos va pareciendo menos inquietante y más cansino. En cuanto a Daniel Freire, también cuesta identificarle como al gran actor que representa (ardua misión para cualquiera, cierto). Y en sus momentos más delicados no creemos que esté a la altura. Pero, ¿cómo sería posible?

La escenografía de Paco Azorín y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son impecables. Como el conjunto de la representación, todo es muy limpio, muy fluido, pero con un fondo turbio. Sin embargo, la frialdad de la puesta en escena impone al público un juego mental que en ningún momento llega a implicarle. Aquí no hay temblores. 

jueves, 29 de noviembre de 2012

Leviathan (Matadero Madrid)


Podríamos dividir el teatro contemporáneo de vanguardia en tres categorías: las obras en las que los actores se ponen un cubo en la cabeza; las que tienen a los actores todo el rato corriendo; y aquellas en las que se maltrata al público. Leviathan entraría en esta última categoría (aunque también podría inscribirse dentro de las obras en las que los actores se meten dentro de un cubo).

No exageremos, no es nada grave ni excesivamente molesto, pero para personas contenidas y malhumoradas como nosotros, que te estén moviendo de un lado para otro con empujones, que te tiren agua encima o que te pongan cierto tipo de música, no es ningún placer. Vamos, que toda la vida evitando ir a un espectáculo de La fura dels Baus y acabamos picando con Living Structures.

Y es que, estamos de acuerdo, el teatro pasivo es aburrido y antiguo. Hay que participar y que el espectador se involucre en lo que está pasando en el escenario. Pero señores, esto es a nivel intelectual, tener el cerebro a toda máquina ya es suficiente esfuerzo (y suficientemente gratificante). Lo de la actividad física y el verse zarandeado y formar parte del espectáculo, habrá gente a quien le guste, como hay gente que aprecia el arte conceptual, pero nosotros nos enroscamos en el “chorradas” y de ahí no nos mueven ni con bolas gigantes.

Porque supuestamente lo de Leviathan es una obra de gran fuerza visual, de sensaciones (de hecho, dicen basarse en Moby Dick, pero si proclamaran su filiación con los teletubbies serían igual de creíbles). Primero tenemos una música de Verity Standen que asemeja ser profunda, y turbadora y muy inquietante. Pero a nosotros nos pareció poco más que música new age con pretensiones. Y luego las imágenes de Klaus Kruse, todo muy intenso, muy desquiciado. Oh Dios mío (Oh my God!), todo esto es tan perturbador... Solo mírame a la cara. No, en lugar de sensaciones, lo único que nos produce Leviathan son ganas de salir a fumar. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Doña Perfecta (Teatro María Guerrero)


Que la nueva etapa del Centro Dramático Nacional, a cargo de Ernesto Caballero, se abra con una obra de Galdós es una gran noticia. No solo porque sea el más importante escritor español desde Cervantes, y que además cuente con una obra dramática todavía por explotar, sino por lo que tiene de símbolo. Se trata de un autor que pese a su grandeza ha tenido que sufrir el mayor desprecio por parte de la “modernidad” y al que todavía hace falta reivindicar: es decir, darlo a conocer, porque defenderse se defiende él solito. También es un buen presagio que la función se inicie con un tren, aunque sea de juguete. Que luego la obra no cumpla del todo las expectativas, es un pequeño chasco.

La feliz idea de abrir Doña Perfecta con un tren se ve prolongada por un brillante recurso de puesta en escena: la utilización de las hermanas Troya como narradoras. La razón de su omnisciencia viene justificada por el desarrollo del relato, y su tono entre burlón y escéptico se ajusta tanto a la personalidad de los personajes como a las necesidades de su labor como comentaristas. Pero antes de que aparezca el título de la obra, todavía tendremos una excelente escena: la llegada de Pepe Rey y del tío Licurgo a Orbajosa: una fantástica manera de entrar en acción.

Enseguida la estructura del montaje queda clara: largas escenas que empiezan de una manera suave para acabar en una confrontación total. Pero es que la misma armadura recorre todo el montaje, que va de menos a más... hasta pasarse de rosca, como ya veremos. Donde mejor queda ejemplarizada esta evolución es en la magistral interpretación de Israel Elejalde, que sabe graduar el proceso de toma de conciencia de su personaje desde un pipiolo de la capital que traga con todo, hasta un airado radical dispuesto a romper con lo que haga falta. El momento esperado de su enfrentamiento con Doña Perfecta queda como el de máxima tensión y es resuelto por el actor con una emoción difícil de olvidar.

Una de las cualidades que hacen de Galdós tan grande es su capacidad para jugar con personajes que funcionan en clave de símbolos (el Pasado, el Progreso, la Iglesia), pero evitando caer en el estereotipo. Al contrario, todos sus personajes son humanos, reconocibles, no se mueven por el capricho del autor, sino que tienen sus propias convicciones y las defienden con el ardor necesario. Se trata de la gran capacidad de comprensión que solo los mejores escritores tienen y que Galdós supo desarrollar a lo largo de toda su vida.

Durante buena parte de la obra, Caballero consigue mantener esta dualidad. Por ejemplo, el don Inocencio de Alberto Jiménez, lejos de ser el típico cura malo y baboso de las obras más pedestremente anticlericales, es algo parecido a esos jesuitas retorcidos que aparecen en las obras inglesas que alertan sobre los taimados papistas. Es simpático, cizañoso, y logra arrimar el ascua a su sardina sin que nadie se de cuenta.

El problema es que en la parte final, cuando la trama lleva a los personajes al extremo, la puesta en escena no logra hacerse con las riendas de la situación. No es casualidad que el bajón coincida con la desaparición de Elejalde, pero el problema mayor es que la obra en si se desboca y ya no volverá a enderezarse hasta el repentino y precipitado final.

Otro aspecto que no nos acabó de convencer de la obra fueron las protagonistas femeninas. Por algo la obra se llama Doña Perfecta, pero aunque Lola Casamayor sepa defender su personaje, tanto Rey como don Inocencio le comen la partida y en cada uno de sus enfrentamientos acaba por retroceder. Y la Rosario de Karina Garantivá, alejada del estilo del resto del reparto, en lugar de optar por el naturalismo, cae en los momentos menos adecuados en el recitado. En las escenas más emotivas, más que expresar una pasión parece estar recordando su texto.

El público acogió la representación con respeto pero sin locuras (vamos, que de haber estado presente el autor, no se lo hubieran llevado a su casa en volandas). Creemos que el CDN está en el buen camino (con algunas reservas expresadas recientemente) y en la programación aparecen estimulantes propuestas que no nos queremos perder. Seguiremos atentos.   

lunes, 19 de noviembre de 2012

Bob (Teatro Valle-Inclán)


Hmmm... Una obra sobre Robert Wilson “uno de los grandes renovadores del teatro de las últimas décadas”, como suele rezar su presentación. Un artista visual, como él mismo se denomina. Una colección de aforismos, alguna anécdota, representación en vivo de diversas teorías (espacio-tiempo, movimiento, zen). No, esto no parece ir con nosotros. Más bien parece cosa de modernos, aunque lo cierto es que no vimos a muchos por el teatro Valle-Inclán (pero sí a un hipster de libro que parecía contratado para dar color: era demasiado perfecto para ser genuino).

Así que Bob lo tenía todo en contra para convencernos. Y no lo hizo. Sin embargo, al empezar consiguió abrirnos la mente. Will Bond aparece en escena y durante un minuto permanece sentado de espaldas al público sin hacer nada. Pues estamos preparados. Pero no, cuando se pone a hablar descubrimos que si físicamente no ha intentado imitar a su modelo, su voz y gesticulación es calcada. Con grititos irritantes incluidos. Pero tiene gracia. Y lo que dice es ingenioso. Su vida como un incomprendido. Después de todo, es un artista americano. De Texas, para más inri.

Pero este esperanzador inicio no tiene continuidad. La dramaturgia de Jocelyn Clarke sobre declaraciones de Wilson se basa en algún que otro recurso reiterativo para dar continuidad y en diversos temas que van pautando la función, pero que ni es un retrato biográfico (tampoco es que lo pretenda, eso es cierto), ni logra profundizar en los principios estéticos o creativos de Wilson. Porque seamos sinceros, lo que dice a veces tiene su punto, a veces su gracia, y en alguna ocasión incluso puede ser revelador, pero cuando se encienden las luces ningún interrogatorio podría hacer que recordáramos alguna cosa importante que hubiéramos aprendido con la obra.

La puesta en escena de Anne Bogart tiene la dificultad de intentar mantener una visión propia y a la vez una referencia evidente al marcadísimo estilo de Wilson. Con solo un actor, una mínima escenografía y un hábil uso de la iluminación de Mimi Jordan Sherin, no consigue dar fluidez a un espectáculo tan fraccionado y si a veces las escenas tienen una pegada poderosa, en otras cae en la dejación. Por ejemplo, después de una de las partes más centrífugas en la que Wilson parece haber perdido el hilo (y, desde luego, el espectador lo hace), viene el relato de una banal anécdota que vivió el director en un aeropuerto alemán. Es una historia intrascendente de las que se cuentan en una cena, pero el público pareció respirar de alivio ante un desahogo tan humano. Y nos parece que este recurso delata la poca entidad del proyecto.

Sin duda lo mejor de la obra es el trabajo de Will Bond, que creemos que fue el destinatario principal de los abundantes aplausos finales. No sabemos si Wilson es un loco o uno de esos artistas que se hacen el loco (aunque tenemos bastantes pistas), pero Bond evita caer en una fácil parodia o en un babeante homenaje. Paradojicamente, su labor de mimetismo se convierte en lo más creativo de todo el montaje y si en algún momento podemos conectar con el personaje, no es gracias al texto ni a la representación escénica, sino a la diversidad de talentos del propio Bond.

De los tres espectáculos que hemos visto en esta temporada de “Una mirada al mundo”, el minifestival que organiza el Centro Dramático Nacional con montajes extranjeros, uno ha sido una pesadilla, otro una decepción y el tercero nos ha dejado fríos. Vamos, lo que viene siendo habitual. Nos gustaría poder seguir asistiendo a esta oportunidad de conocer el panorama teatral que se está desarrollando fuera de España, pero como el ojo de los programadores siga siendo tan perspicaz, mucho nos tememos que acabaremos por abandonar. A lo mejor va a resulta que todo es un complot para que digamos: pues, visto, lo visto, como lo de aquí, nada. 

martes, 13 de noviembre de 2012

La vida es sueño (Teatro Pavón)


¡Atención! El siguiente comentario puede contener blasfemias.

El estreno de Helena Pimenta como directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con La vida es sueño está siendo uno de los acontecimientos de la temporada. Cartel diario de no hay entradas, aclamación popular, crítica rendida, Blanca Portillo elevada a categoría Patrimonio Nacional... Y sin embargo, a nosotros nos pareció que, junto a los evidentes aciertos, tenía tantas deficiencias que incluso nos hizo plantearnos un par de cosas sobre Calderón y compañía.

Quizá el problema principal esté en nuestra sordera y estemos elevando a categoría de problema universal una discapacidad particular, pero es que nos costaba dios y ayuda entender lo que estaba pasando en el escenario. Y eso que es La vida es sueño, que ya nos la sabemos. Y que dicen que los actores recitan con soltura y claridad. También podríamos echarle la culpa a la acústica del Pavón, pero ya que estamos lanzados, aquí va la blasfemia: ¿y si actualizaramos a Calderón?

De acuerdo, seguramente la CNTC no sería la más indicada para llevar a cabo el experimento. Pero veamos, cuando asistimos a un Shakespeare o a un Molière, lo que se nos ofrece es una versión moderna y accesible, sin embargo con los autores del Siglo de Oro, lo que oímos es algo tan complicado que en una versión crítica impresa las notas ocupan más espacio que el texto. Cierto, con la modernización perderíamos parte de su belleza sonora, pero con un buen trabajo de adaptación ganaríamos mucho en comprensión. Desde aquí nos limitamos a dejarlo caer...

Hecha esta confesión, volvamos a la obra de Pimenta. Aunque la verdad, poco se ve su mano. Y nosotros seríamos los últimos en criticar una dirección invisible. Que se pone en texto en primer lugar y se centra la puesta en escena en el trabajo de los actores: genial. Pero hay que tener cuidado para que este método no degenere en el acartonamiento, y nos tememos que eso es lo que le pasa a este montaje. Hacia el final de la representación, los protagonistas se encierran en una sala del palacio atrancando la puerta desde dentro con un tablón. Pero al rato los rebeldes no tienen problemas en entrar, y no es de extrañar: la puerta se abre hacia afuera. Es un detalle sin importancia, pero creemos que sirve como símbolo de una falta de creatividad que pretende reconcentrar la acción pero que a menudo nos pareció que caía en el embelesamiento del recitado.

Y aquí llegamos a los actores. Marta Poveda es un encanto de Rosaura y David Lorente un gracioso fetén. Fernando Sansegundo parece que lleva haciendo de Clotaldo toda la vida y no nos extrañaría que así fuera en realidad. Joaquín Notario, al que todavía recordamos como un memorable Segismundo, es aquí un Basilio al que se le entiende todo, y eso tiene un gran mérito, aunque aún más lo tenga su poderío y convicción. Rafa Castejón está como débil y Pepa Pedroche como hipervitaminada: quizá no habría sido descabellado que se hubieran intercambiado los personajes y que Castejón se quedara con una Estrella femenina y firme y Pedroche con un Astolfo taimado y decidido.

¿Y ahora qué decimos de Blanca Portillo? A veces nos daba la sensación de que Pimenta se había quedado tan abducida por su interpretación que se había dejado de milongas: mira, le ponemos un foco a la Portillo y listos, ¿para qué más? Nos gustaría encontrar un piropo más castizo, pero solo se nos ocurre decir: Blanca, estás hecha un landmark. A cada escena le sabe dar un tono preciso y diferente. Qué a cada escena, a cada verso. Lo que no entendemos porque o no lo oímos o no lo comprendemos, ella lo suple con su empática capacidad de hacerse ser, no personaje. Sorprende, da la vuelta a escenas archisabidas, descubre que puede seguir encontrando nuevas recovecos en caminos trillados.

Una de las características de los montajes de la CNTC es la oportunidad de disfrutar de música barroca en directo y en pequeño formato, que en esta ocasión nos permitió deleitarnos en algunos momentos de especial ofuscación. Y es obligado mencionar el extraordinario trabajo de Juan Gómez Cornejo en la iluminación, una autentica filigrana que tan pronto consigue transmitir una hiperrealista sensación de luz natural como logra dar tonos expresionistas a las escenas más simbólicas.

Los últimos apuntes serán para la versión de Juan Mayorga, que por momentos diríamos se había escrito a mayor gloria de Portillo, como en ese final en el que se podan algunos de los aspectos más desagradables de Segismundo para que la actriz puede conmovernos con un príncipe que ha alcanzado la sabiduría y la templanza gracias a la compasión.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Concha. Yo lo que quiero es bailar (Teatro La Latina)


Es aparecer Concha Velasco en escena y ya no nos va a dar tiempo ni a respirar. Al principio de este espectáculo autobiográfico, incluso parece que tiene prisa para poder contar todo lo que tiene por delante: el ritmo en el que detalla su infancia, sus primeros pasos, su precocidad artística, va a una velocidad tal que deja espacio para acomodarse. Pero es solo el calentamiento, en cuanto se encuentra cómoda y comienza un juego de complicidad con el público, el ritmo se hace más estable, aunque no haya un momento de pausa.

Por eso, durante toda la función apenas nos da tiempo a pensar (¡lo que es glorioso!), pero hay instantes en los que tenemos que decir: pero, un momento, ¿no se estará pasando? Y es que Yo lo que quiero es bailar es un ego trip solo permitido a grandes estrellas y poetas. Sí, puede que durante un despiste pienses que tanto autobombo puede provocar vergüenza ajena, que hace falta mucha cara para ser tan descarada. Pero señores, la Velasco no engaña a nadie y todos los que estábamos allí sabíamos a lo que íbamos. Y todo el público agradeció que diera lo que se le pedía.

Por ejemplo, nadie estaba allí para ver cantar a la Velasco. A estas alturas la voz da de sí lo que da, y aunque Xavier Mestres le haya enseñado a cantar “en la bemol”, lo que la gente quiere es recordar grandes éxitos y divertirse sin prejuicios, no asistir a un recital. Y lo diremos ya, el trabajo de Mestres y su conjunto es extraordinario. Se nota que este espectáculo ya lleva un largo recorrido y que han perfeccionado su trabajo hasta alcanzar una calidad encomiable.

En el apartado de los grandes momentos nos quedamos con las recreaciones de sus enfrentamientos con Mary Carrillo, una historia de las de siempre de relación amor/odio entre maestra y alumna, pero contada con admiración y humor. También destacaríamos el recuerdo de “La Noche de los Goya” en la que Velasco no teme ponerse en el papel menos agradecido. Por cierto, que si algo valoramos en este espectáculo es que en ningún momento cae en las facilidades de la nostalgia, ni un resquicio para la complacencia o la añoranza de los buenos viejos tiempos.

La estructura de la obra, en la que recuerdos, proclamas y confidencias se entremezclan con algunos de los mayores éxitos musicales de la artista, se fortalece con la base escrita por Juan Carlos Rubio, que logra mantener la frescura de una narración personal con los fundamentos de una sólida estructura dramática. La dirección de José María Pou está a los pies de la actriz y sabe resaltar en cada momento el aspecto más favorecedor.

Como guinda final, no podía ser de otra forma, la chica ye-ye. Desde fuera, un ejercicio kitsch y banal de glorificación. Desde dentro, dos horas de gran entretenimiento en homenaje de una artista excepcional. 

lunes, 5 de noviembre de 2012

Las tres hermanas (Teatro Valle-Inclán)


Cuando nos enteramos de que Donnellan y Ormerod finalmente iban a dirigir una película y que esta iba a ser nada menos que una adaptación de Bel Ami, nos pudo el entusiasmo. Si eran capaces de hacer en cine lo que han logrado en el teatro, podrían revolucionar un arte cada vez más anquilosado. Pero tras ver el resultado, más que decepción sentimos estupor: no solo era una película como las demás, sino que su lujosa apariencia ni de lejos lograba tapar la incapacidad de su actor para poner más de dos caras (y aún así, dos caras poco creíbles). Si Donnellan es un renovador de la puesta en escena y un consumado director de actores, ¿cómo era posible que le hubiera salido una película embalsamada?

Bueno, nos dijimos, es que los grandes directores de teatro no tienen por qué destacar también en cine. Después de todo, Peter Brook tampoco ha sido un realizador puntero. Así que al tener las entradas para Las tres hermanas nos olvidamos del reciente desliz y nos preparamos para lo mejor. Y es que estamos hablando de: Chéjov, Donnellan, una compañía rusa. ¿Ofrece Madrid algo más apetitoso este otoño?

Pero tenemos que ser sinceros. Si no hubiéramos sabido que la dirección estaba en manos de Donnellan, incluso si no hubiéramos sabido que el texto era de Chéjov, seguramente habríamos dicho: vale, muy bien, pero es un poco rollo, ¿no? Así que como ya lo hemos soltado, solo podemos adornarlo un poco. Sí, una puesta sencilla y a la vez compleja, un texto depurado y a la vez evocador, unos actores contenidos y a la vez con una gran capacidad expresiva. Pero es un poco rollo, la verdad.

También tenemos que admitir que si fuéramos directores, Chéjov nos daría pánico. Si sale bien, es sin duda uno de los más grandes, pero es tan fácil resbalar y caer en el aburrimiento que hay que estar muy seguro de uno mismo para atreverse. Ni tan siquiera contando con unos fundamentos tan sólidos como de los que dispone Donnellan asegura salir de la aventura ileso. Una escena demasiado dilatada, un planteamiento en el que no funcione la emoción, y todo se puede venir abajo.

Aunque apartado de sus montajes británicos, Donnellan mantiene su estilo a la hora de ejecutar encadenados suaves entre las escenas (solo hay un par de transiciones marcadas), pero si esto normalmente da un ritmo constante a sus obras, en esta ocasión solo logra mantener un ritmo lento y reposado. Fue extraño que, más marcadamente en la primera parte, la obra nos estaba pareciendo bastante aburrida, y sin embargo la hora y veinte se nos pasó mucho antes de lo esperado.

Eso es lo que pasa cuando una obra se toma su tiempo y prefiere el reposo a la aceleración. Pero en estos casos siempre hay que llegar a algún sitio que justifique la espera, y no es el caso. Porque el principal reproche que hacemos a esta versión de Las tres hermanas es que no nos involucra, que el nihilismo de sus protagonistas (pocas veces habíamos visto una representación tan radicalmente pesimista) no se ve recompensado por una catarsis trasformador, sino que simplemente se queda atascado mientras ve pasar de largo cualquier atisbo de esperanza.

Uno de los grandes alicientes de este montaje de Las tres hermanas es verla representada por un elenco ruso. Pero pasado el primer hechizo, tenemos que confesar, por tópico que parezca, que el modo interpretativo del reparto nos pareció tan frío que por momentos llegó a dejarnos ajenos a lo que sucedía sobre las tablas. Algunos de los actores son extraordinarios, como Alexander Feklistov, cuyo Vershinin da algunas de las pocas gotas de pasión, y las tres hermanas, aunque sea puntualmente, logran defender sus personajes sin caer en demostraciones explícitas. Nosotros nos quedamos con la escena en la que las tres se reúnen y viajan del drama a la comedia y de nuevo a la desesperación sin solución de continuidad.

Siempre que vemos una propuesta de Donnellan y Omerod salimos del teatro deslumbrados por alguna idea, iluminados por una nueva interpretación que nos abre nuevos caminos inexplorados, sorprendidos por una solución de puesta en escena que nunca habíamos imaginado, contagiados por una pasión intransferiblemente teatral. Pero en este caso abandonamos el Valle-Inclán encogiéndonos de hombros.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Hans Was Heiri (Teatros del Canal)


Como últimamente estamos muy susceptibles (sobre todo después de nuestra última experiencia teatral), al ver el tipo de público que poblaba la Sala Roja de los Teatros del Canal nos temimos lo peor. Pero nada de prejuicios gratuitos: es que sus maneras les delataban. Ni la menor cortesía respecto a puertas y colas y una lamentable tardanza en entrar a la sala, lo que provocó que el espectáculo empezara más de diez minutos tarde. Esto en Inglaterra no pasa, dijimos.

Los inicios de Hans Was Heiri no nos hicieron sentir más confianza. La música de Dimitri de Perrot es de la que parece tener como única pretensión poner de los nervios. Y bien que lo conseguirá a lo largo de la función. Si tenemos que ser tajantes, y desde ya, diremos que es lo peor. Pero es que el primer número tampoco es muy estimulante, con esos muñecos que van apareciendo poco a poco y cuyo misterio también se va desvelando lentamente. Muy lentamente.

Luego viene el centro de la obra: el enorme cubo girador en el que los actores/bailarines desarrollarán la mayor parte de sus funciones. Es espectacular y de primeras cautivador, no lo negaremos. Y es que la función está llena de imágenes deslumbrantes, de aciertos plenos, de gags refinados. Pero siempre pasa lo mismo: al final la acumulación acaba con ellos y se hacen pesados. Creemos que este montaje, de hora y veinte minutos de duración, se vería muy beneficiado si se acortara todavía más hasta aproximadamente la hora. La parte final, por ejemplo, nos pareció totalmente innecesaria. Al igual que el pesado sketch del yoga, pero este fue muy bien recibido por el público, que se rió aquí más que nunca.

Los bailarines parecen incansables y pese a la monotonía en ciertos momentos de la representación, siempre son capaces de dar un nuevo giro a las pequeñas historias que protagonizan. Aquí el trabajo de Martin Zimmermann en la coreografía se muestra más inspirado que el de su compañero. Pero en lo que ambos dan lo mejor de sí mismos es en el juego que saben sacar a la escenografía, con el emblemático cubo y el juego de paneles, puertas y sillas, que en combinación con los actores dan de sí lo inimaginable.

Lo mejor de Hans Was Heiri es, pues, su capacidad para sorprender; y lo peor su incapacidad para renovar el encanto más allá del impacto inicial. Durante toda la obra nos pareció ver sobrevolar el escenario el espíritu de Jacques Tati, pero si el genio francés sabía sacar partido de la reiteración a golpe de ingenio y minimalismo, en este caso Zimmermann & De Perrot no consiguen dotar a la obra de su espíritu cómico y se tienen que conformar con pinceladas de inspiración y fulgores de talento. O al menos con eso nos tuvimos que conformar nosotros.

lunes, 29 de octubre de 2012

Forests (Teatro Valle-Inclán)


Salimos del “lamentable espectáculo” totalmente derrotados. Nosotros, que creíamos que Shakespeare era imbatible, tuvimos que reconocer que la insoportable banalidad de la modernidad lo había dejado hecho añicos. La representación más academicista de un shakespeare puede sobreponerse al aburrimiento que provoca, porque en el fondo siempre se encontrarán las maravillosas palabras del poeta y sus siempre renovadas ideas. Un montaje de aficionados sublimará la falta de medios y talento con el entusiasmo de sus participantes. Pero cuando el autor es una mera excusa para que el Director muestre su Genialidad, da igual que se trate de Shakespeare o del BOE, lo único que transmitirá la obra es vacua pretenciosidad.

Porque en Forests el Genio (preferimos omitir el nombre) hace todo lo posible por situarse por encima del texto. No aporta nada, no enriquece, simplemente hace sus monerías para que unos cuantos (pocos, a tenor de los aplausos finales) queden deslumbrados por su capacidad rompedora y su atrevimiento. Pero lo que hace es boicotear desde dentro cualquier propósito de elevación. Cuando los actores recitan el texto, aún en los pocos momentos en los que parecen hacerlo en serio, al espectador solo le llegan palabras huecas sin ningún significado. ¿Cómo es posible conseguir esto con el mas grande autor de todos los tiempos? Ahí ciertamente concedemos una capacidad casi sobrehumana.

Tenemos que decir que nos dio verdadera lástima ver a un actor al que admiramos, como es José María Pou, hacer el mamarracho de principio a fin. Aunque también nos dio pena el papelón que tenían que hacer los otros actores, pese a que no les conozcamos. Y los quince minutos finales (aunque pudieron ser cinco, el tiempo se dilataba de una manera que desafiaba los principios de la física) en los que Maika Makovski tenía que estar tumbada boca abajo con una bolsa en la cabeza demostraron que al menos su música servía para aligerar la angustia: si toda la representación fue un despropósito, esa parte es simplemente infernal. Sí, por cierto, esta fue una de las cosas que se nos pasó por la cabeza: a lo mejor el propósito del Genio es más ambicioso de lo que pensábamos, con esta obra nos incita a comportarnos de manera piadosa al recordarnos que el Infierno puede ser un suplicio casi inconcebible.

Las normas de este blog nos impiden usar palabras gruesas, por lo que nos ahorraremos diversos calificativos, y además no queremos caer en discusiones tan anticuadas como la supuesta modernidad de esta obra (¿un tipo con un cubo en la cabeza? Por favor), por lo que no diremos que Forests no es teatro, ni tan siquiera que es anti-teatro. Es algo mucho peor, algo que hace daño a cualquier amante de este arte, algo que quizá debería estar prohibido no por la censura, sino por las autoridades sanitarias. 

martes, 2 de octubre de 2012

Los conserjes de San Felipe (Teatro Español)


Al parecer el traslado de la representación de Los conserjes de San Felipe del teatro María Guerrero al Español se ha debido a un problema con el telón cortafuegos. Por eso, cuando se apagaron las luces y el telón del teatro estuvo un buen rato sin levantarse, nos temimos lo peor. Aunque quizá se tratase de una broma. De ser así, sería una de las mejores de la función.

Y es que el espectáculo tiene puntos a su favor, pero también una rémora importante, y es que se trata de una comedia sin gracia. Y eso que los actores hacen todo lo posible por divertir, a veces incluso cayendo en la exageración, pero no es posible. La de por sí triste sala medio vacía se volvía todavía más sombría debido a la ausencia de las risas que debían completar los gags.

Pero no queremos ser duros. En realidad nos parece que esta obra es un perfecto ejercicio para los actores del Laboratorio Rivas Cherif, que además de tener que interpretar numerosos papeles, cantan, bailan, hacen pantomima, guiñoles y todo lo que se ponga de por medio. Y en general salen con nota del envite. Antes decíamos que es una obra sin gracia, pero debemos confesar que de principio, su humor no es para nosotros, y sin embargo podemos apreciar todo el esfuerzo que se ha puesto en el montaje para hacer algo digno y que, sin llegar a convencer, al menos no deja la sensación de haber sido asistido a una representación pobre o poco trabajada. Simplemente, es que no funciona.

El texto de Alonso de Santos se aleja de las conmemoraciones oficiales al uso (pese a que la producción sí que cuenta con el apoyo del consorcio pertinente), y utiliza la efemérides constitucional para hablar del presente, comme il faut... Con el uso de canciones que pasan de la obviedad reivindicativa a la pura consigna a gritos y recursos brechtianos de diversa índole, aboga sin reservas por un teatro “intrahistórico”, pero al igual que el teatro “acomodaticio”, el teatro “con mensaje” puede caer con toda facilidad en la fórmula y perder su transgresión cuando se ve sobrecargado de lugares comunes.

La dirección de Hernán Gené intenta ser inventiva a cada paso, como en su memorable puesta de Sobre Horacios y Curiacios, pero lamentablemente no tiene su empuje. La propuesta se queda a medias entre la gran producción tipo zarzuela y los nuevos proyectos que ya hemos comentado en otras ocasiones de hacer musicales casi minimalistas, pero la mezcla no cuaja. La escenografía y vestuario de Pepe Uría es versátil y a veces deslumbrante, pero deja la sensación de que o bien debería haberse optado (su hubiera la posibilidad) por el mayor espectáculo, o decidirse por algo más modesto, pero quedarse en un punto intermedio es quedarse en tierra de nadie, como los personajes de la obra.

Sería injusto valorar la nueva era del Teatro Español por una sola representación, y ademas importada del CDN, pero lo cierto es que hacía mucho tiempo que no veíamos la sala principal del teatro tan vacía. Por el momento es, quizá, solo un símbolo. Esperemos que se quede en eso.