lunes, 30 de enero de 2012

Racine y Shakespeare, de Stendhal


Stendhal es tan grande que, pese a tener razón siempre, nos sigue cayendo fenomenal. Sí, quizá no haya ningún escritor en la historia de la literatura con el que sintamos tal afinidad, mezclada con una admiración que no tiene límites. Por eso hemos leído con atención y ganas de aprender sus Escritos sobre arte y teatro. Por una parte, lamentamos que el libro haya quedado como un retrato de época hoy por momentos ininteligible (tantos nombres que no nos dicen nada, tantas disputas que han quedado olvidadas); pero por otra damos gracias a Shakespeare por que Stendhal decidiera dejar de lado sus veleidades críticas y se dedicará en cuerpo y alma y la ficción. No dudamos de que hubiera sido un extraordinario publicista, pero sí que nos parece más improbable que hoy le leyera alguien.

Como nuestras almas son mucho menos generosas que la de Stendhal, antes de leer el libro pensábamos que se iba a tratar de una reivindicación de Shakespeare apoyada en una crítica a Racine. En realidad, nuestro conocimiento de Racine es escaso (y, castigados seamos, nos interesa bastante poco), pero nuestros prejuicios le contraponen con Shakespeare. El caso es que Stendhal se declara un gran admirador de ambos, solo que mientras considera que Racine era un dramaturgo genial cuyos seguidores echaron a perder el teatro francés (¿por qué continuar un siglo después con las mismas reglas que habían sido válidas anteriormente?), en su opinión Shakespeare es el modelo que, si no imitar, al menos hay que tener presente para llevar a cabo un teatro realmente moderno.

La controversia del libro es, valga la gracia, un clásico: la disputa entre tradicionalistas e innovadores, el arte viejo frente al nuevo, clasicistas contra románticos. La condición pendular de la historia del arte ha hecho que periódicamente una de las dos corrientes se haya impuesto, siempre sobre las ruinas de la anterior. Pero la tesis de Stendhal es más audaz: todos los grandes creadores son clásicos, todos los grandes creadores son románticos. Son clásicos porque han sabido codificar las reglas subliminales de una época y llevarlas a la práctica mejor que cualquiera de sus contemporáneos. El problema es cuando sus continuadores siguen ese modelo y no se preocupan de su propia época. Y todos los grandes artistas son románticos porque dan a su obra pasión, porque saben transmitir sentimientos y hacer al espectador cómplice de sus criaturas.

Aquí nos toparíamos con una dificultado. ¿Es Stendhal un clásico? De ninguna manera. Quizá por la confusión entre clasicismo y academicismo (por cierto, graciosísimas las consideraciones de Stendhal sobre los académicos, ya a principios del XIX seres ridículos), se ha instaurado una consideración sobre los clásicos del XIX que no admitiríamos para nuestro héroe. ¿Es Stendhal romántico? No nos atreveríamos a asegurarlo. Es demasiado irónico como para considerarle tal, demasiado consciente. Sin llegar al cinismo de un Flaubert, la mirada de Stendhal es demasiado desengañada como para considerarle un romántico.

Mientras se lee este Racine y Shakespeare es inevitable pensar en la situación actual del arte dramático. Stendhal era bastante crítico y pesimista respecto al teatro de su época, y por motivos en apariencia opuestos nosotros también lo somos con el nuestro. Para Stendhal el teatro francés de la primera mitad del XIX era cautivo de la hegemonía de Racine, de la ignorancia de los académicos, de la venalidad de los periodistas, de la represión de los censores. Nadie se atrevía a hacer nada realmente moderno, bajo pena de escarnio crítico y fracaso de público. En la actualidad todo el teatro parece pecar del extremo contrario, de querer ser siempre moderno. Pero ¿no da la sensación de que la modernidad de nuestras tablas es la misma que hace 30, 40 o hasta 50 años? La incorrección, el rupturismo, la tecnología... todo suena tan... anticuado.

Los textos sobre Racine y Shakespeare son parte del libro Escritos sobre arte y teatro, publicado por Antonio Machado Libros, con una amplia introducción y notas de Isabel Valverde, que ayuda a moverse por una época y un lugar donde, a causa de nuestra ignorancia, no conocemos a casi nadie. Sus notas son casi siempre pertinentes y permiten que podamos situarnos con una mínima precisión, pero a veces pecan de cierto didactismo al glosar al autor. La traducción de José Luis Arántegui (lamentablemente su nombre solo aparece en una nota a pie de página) es, por lo que podemos aventurar, muy precisa, y sabe mantener el tono aéreo del original, aunque nos gustaría saber cómo se dice en francés “bilbainadas”.  

lunes, 23 de enero de 2012

José K. Torturado (Teatro Español)


Ante el inesperado aluvión de estrenos apetecibles tuvimos que hacer algo que nos da ataques de pánico: elegir. Lo peor no era que, debido a nuestra experiencia, supusiéramos que eligiéramos la obra que fuera, luego siempre íbamos a pensar que nos habíamos equivocado, sino que en el teatro la decisión no tiene remedio. Una película puedes volver a verla en cualquier momento, un cuadro casi seguro que te lo puedes encontrar más tarde en algún museo. Un grupo volverá a reunirse tarde o temprano. Pero con el teatro, si pierdes la oportunidad, no hay marcha atrás. Auque eso también es parte de su magia. En cualquier caso, después de decantarnos por José K. Torturado, y por una vez, no nos sentimos defraudados.

Cierto que, casi sin querer, hemos seguido la carrera de Carles Alfaro desde aquel estupendo montaje de La caída en la Abadía hace casi ocho años. También es verdad que el tema de la obra no puede ser más interesante. Y que la programación del Teatro Español tiene la máxima garantía. Pero no nos engañemos, si al final decidimos ver esta obra fue por la presencia de Pedro Casablanc. A pocos actores podemos imaginárnoslos en un papel tan complejo como el de José K. (quizá Francesc Orella, al que descubrimos gracias a Alfaro, por cierto, sea uno de ellos). Y, si no otra cosa, este montaje es una oportunidad para ver a Casablanc en todo su esplendor.

Nada de expresión corporal. Nada de interacción con otros intérpretes. Ni el más mínimo resquicio para el lucimiento exhibicionista. Desde que se apagan las luces, solo tenemos a Casablanc, metido en una pequeña jaula de cristal, desnudo y atado de pies y manos. Para contar la terrible historia que nos ha preparado solo dispone de su gestualidad y de su voz. No es poca cosa. Al principio Casablanc habla en un tono bajo, pausado, parece casi imposible que se le entienda con tanta claridad (a pesar de algunas inoportunas toses). Después se enciende una pantalla con un gran primer plano de la cara del actor. En principio no somos muy amigos del uso de vídeos en teatro (ya se sabe, eso de que se llevan toda la atención), pero en este caso, la verdad es que no encontramos otra alternativa. Poco a poco, la jaula se va empañando y, por mucho que uno quiera evitarlo, acaba por centrarse casi exclusivamente en la pantalla.

Lo cierto es que cada uno de los recursos de la puesta en escena nos parece el adecuado (bueno, con la excepción del uso de la música: se utiliza poco y es leve, pero por nosotros, ni eso). La disposición escénica, las luces, la pantalla... todo nos parece bien. Y sin embargo, después de todo, nosotros solo comentamos la obra. Por muy satisfechos que estemos con el resultado, de un director se podría exigir más imaginación, que nos llevara más allá de lo esperado. Pero suponemos que son ganas de poner pegas, no estamos contentos ni cuando las cosas se hacen a nuestra medida.

Una vez más demasiado tarde, llegamos al texto. Javier Ortiz sí que supo evitar todos los peligros de un monólogo plagado de trampas. En un principio el espectador piensa en Los justos (curioso que aparezca por segunda vez Camus en este texto), pero si es aquella obra los protagonistas dudaban de todo, aquí José K. no vacila ni por un instante ante la determinación de ser un terrorista. El busilis del asunto está precisamente en que José K., por muy monstruoso que sea, tiene sus razones, que no se pueden obviar con un simple posicionamiento de superioridad moral. Es difícil para las mentes biempensantes encontrar un término medio entre su odio al terrorista y el rechazo a la tortura; entre la conciencia de un mundo injusto y su complacencia comodona. Todo esto tenemos que tragárnoslo sin poder apartar la mirada.

Porque, y volvemos a Casablanc, qué convicción tiene José K., qué de certezas, qué claridad de pensamiento. Y todo ello manifestado en la más horribles de las acciones, el asesinato indiscriminado. Qué fuerza tiene que tener Casablanc para transmitir todo esto sin tan siquiera poder mover las manos (pregunta inoportuna: ¿cómo haría un actor italiano este papel?). Odio, furia, determinación, inteligencia, venganza, autoconciencia, idealismo, amor, humor, patetismo... Prácticamente todas los sentimientos pasan por esos ojos que nos miran sin piedad. Hasta la renuncia final.

viernes, 20 de enero de 2012

El tiempo y los Conway (Teatros del Canal)


Antes de empezar con la reseña de El tiempo y los Conway, creemos justo hacer mención a dos aspectos que han podido influir en nuestra valoración de la obra. Por una parte, y pese a nuestras intenciones, la hemos visto inmediatamente después de Agosto, y era difícil que nos encontráramos tan pronto con una obra que pudiera aguantar la comparación (además, es curioso que ambas obras comparten bastantes puntos en común, como lo que le sucede al padre o la relación de las hijas con una madre terrible). Por otro lado, casi al comenzar el segundo acto se fue la luz en el escenario y la representación estuvo parada unos diez minutos. No dudamos que en este caso los más perjudicados son los propios actores, pero el público también corre el peligro de salirse (mentalmente) de la función. Intentamos (y creemos conseguir) que estas circunstancias no sesguen nuestra apreciación, pero por si acaso dejamos constancia de los hechos.

Quizá sea casualidad, o quizá una nueva percepción de la obra de Priestley, pero el hecho es que después de estar en el limbo de los dramaturgos durante muchos años, en poco tiempo se han estrenado en Madrid dos obras suyas. Si acerca de Llama un inspector ya expusimos nuestras reservas, en el caso de El tiempo y los Conway, tenemos que decir, quizá con inconsciencia, que nos parece una mala obra. Pero no lo decimos en el sentido de que esté mal escrita o construida, sino como diríamos de alguien que es una mala persona.

Y es que el autor parece complacerse en amargar a sus personajes, en torturarlos, en acabar con todas sus esperanzas. Quizá seamos ingenuos, pero no entendemos esta saña por destruir almas. Parece como si Priestley hubiera disfrutado creando grandes expectativas para sus criaturas, solo por el placer de sumirlos en el fracaso más tarde. ¿Por qué ser tan miserable?, ¿por qué crear una obra tan negativa? ¿Quizá se debe a que los personajes de la obra pertenecen a la clase alta y se merecen un correctivo? No pensamos que esa sea la intención.

Es curioso que estando detrás de esta producción quienes están, el más despreciable de todos los personajes sea ese advenedizo de derechas (interpretado como si de un vampiro sediento de sangre se tratara por Román Sánchez Gregory) que representa al nuevo capitalista que va a acabar con la vieja clase dominante para imponer sus nuevos planes. Ya sabemos que Priestley no destaca precisamente por su sutileza y que puede caer en el maniqueísmo más pedestre. Pero es que aquí hay para todos: para la socialista con grandes ideas, para la novelista ambiciosa, para la bella, para el hombre de negocios, para el funcionario, incluso el personaje más positivo, el inocente, tiene su castigo.

Lo que El tiempo y los Conway podría haber sido: un relato de fantasmas (la puesta solo tira por ahí en la breve escena del escondite, y la verdad es que el resultado no es muy convincente) en el que el pasado y el futuro se entremezclan. Un poco al estilo de Anthony Powell, un poco al de Retorno a Brideshead. Pero con todas las opciones que la historia planteaba (después de todo, una de las cosas más fascinantes que tiene el teatro es su capacidad para jugar con el tiempo), el autor no quiso (aunque nos tememos que no pudo) imbricar los diferentes tiempos y se limitó a una sucesión de presentes que más que ofrecer una fluidez narrativa (aunque no lineal), se divide en compartimentos estancos que solo se entremezclan cuando al autor le viene bien, y a través de los peores recursos: referencias casi paranormales y reiteración de motivos.

Lo que El tiempo y los Conway es. Al parecer Juan Carlos Pérez de la Fuente llevaba mucho tiempo detrás de esta obra, y quizá la ha pensado demasiado, porque esto también puede pasar: las escenas están demasiado marcadas, como si cada una de ellas funcionara por su lado. Y por el contrario, nos da la sensación de que el tiempo para los ensayos ha sido demasiado escaso. Los actores no funcionan como conjunto, sino que parece como si cada uno fuera por su lado. Luisa Martín (por cierto, muy ágil en el momento del apagón, y muy graciosa en las disculpas finales) sabe que tiene un buen personaje, pero en los momentos en los que necesita el apoyo de los otros intérpretes se encuentra demasiado ajena, como si ella sí fuera un espectro. Nuria Gallardo se lleva la parte más importante de la función, pero mientras su Kay adulta es capaz de mostrar su frustración y su desengaño, en los momentos de veinteañera les falta convicción. El resto del reparto también tiene dificultades para un cambio de registros a la vez demasiado obvio (para las intenciones del autor) y bastante mal explicado (está bien que el espectador tenga que intuir algunas tramas subterráneas, pero lo que no se le puede pedir es que se las apañe él solo para adivinar todo lo que ha pasado).

La versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño nos sorprende por su tono demasiado... “españolizado”. Sí, no vamos a caer en la pretensión de que la obra mantenga su inglesidad en la puesta en escena española, pero con un espacio y un tiempo tan marcados, nos esperaríamos al menos una elevación de tono, aunque quedara pretérita, que esta actualización casi castiza. La escenografía de Pérez de la Fuente es quizá un poco evidente en su propuesta de relato metateatral (por cierto, otro camino interesante abandonado), y el vestuario de Javier Artiñano está entre lo mejor de toda la función. De la iluminación mejor no hablamos...

Agosto, Condado de Osage (Teatro Valle-Inclán) (2ª parte)


Ante la pareja Machí-Baró, el resto del reparto podría haber dado un paso atrás y dejar a las fieras que se despedacen, pero ni mucho menos es así. La parte masculina del reparto ocupa un lugar mucho más discreto, y pese a la buena escena introductoria de Miguel Palenzuela y las ocasionales intervenciones, siempre intentando templar gaitas, siempre conciliadoras, de Abel Vitón, lo cierto es que si hubieran eliminado los personajes masculinos por completo casi ni nos daríamos cuenta.

Mucha más importancia tiene Alicia Borrachero, con un personaje que va y viene, pero que cada vez que aparece clava su se debilidad, su miedo, su sumisión y, finalmente, su esperanza. Marina Seresesky tiene otro personaje lateral, pero de una imporatancia capital, como demuestra su participación al principio y al final de la obra. Clara Sanchis falla en una presentación un poco salida de tono, como demasiado frívola, pero cuando llega su gran momento, con la maleta, sabe salvar una situación que se había puesto dramatúrgicamente complicada y eleva otra vez el tono. Irene Escolar sorprende con eso tan difícil que es hacer de niña (y encima repelente y cinéfila) sin caer en el ridículo ni en lo caricaturesco. Por último, pero si hubiera tenido más papel casi merecería estar al principio, Sonsoles Benedicto hace otro monstruo terrible lleno de fuerza y de (maldita) gracia.

Quizá lo que más nos cautivó de una obra que casi durante cuatro horas mantuvo nuestro entusiasmo, fue la capacidad de Vera para enlazar unos cambios de tono tan drásticos con total fluidez. A nosotros lo más difícil en obras de las ambiciones de Agosto nos parece combinar un tono cómico, a veces salvajemente despendolado, con punzadas de un dramatismo que se acerca a la tragedia más desgarrada. Si esto es difícil hacerlo de una escena a otra, cómo será intentar las transiciones de una frase a la siguiente. Y Vera y sus actrices lo hacen no una vez o dos, sino continuamente, embarcando al espectador en un sube-y-baja emocional del que sale practicamente noqueado.

Salta a la vista que lo más llamativo de Agosto son sus intérpretes, pero no sería justo pasar por alto otras facetas de la puesta en escena que consiguen que la obra no sea simplemente un artefacto al servicio de sus actores, sino un milagro escénico. Más allá de la tarea unificadora de Vera, la versión de Luis García Montero es de una limpieza ejemplar. Los diálogos se suceden con una claridad y una fluidez que facilitan que el espectador si integre en la historia casi de manera automática. Todo suena real, vívido, casi costumbrista, y si mucho de esto es gracias a los actores, también su parte de mérito es de Montero. La escenografía de Max Glaenzel comparte esta nitidez. Con la necesidad de mantener varios espacios simultáneos para desarrollar la acción (a veces hasta tres), la disposición escénica de Glaenzel facilita la comprensión y que las tramas paralelas se sigan con total facilidad.

También hay un par de cosas que no nos gustaron, un par de ocasiones en las que el argumento toma una dirección peligrosa que es hábilmente salvada, algún actor que no está a la altura del resto del reparto, pero después de todo lo que disfrutamos y de todo lo que hemos dicho, nos parece poca cosa, apenas astillas que pulir y que en el conjunto aparecen sin importancia, casi como la demostración de que el teatro, por muy alto que vuele, es cosa de seres humanos, y por tanto proclive a los errores.

Poco antes de entrar a ver la función, creíamos que se nos iba a escapar, y solo un (otro) milagro de última hora hizo posible que viéramos uno de los espectáculos más grandiosos a los que hemos asistido. Aunque no lo íbamos a cumplir, tras salir del Valle-Inclán dijimos que no volveríamos al teatro en un año. Tras haber disfrutado de una experiencia como Agosto, creemos que tardaremos mucho en encontrar algo que satisfaga nuestros anhelos de vivir algo similar. Pero también sabemos que, cuando lleguen los malos tiempos y volvamos a preguntarnos por qué nos gusta el teatro, recordaremos Agosto.

jueves, 19 de enero de 2012

Agosto, Condado de Osage (Teatro Valle-Inclán) (1ª parte)


Cuando es aburrido, es lo más aburrido del mundo. A menudo es grandilocuente, si no infantil. Muchas veces ni tan siquiera sabemos por qué nos gusta y juramos que no volveremos a caer. Sus debilidades son evidentes, sus méritos arcanos. Y sin embargo, ay, en esas raras ocasiones en las que todo funciona, no hay nada como el teatro. No es solo la vida en escena, es mucho mejor.

Tal entusiasmo, que milagrosamente (y es que en todo este asunto hay muchos milagros) se mantiene varias horas después de asistir al espectáculo (y vaya si a Agosto se le puede calificar de espectáculo, espectáculo total incluso), puede parecer desproporcionado o adolecer de ese infantilismo que a veces achacamos al teatro. Pero qué quieren que les digamos, es lo que nos hizo sentir y por honradez así tenemos que transmitirlo, bajo pena de ser acusados de sentimentales.

Si te piden que cuentes el argumento de Agosto, lo tendrás difícil para convencer de que se trata de una obra maestra. Es una historia americana de las de toda la vida, con familias complicadas (por ser moderados), grandes ambiciones y aún mayores fracasos. Personajes más grandes que la vida, tramas subterráneas de desprecios y rencores. Muy a lo Tennessee Williams, se podría resumir dar hacer una idea bastante aproximada. Y sin embargo, todo en la obra de Tracy Letts, dirigida por una maestría que nunca hubiéramos adivinado en Gerardo Vera, sublima las posibles carencias, evita la tentación de convertirse en un símbolo (cuando es mucho más, es pura vida), escapa cuando lo oscuro se convierte en sórdido, y logra ofrecer un retrato apasionado y emocionante que va más allá de la representación.

Sí, lo confesamos, nunca hemos sido muy fans de Vera. No es el momento de hablar sobre su gestión, pero en lo que respecta a sus labores como director de escena (y piadosamente evitaremos menciones a su filmografía), diremos que siempre nos había parecido estar por debajo de sus pretensiones. Sus propuestas prometían mucho, pero en el mejor de los casos, se quedaba a medio camino. Sin embargo para despedirse del CDN ha dado lo mejor de sí, una puesta que por sí sola elimina muchos borrones y nos hace confiar en su futuro al margen del gran teatro público.

¿Cómo es posible no haber hablado todavía de las actrices? Los prejuicios pueden ser muy poderosos, pero no creo que haya nadie en el mundo (exceptuando los procedentes de algún país centroeuropeo) con la cabeza tan dura como para poder seguir resistiéndose a Carmen Machi. Lo que hace en Agosto no tiene nombre, por lo menos nosotros no nos vemos capacitados para calificarlo. Desde su presentación, donde ya se hace con el personaje de una manera sutil, hasta sus momentos más expansivos, en los que es capaz de mantener a todo el público en vilo, llevarlo y traerlo por donde ella quiere, pasando por su interacción con los otros intérpretes, es no ya un recital, una clase magistral, es un monumento a la interpretación teatral.

Y después de esto, qué decir de Amparo Baró. Cierto que su personaje es un regalo, pero lleno de peligros. Qué fácil sería llevarlo por el lado más extremo, hacer evidente su parte más odiosa. Pero lo de la Baró es mucho más arriesgado y, finalmente, efectivo. Ella defiende su personaje con uñas y dientes. Expone sus argumentos y demuestra que detrás de su detestable actitud también hay unas razones que merecen su explicación. Solo la escena en la que cuenta la historia del regalo de unas botas merece pasar a cualquier antología teatral, pero es que a escenas tan delicadas como esta se le suman otras en los que hace de enferma con una naturalidad tal que nos hizo preocuparnos por la actriz (será que somos muy ingenuos), luego tiene unos estallidos de ira en los que su estatura, más que limitar los efectos, hace que dé todavía más miedo. Y qué decir del final, cuando muestra por fin su vulnerabilidad y provoca lo inimaginable: la compasión. Tener a la Machi y a la Baró juntas es otro de los milagros de los que hablábamos y que, estamos seguros, quedarán en la historia del teatro español.

(continuará...)

lunes, 16 de enero de 2012

En la vida todo es verdad y todo es mentira (Teatro Pavón)


No es casualidad que la última vez que pisamos el Pavón fuera para ver otra puesta de Ernesto Caballero, El café. Uno de los motivos de nuestro alejamiento de la Compañía Nacional de Teatro Clásico se debió a que ya fuera Calderón el representado, lo fuera Lope, Tirso o cualquier otro dramaturgo áureo, todo nos sabían igual (y, además, un poco sosos). Pocas esperanzas tenemos de que las cosas cambien bajo la dirección de Helena Pimenta; todo lo contrario sucede con la noticia de que Caballero va a ser el nuevo encargado del Centro Dramático Nacional. No sabemos cómo le irán las cosas de la gestión, pero en cuanto a su proyecto teatral, tiene toda nuestra admiración.

En la vida todo es verdad y todo es mentira (título que hoy no pasaría el primer corte en una sesión de mercadotecnia) empieza con claros ecos de La Tempestad. Sin embargo, el poco favorecedor vestuario de CurtAllen Wilmer hace que el mago Lisipo de Jesús Barranco recuerde más al decano Pelton de Community que al Próspero shakesperiano. No sabemos si en la obra original aparece esta introducción para poner al espectador en antecedentes, pero en cualquier caso el esfuerzo es en vano: cuando aparece Ramón Barea y empieza a contarnos la historia a toda velocidad, nos perdemos casi de inmediato. A lo largo de la obra habrá varios momentos de “¿pero este quién es?”, “¿de dónde ha salido esa?”, “¿entonces qué había pasado antes?”. Por suerte, la situación siempre acaba por encarrilarse y el espectador concluye con un “ah, ahora lo entiendo”.

Pero nos tememos que nos hemos dejado llevar por la confusión. Estábamos con Ramón Barea, que compone un Focas poderoso, aunque un poco acelerado por momentos. Pronto también hace presencia Carmen del Valle, a quien el vestuario le sienta un poco mejor y que sabe imponer su fortaleza a un personaje cuya evolución aparece demasiado cambiante. Junto a ellos hay un grupo de seguidores que triunfa en los momentos de apoyo musical y de músculo, y fracasa cuando se transforman en animales. Siempre nos ha parecido un poco ridículo cuando los actores hacen de perros o gaviotas, o lo que sea, un poco como cuando Yvan Attal hacía de flor en Mi mujer es una actriz.

Tras la aparición de Karina Garantivá (“¿y esa qué quiere?”), ligeramente fuera de tono, se materializa el cogollo de la historia. Tenemos al viejo prudente (convincente José Luis Esteban) y a sus dos asilvestrados muchachos: el felizmente reencontrado Iñaki Rikarte y el muy inquietante Jorge Machín. Aquí es cuando Calderón pone las cartas sobre la mesa: el emperador busca a su hijo y al hijo de su enemigo. Debe matar a uno y entronizar a otro. Pero ¿qué hacer cuando no sabe quién es quién? Buen planteamiento, sí señor. También entonces Caballero pone lo mejor de sí mismo: la escena en la que los dos falsos hermanos y las dos falsas cazadoras se enfrentan pone de manifiesto sin aspavientos, con brillantez, todo el trasfondo de la obra, las apariencias, el juego de espejos, la dificultad para distinguir realidad y ficción.

A este respecto, un muy hábil truco de escenografía de José Luis Raymond (al que se une una excelente iluminación de Paco Ariza) ayuda a involucrar al espectador en esta mise en abyme, sin peligro de que se pierda. Pero, maldición, la obra sin duda invita a la locura, y en un momento dado, Caballero y Raymond se dejan llevar por ella. La escena en el palacio primero abre los ojos del espectador hasta dejarlos secos. Después empezamos a buscar referencias. Una isla perdida, sucesos inexplicables, un oso polar... ¿no estaremos hablando de Perdidos? Y esos personajes que actúan como autómatas, ¿no recuerdan a La invención de Morel? Bueno, más que un sueño, se trata de una pesadilla, y pasa pronto.

Al final todo se acelera. La música, cada vez más presente (y, quizá porque estábamos muy cerca, un poco demasiado alta) adquiere un ritmo infernal y los acontecimientos, como se suele decir, se precipitan. Sería digno de estudio el hecho de que en casi todas las obras del Siglo de Oro, en el último acto, aparece un príncipe pánfilo. En esta ocasión el papelón le toca a Carles Moreu, a cuya credibilidad tampoco ayuda el recurso del micrófono. Llega la batalla, un tipo de escena que casi nunca nos gusta como se resuelve, y este caso no es una excepción, y ya está, la obra ha terminado.

Tras recuperarnos de los diversos shocks que hemos sufrido, llega el momento de recomponer las piezas. Como pasa con tantas obras de Calderón (y en este caso la relación con La vida es sueño es obvia), la cosa no parece tener ni pies ni cabeza. Detrás de una estructura caótica (que no pasaría el primer corte en un curso de escritura dramática), de un verso barroco tan deslumbrante como abrumador, de una puesta valiente, tantas veces acertada como desmedida, de unas actuaciones irregulares con momentos soberbios y otros en los que como que se embarullan, queda la sensación de que la intención del autor y del director ha quedado si no perfectamente plasmada, al menos tan disparatadamente representada como era menester. 

lunes, 9 de enero de 2012

Le songe (Teatros del Canal)


Lo certificamos: no hace falta ser un experto en danza para disfrutar sin reparos de una propuesta como Le songe. En alguna otra ocasión, espoleados por nuestra ignorancia, nos hemos atrevido con creaciones al parecer solo para enterados, como una puesta del Kontakthof de Pina Bausch, del que salimos escaldados. Por cierto, que sin en aquella ocasión durante el intermedio vimos a riadas de personas en estampida hasta dejar la platea medio vacía (o medio llena, dirían sus esforzados bailarines), esta vez apenas divisamos a desertores. Y es que esta ocasión disfrutamos desde el principio y ni tan siquiera tuvimos que distraernos con la escenografía o perdernos en la música: lo que estábamos viendo era puramente bello.

No vamos a entrar en consideraciones sobre la calidad de la danza, porque a nosotros todos los bailarines nos parecieron estupendos. Está claro que Titania es de una elegancia y una fineza sobrenatural, que Oberón tiene una presencia intimidatoria o que Helena nos pareció la más destacada de entre el resto del reparto (lo sentimos por no poder identificar el nombre de los respectivos bailarines), pero desde Puck hasta el coro de danza nos dejaron igualmente embobados e incrédulos ante lo que es capaz de hacer el cuerpo humano.

Seguramente en otra disciplina escénica no se tolerarían los desmanes coloristas (en amplio sentido) de Jean-Christophe Maillot, pero en ballet tenemos manga ancha. Los decorados de Ernest Pignon-Ernest no son muy llamativos, aparte de la inmensa y móvil red superior, pero el vestuario de Philippe Guillotel y la iluminación Dominique Drillot a veces nos recordaron a lo que los no aficionados al ballet podemos ridiculizar de este arte.

Tampoco vamos a entrar en disquisiciones sobre la traducción de El sueño de una noche de verano de Shakespeare al lenguaje de la danza, pero no nos cansaremos de decir que el teatro es ritmo, y Le songe tiene un ritmo imparable, una sucesión de escenas imaginativas y divertidas que nos anulan el sentido crítico... al menos por momentos. Un par de reproches:

Toda la parte de los actores, alargada en la parte final, nos parece bastante superflua e innecesaria. Algunos apuntes, como en la presentación, podrían haber tenido su gracia, e incluso la extensa representación tiene sus acertados puntos cómicos, pero en general queda como un añadido que no aporta demasiado y que molesta un poco.

Por otra parte, hay un radical cambio de tono cuando la música es de Mendelssohn (que no casualmente es la parte que más nos gusta, que mejor fluye y que propicia los momentos más emocionantes) a cuando se usa las composiciones de Daniel Teruggi y Bertrand Maillot, que nos sacan un poco del sueño y nos introducen en la ruda contemporaneidad.