martes, 28 de febrero de 2012

El manual de la buena esposa (Teatro Lara)


Parece mentira, pero debe de ser verdad que de toda la vida el teatro costumbrista ha sido a la vez el más exitoso y el más criticado. A veces se ha disfrazado de tonos sociales para ser intelectualmente aceptable (¡y casi siempre cuela!), pero cuando además tiene la osadía de presentarse sin camuflaje y encima pretende ser divertido: ¡que se prepare! Se le acusará de convencional, de agarrarse a viejos éxitos, de poco inventivo, de no arriesgar... Pero como el público es así, pues arrasa y a esta gente le da igual, lo único que parece importarle es llevar a la gente al teatro y que de paso se diviertan, no tienen ninguna conciencia ni responsabilidad.

En fin, no nos pongamos demasiado caústicos que al final acabaremos pecando de obvios. Que El manual de la buena esposa es un espectáculo estupendo. Con sus limitaciones, sí, con sus altibajos, claro, pero no hay necesidad de justificarlo. Es gracioso, ágil, está magníficamente interpretado y la gente llena el teatro Lara para verlo. Alguien ha tenido muy buen olfato para pensar en una producción de este tipo y ha sabido poner los mimbres para que la apuesta le haya salido redonda.

La dirección de Quino Falero no se complica la vida, pero ya sabemos que hacerlo fácil es lo más difícil del mundo (pese a los que se empeñan en decir lo contrario). Consigue que una función basada en diferentes sketches escritos por seis autores de manera independientes mantenga cierta unidad (más allá de la temática), y que las diferentes escenas tengan una continuidad no forzada.

Entre los autores está Alfredo Sanzol, y la verdad es que la obra entera parece una de sus creaciones. Su aportación, Nazis desnudas, está entre lo mejor del espectáculo, con una progresión que no por verse venir pierde en efectividad cómica. También destacaríamos El elogio de la aguja, de Verónica Fernández, en el que las tres actrices ya demuestran todo lo que van a dar de sí, o All You Need is Love, de Juan Carlos Rubio, que empieza en Sepu y acaba con los Beatles. En el único de los fragmentos en el que notamos un cierto “adoctrinamiento” (¡como si no estuviéramos ya convencidos!) es en Queridas amigas, de Miguel del Arco, que no obstante también tiene algún punto cómico redondo.

Aparte del acierto de los autores, sin duda el gran valor del espectáculo está en sus actrices. Ya hemos hablado en otras ocasiones de nuestra debilidad por Natalia Hernández, y aquí asistimos a su requeteconfirmación. Su capacidad cómica supera todos los retos y aprovecha cualquier oportunidad para magnificar la gracia. Su ímpetu en la aguja, su desconcierto en Deslices de Flecha, de Anna R. Costa, su mímica en La mujer española auténtica nos hacen tener ganas de verla mucho más a menudo.

Llum Barrera arrasa desde el principio con su interpretación de Guindas al pavo, de Yolanda G. Serrano, y ya no hay quien la detenga. Mariola Fuentes completa un trío fantástico con su capacidad para retratar a esa española que cuando es rancia es más rancia que ninguna, y que cuando tiene gracia no hay quien lo pueda soportar.

Esperamos que El manual siga teniendo el éxito que se merece y que entre unos proyectos audaces y personalísimos y otros, podamos disfrutar de buen teatro comercial desprejuiciado.

viernes, 24 de febrero de 2012

Doctor Faustus (Teatros del Canal)


Las infinitas posibilidades de Doctor Faustus la convierten es una obra de doble filo. Como las obras de Shakespeare, pero con la ventaja de estar mucho menos representada, ofrece un campo abierto para numerosas interpretaciones y es un medio ideal para las puestas en escena novedosas e inventivas. Por otro lado, también como con Shakespeare, se trata de un texto tan perfecto que en realidad no necesitaría muchos aditamentos, y cuando los adaptadores deciden arriesgarse lo más seguro es que se equivoquen y que además defrauden a une espectadores con ganas de ver una buena representación de una obra que se merece los más altos honores. La propuesta de Rakatá, lo lamentamos, no logra superar la prueba.

Al principio parece que las decisiones van por el camino acertado. Aunque no supiéramos que la dirección está a cargo de Simon Breden, se nota un toque británico en el ritmo de las intervenciones y en la sucesión de escenas. Pero, alas, era un espejismo. El primer bajón llega con Óscar Sánchez Zafra, a quien le falta presencia, le falta voz, le falta convicción. Faustus es un personaje complejo, atractivo y repulsivo, lleno de contradicciones, que evoluciona permanentemente y al que es difícil encasillar. Sin embargo, la interpretación de Sánchez Zafra es plana, unidimensional, sin que en ningún momento sea capaz de transmitir toda la fuerza que debería irradiar su personaje. Solo al final, con el anciano Faustus, logra algo más de sustancia (aunque, y aquí la culpa también es en parte de la acústica, haya que hacer un esfuerzo para entenderle bien).

Aparte de esta debilidad, hay dos grandes problemas en esta versión de Doctor Faustus. La primera es que Breden abusa del teatro de efectos. Aunque tendemos a la sobriedad, no vemos del todo mal que se recurra a trucos para hacer la puesta en escena más viva. El problema es cuando estos trucos fallan uno tras otro. Pocos de ellos tienen gracia (el mejor acogido por el público fue la presentación de la Envidia como española de origen), y casi ninguno aporta algo a la obra. A veces da la sensación de que simplemente están ahí para hacer notar que detrás hay alguien que ha estado trabajando en la dirección. Para nosotros Marlowe no necesita estas atenciones: texto, texto y texto, como diría el otro.

El segundo problema es el ritmo de las interpretaciones. Como decíamos, la fluidez entre escenas está bien conseguida, y sin embargo la obra no acaba de alcanzar un tempo satisfactorio. El fallo está en que los actores parecen no ser capaces de entonar sus diálogos con la suficiente confianza, van a tirones, sin que haya una buena interrelación, cada uno a lo suyo. Más allá de la calidad de los intérpretes, parece que hubiera sido necesario un mayor trabajo de equipo. Entre el reparto, destaca Alejandro Saá como criado de Faustus, que conoce el terreno que pisa, y Jesús Teyssiere, el más agradecido por el público en sus intervenciones cómicas.

También hay dos cosas que nos llamaron la atención. Lo que seguimos sin explicarnos es por qué en una función de dos horas de duración hay un intermedio de quince minutos. La segunda parte apenas dura 40 minutos y no hay cambios de decorado ni nada que lo justifique. Otra cosa que no se suele ver es que en los aplausos finales salgan desde el regidor hasta todo el equipo técnico. Nada que objetar, pero nos da pie a comentar que no sabemos por qué en el programa hay un adaptador (David de Sola), dos versionadores (Rodrigo Arribas y Simon Breden) y un editor de texto (de nuevo Breden); que la escenografía de Dick Bird, además de llamativa, facilita los continuos juegos escénicos; y que el vestuario de Susana Moreno y la iluminación de Chahine Yavroyan, sin ser demasiado originales o ingeniosos, muestran una corrección que hubiera sido de agradecer en otros componentes de la puesta en escena. 

lunes, 20 de febrero de 2012

La mecedora (Teatro Valle-Inclán)


Uno de los mayores peligros a los que debe enfrentarse el director teatral es la autocomplacencia. En principio es legítimo no cambiar lo que funciona bien; pero si el creador se deja llevar por lo acomodaticio, por lo ya sabido, en aras de situarse en un lugar confortable en el que no hará grandes innovaciones, pero tampoco le molestarán, seguramente acabe llevando a escena obras muy bien fabricadas, pero con una ausencia total de alma.

La mecedora, la última propuesta de Josep Maria Flotats, a nuestro parecer cae en esta autocomplacencia sin paliativos. Y desde un primer momento. La elección, de nuevo, de una obra de Jean-Claude Brisville, hace pensar que Flotats ha encontrado en este autor, brillante en La cena, bastante convincente en El encuentro de Descartes con Pascal joven, pero desde luego ningún genio revolucionario ni clásico contemporáneo, un perfecto medio para la dirección de obras simpáticas y perfectamente inofensivas.

La puesta en escena es igualmente sobria, elegante y plana. Nada irreprochable en el decorado de Alejandro Andújar, excelente versión de Mauro Armiño, comme il faut, y actores de gran nivel. Pero es este tipo de teatro que más que frío parece congelado. La misma estructura del texto hace que no haya ritmo, ni química, ni la menor emoción (resulta extraño que el personaje de Jerónimo, el héroe, reproche a Osvaldo, el malo, su falta de sensibilidad, su desprecio por las emociones, cuando en la obra estas pueden ser enunciadas, pero nunca sentidas).

Otra peculiaridad que hace la obra extraña es su bochornosa autoindulgencia. Al parecer se trata de un texto muy autobiográfico en el que Brisville narra su despido como lector en una editorial. Que su trasunto sea tratado varias veces como genial, estupendo, magnífico, que la razón siempre esté de su lado, que sea encantador, querible, admirable, da un poco de sonrojo. Suponemos que a todo el mundo le viene bien un baño de autoestima de esta categoría, pero pocos estarían dispuestos a ponerlo sobre las tablas de una manera tan descarada.

En una obra así, como ya ocurría en El encuentro..., se corre el peligro de que un personaje se lleve la función por delante y los otros actores se queden no ya en simples comparsas, sino en parte del público. Helio Pedregal está muy por encima de sus compañeros, y si además su papel no da pie a concesiones... Pues sí, hay momentos en que Eleazar Ortiz y Daniel Muriel parecen estar simplemente asistiendo a la función. Y sin embargo, la parte de Pedregal es tan pétrea, tan sin fisuras, su personaje tiene tal falta de matices, que su defensa no es del todo eficaz. El personaje, por mucha razón que tenga, puede hacerse tan pesado que el espectador esperaría una buena réplica que le callara la boca. 

viernes, 10 de febrero de 2012

Los intereses creados (Teatros del Canal)


Uno de nuestros primeros recuerdos teatrales es un Estudio 1 de Los intereses creados, cuando seguramente ni tan siquiera sabíamos quién era Jacinto Benavente. Si nos ponemos elegíacos, diríamos que hay algo esencial en esta obra que la hace permanecer en la memoria. Pero lo que está claro es que si, por algún extraño motivo, la versión de José Sancho estrenada en los Teatros del Canal permanece en nuestra memoria, será como ejemplo de una función en la que todo sale mal.

Benavente no está considerado precisamente como un representante de la vanguardia dramática, pero apostaríamos a que el montaje estrenado en 1907 en el Teatro Lara fue más moderno que el que hemos visto en este 2012. Todo es pesado, sin la más mínima aportación de ingenio, sin ningún ritmo, sin el menor rastro de creatividad. Solo se nos ocurren dos explicaciones a tal fracaso: la incapacidad de Sancho como director; o que haya preferido rodearse de mediocridad para poder resaltar en su actuación. En cualquier caso, un desastre absoluto.

Para empezar, nos encontramos con una “escenografía”de Josep Simón basada en unos paneles que recuerdan a esas postales que recrean monumentos famosos con un estilo casi pop. Después nos fijamos en el trajes de Francis Montesinos, reputado modista que ha diseñado para Los intereses creados uno de los vestuarios más horrorosos que hayamos visto. Incluso la iluminación, y esto ya nos hace pensar en algún problema de los Teatros del Canal, tiene incomprensibles errores con focos que van y vienen.

Y todo eso casi sin que hayan empezado a hablar. Entonces es el turno de José Sancho, que empieza... y ya no para. En el programa no aparece ningún adaptador, y no tenemos la obra lo suficientemente fresca como para saberlo, así que tendremos que asumir que se trata de una versión totalmente fiel. Nadie lo diría. El Crispín de Sancho habla y habla, corta las intervenciones de los demás, parece que se va, pero luego vuelve a hablar. A veces nos preocupamos porque no tiene tiempo para respirar, otras nos agobiamos porque los que se están quedando sin un respiro somos nosotros. Francamente, casi hubiera sido más honrado convertir la obra en un monólogo y así nos dejábamos de subterfugios.

El resto de los actores (que sí, que los hay), están a un nivel tan bajo que habrá que buscar la responsabilidad en su dirección. José Montesinos en ningún momento parece captar la verdadera esencia de su personaje. Nuria Herrero actúa como si todavía estuviera ensayando. Manolo Ochoa es un Arlequín mal elegido y peor llevado (¿alguien se puede creer que sea el amante de Colombina?). En la parte final Carles Roselló tiene alguna intervención de mérito (se la tiene que ganar casi a gritos), pero su papel es bien breve.

Los intereses creados es una farsa, pero merece ser tomada con la mayor seriedad. En este montaje los verdaderos intereses no son la puesta en escena de una obra que puede merecer un nuevo vistazo, sino el lucimiento mal entendido y un trabajo por debajo del mínimo que cabe exigir a unos profesionales y a un actor que ha demostrado de sobra que, bien llevado, puede dar mucho más de sí. 

miércoles, 1 de febrero de 2012

Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas


Don Álvaro o la fuerza del sino es un perfecto ejemplo de a lo que se refería Stendhal cuando hablaba de la tragedia romántica. De la mala tragedia romántica, claro está. Situar la acción en el pasado, dibujar unos personajes apasionados y contravenir las normas del teatro clásico no avala para realizar una obra romántica si, en el fondo, todo esto se convierte en un cliché que pronto estará tan manido como el modelo al que supuestamente se enfrenta.

Sin embargo, la obra del Duque de Rivas no es tan insalvable como podría parecer. Cierto que ha quedado muy desfasada, que sus versos caen demasiado a menudo en el ripio, que el argumento es por momentos disparatado en su apasionamiento y que después de La venganza de Don Mendo sería difícil tomarse una obra así en serio, pero creemos que merecería la pena.

Muchas obras del Siglo de Oro, hoy universalmente veneradas y todavía muy presentes en la cartelera, tienen un argumento que iguala o supera el disparate de Don Álvaro y a nadie parece importarle. Cierto, no son lo mismo los versos de Lope que los de Saavedra, pero para eso tenemos la puesta en escena moderna, ¿no? Una de las cosas que llama la atención en la lectura de la obra es la continua transición entre prosa y verso: cuando los personajes comienzan a ripear es como cuando en los musicales todo el mundo se pone a cantar. No sería difícil imaginar una actualización en la que se mantuviera más o menos intacta la parte costumbrista en prosa y, mediante algún brillante giro metateatral, se convirtiera la parte versificada en alguna broma posmoderna.

Después de sugerir la comparación con los musicales, y teniendo en cuenta que el mayor éxito de Don Álvaro ha sido sin duda la versión operística de Verdi, se nos ha pasado por la cabeza la posibilidad de que alguien tenga la audaz idea de convertir este "clásico" del "romanticismo" español en el próximo éxito de la Gran Vía. Tendría el fin que se merece.