lunes, 28 de mayo de 2012

El alma de las termitas / Die Siel Van Die Mier (Teatros del Canal)


Suponemos que para nosotros un Festival de Otoño no es realmente un Festival de Otoño (ni tan siquiera en Primavera) si no asistimos a lo que técnicamente se denomina como “coñazo”. Quizá por eso, y en contra de nuestros buenos instintos y de la apariencias, fuimos a ver El alma de las termitas, una cosa (no es teatro, desde luego, pero tampoco sabríamos si llamarlo performance*, no es cuestión de ponerse faltones) a la que no le encontramos más objeto que el de explorar los límites del aburrimiento hasta los que el ser humano puede llegar.

La... cosa comienza con una larga conferencia de un entomólogo que habla sobre el apasionante mundo de las termitas. Bueno, es tal cual una conferencia sobre termitas. Josse de Pauw hace bien de profesor, le pone ganas, algunas gotas de humor, y la cosa pasa. Aunque no llevábamos reloj ni móvil, nos las apañamos para ver que poco después habían pasado 45 minutos. No está mal, sobre todo teniendo en cuenta que lo que venía después era mucho peor.

El profesor se calla, se tumba encima de la mesa, y aparecen dos músicos, un violinista y un multiinstrumentista. Lo que toca creemos que es algo atonal, aunque a lo mejor es solo ruido. El profesor se levanta y empieza a “cantar”. Así, entre comillas. También grita y dice alguna cosa que no acabamos de entender. Es lo que tiene el flamenco (nos referimos al idioma).

Luego viene la tercera parte, en la que el profesor cuenta una historia de su juventud. Algo del Congo, un amigo asesinado, una mujer deseada, un acto de cobardía. La historia va dando saltos y entre medias Pauw canta de vez en cuando y los músicos también tienen sus momentos de gloria.

Reconocemos que en algún momento de la función pensamos, porque nos dio tiempo a pensar en muchas cosas, que a lo mejor la cosa tenía un significado oculto que no llegábamos a comprender. Pero al final Pauw desaparece, los músicos se ponen a hacer la banda sonora de un vídeo en el que una termita no deja de dar segolpes, y acaba por reaparecer Pauw vestido de novia. No, no nos habíamos equivocado, se trata de una chorrada descoumunal.

Muchas veces nuestros gustos divergen de los de la mayoría del público y entonces tenemos que elaborar sofisticadas ideas para comprender estas diferencias de opinión. Pero en esta ocasión hubo unanimidad: pocas veces hemos asistido a una ronda de aplausos tan fría y desangelada. La verdad es que es un momento bastante triste, pero bastaba recordar la hora y media pasada para que esta gente de LOD no te dé ninguna pena.

*En el programa de la obra se destaca una cita de Hugues Le Tanneu de Les Inrockuptibles en la que este habla de “performance”. Pero es una cita rara. Aparte de que diga que es “Divertida, insidiosa, una mordaz performance”, lo que hace pensar que está hablando de otra cosa, en realidad el nombre de este escritor es Hugues Le Tanneur, pero según la página de LOD escribe en Les Incorruptibles (dudoso). En cualquier caso, no hemos sido capaces de encontrar esta cita en su lugar original. Torpeza nuestra, sin duda. 

lunes, 21 de mayo de 2012

El inspector (Teatro Valle-Inclán)


Dado que parece una verdad universalmente reconocida que Miguel del Arco es lo más, quizá deberíamos dedicar esta entrada a analizar qué hay de malo en nosotros para que no le encontremos el punto. Pero sería poco interesante y autoindulgente (¿dónde hemos visto esas características últimamente?). No, intentaremos centrarnos en la obra sin caer en el sarcasmo al que nos vimos arrastrados al hablar de Veraneantes.

Lo primero que nos molesta ligeramente (si la obra nos hubiera gustado, lo reconocemos, ni tan siquiera lo citaríamos) es que se haya elegido El inspector para contar una historia en la que el argumento de Gógol queda tan difuminado que se podría haber elegido cualquiera de las otras 40.000 obras con una idea parecida, o simplemente haber hecho una historia original. Pero claro, entonces no sería Gógol.

Luego enseguida empieza a incordiarnos lo mismo que nos atormentó en Veraneantes: ¿pero cómo se puede ser tan obvio? No recordamos dónde hemos leído recientemente que “los sociólogos sirven para explicar aquello que todo el mundo ya sabe”. Pues bien, la obra de Del Arco se empeña en recordarnos lo que estamos hartos de ver. Cierto que la realidad actual da para hacer una farsa casi sola... pero solo casi. Si no se da una vuelta, si no se aplica algo de ingenio, lo que queda es un cansino guiño tipo “¿entendéis lo que estoy diciendo, no?, ¿sabéis a quién me refiero, verdad?”. Es parecido a lo de Españistán: todo eso ya lo sabíamos. Ahora, ¿qué tienes que decirme tú.

Por si fuera poco, los subrayados esta vez son todavía más evidentes. ¡Hay hasta música! Sí, cuando alguien dice algo ridículo, suena una flauta alicaída. Una gran idea es acogida con un redoble. Las escenas románticas tienen violines. Ah, que eso es metateatral, burla de las convenciones. Qué divertido. Y otra, los apartes anunciados por un timbre y un foco sobre el actor. Qué audacia. Solo falta que se lleve el espíritu brechtiano al extremo y que aparecieran grandes cartelones advirtiendo a los espectadores más despistados: AHORA ESTAMOS HABLANDO DE VALENCIA. ESTO ES POR LO DE EUROVEGAS.

Llega el final... y sí, se atreven a hacerlo. Ponen algunos eslóganes del 15-M. Para que se vea de qué lado estamos, por si alguien no se había percatado. Ah, y por lo de Brecht, suponemos, también hay canciones. Un montón. Porque esta es la historia más antigua, pero nosotros somo modernos...

Vaya, al final nos hemos puesto sarcásticos sin querer. Quizá es que somos unos envidiosos y como gran parte del público parecía estar pasándoselo fenomenal mientras nosotros solo éramos capaces de sonreír de vez en cuando poniendo mucho de nuestra parte, estamos resentidos. Pero también tenemos algunas cosas buenas que decir.

Fundamentalmente, se trata de los actores. Casi todo el reparto está muy bien en casi todos sus papeles. Gonzalo de Castro asume a la perfección su caricaturesco personaje (aquí hay discusión sobre a quién retrata, será una mezcla) y le da la seriedad que merece. Pilar Castro está estupenda como su mujer con delirios de grandeza y Macarena Sanz la acompaña con gracia. También destacan Juan Antonio Lumbreras cuando es el imparable inspector, y sobre todo Ángel Ruiz, prodigioso en su encarnación de cantante de provincias tipo triunfito.


La escenografía de Eduardo Moreno es muy notable y el ritmo de los gags es, casi siempre, muy atinado. Ahora que lo pensamos, quizá lo que le vendría bien a del Arco fuera alguien que le ayudara a limar la escritura para que no cayera tan a menudo en los golpes de efecto y los trucos fáciles de identificación y sobreentendidos. Pero parece que a la mayoría le convence tal como es, y la mayoría siempre tiene razón, ¿no?

lunes, 14 de mayo de 2012

El maestro y Margarita (Teatros del Canal)


La noticia de una puesta en escena de El maestro y Margarita nos causó a la vez excitación y temor. Se trata de una de nuestras novelas preferidas de la que siempre hemos pensado que se podría sacar una estimulante versión escénica, por lo que la perspectiva de verla en un buen montaje de la compañía Complicite nos hizo salivar de inmediato. Pero por otra parte, la empresa es de tal empeño que lo fácil sería que se desmoronara y diera lugar a un desastre. Por suerte, el resultado es una obra maestra absoluta.

En la primera escena ya aparecen concentrados todos los elementos que se van a desarrollar en las siguientes tres horas de función. Hay confusión, ruido y apresuramiento. Enseguida las cosas se calman... pero no demasiado. Para poder hacer una adaptación medianamente completa del libro sería necesario un montaje de seis horas o hacerlo al ritmo que impone Simon McBurney. Esto podría haber derivado en un caos ininteligible: las escenas se siguen sin transición, los personajes se solapan, los diferentes hilos narrativos conviven al mismo tiempo. Y sin embargo en ningún momento se pierde la coherencia.

De alguna manera McBurney logra salir vencedor de cada embate con soluciones a cuál más imaginativa. Las ideas de puesta en escena son brillantes no solo en su aspecto formal (en el que Es Devlin logra algunas imágenes de una belleza inolvidable), sino también en su sentido más profundo. Pese a la prolijidad de propuestas, todo parece fluir de manera natural, tanto narrativa como estéticamente. Así, la iluminación de Paul Anderson consigue que unas sencillas líneas de luz marquen los espacios con una claridad absoluta. Además, el trabajo con el vídeo (al que por otra parte nunca hemos sido muy aficionados) de Finn Ross y Luke Hass se resuelve de una manera extraordinariamente creativa y ajustada al tono general del montaje.

Si la primera parte de la función es espectacular, la segunda es todavía mejor. La pesadilla se convierte en una locura desasosegante y a la vez fascinante de la que es imposible apartar los ojos, a riesgo de perder la cordura. El punto culminante se produce en la escena en la que Margarita se tira por la ventana, fantásticamente lograda, y a partir de ahí se entra en un torbellino de acción que no habrá manera de detener. En el último tramo se suceden varios falsos finales que quizá impiden una explosión de emoción más concentrada, pero el espectador ya está cautivado de tal manera que no importaría que el espectáculo hubiera continuado indefinidamente.

Como siempre pasa con las compañías británicas, el trabajo de los actores es prodigioso. Paul Rhys tiene un doble papel que parece imposible haber sido asumido por el mismo actor: sería difícil decidir en cuál de los dos está mejor. Sinéad Matthews incorpora una Margarita apasionada, hiperactiva, capaz de cualquier cosa. Por su parte, César Sarachu también está perfecto en cada uno de los personajes que interpreta. Como Cristo, además de dar el tipo más clásico, muestra vulnerabilidad y sabiduría. Como demonio, provoca temor y temblor.

De momento hemos visto tres obras de este Festival de Otoño que han estado entre el notable y la matrícula de honor. Seguramente más adelante sufriremos de comparaciones y nostalgias, pero de momento solo podemos congratularnos por haber podido disfrutar de unas experiencias de tanta y tan diversa calidad teatral. 

domingo, 13 de mayo de 2012

Juego de cartas 1: Picas (Teatro Circo Price)


Sería difícil encontrar dos espectáculos más diferentes que The Suit y Juego de cartas 1: Picas aún buscándolos. Pese a nuestra inclinación por las propuestas más depuradas en las que se pone en valor ante todo en el texto y las actuaciones, tampoco somos radicales que huyan de todo lo que huela a montaje “de director”. Es más, reconocemos que esperábamos esta función de Ex-Machina con una expectación desorbitada. Por eso nos encantaría poder hablar maravillas de la obra, pero no vamos a poder.

En Vida en escena siempre obviamos contar el argumento de las obras no porque creamos que no tenga importancia, sino porque creemos que los enlaces ya cumplen esa misión si alguien está interesado. Sin embargo, si tuviéramos que hacerlo, con Juego de cartas 1 nos veríamos en un aprieto. Bush II acaba de declarar la guerra a Irak mientras un grupo variopinto de personajes pasa unos días en un hotel de Las Vegas. Seguramente haya en el texto un simbolismo que no hemos sido capaces de captar, pero la verdad es que escenas como la de la catarsis chamánica casi al final nos hace pensar que no, que aquí se ha dado prioridad a la construcción de imágenes frente al trazado dramático. Es una opción válida, pero tiene sus importantes pegas.

Primero, dejemos claro que se trata de un montaje deslumbrante. La escenografía de Jean Hazel es tan rica que parece inacabable. La estructura del Price permite jugar con el escenario redondo de tal manera que la compañía parece sacar recursos más allá de donde la imaginación más desbordante podría pensar y los hallazgos son continuos. La atmósfera cambia cada cinco minutos y las imágenes son poderosas y sugerentes. El hotel de Las Vegas, el campo de entrenamiento, la piscina, el desierto... son escenarios perfectamente logrados en gran parte también gracias al extraordinario trabajo de iluminación de Louis-Xavier Gagnon-Lebrun, seguramente el más espectacular que hayamos visto.

Pero... cuando todo está al servicio de la escenografía, es que algo falla. Sí, el despliegue de habilidades y de recursos escénicos de Robert Lepage y compañía pueden dejarnos con la boca abierta, pero el desarrollo dramático es errático. La historia no acaba de definirse en ningún momento, y cuando eso sucede, el espectador se queda al margen. En las escenas hay casi tantos momentos intrascendentes como logros reales. A menudo da la sensación de que simplemente se está haciendo tiempo para permitir a los técnicos hacer un cambio de escenario, y las abundantes transiciones solo ralentizan el ritmo y quiebran la continuidad.

Para salvar el elemento teatral más humano y menos mecánico tenemos el excelente trabajo de los actores. Aunque solo sean seis parecen muchos más (sudores da pensar en los métodos para propiciar sus rápidos cambios de vestuario y estética). En esta obra su trabajo también incluye participación en la creación del texto, pero lejos de dar un tono de naturalidad como sucede en las películas de Mike Leigh, aquí muchas veces se cae en la banalidad, ni tan siquiera en el lucimiento.

En cualquier caso, se trata de una propuesta estimable que pese a sus tres horas no se hace aburrida, aunque sí algo rutinaria, y que merece la pena por ofrecer soluciones escénicas innovadoras y un trabajo actoral colorido y proteico. Sin embargo, hemos de decir que el público no tuvo su mejor tarde. El hecho de que la obra no tenga intermedio hizo que el goteo de gente que abandonaba la sala ya fuera momentánea o definitivamente fuera constante. Además, las luces de los móviles no dejaban de iluminar las gradas y para colmo, al terminar se multiplicó la habitual y lamentable costumbre de la desbandada previa a terminar la ronda de aplausos (¿de verdad después de tres horas no se pueden aguantar dos minutos más hasta que termine el ritual?). También se produjo un desagradable incidente con unos impresentables que mostraron su desagrado con la obra lanzando vulgares improperios a los actores. Antes de entrar alguien nos preguntó que si lo que había ahí dentro era algo de fútbol. Parece que otros despistados creyeron lo mismo. 

viernes, 11 de mayo de 2012

The Suit (Teatros del Canal)


En nuestras conversaciones sobre arte, siempre acaba apareciendo el mismo concepto: la sencillez. A primera vista, podría parecer lo más fácil de conseguir. En teatro, por poner un ejemplo, usaríamos unas cuantas sillas, un texto sin complicaciones y unos actores con aspecto de naturalidad. Nada más simple. Sin embargo, si contrastamos el tipo de teatro que solemos ver con este montaje de The Suit, encontramos las mil y una diferencias: dar con la sencillez es el objetivo más complicado del mundo y solo con un ingente trabajo, altas dosis de talento y mucha valentía se puede alcanzar tal logro.

Porque, ¿qué tiene de especial la obra de Can Themba? En apariencia, el argumento es bastante superficial, una historia de infidelidades como tantas otras. Los diálogos tampoco es que pretendan ser trascendentales. En cuanto a la escenografía, son solo unos pocos elementos con los que jugar. Y las actuaciones no buscan el virtuosismo. Pero el efecto es totalmente purificador. Estamos viendo el teatro en su esencia, destilado y puesto en escena con todo el amor. Eso tiene que transmitirse de alguna manera.

Como el trabajo de los mejores artesanos, el oficio de Brook, Estienne y Krawczyk se manifiesta más por su depuración que por la ostentación. Todo lo que no sirva para algo, fuera. Un perchero de barra puede hacer de puerta, de ventana, de autobús e incluso de perchero. Esto es teatro, señores. El problema es que si algo falla, todo el tinglado se viene abajo; pero si está bien hecho, si los directores han conseguido hacerse con la atención del espectador y conseguir que se crea todo lo que le dicen, si el truco de magia es efectivo, entramos en una nueva dimensión. Efectivamente, esto no es nada nuevo, es tan viejo como el teatro.

Pero hay otro punto cardinal que no puede estar extraviado: los actores. Primero aparece Jared McNeill derrochando encanto por todo el escenario. Es uno de estos maestros de ceremonia que se hacen con el público en el primer minuto, y con eso ya está medio trabajo hecho. A partir de entonces, todo lo que nos cuente va a recibir una acogida amigable. Y cuando interpreta Strange Fruit deja literalmente sin aliento.

Después es el turno de William Nadylam, y apostaríamos a que media sala no tardó ni cinco minutos en exclamar mentalmente: ¡pero de dónde ha salido este pedazo de actor! Ya le habíamos visto en Una mujer en África, pero sinceramente no lo recordábamos. No volverá a pasar. En su primera escena tiene una gracia naturalísima y una complicidad con el espectador casi automática. Según vaya entrando en lugares oscuros su personaje, también lo irá haciendo su mirada. Un personaje nada agradable, pero al que Nadylan es capaz de dotar de verismo y credibilidad. Hasta un final en el que al verlo llorar a unos pocos metros de ti llegas a creerte, aunque sea por unos segundos, que has asistido a una transmutación en directo. Los pelos de punta, señoras y señores.

Antes de llegar al climático final, hemos podido disfrutar de Nonhlanhla Kheswa. Su papel como aburrida mujer sobreprotegida puede tener algún punto más flojo, pero cuando se pone a cantar el espectador vuelve a olvidarse de que hay un mundo ahí fuera. Ya puede interpretar clásicos de Nina Simone o canciones tradicionales de África, lo hace como si ella fuera la única cualificada para entonar esas melodías. La parte musical está completada por un trío de piano (ocasionalmente acordeón), guitarra y trompeta, que en una obra normal están ahí para molestar, pero que aquí parecen imprescindibles.

Como decíamos, después de ver The Suit se sale del teatro con la sensación de haber sido purificado. Después de cada diez o doce obras de teatro, debería estar disponible ver una cosa así para poder dejar atrás malas vibraciones y regocijarse con lo que hace de este arte el mejor de todos, el más cercano a la naturaleza humana.

martes, 1 de mayo de 2012

El dúo de La Africana (Teatros del Canal)


Últimamente, entre teatros con mala acústica, textos en portuñol, actores con dificultades para vocalizar y coros de zarzuela, estamos deseando el inicio del Festival de Otoño para poder ver funciones con sobretítulos y enterarnos de algo. El caso de El dúo de la Africana no es de los más flagrantes en cuanto a inteligibilidad del coro, pero también se podría decir: total, para lo que hay que oír. Porque sorprende lo mediocre que es el texto de Miguel Echegaray, con chistes del tipo: “¿Quién es ese? El bajo. ¡Cómo va a ser el bajo con lo alto que es!”. Y así. Se podría decir que la zarzuela es una parodia de Pagliacci, estrenada un año antes, pero la elaboración de la sátira es tan compleja como ese italiano macarrónico tan usado que, en lugar de hacer gracia (con unas cuantas frases hubiera bastado), acaba por agotar.

La representación comienza dejando claro que no se lo van a tomar en serio, y el espectador lo asume esperando pasar una buena hora y cuarto. La escenografía de Daniel Bianco casi modela esta nueva categoría de zarzuela portátil (como en Candide, aunque con resultados mucho más pobres), al situarnos en las bambalinas de un teatro entre cajas y marcas de tiza. Llega el maestro Rubén Fernández Aguirre, que tiene que asumir la versión musical apoyado solo en su piano, y bueno, esto va a ser una ligereza. Pero cuando más tarde el mismo se levanta y se pone a hacer ejercicios de karate nos situamos demasiado cerca de la patochada.

Hay algunas gracias sin gracias, la incursión del coro cantando alegremente sus cosas, luego el italianini aprovechado de un Felipe Loza que parece que va a poder salvar la función, pero que se ahoga en lo que debería ser un recurso y se convierte en una trampa, después es el momento de la histérica Itxaso Quintana, cuyo leitmotiv serán los grititos agudos. Y entonces llega el gran momento. Aparece Mariola Cantarero, como una andaluza salaísima que esconde tras su fachada de diva de la ópera una rendida al arte de la copla. Su primera intervención musical será saludada con entusiasmo, y cuando se pone a hacer chistes sureños, ole qué arte. También tendrá muy buena acogida Javier Tomé Fernández, otro cantante dotado que hace las delicias del aficionado. Lo que cantan y de lo que va la obra se mezclan como agua y aceite, pero al parecer eso no tiene importancia.

¿Pero esto no duraba una hora y cuarto? Pues todavía da tiempo a la chocarrera intervención de Gurutze Beitia, en esta ocasión como una grande de Aragón. Su intervención tiene su gracia y así lo demostró el público, pero a estas alturas estábamos demasiado cargados como para poder apreciarlo con justicia. Ya llegamos al final y la escenografía de Biano acierta con el decorado más hortera que se pueda imaginar. Alguna astracanada más, y la cosa se termina como podía haberlo hecho mucho antes o incluso mucho después.

Como decíamos, la obra es tan mala que asusta, y las intervenciones de Emilio Sagi para hacerla más accesible caen en los clichés más tontos. No somos unos grandes aficionados a la zarzuela, pero cuando está bien hecha sabemos apreciarla, y no es el caso. En el aspecto puramente musical, haciendo abstracción, los intérpretes son indudablemente muy capaces, pero están al servicio de una mala causa.

Esto no pareció importar al público. Vimos la obra desde el peor lugar posible, pero al menos tuvimos una perspectiva privilegiada de la platea, y durante la ronda de aplausos nos fijamos en las reacciones de los asistentes. Más allá de los aplausos, que pueden ser engañosos, comprobamos que las caras de felicidad abundaban: la gente en general se lo había pasado realmente bien. Afortunados ellos.