lunes, 17 de septiembre de 2012

¿Quién teme a Virginia Woolf? (Teatro La Latina)


Cada vez que se habla de ¿Quién teme a Virginia Woolf? hay varios clichés que se repiten. Uno de los más reiterados es considerar esta obra como un combate de boxeo (idea, además, explicitada en el texto en más de una ocasión). A nosotros nos parece que la obra de Albee ha quedado relegada a la categoría de combate por el campeonato mundial de los pesos pesados: si, tiene mucho nombre y una tradición venerable, pero en la actualidad ha perdido su aureola y ya no le interesa a casi nadie. Sin embargo, si al escenario se suben Pere Arquillué y Carmen Machi, señores, estamos ante un Pacquiao-Mayweather, el combate del siglo.

El intercambio de golpes de estos dos estilistas hace que casi todas las debilidades de la obra queden en segundo plano. Casi, porque hay otras que resaltan todavía más. Por una parte tenemos a esta pareja protagonista borracha de rencor a quienes los juegos crueles se les han escapado de las manos. Cada round va subiendo en intensidad hasta llegar a un punto de no retorno que se hace difícil de soportar incluso para el espectador. El desprecio, la amargura, el odio son expresados de una manera tan cruda que hace daño a los ojos: la sangre llega a salpicar hasta las últimas filas del teatro.

Sin embargo, al situarse tan por encima del texto, cuando aparece la otra pareja, el aterrizaje es mortal. No es que Mireia Aixalà e Ivan Benet estén mal, pero tampoco tienen la capacidad de la pareja protagonista para hipnotizar. Cuando sus personajes toman la palabra, volvemos a ser consciente de la falta de entidad del argumento, de sus recursos más trillados, del artificio.

Ya se sabe que las películas sobre casas encantadas no soportan su verosimilitud ante la más inocente de las preguntas: ¿y por qué no se va todo el mundo de allí? Pues aquí pasa un poco lo mismo: es incomprensible que esta encantadora pareja aguante una velada así sin justificación. Y bueno, también es verdad que no son tan encantadores y (aquí otro de los clichés), puede que estén ante una representación de lo que van a ser ellos en unos años. Motivo de más para salir corriendo.

Si hay algo que nos ha gustado en la versión y dirección de Veroneseha sido precisamente cuando más ha intentado aligerar la pesadez de la obra original. Por momentos la obra tiene un ritmo hawksiano y en lugar de ver a dos monstruos terribles es casi como una comedia de Cary Grant. Porque otro punto a su favor es incidir en los momentos cómicos que permiten cierto escape incluso en los momentos más agobiantes.

Pero volvamos a lo que hará esta función memorable. Carmen Machi es ya un hito generacional, una de esas actrices de las que dentro de cincuenta años se dirá “yo vi a la Machi en Agosto”, o en Virginia Woolf, o en lo que sea. Pero para llevar hasta el último extremo el símil pugilístico, si tuviéramos que dar la victoria a alguno de los contendientes, tendríamos que concedérselo a Arquillué por los puntos.

Mientras que el personaje de Machi es más lineal, al menos hasta la última escena, el de Arquillué, siendo un personaje tan esquivo y a menudo desagradable, también es capaz de hacerse con la empatía del espectador, de hacerse odiar, pero también comprender y compadecer. En muchos momentos parece grogui, besa la lona en más de una ocasión. Pero siempre se levanta y tiene escondido el directo de derecha que le hará mantener la dignidad incluso cuando le llegue la derrota más desoladora.

N. B. Hemos podido asistir a este espectáculo gracias a la cortesía de Pentación Espectáculos, en su intento por acercar el teatro a redes sociales y blogs. Si hemos aceptado esta colaboración ha sido debido a dos condiciones planteadas por Pentación y que les honra: escribir con absoluta libertad y especificar que hemos sido invitados por ellos. 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El espacio vacío, de Peter Brook


Con el fin de salvar el teatro, casi todo lo teatral debe barrerse”. Estamos por establecer esta frase de Peter Brook como nuestro lema. Aunque lo cierto es que El espacio vacío está tan repleto de aforismos brillantes que sería difícil elegir uno solo. Al igual que pasa con su teatro, la escritura de Brook es tan esencial que en pocas palabras es capaz de definir, esclarecer y abrir nuevas interpretaciones a lo que se creía de sobra conocido.

Y es que estamos ante un libro iluminador, uno de esos tesoros que nos permiten mirar más allá de conocimientos asumidos para o bien descartar ideas tan establecidas que parecían verdades reveladas como los automatismos perezosos que en realidad son, o bien resolver con una sencillez aplastante esas intuiciones que teníamos desde hace tiempo pero que no éramos capaces de explicitar.

Se trata de un libro publicado en 1968 pero que, como se suele decir, sigue estando plenamente vigente. Y esto es en gran parte una tragedia, porque significa que muchos de los viejos vicios teatrales (en el peor sentido) siguen repitiéndose con descaro. La primera parte, El teatro mortal, se dedica a describir precisamente eso, el teatro tan malo que puede matar de aburrimiento. Son las pomposas producciones que pueden considerarse impecablemente realizadas, pero que no tiene mayor interés más allá del erudito o esteticista.

En la segunda parte Brook se centra en lo que llama el teatro sagrado, aquél que basándose en rituales y una exagerada ambición pretende llevar al teatro más allá de sus posibilidades. Una de las cosas que hacen a Brook insuperable es su capacidad para el matiz. En todo teatro es capaz de ver el lado bueno, pero también se atreve a criticar sus inercias más enraizadas. Por eso su crítica no es destructiva, sino que busca desprender al teatro de toda su aparatosidad para llegar a su esencia.

En la tercera parte Brook se va al otro extremo y nos habla del teatro tosco, el más básico, que puede estar lleno de encanto, cierto, pero que también tiene sus limitaciones. Una obra puesta en pie sin apenas recursos y por aficionados, puede estar mucho más lograda y llegarnos de una manera mucho más directa que la más cara de las producciones mortales.

En la última parte el autor explica lo que para él debe ser el teatro, el teatro inmediato. A través de diversos ejercicios y ejemplos, aunque consciente como nadie de la limitación que supone enseñar el teatro de manera puramente teórica, nos aproximamos a un tipo de creación que busca la sencillez para alcanzar magia, que abomina de la impostura para llegar a la verdad. Un teatro puro, pero no distante, un teatro radical que busca hacer accesible lo arcano.

Algo sorprendente del libro es que, entre medias de sus análisis del teatro contemporáneo, incluye, como sin venir a cuento (entre col y col, lechuga) diversas apreciaciones sobre los más grandes dramaturgos. Así, en unas pocas líneas es capaz de revelarnos hallazgos sobre Shakespeare o Chéjov a la altura de sus mejores comentaristas.

La edición de Península mantiene la traducción original de Ramón Gil Novales e incorpora un contextualizador prólogo de Marcos Ordóñez, tan bien referenciado como en él es costumbre.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Mujeres de Shakespeare (Teatro Alcázar)


Poco antes de comenzar la función, comentábamos lo difícil que es decir algo nuevo sobre una obra de teatro. Nos burlamos de las críticas que se pueden resumir en un “les ha quedado muy bonito”, pero ¿qué más se puede contar sobre Chéspir? Pues resulta que El Brujo nos demuestra que todavía se pueden descubrir muchas cosas sobre el mayor genio que ha dado el teatro. Y si no, nos lo inventamos.

El mismo Brujo, maestro del ritornello, nos enseña que en la repetición todavía puede haber deslumbramiento. No nos engañemos, sus espectáculos siempre son más o menos iguales, incluso hay chistes que se repiten siempre, ya se trate de una obra sobre san Francisco, Lazarillo, Cervantes, o san Juan. Y sin embargo, cada vez que lo vemos es como si fuera la primera vez. Sus bromas siguen siendo efectivas y su capacidad para empatizar con el público hace de la experiencia de ver cualquiera de sus montajes una delicia que repetiremos con gusto hasta que el cuerpo aguante (el nuestro, seguro, el suyo no parece tener caducidad).

Durante la primera media hora larga de este Mujeres de Shakespeare apenas hay constancia del tema de la obra. El mismo Brujo lo admite y se regaña a sí mismo por su tendencia a la digresión. Pare sabemos que sabe que eso es lo que nos gusta. Hay momento en que la línea argumental se quiebra tantas veces, en que la ramificación de historias y anécdotas es tan extrema, que el espectador se olvida de a qué venía todo esto. Una vez más, El Brujo está por delante y juega a perderse él mismo en la jungla de sus razonamientos. Pero sabe perfectamente dónde está: el ritmo de la función, tras tantos años de rodaje, es preciso hasta tal punto que rozaría lo mecánico si El Brujo no lo llenara de gracia improvisatoria.

El público no paró de agradecer con sus carcajadas el despliegue de talento que le era ofrecido. Desde la confesión de El Brujo de su sobreactuación (justificada porque es así incluso cuando descubre que no le quedan más yougures en la nevera), hasta su capacidad de modulación vocal que, en una sola frase, le permite pasar por los más diversos tonos de expresividad, pasando por hallazgos que mezclan el estudio más profundo (imposible que un español haya escrito una obra de Chéspir: qué es eso de que un personaje hable durante tres folios mientras que su acompañante permanece religiosamente callado), y que abarcan hasta la actualidad del día mismo (Orlando llega tarde a su cita con Rosalinda por culpa de la Vuelta ciclista).

En su relación con Chéspir, El Brujo se apoya en Harold Bloom para explicar su propia teoría. Impagable cuando reconoce que en realidad no soporta a Chéspir (que era bastante tonto), impacable cuando enmienda la plana a Bloom (puestos a ser eruditos, la imaginación siempre vencerá), e imparable cuando se pone a representar. Con una falda a lo Lady Gaga (o a lo tiempos de crisis), encarna los personajes sin la menor ambición naturalista, pero con una verdad y un amor que trasciende el juego. Decíamos que es difícil decir algo nuevo de Chéspir, pero en realidad Chéspir no se acaba nunca: no ya un personaje, una sola frase suya puede dar para una obra entera del máximo interés.

Antes de recibir el reconocimiento de todo el público puesto en pie, El Brujo hizo una amarga reflexión sobre el futuro del teatro. La situación actual de... “la realidad” le hace caer en el pesimismo. ¿Para qué sirve el teatro?, se pregunta. Pero es que el teatro, como todas las cosas importantes, no sirve para nada.   

lunes, 3 de septiembre de 2012

El año que viene será mejor (Teatro Bellas Artes)


Para empezar temporada, pensamos que una buena elección podría ser El año que viene será mejor (por cierto, que el anterior enlace lleva a la que con todo merecimiento podría ser la peor página teatral del mundo: habría que echarle mucha imaginación para conseguir algo peor). Nuestro criterio de selección es tan superficial que al elegir esta obra muy bien nos podríamos haber dejado guiar únicamente por su, en apariencia, optimista título. Pero había algunas cosas más, como críticas respetadas y comentarios generosos. Es decir, que sí, que pura superficialidad.

Así que cuando nos sentamos esperando una cosa fresca y chispeante, nos llevamos un disgusto (porque, como toda persona sensata debe hacer, después de oír críticas y comentarios nos olvidamos de lo que nos han contado, de todas maneras tampoco es que hayamos prestado tanta atención): el primer sketch es tan negro como un túnel sin salida: una chica es informada de que su vida va a ser una mierda y ni tan siquiera tendrá la opción de suicidarse.

Pero pronto vemos que la cosa tampoco se va a poner trascendente y que podremos relajarnos un poquito. Aunque por momentos nos entra cierto temor: esto puede convertirse en un Mejorcita de lo mío, pero con cuatro histéricas en lugar de una. Y por momentos la obra cae en esta autocomplacencia y ayquepenamasgrandediosmiodemiarma. Pero no es todo el rato así y los momentos de gracia superan los de lamentación, los hallazgos a los ombliguismos, la sinceridad a los tópicos.

Lo cierto es que no nos hizo tanta gracia como esperábamos (deseábamos) ni nos pareció que aportara gran cosa a un género bastante popular en los últimos... ¿decenios?, el de las treintañeras desesperadas. Pero tampoco nos provocó urticaria ni rechazo, algo muy fácil de conseguir en este espinoso género. La obra es irremediablemente irregular y en nuestra opinión crece cuando las cuatro actrices interactúan y se produce entre ellas una corriente de simpatía que se traslada a la audiencia de manera instantánea. No creemos que sea casualidad que estos momentos prodigiosos estén al principio y al final de la representación.

No podemos valorar adecuadamente el reparto de méritos entre las cuatro autoras del libreto (Marta Buchaca, Carol López, Mercè Sarrias, Victòria Szpunberg), y en cuanto a la dirección de Mercè Vila Godoy destacaríamos su soltura y su facilidad para sacar partido de los elementos más prosaicos de la puesta en escena.

Como decíamos, el reparto funciona mejor cuando se junta y reparte el ingenio, pero ya en la relevancia dado a cada actriz destaca Alba Florejachs, que cambia de registro cuando y cómo quiere, a veces incluso da la sensación de que puede cambiar de figura a su antojo. Vanessa Segura también sabe defenderse en cada ocasión, y consigue el momento más aplaudido de la noche con su explosión. Neus Bernaus y Mireia Pàmies tienen una menor presencia, pero quedan anotadas como actrices a seguir.

El público dio su aprobación muy a menudo durante la representación, por lo que luego nos sorprendió que la ovación final, siendo cálida, no fuera más explosiva (de esas tipo “me has clavado y te lo agradezco porque así me rió de mí mismo sin tener que reírme de mí mismo”).