lunes, 23 de diciembre de 2013

Montenegro (Teatro Vallé-Inclán)

En algunos momentos dispersos de la representación, cuando nuestra atención ya estaba exhausta y nuestro sistema nervioso al borde del colapso, nos preguntamos por qué Vallé-Inclán habrá pervivido. La inmensa mayoría de los dramaturgos de su época hoy no son recordados más que en algunos manuales, y desde luego nadie piensa en su puesta en escena. Sin embargo, Vallé-Inclán, no solo sigue siendo respetado y montado, sino que su nombre pervive como una de las glorias del teatro español y ha dado nombre a la nueva sede del Centro Dramático Nacional.

Para nosotros, lo confesamos (porque estas cosas hay que confesarlas), solo mantiene su vitalidad Luces de Bohemia. Leer a Valle, tan recargado y pomposo, es un suplicio, y sus adaptaciones teatrales nos dan dolor de cabeza. Podríamos pensar que el personaje de Valle, tan atractivo, tan fácil de convertir en modelo, ha facilitado que su obra siga estando en boga. Pero no creemos que sea suficiente. Además, eso solo valdría para esa minoría que vive de la impostura, y el teatro al que da nombre estaba a reventar durante la función de Montenegro a la que asistimos. Valle sigue siendo un éxito de crítica y público. Así que cabe la posibilidad de que seamos nosotros los equivocados. Cosas más raras se han visto.

Como siempre, dejamos nuestros prejuicios en el guardarropa y nos sentamos a ver Montenegro con la mente abierta. Al principio parecía que el montaje de Ernesto Caballero nos iba a ganar. Ese arranque espectacular, con tormenta, brujas, caballos, barcos... Es electrizante y hace presagiar una visión iluminada, creativa. El decorado de José Luis Raymond es sugerente y no dejará de dar juego durante las más de tres horas de función. Pero por desgracia no pasa lo mismo con lo demás. Pronto todo se embarrulla, y si durante la primera parte todavía se sostiene algo de interés, la última hora es como un reto en el que las escenas se alargan (la de la iglesia parece no terminar nunca) y hasta diríamos que al director se le han cruzado los cables en el momento de la visión luciferina, que recuerda a aquella escena marciana de En la vida todo es verdad y todo mentira. No parece que los momentos oníricos sean el punto fuere de Caballero.

En sus momentos más inspirados, la puesta de Caballero recuerda a Complicité, pero le falta algo de sorpresa, ese impacto que se quede grabado en el espectador. Todo el apartado técnico es estimable, desde la iluminación Valentín Álvarez, que retrata los matices lumínicos del día y de la noche de una manera prodigiosa, hasta el vestuario de Rosa García Andujar, expresivo y muy acorde con el tono al límite de esta adaptación. También nos gustó la música de Javier Coble, pese a algunos momentos “tachán”.

En lo que respecta a los actores, igualmente realizan una labor muy estimable. Ramón Barea es una elección perfecta para Montenegro. Se deja el pellejo en el escenario, apabullante la mayor parte del tiempo, pero también retraído y sufriente en la parte final. Para valorar a David Boceta bastará con decir que nos parece que abandona el primer plano demasiado pronto, se le echará en falta. Rebeca Matellán mantiene un personaje reconocible pese a su evolución un poco a conveniencia del autor y está tan bien en su parte de modosa enamorada como cuando le toca sufrir como a una perdida.

Dentro de un grupo bien ensamblado, también destacan Janfri Topera, el impertinente bufón que les canta las verdades a su señor; EduSoto, el loco del pueblo que también ejerce como representación de la difusa moral del pueblo; y Ester Bellver, la sirena embaucadora, que por cierto protagoniza una de las escenas más destacadas de la función cuando lee las cartas de manera ilustrada. 

Así pues, la dirección es estimulante y en no pocos momentos reveladora; la producción brilla en cada uno de sus apartados; y el elenco se muestra a gran altura. Y sin embargo, la función nos pareció pesada y aplastada por el peso de su barroquismo. Todo es tan truculento, tan pretendidamente grave, tan campanudo, que se queda a un paso de la parodia. No creemos que en este caso caiga en ella, pero sí en lo artificial, en lo impostado, en lo falso. Y en teatro no hay nada tan mortífero como lo falso.


martes, 17 de diciembre de 2013

El huerto de los guindos (La Casa de la Portera)

Hace poco nos lamentábamos de que se haya convertido en una tradición representar a Chéjov como si sus obras fueran letanías, con tanto respeto que solo produce el mismo aburrimiento que una misa eterna. Pero nunca hemos estado más satisfechos de poder rectificar tan pronto, porque la versión de El huerto de los guindos que nos ofrece Raúl Tejón, con el debido respeto y la seriedad merecida, está llena de vida, de pasión. Hay un momento en el que Consuelo Trujillo se mira en un espejo mientras la acción continúa a su alrededor. Su magnetismo es tal que su energía llega al espectador de una manera casi física y su desmayo va más allá de la actuación. Dan ganas de gritar ¡corten! y que todos nos tomemos un respiro.

La experiencia de tener a los actores a un palmo, como sucede en La Casade la Portera, es un arma de doble filo. Si la función naufraga, la educación poco podrá hacer para disimular el desastre. Y para los actores la situación es todavía más compleja: aquí no hay espacio para los trucos, para las rutinas. Es un teatro en primer plano a prueba de espejismos. Por suerte todo el reparto de El huerto de los guindos parece contagiado por ese estado de trance que transforma esa cercanía en incorporeidad, que pese a lo artificioso de la situación, los convierte más que nunca en reales... No, no son reales, es algo más allá. Pero dejémonos nosotros de letanías.

Cuando los espectadores llegan, ya les está esperando Nacho Fresneda, en un duermevela, lo que incide en el carácter onírico de lo que estamos a punto de ver. Sin efectos de puesta en escena, ni iluminación, ni música evocadora, ya nos encontramos de pleno donde Tejón ha querido que estemos. Fresneda se despertará, y ya se impondrá hasta el final de la función. Su López deja claro su complejo de inferioridad, su simbolismo como representante de los nuevos tiempos, sus ganas de revancha y su arrepentimiento por el éxito. Y sobre todo su incapacidad para tomar la decisión más importante. Cuando, ya al final, no se atreva a coger esa mano, dan ganas de gritarle, de darle un empujón.

La Varia de este López es Bárbara Santa Cruz, la abnegada, la delicada Varia. Pero también el torbellino. Varia es el personaje que aparenta fortaleza y seguridad, el sostén de la casa que nunca ha acabado de sentir como suya, pero que en el fondo no está segura de nada, que teme el futuro y quizá se conformaría con visitar los santuarios de Europa. Porque sabe que lo máximo a lo que puede aspirar es a conformarse. Santa Cruz transmite esta mezcla de constancia e ilusión perdida con una naturalidad escalofriante. Sus lágrimas finales son uno de esos momentos que lo efímero del teatro harán inolvidables.

Si Fresnada es la fuerza bruta y Santa Cruz la delicadeza, Consuelo Trujillo es la elegancia. Pero no una elegancia frívola, sino la personificación de otra época que ya ha perdido su sentido, y lo sabe. De la misma manera que es consciente de que su amante se aprovecha de ella y de que su casa ya no volverá a ser nunca suya, la madre de la familia asume que el fin de una era ha llegado y que se la llevará a ella por delante. La presencia de Trujillo es una lección de clase, de saber estar, y momentos como el del espejo una demostración de que la emanación de un actor puede llegar mucho más lejos que su mera presencia física.

Frente a la pesadumbre de Varia, Ania al principio parece el soplo de aire fresco, la alegría que necesita la casa para revivir. Pero Sabrina Praga pronto deja claro que se trata de otro espejismo, que está igual de perdida que el resto de la familia. A Carles Francino le ha tocado el personaje un poco pelma de la obra, con sus retahílas filosóficas y moralistas. Pero Raúl Tejón también ha sabido modular el texto para no caer en lo admonitorio y con este apoyo Francino da color a su personaje para evitar el tono sermoneador. Por cierto que también valoramos la labor de Tejón para no olvidarse de la parte cómica de la obra, expresada en momento puntuales de gran efectividad, pero también en otros niveles de lectura.

En este sentido, Alicia González y David González podrían ser la pareja cómica de la función, los sirvientes del teatro clásico que están allí para recordar a sus señores su ridiculez. Pero también en ellos hay tragedia, ese punto de desesperación que se podría denominar “el toque Chejov”. Aunque el verdadero objeto de todos los golpes es Germán Torres, el hermano vago y que habla demasiado. Pero por muy imbécil que sea su personaje, Torres consigue que también empaticemos con él, como cuando es agredido por López y tiene que refugiarse en la caricatura de sí mismo en la que se ha convertido. Tampoco podemos olvidarnos de Felipe G. Velez, encarnación de la delicadeza con la que esta pensada y llevada a escena esta obra.


No sabemos si en Madrid habrá uno de esas “casas del horror” en la que una puesta en escena sangrienta y unos actores disfrazados de demonios y psicópatas aterrorizan a los visitantes, pero lo que si hay es una casa con fantasmas. Porque lo que vimos en La Casa de la Portera no fue una obra de teatro, sino una cita con espectros del pasado que se manifestaron con una viveza insólita. Fue un regreso a la vieja casa. 

lunes, 16 de diciembre de 2013

Haz clic aquí (Teatro María Guerrero)

Al ver hoy las películas producidas en Hollywood durante los años 40 y 50, no nos queda más que reconocer que el senador McCarthy tenía razón. La unión de un talento humano inaudito hasta entonces (y nunca repetido), propiciado por el exilio masivo que provocó el totalitarismo europeo, y de una maquinaria técnica sin rival, condujeron a una edad dorada que sigue asombrando por el altísimo nivel medio de sus productos. Pero para mentes como la de McCarthy, esta ejemplaridad tenía un problema: el cine es un extraordinario medio de propaganda, y las personas que estaban detrás de esta eclosión de creatividad eran en su mayoría izquierdistas que sabían combinar en sus películas un perfecto acabado comercial con un “mensaje” progresista. Como si diría ahora, Hollywood una fábrica de liberales.

En Haz clic aquí, la huella de estos films liberales de los años 50 es evidente, en especial la obra de Joseph Losey (que tuvo que exiliarse en Europa debido a la persecución macartista), y más concretamente de El forajido. Aunque la obra de Jose Padilla esté basada en un suceso real, al verla es inevitable pensar en la película de Losey y en este tipo de películas que sin olvidar un objetivo fundamental de la industria (entretener) tampoco descuidaban otra vertiente para ellos irrenunciable, como la transmisión de valores y un intento por hacer reflexionar al público.

Otra película a la que se hace referencia explícita al principio y al final de Haz clic aquí es El hombre que mató a Liberty Valance, aunque en este caso la cita puede parecer irónica. Si en la obra maestra de John Ford el abogado y el periodista aparecían como paladines del progreso y representantes de la conversión de Estados Unidos de un lugar en el que imperaba el salvajismo en una tierra civilizada bajo el imperio de la Ley, en la pieza de Padilla periodistas y abogados no son precisamente héroes. El abogado puede ser un idealista que quiere cambiar las cosas, que lucha contra el sistema (aunque sin tener las cosas muy claras), y que acaba haciendo grandes sacrificios personales por sus convicciones. El problema es que no ha pensado que sus convicciones pueden ser erróneas. En cuanto a la periodista, su figura es todavía más discutible. Parece más movida por el interés profesional que por la búsqueda de la verdad, más preocupada por la repercusión de su trabajo que por una conciencia social. Aquí nos encontramos más cerca del cinismo de un Billy Wilder en El gran carnaval que del idealismo fordiano.

La actualización más destacada que ofrece el texto de Padilla es la relevancia de las redes sociales en la propagación de rumores, una experiencia cotidiana. Pero la acumulación de ideas en un espacio de tiempo muy reducido, de poco más de una hora, provoca cierto aceleramiento, que también afecta a las actuaciones, impecables en los saltos de papeles y en su vitalidad, pero a veces un poco pasadas de frenada. Es lo que le pasa por ejemplo a Mamen Camacho como periodista. Si en la escena inicial modula muy bien a un personaje en conflicto por cuestiones personales, profesionales y de pareja, cuando se mete más de lleno en su labor de investigación parece que tiene demasiada prisa, que quiere llegar antes de haber salido. Gustavo Galindo defiende con pasión a su abogado, cuando se inflama por la injusticia, y también cuando se da cuenta del tremendo paso en falso que ha dado. Su personaje ibicenco parece un añadido poco ligado para dar más capas al personaje de Olga, pero al menos aporta una gracia muy bienvenida.

Y es que Olga, interpretada por Nerea Moreno, se convierte en el carácter clave de la función. Es ella quien tiene que ejercer de contrapeso entre las ideas del espectador (Justicia, Responsabilidad, Compromiso, sí, ideas con mayúsculas) y su comprensión individual, personificada en esa madre que defiende a su hija cueste lo que cueste, con razón o sin ella. Moreno, con su “momento foco” incluido, logra el equilibrio en esa balanza también jugándosela en un ejercicio de matices siempre al borde de traspasar la línea roja, pero manteniéndose a salvo.

Una función como Haz clic aquí necesita de dos actores jóvenes muy cualificados, tarea no siempre sencilla. Pablo Béjar y Ana Vayón afrontan el envite con solvencia. Béjar lo tiene más difícil cuando dobla el papel, pero es un convincente macarrilla y transmite con naturalidad las dudas y cambios de opinión de su personaje. Vayón también se apropia con autoridad de Ruth, a la que dota de remordimiento y culpa, pero donde se luce es en las escenas de la discoteca, junto a sus compañeras de reparto. También Padilla aporta aquí un gran oído para los expresivos diálogos juveniles.


Es una lástima que Padilla no se haya dado más tiempo para elaborar las problemáticas planteadas, pues se cede reflexión lo que se gana en dinamismo. Cierto que la obra se ve sin respiro, que la sucesión de escenas está bien trazada y que la historia, con continuos saltos, se sigue con facilidad. Pero echamos en falta algo de reposo, cierto detenimiento para que dé tiempo a asimilar las complejas cuestiones puestas sobre el escenario. Por una vez, no nos hubiera importado que la función se alargara. 

lunes, 25 de noviembre de 2013

30 / 40 Livingstone (Teatro de La Abadía)

30/ 40 Livingstone es una de esas obras de teatro que leídas no deben de tener ningún sentido, y seguramente poca gracia. Bandadas de profesores de escritura dramática caerían fulminados si tuvieran que hacer frente a su revisión. Y sin embargo, verla supone una experiencia impagable, una infusión de buen humor sostenida durante sus fugaces 90 minutos. Sería fácil endosarle el típico eslogan de “no me reía tanto desde...” y rellenar con una fecha que empieza por 19.

Ya desde el inicio el espectador entra en un mundo desconcertante del que nunca saldrá. ¿Qué está pasando? A mí no me preguntes. ¿Qué va a pasar ahora? Yo creo que ni los autores lo saben. El espectador puede tentarse la ropa. ¿No estaremos ante una de esas ocurrencias dadaístas que envuelven en vanguardia lo que no es otra cosa que falta de ideas? Pero, en este sentido, la incertidumbre dura poco. En cuanto Sergi López empieza a hablar con su padre, comienzan las carcajadas y la búsqueda de un “mensaje” o de alguna coherencia se hacen innecesarios.

Cierto que hay algunas inevitables referencias de actualidad, y que no sería difícil ampliar la interpretación de la obra hacia terrenos políticos o existenciales. Nosotros nos decantamos más por una hermenéutica teatral, pero son cosas nuestras. En cuanto a la coherencia, ni tan siquiera el personaje interpretado por Sergi López mantiene una personalidad descifrable. Sus cambios de humor instantáneos, sus variaciones de tono, podrían hacer pensar que se trata de personajes diferentes. De hecho, la interpretación de López es tan extraordinaria que podrían colar como personas diferentes. Un poco de maquillaje, un cambio de vestuario, y sin duda nos lo tragaríamos.

Porque el trabajo de Sergi López es tan espectacular que se merecería una ovación más larga que la obra. Hace poco leíamos que Sarah Bernhardt inventó el telón más rápido del mundo para asegurarse un número mínimo de saludos. Esta obra no tiene telón, pero bien merecería la pena esperar al telón cortafuegos. Y si López está inmenso, el oficio más sutil de Jorge Picó no desmerece en absoluto. Es un ejercicio de precisión y de extrema dificultad, puramente físico. Y Picó transmite la gracilidad del ciervo, su elegancia y su debilidad, con una fidelidad absoluta. Además, la química entre ambos actores, el tempo perfecto en el que se mueven, es otra muestra de su sinergia.

En esa galería de múltiples personajes en uno, López pasa de niño asustado en su conversación con el padre a audaz aventurero; después será un entregado fiel del culto cérvido, un intransigente juez de tenis, un despiadado cazador... En cada momento su trabajo físico es desbordante (y digno de elogio que ponga tanto empeño en mantener su barriga: nunca habíamos visto sacar tanto partido cómico de una barriga, que tras el desgaste físico que le supone a López cada función debe de ser mantenida con mucho mimo). Si Picó desempeña un papel ligero, etéreo, cuidado en cada movimiento, López es más rotundo, hiperactivo, y con momentos delirantes como la danza que le dedica a su padre. No menos grande es su trabajo vocal, que pasa por todos los tonos, desde el sumiso y agudo hasta airado y grave, pasando por todos los grados intermedios.

Dicho esto, se podría tomar 30 /40 Livingstone como una obra concebida por Sergi López y Jorge Pico, que también ejercen como autores y directores de escena, para su lucimiento. Una sucesión de grandes momentos postureros. Pero la obra también tiene una gran concepción dramática, por mucho que pudiera asustar a algunos expertos. Por ejemplo, la escena en la que López enumera los descubrimientos que ha hecho a lo largo de sus seis años de aventuras tiene una sonoridad lírica que demuestra un gran habilidad para la evocación.

Si tuviéramos que contar “de qué va” la obra, no tendríamos ni idea de qué decir. Quizá un espectáculo de humor, tenis y antropología, como se anuncia. Tampoco sabríamos definir el género. Ni identificar sus temas. No podríamos estudiar su estructura ni aclararnos sobre el dibujo de sus personajes. No hemos sacado ninguna conclusión. ¿Qué es esto? En una palabra, teatro.

lunes, 11 de noviembre de 2013

La verità (Teatro Valle-Inclán)

Uno de los grandes valores del teatro es su condición de irrepetible. Por muy ajustado que esté un montaje, no hay dos funciones iguales. Es lo que hace del teatro el arte más vivo. Pero también tiene una contrapartida: nunca podremos volver a disfrutar de un espectáculo en concreto, nunca podremos revivirlo. Solo nos queda la memoria. Y aunque Daniele Finzi Pasca dice que la memoria es la verdad, nosotros no somos tan optimistas. Por eso a veces, durante la función, cuando no nos creíamos toda esa fabulosa verdad que estábamos viendo sobre el escenario, intentamos disciplinarnos: recuerda, memoriza lo que estás viendo, que no se te olvide, intenta grabar estas imágenes en tu cerebro. Porque La verità no se ve todos los días. Ni se volverá a ver. 

Si alguna vez hemos visto algo cercano al espectáculo total, eso es La verità. El teatro convencional es lo que ocupa una parte más marginal, aunque Beatriz Sayad tiene su momento para la evocación, y sus payasadas con Rolando Tarquini no se quedan en meros rellenos para hacer tiempo mientras se monta el siguiente número. Pero tampoco es solo circo, una sucesión de novamás sin estructura ni forma. Lo que logra la compañía de Finzi Pasca es un conjunto armonioso y deslumbrante.

No tenemos mucha confianza en nuestra memoria, pero va a ser difícil olvidar las bellísimas imágenes que se suceden a lo largo de las dos horas del espectáculo. La mezcla de la escenografía llena de inventiva y matices de Hugo Gargiulo con la iluminación juguetona del propio Finzi Pasca y Alexis Bowles, unidas a la mágica música de Maria Bonzanigo y al vestuario infinito de Giovanna Buzzi crean una atmósfera etérea que contribuye a que no nos podamos creer lo que nos enseñan los fabulosos artistas de la compañía. A pesar de que la excusa de la obra sea un telón de Dalí, nada tiene que ver este universo con el surrealismo de consumo rápido del pintor. La escena fulgura, cierto, pero la avalancha de sensaciones nunca llega a aturdir. Lo que consigue más bien es que nos despertemos... en un sueño. 

Hay algo en la perfección que parece inhumano. Muchas veces puede provocar asombro, pero también frialdad. Sin embargo, en los números circenses, el más mínimo desliz y todo el hercúleo trabajo llevado a cabo queda en las ruinas. Es difícil lograr alcanzar el equilibrio para que un número sea ejecutado sin error alguno, transmitiendo asombro e inverosimilitud, y que a la vez consiga emanar cercanía, una percepción de admiración mezclada con simpatía. La verità no recela del “más difícil todavía”, pero tampoco cae en los fuegos de artificio. 

Desde el primer número, un patoso ballet en el que la ridiculez bien asumida se gana al público, todo lo que vendrá será un espectáculo prodigioso que bordea la inverosimilitud. Así, el momento en el que Félix Salas desafía la flexibilidad del cuerpo humano produce grima en el patio de butacas, pero también reconocimiento de lo que se es capaz de hacer con dedicación y unas condiciones extraordinarias. No desgranaremos uno a uno los números de la función, porque todos ellos son dignos de los mayores elogios y se nos acabarían los adjetivos del panegírico. Lo mismo se puede decir de cada uno de los artistas, que parecen capaces de cualquier cosa, desde un juego de malabares que parece más propio de la magia, hasta una sinfonía con vasos que es pura virguería, pasando por las variadas demostraciones de equilibrismo ojiplático.

También nos gustaría destacar el trabajo de unos profesionales a los que raramente se cita: los técnicos. En un montaje tan delicado como La verità, en el que cada milésima de segundo cuenta, la labor de estos técnicos es primordial. Y es que para conseguir un espectáculo total es necesaria la colaboración de todo el equipo, y que todos estén a la altura. Solo una de las múltiples lecciones que deberemos retener de este (esperemos) imborrable montaje. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Los amores de la Inés / La verbena de la Paloma (Teatro de la Zarzuela)

Hasta la persona más ajena al mundo de la zarzuela ha oído hablar de La verbena de la Paloma. Y no solo eso, sino que, aunque no lo sepa, también conocerá muchos de sus temas. Por no hablar de giros que han pasado a la lengua común, como lo de “las ciencias adelantan que es una barbaridad”, “una morena y una rubia” o “dónde vas con mantón e Manila” (quizá origen del habitual error gramatical, por cierto). Como pasa con Arniches, ya no se sabe que vino primero, si la representación o la realidad, pero el hecho es que el casticismo de la obra sigue siendo perfectamente reconocible y disfrutable.

Para José Carlos Plaza debe de ser una gozada montar espectáculos como esta sesión doble de Los amores de la Inés y La verbena de la Paloma. Pero no es uno de esos directores que se solazan en el autohomenaje ajenos a cualquier concesión al público. Ese goce también se trasmite al patio de butacas, que disfruta con unas zarzuelas magistralmente ejecutadas, dos obras de precisión en las que todo funciona a las mil maravillas. Si tienes unos textos redondos, unos músicos de gran solvencia y unos cantantes-actores de primera categoría, ya solo queda empezar a jugar y disfrutar de principio a fin.

Los amores de la Inés es un pequeño sainete de argumento mínimo y mucho salero. Los diálogos de Emilo Dugi se sobreponen a lo banal de la premisa y en la escasa hora que dura la representación el espectador se deja llevar por una gracia de otro tiempo que todavía sigue funcionando. La parte musical, nada menos que obra de Manuel de Falla, es escasa, pero da espacio para el lucimiento de Susana Cordón y Enrique Ferrer, que rinden homenaje a la grandeza de la música con unas intervenciones melancólicas y poderosas. También destaca en el apartado cómico el Fatigas de Juan Carlos Martín y el saber estar de Santos Ariño.

Ariño repetirá papel en La verbena de la Paloma, pues de una manera sutil Plaza da continuidad a las dos obras introduciendo algunos de los personajes de Inés en La verbena. Seamos claros, Inés es una curiosidad muy agradable y que vimos con satisfacción, pero todos estábamos esperando lo mismo. Porque no somos unos expertos en zarzuela, pero La verbena de la Paloma es un monumento, da igual de qué género hablemos. Y desde los primeros compases, empezamos a sentir ese placer que quizá solo el gran teatro musical transmite.

La música de Tomás Bretón tiene ese genio que no se sabe de dónde viene, pero que cala en el subconsciente colectivo hasta convertirse en una banda sonora compartida que va más allá de épocas y lugares determinados. Por su parte, el texto de Ricardo de la Vega sabe sintetizar de una manera prodigiosa una manera de ser y de hablar no ya de forma naturalista, porque una expresividad tan fresca y creativa es a la fuerza fruto de una gran inventiva, sino diríamos que generadora por sí misma de una manera de identificarse. Si existiera el nacionalismo del barrio de La Latina, La verbena de la Paloma sería su himno. 

 Y el montaje está a la altura de las expectativas. Para abrir boca, Enrique Baquerizo ofrece un Don Hilarión irreprochable, bien caracterizado, muy suelto en la escena y que clava sus intervenciones, tanto las musicales como las cómicas. Cuando sale Damián del Castillo parece que su Julián va a ser un aguafiestas, pero solo hace falta que se ponga a cantar y ganarnos para la causa. Otro momento que a nosotros nos produce reparos, por motivos personales, es la intervención de la cantaora. Pero no podemos más que admitir la grandeza de María Mezcle, que al final se llevaría una de las mayores ovaciones del público.

Muy a menudo nos encontramos en las zarzuelas a las que asistimos con María Rey-Joly, y será porque sabemos que su presencia ya es una garantía. Su Susana tiene todo el poderío que se le demanda, y ya sabemos que Rey-Joly es una cantante extraordinaria. En la parte cómica, nos rendimos anta la tía Antonia de Amelia Font. De hecho, si la obra no fuera destacable en tantos aspectos, arrasaría con la función. Sus intervenciones descaradas, agónicas, al borde del ataque de asma, tienen una gracia irresistible.

Si Plaza domina la puesta en escena con una sabiduría y un control matemático, la parte musical no es para menos. La orquesta dirigida por Cristóbal Soler es enérgica, juguetona, impetuosa. La escenografía de Francisco Leal es un homenaje a la pintora Amalia Avia, y si en Inés no da mucho juego, en La verbena adquiere una dimensión mucho más elaborada, con continuos juegos de perspectiva y movilidad. Leal también se ocupa de la precisa iluminación, mientras que debemos citar la labor de Pedro Moreno en un vestuario tan familiar como la propia zarzuela, y a la vez tan ejemplar.


Lo único malo que podemos decir de la función se refiere a parte del público. Cada vez odiamos más la costumbre de abandonar el teatro mientras los actores están saludando. Y parece una costumbre cada vez más extendida. Si el público de la Zarzuela, en su mayoría bastante veterano y que en gran proporción “se viste para ir al teatro”, para entendernos, protagoniza lamentables actos como el que vimos el otro día, ya no sabemos qué medidas deberían tomarse. No están las cosas como para listas negras que impidieran el regreso a una sala de teatro hasta pasar por un cursillo de buenos modales, pero de alguna manera habría que afearlo. ¿Luces cegadoras y sonidos atronadores para los que salgan al vestíbulo antes de tiempo? Solo damos ideas. 

lunes, 28 de octubre de 2013

El rey tuerto (Sala Mirador)

No estamos muy de acuerdo con la idea de que el teatro deba servir como plataforma para representar cuestiones de “calado social”. Nos escuecen un poco las propuestas que hayan su justificación en el deber de poner el teatro en las trincheras ante situaciones extraordinarias como la que estamos viviendo. Ni tan siquiera estamos muy seguros de que el teatro deba representar algo tan difuso como la realidad. O que deba agitar conciencias. Nuestro problema aquí es con el “deber”. No creemos que el teatro deba ser de tal o cual forma. Como mucho, el teatro debe ser bueno. Y El rey tuerto es teatro excelente. 

Quizá la mayor cualidad de esta obra de Marc Crehuet sea que no se acomoda en ningún momento, va de sorpresa en sorpresa, pillando al espectador más atento en sus continuos saltos hacia adelante. Sería muy cómodo haberse quedado en el tono de la primera escena, un conversación costumbrista que juega con el choque que produce la narración banal de un hecho terrible, como la brutalidad puede convertirse en cotidiana. Incluso tendríamos ya la moraleja incluida. Pero El rey tuerto no es solo una comedia divertidísima. Ni es una comedia de tintes sociales. Ni una comedia social libre de lugares comunes. Ni una comedia social sofisticada que invita a la reflexión. Para nosotros, El rey tuerto es una representación clarividente sobre lo que está pasando aquí ahora. 

Casi desde el principio, queda claro que Crehuet quiere ponerle las cosas complicadas al espectador. Incomodarle a través de la carcajada. Si ya conocemos a los personajes alineados y estrechos de miras, cuando nos presenta a los concienciados y activistas, su visión no es mucho más amable. Como se dice explícitamente en un diálogo, no estamos ante una película de Vin Diesel, con buenos y malos. Aquí cada personaje está matizado, tiene una ideología cegadora, valga la redundancia, pero también un punto de humanidad que les redime. 

Alain Hernández, para nosotros no un descubrimiento, sino un deslumbramiento, es un bruto que no atiende a razones. Y Hernández lo incorpora de una manera aterradora cuando hace falta, llena de gracia en los momentos más inesperado, e incluso con ternura cuando parecía imposible encontrarle el alma. Porque lo que le hace particular es que su David no es un bruto de buen corazón, sino que está atrapado en su mundo monocolor, que es incapaz de comprender que haya otras personas que no piensen como él. Aquí se hace evidente el sentido del título de la obra. En una divertidísima escena vemos cómo Ignacio, el tuerto, intenta abrir la mente del policía, pero no por medio de la comprensión y la enseñanza, sino del amaestramiento. Se trata de una reeducación conductista que solo sirve para ponerle las cosas más oscuras. Solo al final, cuando lo ha perdido todo, David comprenderá cuál es el único medio para empezar a entender la realidad. Y lo hará literalmente junto a los espectadores. 

A lo largo de la obra nos pareció descubrir varios puntos en común con Taxi Driver. Si dejamos aparte localismos y actualizaciones, la historia de David no deja de ser la de un Travis desconcertado y violento en busca de la redención. Siguiendo este esquema, Betsy Túrnez sería una mezcla de Cybill Shepherd y Jodie Foster, el amor al que David trata de convencer de que puede abrirse y que más tarde tratará de recuperar a lo bestia. Pero la Lidia de Túrnez no es un simple objeto pasivo. Todo lo contrario, es el personaje más cercano, al que vemos evolucionar y tratar de superarse de una manera muy emotiva. Lidia es una de esas chavs de las que habla Owen Jones en su excelente libro: al principio es el objeto de la burla de su amiga progre (una de esas izquierdistas incapaces de comprender a la clase trabajadora y que se sitúa en una posición moral de superioridad), para según avanza la función convertirse en una luchadora independiente, una persona que quiere algo mejor y que hará todo lo posible por conseguirlo. Y Túrnez transmite esta formación de una manera sencilla, cercana, llena de candor y de esperanza. 

Crehuet no cae en el estereotipo a la hora de dibujar los personajes “garrulos”, y tampoco patina cuando le toca a los “comprometidos”. Si bien hacer de estos personajes seres angelicales e inmaculados hubiera echado a perder la obra (como ha hecho con las de otros artistas poco amigos del claroscuro), tampoco se ceba en ellos. Eso sí, nos pareció atrevido que en una obra dirigida a cierto tipo de público decidiera no solo cuestionar algunos tópicos y pensamientos adquiridos, sino que expresamente ponga en duda el sentido de algunas actitudes. Por ejemplo, todos estamos hartos del “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, pero también es verdad que lemas como “no es una crisis, es una estafa” hace tiempo que de tanto repetirse perdieron su significado. Cuando una idea se queda en enunciado, su repercusión queda limitada.

Si David y Lidia evolucionan y se convierten en personajes diferentes, el viaje de Ignasi es menos claro. Su lucha consiste en equilibrar una militancia desde posiciones privilegiadas con unos sacrificios que cree que merecen la pena, pero que le arruinan la vida. Miki Esparbé tiene una dicción muy particular y una presencia de ir por la vida en puntillas que le caen perfectamente a su personaje. Resuelto cuando hay que dejar las cosas claras, siempre está medido en sus intervenciones cómicas. Ruth Llopis y Xesc Cabot tienen menos espacio para el lucimiento, pero aún así logran brillar en momento puntuales.

Hubo una frase en la función que nos chirrió un poco: “Pensar mucho es malo”. Está bien, parece de El Roto, pero dicha así queda algo evidente, como en esas obras “con mensaje”. Cuando se encienden las luces rojas ves que todo ha cambiado. Que nada ha cambiado. Que todo tiene que cambiar. Que, para empezar, hay que estar atento. Más tarde verás en la televisión al ministro de agricultura. Y pensarás muchas cosas. Y a lo mejor es verdad que pensar mucho es peligroso. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Julia (Teatro Valle-Inclán)

Quizá nuestro rechazo a buena parte del teatro contemporáneo se deba a una diferencia en la escala de valores. Nosotros, con Yeats, ponemos en primer lugar el texto. Junto a él, a los actores. Y solo en un tercer plano, al director de escena. Sin embargo, muchos “creadores” se empañan en ocupar el centro de la escena. En lugar de centrarse en sacar el mejor partido al material con el que cuentan, se empeñan en emborronar todo lo que no sea su labor estética. Y no se arredran ante textos magistrales; no, más bien se envalentonan. Pero si ponen un enorme foco a toda potencia dirigidos hacia su figura, lo normal es que salten los plomos.

Christiane Jatahy decidió en algún momento que quería lleva a escena el canónico texto de August Strindberg La señorita Julia. También opto por contar con actores capacitados. Pero lo que no quiso fue adaptarse al texto, sino que el texto se adaptara a ella. La señorita Julia es un drama clásico, que ha dado para cientos de adaptaciones sin que se agotara su capacidad de emocionar y hacer reflexionar. Pero Jatahy no estaba satisfecha, había que darle un nuevo giro. Y si Strindberg era arrollado por el camino, no es su problema. Es teatro contemporáneo.

No defendemos la postura anquilosada y reverenciadora (no hace mucho también poníamos en duda esta actitud al hablar de El duelo), pero si lo que vas a hacer no tiene nada que ver con la obra original, ¿para qué mantener una referencia al título y presentar la obra como una adaptación? Dürrenmatt fue más honrado y cuando se aproximo a Strindberg desde una perspectiva totalmente personal, escribrió Play Strindberg, Pero es que Dürrenmatt tenía talento. Así que lo que hace Jatahy no es una profanación, pues esto, si tiene valor, lo saludaríamos como una apuesta audaz. Lo que hace Jatahy es timar al espectador, y como timo deberían estar tipificadas en el código civil estas puestas en escena fraudulentas.

Lo peor es que, aunque nos olvidáramos de Strindberg, no encontraríamos en esta obra titulada Julia nada de valor. El uso de grabaciones es siempre muy peligroso y debe tomarse con precaución; convertirlo en el eje narrativo de la representación teatral es contraproducente. Por instinto, el espectador mira más a la pantalla que al escenario, y el juego que se plantea (representación y todas esas cosas) no da para tanta aparatosidad, es frustrante y alejado del hecho teatral. Además, por ponernos bravos, para ver una película vamos al cine. Pero es que para ver una película tan mal rodada como lo que se ve en Julia, ni eso.

Otra cosa que no dejará de sorprendernos es cómo hasta las muestras más desfasadas de modernidad en la puesta en escena siguen siendo acogidas con benevolencia, casi diríamos que con algarabía. Eso de romper la cuarta pared ya nos parece algo casi del pleistoceno. Se puede hacer con total normalidad, como quien hace un aparte. Pero que se acoja como muestra de valentía o ruptura de convenciones es llamativo. Por cierto, que lo del actor saliendo a la calle es "como de la temporada pasada”.

Cuando se habla de la buena labor de los actores, nos parece que quizá se está teniendo más en cuenta otros aspectos que se apartan de la interpretación, porque los pobres Julia Bernat y Rodrigo dos Santos ya tienen suficiente con acordarse de las marcas (por no hablar de la actriz que sale en el vídeo, que debía pasar por allí y a la que da pena ver). Sin ir más lejos, la escena de sexo es de lo más ridículo que hemos visto en mucho tiempo. Y sin embargo, el público no se rió, así que debía de ir en serio.


A lo mejor nosotros a veces también nos dejamos llevar por los prejuicios, porque lo que en el fondo vimos en esta cosa a partir de Strindberg fue la transformación de un drama intenso y de ilimitadas interpretaciones en un culebrón de niña tonta y criado trepa. Un muestrario de tópicos modernos que interpelan al espectador directamente a falta de facultades para hacerlo de manera sutil. Un escaparate para el director estrella que se ampara en bazas seguras para disfrazar de arrojo lo que no es otra cosa que cartas marcadas. 

jueves, 17 de octubre de 2013

Tirano Banderas (Teatro Español)

La adaptación teatral de una novela tan disparatada como Tirano Banderas ofrece extremas posibilidades de acercamiento. Por una parte, se puede optar por una puesta en escena desenfrenada, pura acción, retórica explosiva, fuegos artificiales. Una elección más conservadora sería depurar la trama y quedarse con unos mimbres más tópicos pero más seguros: la historia del dictador sudamericano tantas veces contada.

Si los responsables de esta versión se hubieran desinhibido, a lo mejor les habría salido una cosa intragable, una mamarrachada incomprensible. Pero con un poco de suerte, se habría logrado una función divertida, loquísima, fuera de lo normal. La segunda vía precisaría un hercúleo trabajo de ramoneo (nunca mejor dicho). Para alcanzar algo de claridad entre tanto barullo es necesario despojar al texto de barroquismos y definir las líneas de acción hasta alcanzar una sencillez de exposición. Claro está, esto conlleva el peligro de dejar a Valle-Inclán en cueros, aunque salvar el montaje bien lo merece. Pero la adaptación de Flavio González Mello y la dirección de Oriol Broggi se inclinan por una tercera vía intermedia. Una tercera vía de compromiso que al final se queda en ni chicha ni limoná.

El inicio de la función parece que va a tirar por el primer camino. Es decir, que no nos vamos a enterar de nada. Revolución sobre las tablas y una amalgama de personajes que se ponen estupendos soltando palabras extrañas en todos los dialectos del español y con sus correspondientes acentos. Después la cosa se calma y entramos en la historia del déspota maquiavélico y sus diferentes jugarretas. Pero es que cada escena parece cambiar de tono. No hay foco, lo cual no debería ser grave, pero es que parece percibirse que tampoco hay una idea de fondo, que se trata de un juego de acumulación en la que el despliegue de verborrea esconde la falta de sentido. En eso, tenemos que admitirlo, la adaptación es fiel al estilo de Valle-Inclán.

De hecho, Broggi consigue algunos destellos que indican que la obra podría haber sido mucho más brillante de lo que finalmente vimos. Por ejemplo, hay una escena deslumbrante de actuación y puesta en escena en la que Pedro Casablanc, esta vez como embajador de España, se pasea por el escenario como si estuviera viviendo un sueño carabetero entre mágico y psicotrópico. Pero es una escena totalmente aislada, casi sin justificación y sin continuidad. Otro apunte fallido es la idea de la médium y sus diferentes encarnaciones, en el que Broggi también deja en segundo plano la que podría haber sido muy estimulante relación entre Banderas y su hija.

Las actuaciones también adolecen de una falta de coherencia. Emilio Echevarría como Tirano Banderas, pese a ser el único actor que no dobla papeles, es curiosamente el más irregular. Parece que siempre está actuando, y si bien eso se justifica en modelos de carne y hueso, a veces también le falta convicción. Susi Sánchez da escalofríos como médium y como madre desesperada, pero sobra totalmente la fantochada de la aparición de Valle. El resto del heterogéneo reparto tiene que lidiar con la descompensación de las escenas, alternando momentos dramáticos de gran intensidad con situaciones sin pies ni cabeza.


Reconocemos que a la hora de ver este montaje, más que el libro en el que se basa, nos daba garantías la dirección de Broggi y la presencia de Pedro Casablanc. El primero, que también firma una escenografía rica y estimulante, nos defraudó en la medida en la que no ha sabido ofrecer un producto compacto, equilibrado. Por su parte, Casablanc saca toda la punta posible a personajes excéntricos, anecdóticos o sencillamente ridículos. 

lunes, 14 de octubre de 2013

La verdad sospechosa (Teatro Pavón)

Hace poco se preguntaba Andrés Trapiello en su blog: “¿Cuándo se generalizó esa moda de atrezar las óperas y las obras de teatro clásico con lo primero que se le ocurre al director? (…) ¿Qué decir de esos Don Giovanni disfrazados de Tercer Reich o esas doña Elvira en bragas y sostén, de las que habló hace no mucho Teresa Berganza, indignada, y no sin razón, tanto por la sinrazón de esas adaptaciones como por no ver tampoco en escena a demasiados Falstaff en tanga?”.

Aunque en general estas “modernizaciones” a nosotros tampoco nos gustan, no nos oponemos a ellas por principio. Ni tan siquiera pedimos que estén justificadas: con que funcionen, es suficiente. Sin embargo, pocas veces lo hace, porque suele ser un recurso superfluo, puramente aleatorio. ¿Por qué escenificar La verdad sospechosa con un vestuario y mobiliario decimonónicos? Porque sí. ¿Funciona? Para nada. De hecho hay algo de pesado, de machacón, en la puesta en escena, que se ve agravado por esta opción tan falsa. Porque la idea de juego está muy bien, pero si luego se aplasta con “conceptos”, pierde enganche.

Un momento de este montaje de Helena Pimenta que nos parece especialmente fallido es la recreación de la fiesta. Aquí está la clave del tono de toda la obra. La inventiva de Don García se visualiza de una manera evocadora, el espectador es compelido a ver lo que el está describiendo. La música y la iluminación están puestos al servicio de la sugerencia. Pero la cosa no funciona. La artificialidad vuelve a imponerse.

Lo cierto es que la obra de Ruiz de Alarcón se apoyo sobre unos mimbres muy débiles. Este tipo de comedias siempre se construyen, contando con la benevolencia del espectador, con anécdotas tontas e inverosímiles. Por eso hay que tratar con mucho cuidado que el castillo de naipes no se venga abajo. Pero en algún momento del montaje (para nosotros en al escena de la iglesia), la gracia de la confusión de nombres acaba por cansar y ya no hay buena voluntad que valga. A la versión de Ignacio García May, que es limitada en su intervención, y eso lo apoyamos, quizá le falta pulir algunas reiteraciones, aligerar algunas escenas que caen en la redundancia y lo explicativo.

Algo similar pasa con las interpretaciones. Está bien la presunción de que un estilo entre grandilocuente y caricaturesco ayude a que la farsa avance, pero en la práctica de la sensación de que todos los actores están un poco pasados en su punto de cocción, y si no se les conociera, en algunos momentos se podría pensar que esta obra está por encima de sus posibilidades.

Lo cierto es que Rafa Castejón no nos parece el actor más apropiado para el papel de Don García ni por tipo ni por aptitudes. No es una crítica a él como actor, sino a su elección para este papel. Le falta algo de chispa, de energía con la que dar vida a su personaje. La fantástica escena en la que inventa sobre la marcha su casamiento es un prodigio de escritura y está muy bien recitada y con unas marcas actorales que dan fe de su capacidad. Y sin embargo no llega, la electricidad que se espera no se transmite al patio de butacas.

Pese al exceso de énfasis del que hablábamos más arriba, el reparto en líneas generales sale bien del envite. Fernando Sansegundo pertenece a esa raza de actores que parece llevar encarnando el mismo papel desde hace 400 años, en él sí que percibimos la realidad detrás del concepto. Joaquín Notario también conoce estos característicos al dedillo y supera algunos ataques de exceso con su habitual saber estar. Marta Poveda y David Lorente parecen ser los que mejor han comprendido la pulsión de la obra y quienes mejor manejan las posibilidades cómicas que ofrece Ruiz de Alarcón.

En general, da la impresión de que todo el montaje está muy trabajado, en esto nada que reprochar a Helena Pimenta. Lástima que sus elecciones pocas veces nos convenzan. Lástima para nosotros, claro. Parece que no se le ha sacado a la obra todo lo que podría dar de sí, que la función no es tan divertida ni tan brillante como podría haber sido. Por ejemplo, la escenografía de Alejandro Andújar, demasiado parecida a una piscina pasada de moda, juega constantemente con la idea de puertas que se abren y se cierran, un concepto muy vodevilesco. Pero falta fluidez y sombra ganas de asombrar con la pericia técnica. Solo en la escena final, cuando todas las puertas se abren y se descubre toda la verdad, la idea cobra sentido. Algo similar sucede con la iluminación de Juan Gómez Cornejo, aún más claramente expresionista que ese inclinado escenario, en el que los juegos de sombras evocan un concepto que no casa en absoluto ni con la obra ni con otras soluciones de puesta en escena.


lunes, 7 de octubre de 2013

Seuls (Teatro Valle-Inclán)

Nos gusta que en una obra de teatro haya de todo: carcajadas, lágrimas, espacio para la reflexión, estallidos emocionales, preguntas y propuestas. Durante hora y media Seuls nos ofreció todos estos ingredientes en un destilado magistral, más encomiable aún si se tiene en cuenta que se trata de un “solo”. Por eso nuestra decepción fue todavía mayor cuando en la última parte de la función Wajdi Mouawad se deja llevar por el regodeo y durante más de 20 minutos cae en la más indulgente... En realidad hay un término muy expresivo que podría definir a la perfección este fragmento de la obra, pero preferimos dejarlo en “niñería”.

Desde hace años el arte francófono nos ha ofrecido un género novedoso (como todos, en realidad cuenta con numerosos antecedentes, pero su explosión es más reciente) que ya cuenta hasta con un tópico propio: la búsqueda de la propia identidad. En otros lugares (en este, sin ir más lejos), este género ha dado pie a empalagosos egotrips disfrazados de autoficción, pero por algún motivo escritores, cineastas y dramaturgos franceses han logrado elevarse por encima del solipsismo para ofrecer creaciones verdaderamente sinceras y emotivas.

En Seuls, Mouawad no cuenta su propia historia, pero sí la de alguien muy parecido a él. Un libanés exiliado en Canadá que pierde el rastro de sus raíces (otro cliché al que felizmente Mouawad sabe sacar punta) y que cae en la catatonia, quizá por un revés romántico, quizá por la falta de perspectivas. Los recuerdos de infancia y sus relaciones familiares son a la vez un anclaje pesado que no le permiten vivir su vida y una guía para alcanzar el conocimiento. Por fuerza, en esta dialéctica acabará por haber víctimas.

Tampoco es gratuito ni un mero guiño entre colegas el recurso a la investigación sobre el teatro de Robert Lepage. El arte es un método idóneo para la catarsis, para llegar a conocer la verdad a través de la creación, aunque sea ajena. En la explicación final sobre la conclusión de la tesis de Harwan comprendemos que el teatro, como contenedor de espacios y lugares, es el lugar perfecto en el que entablar una batalla entre las múltiples personalidades que conforman el individuo y tratar de llegar a una tregua interior.

La extraordinaria escena de la conversación entre Harwan y su padre comatoso es un monumento a la creación dramática. En ella Mouawad da lo mejor de sí mismo tanto en escritura como en actuación. En el primer aspecto, desarrolla una serie de anécdotas que pasan por todos los estados de los que hablábamos al principio. Es prodigiosa su habilidad para engarzar historias, sentimientos y reproches. Todo de una manera natural, creíble, reconocible. Y para ello es necesario un actor superlativo, que resulta ser el propio Mouawad. Ya desde el principio, con su aparición en calzoncillos, Mouawad desarma al espectador. Tan vulnerable, tan patético también. Quizá Harwan no sea exactamente él, pero en el tiempo que dura Seuls la comunión es completa.

La labor en la puesta en escena de Mouaward también merece ser destacada. En una habitación muy à la Perec ideada por Emmanuel Clolus, que se va trasformando sin llamar la atención según las necesidades de cada escena, el Mouaward director hace un uso contenido pero muy expresivo de música, imágenes y voces para construir un mundo que es a la vez exterior e interior, un mundo real e imaginado, un mundo que solo tiene cabida en el cerebro... o en el teatro. Sin embargo, que Mouaward ejerza de director, autor y escritor, por muy sobresaliente que sea en cada uno de estos campos, también tiene sus peligros. Si hubiera habido alguien para pararle los pies a lo mejor no hubiera pasado lo siguiente, porque...


Tras la bellísima escena de la conversación con el padre y un divertido paso por San Petersburgo, se produce un golpe dramático de una fuerza tremenda. Un “giro de guión” justificado y clarificador. Esto no nos lo esperábamos. A ver qué viene a continuación. Pero, ay, lo que llega es el diluvio. Si el ataque pictórico de Harwan hubiera durado cinco minutos, de acuerdo, tiene un componente simbólico que aceptamos, la necesidad de dar color a su vida, de expresarse más allá de las palabras. Pero esto no da para más de 20 minutos en los que Mouawad parece poseído por Miquel Barceló mientras embadurna todo el escenario con sus pinturas. En todo este tiempo el espectador pronto deja de pensar en las implicaciones personales para desear que se le acaben de una vez los tubos de pintura y lamentar el trabajo que les espera a los encargados de la limpieza. Triste final, en el más triste sentido, para lo que hasta entonces había sido un montaje memorable.     

lunes, 30 de septiembre de 2013

Ubu Roi (Teatro María Guerrero)

Es intrigante que una obra tan menor como Ubu Roi no solo siga representándose más de un siglo después de su estreno, sino que sean grandes directores de escena los que se vean atraídos por este texto... y que además el resultado sea fantástico. Creemos que, quizá más por inconsciencia que por genio, Alfred Jarry supo captar las tramas subterráneas de todo un género teatral (cuyo ejemplo más destacado sería obviamente Macbeth). La exposición grotesca y esquemática de estos lugares comunes da pie a juegos teatrales que despiertan en los directores sus ansias de experimentar (con gaseosa) y en el espectador sus ganas muchas veces refrenadas de reírse de toda panoplia dramática.

Precisamente Declan Donnellan dirigió hace pocos años un extraordinario Macbeth, por lo que no nos cuesta demasiado establecer una completamente gratuita e infundada teoría sobre sus motivos para una nueva puesta en escena de Ubu Roi. Tras el paroxismo de la tragedia, no viene mal un divertimento. Un divertimento que permite desplegar su espíritu gamberro, sus ganas de arramblar con todas las convenciones, una desinhibición de los buenos modales teatrales. Y con él, el espectador también puede disfrutar de un respiro, de un dejarse llevar por la disparatada historia de Ubu sin abandonar la sala del teatro de calidad (por cierto, que la por una vez en apariencia convencional escenografía de Nick Ormerod podría ser fácilmente vista como una parodia de ese mismo teatro de calidad).

En cualquier caso, es obvio que Donnellan ha disfrutado de lo lindo con este juguete. En el largo vídeo inicial (que, unido a los primeros minutos intrascendentes de la función hacen pensar si este es nuestro Donnellan o nos hemos equivocado de sala) vemos todo el arsenal que más tarde será utilizado. Ubu no deja de ser una función escolar, y como en ellas, hay que recurrir al atrezo que haya a mano e ingeniárselas. Cada objeto de la vida cotidiana adquiere una nueva función, ingeniosa y a veces brillante.

Donnellan tampoco se corta a la hora de echar mano de las convenciones más ridículas de las historias de terror. Si las partes de transición en el salón burgués recuerdan esas escenas de Jacques Tati en las que los personajes hablan sin que se les entienda (o sin que importe lo que dicen), las partes de la representación evocan las películas sobre Poe de Roger Corman, o incluso más todavía El jovencito Frankenstein, con puertas que chirrían, tormentas de nieve como fondo y todo eso. En este sentido, el trabajo de Pascal Noel en la iluminación y Davy Sladek y Paddy Cunneen en la música aportan ese tono entre paródico y grandilocuente que tan bien se ajusta a las pretensiones del director.

Si estamos acostumbrados a que Donnellan nos descubra a grandes intérpretes británicos (desde Will Keen y Tom Hiddleston hasta Lydia Wilson), en esta ocasión podemos comprobar cómo se adapta a los muy distintos actores franceses. Y el resultado es impresionante. Christophe Grégoire, como Ubu, ejercita una actividad tan extenuante que a mitad de función parece que no va a poder continuar. Su voz impostada, su expresión corporal y su capacidad para ir de lo amenazante a la grotesco dan todavía más valor a su creación. Camille Cayol, la tía Ubu, no se queda atrás en su esfuerzo y logra ser realmente dramática de golpe, sin aviso previo, cuando se esperaba un chiste más, para a continuación dar otra vuelta de tuerca y regresar al terreno de la parodia con la mayor naturalidad. El resto del reparto, ágil en los juegos mímicos, como la prodigiosa escena de la marcha atrás o en los divertidos cortes al “mundo real”, se toma su tarea tan en serio como exige una broma de este calibre.


Sería absurdo pretender situar Ubu Roi en la misma categoría que los dramas isabelinos habituales en Cheek by Jowl, así como tampoco nos parece muy convincente intentar establecer interpretaciones sobre la actualidad basándose en este montaje. Este Ubu Roi es simplemente una comedia ligera, una diversión para recordarnos que no es conveniente tomarse demasiado en serio el teatro (al menos no todo el tiempo), y que de vez en cuando no está mal simplemente reírse y pasárselo en grande. Pasa en las mejores compañías.