lunes, 25 de noviembre de 2013

30 / 40 Livingstone (Teatro de La Abadía)

30/ 40 Livingstone es una de esas obras de teatro que leídas no deben de tener ningún sentido, y seguramente poca gracia. Bandadas de profesores de escritura dramática caerían fulminados si tuvieran que hacer frente a su revisión. Y sin embargo, verla supone una experiencia impagable, una infusión de buen humor sostenida durante sus fugaces 90 minutos. Sería fácil endosarle el típico eslogan de “no me reía tanto desde...” y rellenar con una fecha que empieza por 19.

Ya desde el inicio el espectador entra en un mundo desconcertante del que nunca saldrá. ¿Qué está pasando? A mí no me preguntes. ¿Qué va a pasar ahora? Yo creo que ni los autores lo saben. El espectador puede tentarse la ropa. ¿No estaremos ante una de esas ocurrencias dadaístas que envuelven en vanguardia lo que no es otra cosa que falta de ideas? Pero, en este sentido, la incertidumbre dura poco. En cuanto Sergi López empieza a hablar con su padre, comienzan las carcajadas y la búsqueda de un “mensaje” o de alguna coherencia se hacen innecesarios.

Cierto que hay algunas inevitables referencias de actualidad, y que no sería difícil ampliar la interpretación de la obra hacia terrenos políticos o existenciales. Nosotros nos decantamos más por una hermenéutica teatral, pero son cosas nuestras. En cuanto a la coherencia, ni tan siquiera el personaje interpretado por Sergi López mantiene una personalidad descifrable. Sus cambios de humor instantáneos, sus variaciones de tono, podrían hacer pensar que se trata de personajes diferentes. De hecho, la interpretación de López es tan extraordinaria que podrían colar como personas diferentes. Un poco de maquillaje, un cambio de vestuario, y sin duda nos lo tragaríamos.

Porque el trabajo de Sergi López es tan espectacular que se merecería una ovación más larga que la obra. Hace poco leíamos que Sarah Bernhardt inventó el telón más rápido del mundo para asegurarse un número mínimo de saludos. Esta obra no tiene telón, pero bien merecería la pena esperar al telón cortafuegos. Y si López está inmenso, el oficio más sutil de Jorge Picó no desmerece en absoluto. Es un ejercicio de precisión y de extrema dificultad, puramente físico. Y Picó transmite la gracilidad del ciervo, su elegancia y su debilidad, con una fidelidad absoluta. Además, la química entre ambos actores, el tempo perfecto en el que se mueven, es otra muestra de su sinergia.

En esa galería de múltiples personajes en uno, López pasa de niño asustado en su conversación con el padre a audaz aventurero; después será un entregado fiel del culto cérvido, un intransigente juez de tenis, un despiadado cazador... En cada momento su trabajo físico es desbordante (y digno de elogio que ponga tanto empeño en mantener su barriga: nunca habíamos visto sacar tanto partido cómico de una barriga, que tras el desgaste físico que le supone a López cada función debe de ser mantenida con mucho mimo). Si Picó desempeña un papel ligero, etéreo, cuidado en cada movimiento, López es más rotundo, hiperactivo, y con momentos delirantes como la danza que le dedica a su padre. No menos grande es su trabajo vocal, que pasa por todos los tonos, desde el sumiso y agudo hasta airado y grave, pasando por todos los grados intermedios.

Dicho esto, se podría tomar 30 /40 Livingstone como una obra concebida por Sergi López y Jorge Pico, que también ejercen como autores y directores de escena, para su lucimiento. Una sucesión de grandes momentos postureros. Pero la obra también tiene una gran concepción dramática, por mucho que pudiera asustar a algunos expertos. Por ejemplo, la escena en la que López enumera los descubrimientos que ha hecho a lo largo de sus seis años de aventuras tiene una sonoridad lírica que demuestra un gran habilidad para la evocación.

Si tuviéramos que contar “de qué va” la obra, no tendríamos ni idea de qué decir. Quizá un espectáculo de humor, tenis y antropología, como se anuncia. Tampoco sabríamos definir el género. Ni identificar sus temas. No podríamos estudiar su estructura ni aclararnos sobre el dibujo de sus personajes. No hemos sacado ninguna conclusión. ¿Qué es esto? En una palabra, teatro.

lunes, 11 de noviembre de 2013

La verità (Teatro Valle-Inclán)

Uno de los grandes valores del teatro es su condición de irrepetible. Por muy ajustado que esté un montaje, no hay dos funciones iguales. Es lo que hace del teatro el arte más vivo. Pero también tiene una contrapartida: nunca podremos volver a disfrutar de un espectáculo en concreto, nunca podremos revivirlo. Solo nos queda la memoria. Y aunque Daniele Finzi Pasca dice que la memoria es la verdad, nosotros no somos tan optimistas. Por eso a veces, durante la función, cuando no nos creíamos toda esa fabulosa verdad que estábamos viendo sobre el escenario, intentamos disciplinarnos: recuerda, memoriza lo que estás viendo, que no se te olvide, intenta grabar estas imágenes en tu cerebro. Porque La verità no se ve todos los días. Ni se volverá a ver. 

Si alguna vez hemos visto algo cercano al espectáculo total, eso es La verità. El teatro convencional es lo que ocupa una parte más marginal, aunque Beatriz Sayad tiene su momento para la evocación, y sus payasadas con Rolando Tarquini no se quedan en meros rellenos para hacer tiempo mientras se monta el siguiente número. Pero tampoco es solo circo, una sucesión de novamás sin estructura ni forma. Lo que logra la compañía de Finzi Pasca es un conjunto armonioso y deslumbrante.

No tenemos mucha confianza en nuestra memoria, pero va a ser difícil olvidar las bellísimas imágenes que se suceden a lo largo de las dos horas del espectáculo. La mezcla de la escenografía llena de inventiva y matices de Hugo Gargiulo con la iluminación juguetona del propio Finzi Pasca y Alexis Bowles, unidas a la mágica música de Maria Bonzanigo y al vestuario infinito de Giovanna Buzzi crean una atmósfera etérea que contribuye a que no nos podamos creer lo que nos enseñan los fabulosos artistas de la compañía. A pesar de que la excusa de la obra sea un telón de Dalí, nada tiene que ver este universo con el surrealismo de consumo rápido del pintor. La escena fulgura, cierto, pero la avalancha de sensaciones nunca llega a aturdir. Lo que consigue más bien es que nos despertemos... en un sueño. 

Hay algo en la perfección que parece inhumano. Muchas veces puede provocar asombro, pero también frialdad. Sin embargo, en los números circenses, el más mínimo desliz y todo el hercúleo trabajo llevado a cabo queda en las ruinas. Es difícil lograr alcanzar el equilibrio para que un número sea ejecutado sin error alguno, transmitiendo asombro e inverosimilitud, y que a la vez consiga emanar cercanía, una percepción de admiración mezclada con simpatía. La verità no recela del “más difícil todavía”, pero tampoco cae en los fuegos de artificio. 

Desde el primer número, un patoso ballet en el que la ridiculez bien asumida se gana al público, todo lo que vendrá será un espectáculo prodigioso que bordea la inverosimilitud. Así, el momento en el que Félix Salas desafía la flexibilidad del cuerpo humano produce grima en el patio de butacas, pero también reconocimiento de lo que se es capaz de hacer con dedicación y unas condiciones extraordinarias. No desgranaremos uno a uno los números de la función, porque todos ellos son dignos de los mayores elogios y se nos acabarían los adjetivos del panegírico. Lo mismo se puede decir de cada uno de los artistas, que parecen capaces de cualquier cosa, desde un juego de malabares que parece más propio de la magia, hasta una sinfonía con vasos que es pura virguería, pasando por las variadas demostraciones de equilibrismo ojiplático.

También nos gustaría destacar el trabajo de unos profesionales a los que raramente se cita: los técnicos. En un montaje tan delicado como La verità, en el que cada milésima de segundo cuenta, la labor de estos técnicos es primordial. Y es que para conseguir un espectáculo total es necesaria la colaboración de todo el equipo, y que todos estén a la altura. Solo una de las múltiples lecciones que deberemos retener de este (esperemos) imborrable montaje. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

Los amores de la Inés / La verbena de la Paloma (Teatro de la Zarzuela)

Hasta la persona más ajena al mundo de la zarzuela ha oído hablar de La verbena de la Paloma. Y no solo eso, sino que, aunque no lo sepa, también conocerá muchos de sus temas. Por no hablar de giros que han pasado a la lengua común, como lo de “las ciencias adelantan que es una barbaridad”, “una morena y una rubia” o “dónde vas con mantón e Manila” (quizá origen del habitual error gramatical, por cierto). Como pasa con Arniches, ya no se sabe que vino primero, si la representación o la realidad, pero el hecho es que el casticismo de la obra sigue siendo perfectamente reconocible y disfrutable.

Para José Carlos Plaza debe de ser una gozada montar espectáculos como esta sesión doble de Los amores de la Inés y La verbena de la Paloma. Pero no es uno de esos directores que se solazan en el autohomenaje ajenos a cualquier concesión al público. Ese goce también se trasmite al patio de butacas, que disfruta con unas zarzuelas magistralmente ejecutadas, dos obras de precisión en las que todo funciona a las mil maravillas. Si tienes unos textos redondos, unos músicos de gran solvencia y unos cantantes-actores de primera categoría, ya solo queda empezar a jugar y disfrutar de principio a fin.

Los amores de la Inés es un pequeño sainete de argumento mínimo y mucho salero. Los diálogos de Emilo Dugi se sobreponen a lo banal de la premisa y en la escasa hora que dura la representación el espectador se deja llevar por una gracia de otro tiempo que todavía sigue funcionando. La parte musical, nada menos que obra de Manuel de Falla, es escasa, pero da espacio para el lucimiento de Susana Cordón y Enrique Ferrer, que rinden homenaje a la grandeza de la música con unas intervenciones melancólicas y poderosas. También destaca en el apartado cómico el Fatigas de Juan Carlos Martín y el saber estar de Santos Ariño.

Ariño repetirá papel en La verbena de la Paloma, pues de una manera sutil Plaza da continuidad a las dos obras introduciendo algunos de los personajes de Inés en La verbena. Seamos claros, Inés es una curiosidad muy agradable y que vimos con satisfacción, pero todos estábamos esperando lo mismo. Porque no somos unos expertos en zarzuela, pero La verbena de la Paloma es un monumento, da igual de qué género hablemos. Y desde los primeros compases, empezamos a sentir ese placer que quizá solo el gran teatro musical transmite.

La música de Tomás Bretón tiene ese genio que no se sabe de dónde viene, pero que cala en el subconsciente colectivo hasta convertirse en una banda sonora compartida que va más allá de épocas y lugares determinados. Por su parte, el texto de Ricardo de la Vega sabe sintetizar de una manera prodigiosa una manera de ser y de hablar no ya de forma naturalista, porque una expresividad tan fresca y creativa es a la fuerza fruto de una gran inventiva, sino diríamos que generadora por sí misma de una manera de identificarse. Si existiera el nacionalismo del barrio de La Latina, La verbena de la Paloma sería su himno. 

 Y el montaje está a la altura de las expectativas. Para abrir boca, Enrique Baquerizo ofrece un Don Hilarión irreprochable, bien caracterizado, muy suelto en la escena y que clava sus intervenciones, tanto las musicales como las cómicas. Cuando sale Damián del Castillo parece que su Julián va a ser un aguafiestas, pero solo hace falta que se ponga a cantar y ganarnos para la causa. Otro momento que a nosotros nos produce reparos, por motivos personales, es la intervención de la cantaora. Pero no podemos más que admitir la grandeza de María Mezcle, que al final se llevaría una de las mayores ovaciones del público.

Muy a menudo nos encontramos en las zarzuelas a las que asistimos con María Rey-Joly, y será porque sabemos que su presencia ya es una garantía. Su Susana tiene todo el poderío que se le demanda, y ya sabemos que Rey-Joly es una cantante extraordinaria. En la parte cómica, nos rendimos anta la tía Antonia de Amelia Font. De hecho, si la obra no fuera destacable en tantos aspectos, arrasaría con la función. Sus intervenciones descaradas, agónicas, al borde del ataque de asma, tienen una gracia irresistible.

Si Plaza domina la puesta en escena con una sabiduría y un control matemático, la parte musical no es para menos. La orquesta dirigida por Cristóbal Soler es enérgica, juguetona, impetuosa. La escenografía de Francisco Leal es un homenaje a la pintora Amalia Avia, y si en Inés no da mucho juego, en La verbena adquiere una dimensión mucho más elaborada, con continuos juegos de perspectiva y movilidad. Leal también se ocupa de la precisa iluminación, mientras que debemos citar la labor de Pedro Moreno en un vestuario tan familiar como la propia zarzuela, y a la vez tan ejemplar.


Lo único malo que podemos decir de la función se refiere a parte del público. Cada vez odiamos más la costumbre de abandonar el teatro mientras los actores están saludando. Y parece una costumbre cada vez más extendida. Si el público de la Zarzuela, en su mayoría bastante veterano y que en gran proporción “se viste para ir al teatro”, para entendernos, protagoniza lamentables actos como el que vimos el otro día, ya no sabemos qué medidas deberían tomarse. No están las cosas como para listas negras que impidieran el regreso a una sala de teatro hasta pasar por un cursillo de buenos modales, pero de alguna manera habría que afearlo. ¿Luces cegadoras y sonidos atronadores para los que salgan al vestíbulo antes de tiempo? Solo damos ideas.