lunes, 16 de junio de 2014

La bella de Amherst (Teatro Guindalera)

Al contrario de lo que es habitual en el teatro, La bella de Amherst comienza cuando se encienden las luces. Es la luz que irradia Emily Dickinson, una poeta natural, capaz de transformar lo banal en trascendente sin ni tan siquiera tocarlo: basta su mirada para dotar a una fotografía de vida; también resplandece un escenario caótico y a la vez lleno de sentido, un espacio íntimo convertido en acogedora plaza pública, un saloncito al que estamos invitados con la mayor amabilidad y donde desde el principio nos sentimos en un territorio indefinido entre la cotidianidad y el mundo inasible del genio creativo; y simultáneamente el espectador se verá deslumbrado por María Pastor, o ese trasunto en el que durante hora y media se encarna Emily Dickinson para acompañar a sus invitados en un recorrido por su vida y su obra, tan frágil que da miedo tocarla, tan poderosa que 150 años después permanece inmarcesible.

Mucha gente puede sentirse intimidada por un monólogo de hora y media con una poeta como única protagonista. Y de hecho el experimento podría haber salido rana: hubiera sido comprensible que William Luce cayera en un estilo poético falso, de elevadas intenciones y cursis resultados. Tan comprensible como imperdonable tratándose de Emily Dickinson. Pero Luce tiene la sensibilidad y el tacto como para no caer en las trampas: su Dickinson es divertida, pícara, con un talento narrativo a la altura de su magnífica poesía. Pese a su dura existencia, ni una queja sale de su boca. Ni una mala palabra sobre nadie, más allá de alguna inocente broma sobre cotillas y beatas intolerantes. Nada de decepción, de rabia. Es algo tan inusual que parecería un ser seráfico. Pero tampoco se llega a esos extremos de santificación. Llanamente, Dickinson era una buena persona, una bella persona, en el mejor de los sentidos. Y estamos encantados de pasar la tarde con ella en su perpetuo presente, en su eternidad gloriosa.

Si la arquitectura de Luce es sutil, equilibrada, sin valles, en un continuo y melodioso progreso en el que historia personal y poesía aparecen intrincadas de una manera totalmente fluida, la puesta en escena de Juan Pastor es igualmente limpia. Aquí también podríamos hablar de la mejor arquitectura, la más sencilla, la que no se exhibe, sino que esconde tras una capa de normalidad la sabiduría del trabajo bien hecho. Sin trucos efectistas, pero con hallazgos a cada paso; nada de espectacularidad ni de llamar la atención, sino atención al detalle y visión despejada. A la hora de llevar la poesía a la escena una dirección efectista habría tirado por el lirismo más evidente, juegos de colores y músicas y todo eso. Pastor, en el más puro estilo dickinsiano, opta por el susurro, por pasar casi desapercibido, como si no quisiera molestar, pero utilizando con sagacidad leves toques que en su conjunto forman un todo armonioso y equilibrado.


Como no podía ser menos, el trabajo de María Pastor sigue esta misma línea. Y sin embargo es imposible no rendirse ante su despliegue interpretativo. Esta hora y media es una completa y magistral lección actoral, y no lo decimos como frase hecha. María Pastor es consciente del poder subyugante de su voz y utiliza todos los registros conocidos por la humanidad para dar color a su Emily. Además, tiene una dicción extraordinaria, y aquí por ejemplo muchos actores jóvenes deberían tomar nota de cómo se debe hablar en el teatro. No hay nada de impostado en sus declamaciones, de hecho a veces se hace difícil distinguir cuando está hablando con normalidad y cuando cita poemas: en todo momento mantiene un espíritu conmovedor, sin sentimentalismos. Su gestualidad es otro elemento digno de análisis, y en un espacio como el Teatro Guindalera se puede apreciar casi táctilmente este valor. Nada de exageraciones, de “caras” para la galería, pero sí un repertorio en apariencia inacabable. Cuando sonríe, el mundo sonríe con ella; cuando se preocupa, una ceja es suficiente para poner el mundo patas arriba; cuando le inunda la emoción, el brillo de sus ojos hacen que todos nos sintamos inquietos. Por cierto, que ese brillo sí que es imposible enseñarlo, para eso hace falta ser una actriz nata. Y para completar el cuadro, qué manera de moverse, qué elegancia en cada una de sus poses, cuando corre o salta, cuando se desliza y sin que te des cuenta ha cambiado de posición. Cuando abre una mano y se enciende una luz parece lo más normal del mundo, parece que es ella quien ha creado el mundo, y en cierta medida es así. Pero cuando todas las luces se apaguen y la función haya terminado, todavía algo permanecerá.

lunes, 2 de junio de 2014

Muda (Sala Mirador)

Si al hablar de Los ojos no pudimos encontrar ni una sola pega, con Muda vamos a tener que ser mucho más duros desde el principio: es una injusticia que la obra sea tan corta. Con lo bien que nos lo estábamos pasando y lo a gusto que estábamos en tan buena compañía, y hala, se encienden las luces y todos a la inhóspita calle, por decirlo finamente. Así que por una vez nosotros también seremos breves.

Entre otras cosas porque todo lo bueno que dijimos de Los ojos se podría repetir aquí con leves adaptaciones: la extraordinaria escritura de Messiez, con su ojo clínico para sacar punta a las experiencias más pedestres (esas paternas lecciones sobre el jabón, esa terrorífica visita al subte); y las no menos extraordinarias actuaciones, con una Fernanda Orazi a la que ya no se nos ocurren más hipérboles que adjudicarle, una Marianela Pensado que logra ese milagro teatral de decirlo todo sin decir nada, y un Óscar Velado que nos hace pensar que esas quimeras (porteros) que tanta inquietud producen a lo mejor en el fondo son seres adorables.


En Muda hay más humor que en Los ojos, pero la misma valentía para sumergirse en los terrenos del melodrama de manera audaz y sin cortapisas. Como sucede en los libros de Carson McCullers, todos los ingredientes del dramón son válidos si su tratamiento es sensible y elegante. Y, sobre todo, si sus personajes son tan queribles, tan cercanos, tan especiales. Pueden estar rotos como una muñeca de porcelana, pero eso también los hace únicos.