lunes, 26 de enero de 2015

Don Juan Tenorio (Teatro Pavón)

Como decía Godard respecto al cine, con los mitos vale todo, pero no todo vale. Porque con Don Juan Tenorio se han hecho tantas versiones, tantas lecturas, tantas revisiones y actualizaciones, que parecería que ya es imposible ofrecer algo nuevo. Y la crítica ideológica es legítima. Pero ya que montas la obra de Zorrilla, al menos no escupas sobre su tumba. Puestos a desmontar mitos románticos, y es solo una idea, quizá sería más interesante poner en primer plano, por ejemplo, la figura de Teresa Mancha, la amante de Espronceda sobre la que Rosa Chacel escribió una novela que no estaría de más recuperar. Porque si te planteas hacer una crítica al machismo, etc. usando la obra original tienes dos opciones: ir por la parodia (el burlador burlado), camino que a Blanca Portillo parece no interesarle; o ponerse solemne, y entonces la paradoja te explota en la cara a la mínima que se caiga en la pomposidad.

Pero más allá de estas consideraciones discutibles, hay un aspecto puramente teatral del montaje de Portillo que hace su visionado más un esfuerzo que un placer. Comprendemos que tiene que ser muy duro tener una buena idea, desarrollara y que quede bonita para después darse cuenta (porque estamos seguros de que en algún momento alguien se dio cuenta) de que no funciona en absoluto. Nos referimos, evidentemente, a los interludios musicales de Eva Martín. En una función ya de por sí con graves problemas de arritmia desde su primera escena (y eso que el inicio de Don Juan Tenorio podría parecer imbatible), la inclusión de estas canciones mientras se alargan los cambios de decorados parecen un acto de autosabotaje del que nadie ha querido hacerse responsable.

Otro aspecto que llama la atención en esta versión es que siendo Portillo una de las mejores actrices del país, haya estado tan errada tanto en la elección del reparto como en su dirección. Aparte de que algunos de los actores tengan graves problemas de dicción (y no nos referimos al italiano, que es una historia aparte), en general los intérpretes parecen o mal elegidos o totalmente impropios. Por suerte se salva de la quema José Luis García-Pérez, que sabe imponer su presencia y evitar todas las trampas que le plantean (como ese bobalicón guiño final, que le obliga a salir y entrar del personaje en un instante). También destacaríamos a la Brígida de Beatriz Argüello, que hace desaparecer no solo al resto de personajes femeninos, sino que parece emerger de otra obra desplegando saber estar, gracia y elocuencia.

Para la puesta en escena parece que Portillo ha querido crear un clima pesadillesco y tenebroso, pero el componente pomposo del que ya advertíamos se cobra aquí su mayor pieza. Porque en realidad abundan las ocurrencias pelín ridículas (cuando los personajes sacan una pistola parece que se ve el tapón rojo, como en Birdman, o se ponen a gritar como Al Pacino al final de El Padrino III, solo que en vez de sublime suena a disparate, o las puertas imaginarias chirrían una y otra vez provocando el efecto de pizarra rasgada, o los actores aparecen completamente vestidos de negro y su voz reverbera, lo que tendría que darnos mucho miedo). Hasta tal punto se resaltan los puntos más flojos de la obra que nos hace percatarnos de una incoherencia que hasta ahora nos había pasado desapercibida: después de cuatro monerías y de cuatro ripios, doña Inés es capaz de hacer que don Juan se plantee su redención, como si se le hubiera aparecido el Espíritu Santo. Pero no seamos injustos, que esto, al menos, es culpa de Zorrilla.

lunes, 19 de enero de 2015

Rinoceronte (Teatro María Guerrero)

Cuando escribió Rinoceronte Eugène Ionesco tenía muy claro quién era el monstruo. Pero si la obra mantiene hoy en día su fuerza original es porque ese monstruo era lo suficientemente difuso (y acechante) como para poder encarnarse en formas muy diversas. Si la referencia obvia es a los totalitarismos, según la percepción de cada uno en la actualidad el rinoceronte podría tomar forma de nacionalistas, politólogos o (siguiendo la última encarnación de moda), cuñados. Porque lo más terrible de la obra es comprobar cómo la sociedad moderna todavía no ha encontrado remedio para la infección y de un día para otro nos encontramos que a la gente empieza a salirle cosas raras de la cabeza.

Cuando se renuncia a la individualidad en pos del grupo, cuando las personas dejan de pensar y, como si de partidos políticos se tratara, adoptan un argumentario, cuando la imposición ideológica eclipsa cualquier intento de discutir ideas, se ha iniciado el camino hacia el desastre. Y esto es lo que Ionesco supo retratar de manera magistral. En un mundo en el que la razón está en decadencia, lo lógica ha fracasado y el humanismo ha sido derrotado, su Berenguer es el último hombre libre. Porque aunque se sepa vencido, aunque ya no se sepa lo que es natural, cuando el significado de las palabras se ha invertido, él seguirá en pie, en lucha.

Al principio de esta versión de Ernesto Caballero percibimos nuestras propias debilidades: cuando vemos un teatro tan puro y electrizante, tan sabio y divertido, creemos que podríamos ser capaces de cualquier cosa, incluso de caer en las garras de los teatreros. A un ritmo que hace ir con la lengua fuera para seguir sus galopadas, nos encontramos con escenas que en paralelo van desde la profundidad existencial (el Berenguer que no soporta la soledad pero que no quiere compañía) hasta el más puro disparate (la discusión sobre los cuernos de los rinocerontes: por cierto, que no falta detalle, una de las espectadoras (?) situadas detrás de los actores tenía tal cara de acritud que daba un extra de comicidad a la situación: a lo mejor hasta estaba preparado).

Cuando aparece Pepe Viyuela, lo cierto es que nos cuesta un poco entrar en sintonía. El Berenguer resacoso que presenta es un poco estereotipado, como un tirado de la vida demasiado autoconsciente. Pero Viyuela no tardará mucho en ponernos de su parte. Según avance la historia, su desesperación misantrópica da paso a un amigo dispuesto a todo por recuperar a las personas en las que cree; a un compañero que se rebela frente a la renuncia voluntaria que los demás hacen de todo en lo que ha creído hasta entonces; en un enamorado que está seguro de que una pareja puede enfrentarse al mundo y salir victoriosa; y de un hombre que vive en épocas oscuras y que necesitará de toda su fuerza para mantener su integridad. No es tarea fácil, y Viyuela completa el ciclo con sobresaliente.

En el segundo acto la acción sigue en lo más alto. En la oficina vemos la escenografía en todo su esplendor. Paco Azorín ha construido una especie de jaula que además de a nivel simbólico también ofrece toda la versatilidad que necesita la incombustible puesta en escena. Lo cierto es que la factura estética de la obra es impecable, con la iluminación de Valentín Álvarez y el sonido de Luis Miguel Cobo perfectamente conjuntados para crear un ambiente entre insólito y perturbador, y un vestuario de Ana López Cobos que transmite todo lo necesario sin alardear. Pero el gran momento del acto, si no de todo el espectáculo, es la escena en la que Berenguer visita a Juan. Aquí la composición de Fernando Cayo es impresionante, asistir a su transformación de un débil enfermo a un poderoso rinoceronte con el simple uso de la voz y de su cuerpo deja con la boca abierta. Antes de que se quite la ropa, incluso hubiéramos jurado que estaba usando algún truco para parecer más grande, tan apabullante es su presencia escénica.

Aunque comprensible, es una lástima que en el tercer acto el fulgor ya no sea tan poderoso. La escena con Dudard (por cierto, que José Luis Alcobendas parece continuar aquí con su personaje de Un hombre con gafas de pasta, incluso lleva traje y peinado muy similares) se alarga demasiado en teorizaciones y vueltas a conceptos ya tratados sin que la puesta en escena logre dinamizar este espacio de reflexión. Con la llegada de Daisy la situación vuelve a coger impulso, con grandes momentos románticos incluidos (“en unos minutos hemos pasado por veinte años de matrimonio”). Es en estas escenas volvemos a comprobar que Fernanda Orazi puede hacer volar cualquier teatro en el que ponga los pies. Y entonces llega el bombazo final, de esos que se suelen calificar como “esperanzadores”. Porque aunque todo esté en ruinas, pervive el espíritu de independencia. (¿Alguien ha dicho “independencia”?).

Reiteramos: Después de algún bajonazo y de que algunas decisiones cuestionables nos hubieran hecho perder gran parte de nuestra fe, volvemos a disfrutar del mejor Ernesto Caballero, audaz y valiente, capaz de tratar una obra tan relevante como Rinoceronte al mismo tiempo con respeto y desde una perspectiva personal.
Recuperamos: Tenemos que citar a esa magnífica pareja que forman Paco Déniz y Juan Antonio Quintana, que dan fe de que Rinoceronte es, también, una obra divertidísima. Y es que el humor es una de las características de las que el monstruo, en cualquiera de sus encarnaciones, siempre carece. El lógico de Déniz, con su canción incluida, resume en sí mismo la parte en apariencia más contradictoria de la obra, la dificultad de la filosofía para resolver los problemas más cotidianos, y a la vez su condición de referente (insuficiente) para mantener la cordura.
Recordamos: Que hace justo once años se estrenó en La Abadía una versión de El rey se muere dirigida por José Luis Gómez. Sin esa obra, a lo mejor hoy no estaríamos aquí. Este Rinoceronte no ha supuesto para nosotros una convulsión del calibre de lo que supuso aquella, pero no nos extrañaría que pueda descubrir a muchas personas de lo que es capaz el teatro.

lunes, 12 de enero de 2015

Las heridas del viento (Teatro Lara)

En El olvido que seremos (uno de los libros más conmovedores de la última década) Héctor Abad Faciolince cuenta cómo, después de la muerte de su padre, descubrió unas cartas de este en su despacho que le revelaron una sorprendente relación homosexual. El autor, no por vergüenza, sino por respeto a la intimidad paterna, prefiere no entrar en detalles. Pero está claro que ahí tenemos una historia apasionante. En Las heridas del viento Juan Carlos Rubio parte de la misma premisa, y esto no es lo único que su obra comparte con el libro de Abad Faciolince, pues aquí también encontramos la misma delicadeza, la misma complejidad en las relaciones entre padres e hijos, el mismo tacto para hablar sin tapujos pero sin sensacionalismo de temas profundos y universales.

Es muy frecuente que autores actuales traten de disfrazar de falso naturalismo lo que no es más que falta de creatividad (y lo mismo se podría decir de muchos actores que disimulan tras el mimetismo la incapacidad para vocalizar). Pero el caso de Juan Carlos Rubio es totalmente opuesto. A él no le preocupa que su texto pueda sonar elevado, poco realista. La manera de hablar de Juan es tan brillante que es imposible pensar que alguien de verdad puede expresarse así. Pero no importa, porque su pretensión es más poética que verista, porque cuando un personaje teatral habla no tiene que hacerlo obligatoriamente como se habla en la calle. Si nos tragamos tantas cosas, ¿por qué no íbamos a transigir con un artificio así, cuando a cambio obtenemos un texto de una belleza y un vuelo que trasciende la representación?

De hecho, el texto de Las heridas del viento podría pasar perfectamente por una obra de narrativa, como un cuento preciosista en el que cada palabra está elegida a conciencia. Un texto que suena de maravilla y que esconde tantos misterios como desvela secretos inconfesables. La construcción puede ser esencialista: se plantea el drama, se suceden los encuentros en los que se produce la revelación, y llegamos a un final en el que se concluye que nunca podremos conocer a los demás en todos sus perfiles, y que está bien así. Pero, como se dice explícitamente en la obra, lo importante son las formas. Y Juan Carlos Rubio sabe tejer esta en apariencia sencilla trama con la humanidad y el cariño que metamorfosea el argumento más básico en un mapa del alma.

Para encarnar un personaje como Juan, tan atractivo como a veces incomprensible, hace falta un actor que desprenda su misma sensibilidad, su encanto y también sus debilidades. Y lo de Kiti Mánver es prodigioso. Su sorprendente trasformación inicial es casi lo de menos. La realiza con tanta simplicidad que hasta parece normal. Y no, porque lo que vemos es la construcción del personaje ante nuestros propios ojos. Y lo que vendrá después es ya de antología. No hay nada de artificial, nada de exhibicionismo.

Lo que tenemos es a una actriz que se ha apoderado de su personaje hasta transformar todo lo que podría tener de inverosímil en totalmente natural. Y, superado el escollo, un hechizo. Juan siempre parece tener la réplica más apropiada. Sabe dar la vuelta a los argumentos con desparpajo. Es un descreído que ya lo ha perdido todo. Pero todavía le queda el rescoldo de la pasión, esa mezcla de arrepentimiento y exaltación que le acompañará hasta el final. Y frente al despliegue seductor de Juan, el David de Dani Muriel es mucho más contenido, casi reprimido. Escondido tras su elegancia y saber estar, se oculta el hijo decepcionado e inseguro, el investigador en busca de respuestas que nunca podrá obtener y de sensaciones irrecuperables. Muriel agranda a su personaje con su presencia y homenajea al texto con una exposición impecable.

lunes, 5 de enero de 2015

En un lugar del Quijote (Teatro Pavón)

Hay gente, lo sabemos, que solo disfruta con la decepción. Incluso cuando algo les gusta, se decepcionan porque no les haya decepcionado y solo así pueden estar satisfechos. A nosotros, sin embargo, las decepciones nos duelen. Y como en el teatro las decepciones son tan habituales, ya tenemos un escudo protector: no hacerse demasiadas ilusiones. Porque, además, si algo abunda en el teatro son los falsarios, los impostores: está en su naturaleza. No te puedes fiar del crítico más respetable (seguramente menos que de nadie), ni de los entusiastas, ni de los irónicos. Y sin embargo, hay veces en que la unanimidad es tal, lo que llega es tan seductor, que caes en la trampa.

Y lo lamentamos. Porque En un lugar del Quijote nos parece una buena obra, y sabemos que las loas que ha merecido son sinceras, pero a nosotros no nos ha entusiasmado. Y querríamos haber disfrutado, haber reído sin prejuicios y habernos dejado llevar por su deslumbrante ingenio. Pero la función, muy valorable en muchos aspectos, no nos encandiló, que era lo que esperábamos. Puede parecer que con El Quijote como punto de partida es difícil fracasar, pero todavía recordamos la versión que hizo nada menos que Fernando Fernán Gómez como una de las experiencias teatrales más tediosas que hemos sufrido. Así que, cierto, lo de Ron Lalá tiene mérito. Compactar las dos partes de El Quijote en un espectáculo de hora y media sin que quede apresurado ni tachonado es digno de elogio, y además sirve como excelente introducción para quien no conozca el libro. Pero.

Aunque la función no está estrictamente dirigida a niños, a veces da la sensación de que sea una recopilación de grandes éxitos de El Quijote, sin que haga falta ni tan siquiera haber leído la novela para conocerlo. Y eso está bien, si no lo has leído. También hay un intento de “recuperar el espíritu” de Cervantes, pero esa es una de esas expresiones manidas (como el “regreso a los orígenes”) que en realidad no quieren decir nada. Hace falta ser Andrés Trapiello para recuperar el espíritu de Cervantes, y por muy divertido que sea el empeño de Ron Lalá, lo que ofrecen es una versión personal y arbitraria. Que está bien, no lo negamos. Pero.

Seguramente es un problema nuestro, ya lo decíamos, por esperar lo que no es. Y la canción del final, que esta sí nos gustó mucho, lo dejaba bastante claro. Esto es lo que hay, y si quieres otra cosa cómprate el libro. A ver, nos podrían decir, tiene una escenas muy bellas estéticamente (como el episodio de Clavileño), una iluminación esplendorosa y juguetona, una habilidad para sacar partido a la escenografía espectacular en su variedad y llena de ideas felices, una música soberbia ejecutada con maestría, unos actores que lo dan todo, tiene alegría contagiosa, un público entregado. Todo esto es una maravilla. Ya, pero es que es El Quijote. Y somos nosotros.