lunes, 23 de febrero de 2015

El caballero de Olmedo (el de Lope no, el otro) (Teatro Lara)

No está del todo claro que El caballero de Olmedo de Francisco de Monteser fuera posterior al de Lope (Menéndez Pelayo pensaba que no, y cualquiera le lleva la contraria a don Marcelino), por lo que no se le podría considerar una parodia de uno de los textos más famosos del teatro clásico español, sino más bien una burla de los tópicos más comunes del teatro serio de la época. Como hoy en día tampoco tendría mucho sentido montar una obra para reírse de Lope (aunque...), la Compañía los otros ha tenido el acierto de deconstruir, o fusionar (o alguno de esos términos que ahora ha colonizado la gastronomía) el texto de Monteser para ofrecer una función que, manteniendo los variados juegos originales, se adapta perfectamente a la actualidad.

Y no hablamos solo de algunas referencias evidentes (como ese rey que tenía todas las cartas para convertirse en una treta facilona, como de guiño-guiño, pero que resulta que es hilarante), sino también de la habilidad de Félix Estaire para convertir los disparates de Monteser en artificios posmodernos, sin caer en la pretenciosidad, sino que muy al contrario, mantiene en todo momento el espíritu burlón. Aunque, en realidad, a lo mejor simplemente se produce el efecto Menard. En cualquier caso, si para Monteser no había nada sagrado y podía poner en solfa aspectos en apariencia inherentes al teatro clásico, como el honor o la gallardía (convertidos en tópicos de lo español), Estaire le acompaña en su tarea desestabilizadora con una versión tan contemporánea como fiel al original.

En esta labor la dirección de Julián Ortega tampoco toma rehenes. Sin decorado, con los recursos escénicos de una obra escolar y descaro ante las carencias, por una vez podemos regodearnos ante una propuesta que desnuda la pretenciosidad de una cierta manera de afrontar el repertorio clásico con una solemnidad mortal. Cierto que no siempre es así, y precisamente el reciente Caballero de Olmedo dirigido por Lluis Pasqual demostraba que también se puede poner en pie un texto canónico con alegría y ligereza, pero lamentablemente no es lo más común. La embestida de Ortega se produce con más sorna que malicia y, desde luego, material de base no le falta. Por eso acogemos con complicidad y algarabía la propuesta, tan seria y matizada como exige cualquier trabajo de buena comedia.

Por supuesto, en una función como esta es necesaria la colaboración de un reparto que sepa entrar en el juego, y los actores de este Caballero de Olmedo parecen pasárselo tan bien como el espectador. José Ramón Iglesias es un don Rodrigo pomposo que echa para atrás (no solo por el aliento). Incapaz de meterse en el papel (por exigencias del guión), es un matasiete con ambiciones dramáticas que lo borda como patético pretendiente. En la mayoría de las obras dramáticas de la época el personaje del rey suele ser un fantoche sin carisma, o al menos en tal se ha convertido para la mayoría de los directores actuales. Pero Iglesias convierte a su rey en un bobo por todos reconocible y, como ya dijimos, de irresistible gracia. El gracioso oficial, Tello, es un Héctor Caballero que se maneja a la perfección en la comicidad física, arrollador también cuando le toca trasformarse en hermana fea y en heredero repentino.

En un montaje de estas características lo que en otras circunstancias serían rémoras se convierten en puntos a favor. Y así Irene Serrano da lo mejor de sí misma cuando se deja llevar por la sobreactuación (también por exigencias del guión) y consigue arrastrar al espectador en su locura. Rafael Ortiz es un caballero de Olmedo atontado, torero con montera y traje de luces, que precisamente se luce más cuando ya está muerto, en una tercera jornada apoteósica. Gerardo Quintana trastoca el típico personaje de padre obsesionado con la honra y disfruta viendo desde fuera el discurrir de los acontecimientos, sin privarse de participar de manera activa cada vez que tiene la oportunidad. El público, también invitado a interactuar con los numerosos sobreentendidos y al que se le supone un conocimiento previo para poder captar todas las implicaciones, responde a esta responsabilidad pasándoselo en grande.

lunes, 16 de febrero de 2015

La Llamada (Teatro Lara)

(Como de La Llamada ya se ha dicho de todo y su éxito no necesita refrendo de ningún tipo, aprovecharemos para realizar uno de nuestros anhelos: comentar extramuros).

Más allá de sus propias cualidades, La Llamada es toda una experiencia teatral. Con un público que abarrota el Lara de una manera apabullante, como si hubiera más gente de la que puede acoger, y que además se muestra entregado desde el principio, asistir a una representación de esta obra es como participar en una fiesta, como uno de esos pases de The Rocky Horror Picture Show en los que el público actúa de manera interactiva con lo que está pasando en el escenario. Unos cuantos meses más y no nos extrañaría que la gente empezara a asistir a las funciones disfrazados de monjas. O de estrellas latinas.

Este publico es, además, de lo más heterogéneo que quepa imaginar; desde niños inocentes (lo cual da pie a situaciones tan incómodas / cómicas como una pregunta que escuchamos por los alrededores: “¿que significa bollera?”) hasta ancianos que representaban la misma estampa del madrileño castizo acompañados por adolescentes no muy diferentes a las que se ven en la obra. Todo muy extraño. Y muy divertido. En general diríamos que no es un público muy habitual del teatro, lo que se manifiesta en su pasión desinhibida. Cierto que tuvimos que sufrir machacones comentarios en alto, no siempre en voces de infantes (en su mayor parte eran repeticiones de lo que se decía en escena, el ingenio no da para mucho más), pero de vez en cuando es agradable encontrase con este tipo de espectadores entusiastas, en lugar de los rancios e impostores de costumbre. Y sabemos que esto suena terriblemente condescendiente, pero es que nosotros somos espectadores habituales, ergo...

Como decíamos, desde la primera escena todo el teatro se vino arriba. Como la canción
de El guardaespaldas es la única que conocemos de Whitney Houston (y para lo popular que queríamos hacer esto, lo esnob que nos está quedando), creíamos que iba a ser utilizada de culminación, pero no, sirve de obertura, y es solo el primero de la cascada de aciertos de Javier Ambrossi y Javier Calvo. Entre eso y la escena inicial, con Claudia Traisac y Anna Castillo en plan chonis despendoladas ya sabemos el terreno en el que nos vamos a mover y las carcajadas no pararán hasta el final. De hecho, el estado de comunión que se consigue es tal que se trata de una de esas obras en las que ni tan siquiera es necesario que las situaciones sean divertidas para que vengan acompañadas con el eco de risas cómplices. Todo el mundo quiere pasárselo bien y aquí hay una excusa perfecta para hacerlo.

Si la voz de Traisac consigue efectos arrebatadores entre las butacas, la comicidad de Castillo (y, lo más curioso en este entorno, su capacidad para conmover cuando menos te lo esperas) no encuentra parapeto que se la resista. Pero será cuando entre en escena Belén Cuesta cuando se produzca la sumisión total. Su monja de corazón simple se lleva de calle el afecto del público gracia a una mezcla de gracia y ternura tan de otra época que parece nueva. Y lo mismo pasa con Gracia Olayo, la moderna antigua, esa monja que se las sabe toda y que, quien lo diría, solo busca la felicidad de los demás, incluido el espectador. De vez en cuando, para completar el cuadro, se aparece Dios, es decir, Richard Collins-Moore, y la sonriente expectación se transforma en energía liberada. Sí, un poco de tiempo y aparecerán espectadores disfrazados de monja que al final se subirán al escenario. Esto no hay quien lo pare.

lunes, 9 de febrero de 2015

Entremeses (Teatro de La Abadía)

La Abadía es un teatro especial en muchos sentidos (y el de ser “diferente” es uno de los más destacados). Por eso nos alegramos de que pueda celebrar su vigésimo aniversario, y que lo haga con una obra tan feliz como Entremeses. Y es que se trata precisamente de eso, de una celebración del teatro, una reivindicación (en estos tiempos tan excéntrica, y sin embargo necesaria) de la capacidad del teatro para transmitir buenas sensaciones, de permitir al espectador dejarse llevar durante dos horas por el puro entusiasmo de la representación. Frente a tanto autor “concienciado” no viene mal que, al menos de vez en cuando, se nos permita disfrutar del efecto euforizante del teatro.

Y ningún autor como Cervantes para transmitir esa sensación de liviandad, no exenta de cargas de profundidad. Las tres historias seleccionadas para estos Entremeses son farsas intrascendentes, juegos casi bodevilescos en los que no hay que preocuparse por esa peste que es la verosimilitud, sino que invitan a un disfrute enérgico y desenfadado. En cada uno de ellos vemos la tontería y la intransigencia enfrentados a las ganas de vivir, la solemnidad burlada por el ímpetu de pasárselo bien. Si en La cueva de Salamanca la superstición es usada en beneficio del más listo y en El viejo celoso la intolerancia es un acicate para la rebeldía, en El retablo de las maravillas, esa fábula siempre actual, son la pretenciosidad y la impostura las que quedan descubiertas como refugio de la estolidez.

Desde el principio de la representación los actores lo ponen todo de su parte para contagiar un estado de ánimo exuberante. Todo sonrisas, canciones alegres y bailes animosos, cuando se ponen a actuar lo hacen con una gracia natural, como si realmente cada noche estuvieran interpretando por primera vez sus papeles y se lo estuvieran pasando en grande. Con unos cuantos recursos primarios y un escenario que da mucho más juego del que se pudiera pensar, se da vía libre a la imaginación. En este sentido la dirección de José Luis Gómez consiste sobre todo en un vía para facilitar la diversión. Aunque todo esté perfectamente coreografiado, parecen no existir restricciones de ningún tipo, todo fluye de manera natural, casi improvisada.

Otra de las virtudes de La Abadía ha sido su papel como escuela de actores, y en Entremeses podemos volver a encontrarnos con algunos intérpretes a los que hemos seguido a lo largo de los años. Ahí está Julio Cortazar, un gañán de risa contagiosa y tan bruto como sutil. O Inma Nieto, capaz de rejuvenecer veinte años de una escena a otra, pícara y siempre enormemente divertida. Y Elisabet Gelabert, impetuosa y sarcástica, capaz de conseguir lo que quiera, cuando quiera y como quiera. O Miguel Cubero, convertido en un duende malicioso y siempre preciso. Y todos los demás, porque en realidad estos Entremeses son, más que nunca, un trabajo de equipo en el que todo funciona a la perfección, con un ritmo pautado al segundo en el que es necesaria una maquinaria a todo gas para que todo parezca ligero.

lunes, 2 de febrero de 2015

Un cuento de invierno (Nave 73)

Decía Arturo Ripstein que mucho antes de que llegara Lars von Trier con su invento del Dogma él ya se las apañaba para sacar adelante sus películas con los elementos más básicos a su disposición. Y es que frente a sesudas teorías sobre puesta en escena y conceptos grandilocuentes, lo cierto es que lo que importa son las materias primas; y en teatro está muy bien poder contar con una gran producción que te resuelva la multitud de dificultades que surgen a lo largo de la puesta en marcha de un montaje, pero a fin de cuentas una obra exitosa no necesita más que un buen texto, unos actores capaces, un director con las cosas claras y mucho trabajo. Con las lecciones de Cheek by Jowl bien aprendidas, Carlos Martínez-Abarca ha hecho de la necesidad virtud y de su versión de Un cuento de invierno una función tan modesta como disfrutable.

Desde el principio está claro que Martínez-Abarca quiere dejar atrás cualquier intención de pomposidad para centrarse en lo que Un cuento de invierno tiene de más juguetón, un relato contado por un niño para entretener y encandilar. Y gracias a este estilo ligero y afable el espectador puede dejarse llevar por un Shakespeare apto para todos los públicos, con una historia de reyes y princesas, de viajes exóticos y personajes simpáticos, con desiertos, bosques, tormentas y osos. Nada es verosímil ni ganas de ello. Buscar cualquier coherencia no sería solo inútil, sino no entender de qué va todo esto. Quizá no haya una profundidad exigente ni un despliegue de efectos, pero sí una muestra de teatro esencial que busca el corazón del drama.

A lo largo de toda la función el director sabe utilizar lo que tiene a mano para elaborar escenas sugerentes en las que una luz bien puesta puede evocar todo un escenario completo. Todavía recordamos la espectacular escena de la fiesta en el montaje de Un cuento de invierno dirigida por Sam Mendes que pasó hace unos años por Madrid, y el contraste no puede ser mayor: lo que allí era un desaforado despliegue escénico aquí se apaña con un mantel, como si fuera un picnic en la Casa de Campo. O la escena de la “reconciliación”, que se resuelve con un vídeo que puede parecer una salida fácil, pero como tiene gracia y desparpajo, se integra bien.

Aunque el conjunto de la obra está muy bien ensamblado y en general el reparto no muestra fisuras, por momentos parece que la función va a convertirse en un espectáculo de Carlos Jiménez-Alfaro, tal es su capacidad para llenar el escenario y transformarse en cuestión de segundos en cualquier de la multitud de personajes que encarna. Si como Tiempo ya nos introduce en este mundo mágico en el que el escenario se convierte en un espacio idílico en el que todo es posible, a lo largo de la obra no dejará de sorprender cambiando de tono e incluso se diría que de presencia física en un continuo vaivén que debe ser agotador, pero que Jiménez-Alfaro resuelve con aparente sencillez, como si se tratara de un Puck que se ha equivocado de obra.

El Leontes Carlos Lorenzo al principio nos pareció un poco pasado de punto, demasiado expansivo para una obra que precisamente destaca por su contención. Pero poco a poco fuimos comprendiendo su locura e irremediablemente nos recordó al Arturo de Córdova de Él, bigotito incluido. Un cornudo que se deja llevar por el melodrama y la paranoia hasta encontrar la redención final. Frente a este Leontes desencadenado se sitúa la mucho más serena y firme Hermione de Zaira Montes que transmite esa dualidad que permite tanto comprender los celos de Leontes como estar seguros de su virtud. Su gran momento es sin duda el juicio, en el que Montes se defiende con elocuencia y dignidad.

Como Paulina Rocío Marín comparte con su señora el sentido común y la defensa impetuosa de la inocencia frente a la locura criminal de Leontes. Marín defiende con bravura su papel en la escena en la que presenta al rey a su hija para cambiar radicalmente de tono al encarnar al bobo, con quien quizá hace demasiado evidente su voluntad pasayesca, aunque el resultado cómico es indiscutible. Por su parte, David Lázaro es un Camilo severo y fiel, incluso en su traición, que sabe expresar muy finamente la disyuntiva en apariencia irresoluble en la que se encuentra. Óscar Ortiz es un Políxenes atribulado pero que puede mostrar toda su ferocidad frente a su hijo. Luis Heras y Paula Ruiz forman una pareja que sabe transmitir su pureza e inocencia y que pese a su juventud sabe imponerse.