martes, 31 de marzo de 2015

Invernadero (Teatro de La Abadía)

Si la condición ideal para ir (¡nunca asistir!) al teatro es la pureza inmaculada del total desconocimiento, lo cierto es que cada vez es más difícil sentarse a disfrutar de una función sin antes conocer al detalle el argumento, las intenciones del autor, las motivaciones de los actores, las opiniones de personas de diversa calaña e incluso las (lamentables) condiciones económicas de la puesta en pie del proyecto (hay cierto director al que cada vez que hemos escuchado o leído una entrevista cuenta que con sus montajes pierde dinero, y encima es muy prolífico...). Y todo esto sin pretenderlo, incluso procurando evitar contaminaciones.

Pero, en cualquier caso, con Invernadero las previsiones y las prevenciones son inútiles. Aunque se conozca la obra, la sorpresa permanece inalterada. Ni tan siquiera después de verla se tiene muy claro algo tan básico cómo de qué va o a qué genero pertenece. Sin duda tiene algo de comedia, y divertídísima que es. También crueldad, con elementos turbadores, desasosegantes. Y pizcas de misterio, una intriga de esas en las que no se sabe no ya quién ha matado a quién, sino ni tan siquiera cuál es el crimen. Pero más allá de amplias generalizaciones, como el abuso de poder, la irracionalidad de la burocracia, la opresión del Estado moderno (oh là là), la intención de Harold Pinter permanece esquiva. Quizá porque esa es precisamente su intención, trasladar ese sentimiento de inquietud, de no saber qué está pasando pero saber que no es nada bueno.

Mario Gas consigue transmitir a la perfección ese temblor de inseguridad manteniendo el difícil equilibrio entre comedia absurda y amenaza persistente, como si el espectador fuera uno más de los pacientes de esa clínica de reposo tan particular que vemos en escena. También la personal y chispeante versión de Eduardo Mendoza contribuye a incidir en un aturdimiento a través del cual Pinter evita que el espectador se instale en la confortabilidad de los terrenos ya conocidos, sino que le mantiene a la expectativa, solo consciente de que puede pasar cualquier cosa. La escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso, mantiene explícitamente la dualidad de la historia (entre jefes y empleados, doctores y pacientes, integrados y marginados, sanos y locos), pero frente a la solidez del decorado quedan un poco rudimentario los cambios de escena, y sobre todo la utilización de luces para deslumbrar al público.

Desde la primera escena de Invernadero Gonzalo de Castro y Tristán Ulloa forman un dúo cómico / siniestro en el que ya están claras algunas de las claves de la función. De Castro incide en la vertiente más divertida de su Roote, un antiguo militar que se esfuerza por mantener el respeto y la obediencia y solo consigue parecer ridículo. Aunque, según avance la función y la situación se haga cada vez más tensa, también será capaz de mostrar su lado más perverso. Uno puede tomarse a choteo la autoridad, pero cuando esta se pone firme es mejor saber de a qué atenerse. Frente a la expansión de Gonzalo de Castro, Ulloa explota su contención. Su Gibbs parece un psicópata de libro, frío y manipulador, siempre sabe situarse en la posición más adecuada para lograr sus objetivos y no duda en utilizar a los demás para cumplir sus planes. La combinación letal entre estos dos actores da los mejores momentos de la obra y aunque en ningún momento hay una intención didáctica, sus interpretaciones ayudan a comprender mejor este juego cruel y finalmente dramático.


El Lush de Jorge Usón no muestra más humanidad que su aborrecido Gibbs, pero su extraña relación con este y con Roote también da pie a escenas memorables, como la de la tarta. Es un canalla con encanto al que Usón también sabe dotar de una vertiente sarcástica que no esconde la maldad de su interior. El Lamb (aquí la simbología del nombre es bastante evidente) de Carlos Martos parece el único personaje inocente de la obra, sacrificado más que por el bien de la ciencia por el placer masoquista de sus superiores. En la dura escena del electroshock Martos pasa con naturalidad de la violencia más intensa a la indolencia de la víctima voluntaria. Isabelle Stoffel, una discutible elección de reparto, juega entre el estereotipo de la mujer fatal y el de la mujer sumisa. Javivi Gil Valle (el único subalterno o paciente que tiene presencia en la obra) y Ricardo Moya (el jefe utilizado para explicar sucintamente los últimos acontecimientos) tienen dos breves pero justificadas apariciones en las que saben añadir intensidad y claridad. 

lunes, 30 de marzo de 2015

Constelaciones (Teatro Lara)


En su prólogo a Muchos mundos en uno, libro en el que intenta explicar de manera comprensible el concepto de multiverso, Alex Vilenkin habla del fenomenal éxito del libro que, de la noche a la mañana, le ha hecho pasar de respetable científico y multimillonaria celebridad... en algún mundo paralelo. Seguramente en algún otro universo Nick Payne ha tenido el mismo destino gracia a Constelaciones, pero tampoco se puede quejar de cómo le ha ido en este, con su obra representada con éxito y grandes intérpretes entre otros lugares en Inglaterra, Estados Unidos y ese universo tan raro y particular que es España.

Sin ponernos a divagar en consideraciones científicos (entre otras cosas porque están más allá de nuestras posibilidades), lo cierto es que la idea del multiverso, por muy atractiva que sea, nunca nos ha parecido demasiado convincente. Aparte de que sea totalmente antiintuitiva, lo cierto es que de primeras puede parecer una chorrada (por usar términos puramente científicos), y eso que libros como el de Vilenkin o El paisaje cósmico de Leonard Susskind nos han demostrado que investigadores con todas las acreditaciones y argumentos de peso creen muy plausible la veracidad de esta teoría. En cualquier caso, nosotros siempre hemos pensado que hay un lugar en el que los multiversos tienen una manifestación innegable, y es precisamente en el teatro.

Para explicar la idea que hay detrás del multiverso a los de letras se les suele dar el ejemplo de El jardín de los senderos que se bifurcan, pero tratándose de teatro nos parece mucho más oportuno citar una obra menos conocida pero igualmente fascinante: Céline y Julie van en barco, una de las películas teatrales de Jacques Rivette. En ella vemos como la aparente rutina de la representación teatral no es más que una convención: obviamente, no hay dos funciones iguales. Por muy ensayada que esté una obra, por muy interiorizados que estén los mecanismos de la puesta en escena, cada vez que se levanta el telón se da paso a lo impredecible. Tan cerca de la gloria como del desastre, la trayectoria de una obra teatral es lo más cerca que estaremos de ver ante nuestros ojos el despliegue de un multiverso.

Y sin embargo Payne no hace uso de estas referencias metatreales para construir su espectáculo, quizá porque la cosa ya es lo suficientemente compleja por sí misma como para incluir más elementos de confusión (y, aún así, estamos seguros de que una parte del público no lo pilla, nos gustaría saber cuál es su interpretación de todo lo que pasa en escena). La construcción de Constelaciones, al principio de apariencia absurda pero enseguida clarificada (muy sutilmente introduce una escena de explicación, de esas que suelen ser tan pesadas, a través de una cómica borrachera) se estructura a través de dos recursos básicos: la reiteración de situaciones que por una parte llevan a un punto muerto, mientras que en otras versiones abren el camino a la continuación del argumento; y el avance fragmentado de escenas con la flecha del tiempo en sentido inverso y que anticipan el final (esto es más sencillo de lo que parece, limitaciones de expresión propias no achacables a Payne).

Aunque en el desarrollo de las escenas echamos en falta algo más de explicación causal (todo parece basado en la divergencia de caracteres, cuando el determinismo que plantea la teoría del multiverso negaría explícitamente el libre albedrío), lo cierto es que el autor logra llegar a la esencia a través de elementos mínimos. En perfecta armonía con esta esencialidad, la dirección de Fernando Soto se ajusta a la contención limitándose (y no es poco) a facilitar la fluidez y continuidad de la historia a través de pequeñas intervenciones, casi imperceptibles, a través de la música y el sonido. Porque Constelaciones puede parecer mucho (una narración que desafía el convencionalismo de la historia lineal) o muy poco (una comedia romántica como tantas), y sin embargo logra la conjunción perfecta, la medida humana. Y lo hace en gran medida gracias a sus excelentes actores.


Como apuntábamos al principio, intérpretes de gran prestigio han decidido comprometerse con esta obra de apariencia modesta (aunque implicaciones desbordantes). Y no es de extrañar, pues no se trata solo de un reto por el que merece la pena arriesgarse, sino que también ofrece posibilidades de afrontar una amplia gama de registros sin salirse del personaje. Entre la pareja que forman Inma Cuevas y Fran Calvo hay un fuerte contraste de estilos, y sin embargo prevalece la empatía. Calvo mantiene a lo largo de toda la representación una constancia que prevalece sobre los vaivenes argumentales, dotando a su personaje de una coherencia que lo hace reconocible en todo momento. Por el contrario, Cuevas, quien tiene que cambiar de registro en cuestión de nanosegundos, pasa de ser una chica encantadora a una borde sin sentimientos en un parpadeo, y lo hace sin exhibicionismo, con esa convicción que hace que el actor se transforme en persona, muchas personas en una.

lunes, 16 de marzo de 2015

Salvator Rosa (Teatro María Guerrero)

El arte moderno (o de vanguardia, o romántico, o como se le quiera llamar a ese estilo en perpetua dicotomía histórica con el arte clásico o realista) está bien para que las mentes jóvenes y poco formadas tengan un motivo por el que apasionarse y diferenciarse (además de generar una caudalosa fuente de arrepentimiento o burla una vez se ha madurado), pero el problema llega cuando esos movimientos modernos que parecían el culmen de lo transgresor, un electrochoque al que se sometía a las convenciones, se revisita tiempo después y se percibe como algo ridículo, desfasado y artísticamente famélico.

En Salvator Rosa se nos dice no menos de cincuenta veces que Gezabel, la hija del chamarilero es mala, muy mala, malísima. Se lo dice su padre, se lo repiten sus amigas, lo reitera ella con satisfacción. Es muy mala. Al principio es rara tanta insistencia, luego hasta hace gracia, y al final acaba por cansar. De igual manera, es muy grueso y tonto decir en una reseña, una o mil veces, que una obra de teatro es mala, y no nos gusta nada hacerlo, pero es que Salvator Rosa es mala. Y lo decimos de manera objetiva. Incluso en algunos momentos nos pareció que es deliberadamente mala, vocacionalmente mala. Ahora tenemos que matizar que decir que una obra mala no es siempre negativo. Más allá de que las obras malas sean necesarias para poder apreciar las buenas y de que hay obras tan malas que son buenas, una obra mal construida, con diálogos artificiosos, actuaciones desmadradas y tan inverosímil como falsa, teatrera en el peor sentido, puede tener encanto. No es el caso.

El problema de Salvator Rosa, obviamente, se encuentra ya en la escritura. Francisco Nieva, ilustre representante de ese teatro de vanguardia que tan demodé ha quedado, pareció plantearse aquí construir una historia con todos los elementos para fastidiar al personal. Tiene su parte de teatro simbólico (¡y la dirección no nos ahorra unas flores que surgen del suelo al final!), su lado de teatro de tesis (que sí, que el arte no tiene por qué ser siempre realista, que no me lo repitas otra vez), su faceta de teatro autoparódico (hello, Sixties) y una vena teatral de esas que le pillan a un despistado y le alejan de las salas durante un lustro. O peor, que provoca ganas de linchamiento indiscriminado (al parecer ya conocido en el Nápoles del XVII).


Y sí, la dirección está a tono. Lo peor es que tenemos que lamentar el derroche de una escenografía pesada y exhibicionista para una función tan inmerecedora de tamaño despliegue. Por ahí está Carlos Lorenzo, al que recientemente disfrutamos en Un cuento de invierno y que nos laceraba con el recuerdo de lo mucho que se puede hacer con poco y lo poco que se puede hacer con mucho. También la música tiene un tono cargante entre moderno (de ayer) y burlón demasiado subrayado. Y las actuaciones... pues qué van a hacer. Por mucho talento que tengan los actores, un despropósito así no hay Laurence Olivier que lo salve. Así que, la cosa queda clara, ya se encargó Nieva de recalcárnoslo, pero con teatro así, flaco favor hizo a sus tesis. 

lunes, 9 de marzo de 2015

Needles and Opium (Teatros del Canal)

Hay una escena en Needles and Opium en la que Miles Davis, tras su fracasada historia de amor con Juliette Greco en París, regresa a Nueva York y se sumerge en un abismo de drogas y autodestrucción, sin querer ponernos melodramáticos. Es un momento de una belleza sublime en el que la combinación de música e imágenes nos hace vislumbrar un tipo de teatro insólito capaz de dejar boquiabierto al espectador más impasible (como la insufrible del móvil, que incluso puede prescindir de su juguete durante unos minutos). Y sin embargo, hélas pour moi, la escena adolece de una falsedad insalvable. Porque todo queda muy bonito, es cautivador, trascendente, pero no nos lo creemos.

Y he aquí el punto fuerte y a la vez la carencia más importante del teatro de Robert Lepage. Visualmente es deslumbrante, si el espectador se deja llevar, descubrirá un mundo nuevo fascinante y no se creerá lo que ve. Pero... literalmente: no nos lo creemos. La construcción dramática de Needles and Opium, si se puede calificar así, es tan superficial y magra que nos quedamos famélicos. Devorada por el despliegue escénico, la materia argumental se queda en esbozos a veces con apariencia de relleno (como cuando en la sesión de desintoxicación sentimental el protagonista se pone a hablar de los avatares del Quebec). Y eso que la ambiciones no son modestas, amor y muerte, en genérico, o historias de soledad y desesperación, más en concreto. Pero si lo que vemos en escena nos fulmina las neuronas, lo que escuchamos nos expela el sentimiento.

Un problema particular (nuestro) es que Jean Cocteau nos cae gordo (cfr. sus películas), y después de esta obra su reputación no es que haya mejorado ante nuestros ojos. Lo cierto es que Miles Davis tampoco es que fuera un encanto de persona y tenía un carácter de esos que mejor verlos desde el burladero, pero eso poco importa cuando se escucha su música. Sin embargo el histriónico Cocteau, además de tener una de esas personalidades un poco repelentes y unas actitudes más bien discutibles (como las que mantuvo durante la Ocupación), tiene una obra que vista hoy hace que se caiga el alma a los pies. Y cuando los ves aquí, en Needles and Opium, aparte de las ganas de estrangularlo, pocos sentimientos más poéticos despierta.

Y eso que Marc Labrèche hace un trabajo más que notable, aunque mejor cuando se pone en la piel de Robert. Puede estar tan gracioso para al momento caer en el patetismo (como en la escena del doblaje), hablar por teléfono con una empatía muy difícil de conseguir, más si tenemos en cuenta que nunca tiene el apoyo de la réplica, y transmitir su sufrimiento de una manera mucho más directa que la que se filtra a través del texto. Además, todo esto, hay que tenerlo en cuenta, mientras hace acrobacias y tiene que seguir las difíciles pautas y ritmos de la puesta en escena. En este terreno también se desempeña con soltura y elegancia Wellesley Robertson III, consiguiendo que todo lo artificioso de la creación parezca sencillo.

Al final del espectáculo, y muy merecidamente, salieron a saludar los técnicos y se llevaron la mayor ovación, lo que no deja de ser sintomático. El sonido, la iluminación, las proyecciones, los cambios de escena dentro del cubo mágico son prodigiosos y fluidos. Un verdadero tour de force saldado con éxito y que, para cierto tipo de teatro, podría considerarse un logro mayúsculo. Tenemos que decir que asistir de vez en cuando a este tipo de funciones es necesario y gratificante, como volver a apreciar, o quizá descubrir, todas las posibilidades de una puesta en escena inventiva y fantasiosa. Pero, en el fondo, creemos que con un simple perchero se puede alcanzar más pureza teatral que con todos los trucos del mejor prestidigitador. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Carnaval barroco (Teatros del Canal)

Todos los años pasa lo mismo. Y no sería tan malo si cada ritual no viniera acompañado por su lista de tópicos. Y luego las quejas sobre los tópicos. Y ya estamos inmersos en un mise en abyme del que será mejor que salgamos cuanto antes. Era por Halloween. Que cada último día de octubre tenemos que escuchar los mismos lamentos (por cierto, que invariablemente se pronuncia mal “Halloween”: algún día podremos convertirnos en una colonia del Imperio, pero jamás conseguiremos hablar bien el inglés). Y siempre surge alguna voz que clama, teniendo el carnaval, ¿para qué necesitamos importar esta chuminada? Y, ay, es verdad, es una lástima que se haya perdido el espíritu del carnaval. Este que recién se ha terminado, como si nunca hubiera pasado. Habrá mil explicaciones, como que si el carnaval representaba un paréntesis de libertad para una sociedad oprimida, en un mundo en el que todo esta permitido ya no tiene sentido, y todo eso, ya se sabe, incluidas las réplicas cínicas. Pero el carnaval tiene tantas posibilidades simbólicas (duh!), ha servido a tantos historiadores y exégetas para elaborar teorías, que es una verdadera pena que haya quedado limitado a esa cosa que se hace en Río.

Cierto, excesiva introducción para hablar de Carnaval barroco, pero lo cierto es que Le Poème Harmonique también utiliza el carnaval como una excusa bastante superficial para montar su espectáculo y no tenemos nada que reprocharles. Como en el carnaval, ya lo decíamos, está permitido todo, la compañía dirigida por Vincent Dumestre y Cécile Roussat  se refugia en su ambiente liberador para mezclar géneros sin mayores preocupaciones. Porque en apariencia no resultaría nada fácil aunar música barroca y números circenses, pero de alguna manera se las arreglan para que no haya disensión, sino fluidez y coherencia. Aunque si es cierto que hubo un ganador en esta batalla entre alta cultura y cultura popular: el público se decantó claramente por esta última. Chacun à son gôut.

De hecho, al principio nos temimos que iba a suceder algo parecido a lo que pasó en El burgués gentilhombre: que no iba a haber ni un aplauso tras cada número. Maldición, estos de Le Poème no vuelven por Madrid. Porque el inicio de Carnaval barroco es bellísimo, tanto estéticamente como en lo referente a la música de Fasolo y Maletti, escenas en las que además ya se introducen algunos sencillos trucos de magia para animar el ambiente. Pero nada. Y pensar que en el Congreso... Pero bueno, luego empezaron los malabares y las gracias de los zannis, y surgió algún tímido intentó. Poco a poco, la bancada de la derecha comenzó a animarse, y para cuando llegaron los equilibristas, ya el teatro pasó de no aplaudir nada a aplaudirlo todo. Los niños disfrutan con los mimos, los adultos se pregunta cómo es capaz el cuerpo humano de hacer esas cosas. Hasta que...

Sí, nosotros también lo notamos. El climax de la función se produce cuando los músicos abandonan por un momento sus dulces melodías y se produce un crescendo acústico que acompaña un impresionante número acrobático en el que parece que los artistas van a romperse la crisma. Todo finaliza felizmente, empieza a sonar la tarantela del Gargano y no se puede contener la euforia. Solo faltaría ver al obispo de Madrid en el centro del coro dando algunos pasos de baile (como se hacía en los viejos tiempos). El público ya está rendido, quiere sacar a los cómicos en hombros. Y entonces todo se para. Los zannis se ponen a montar un pequeño escenario y parecen tomarse más tiempo del necesario. Y vuelven los cantantes. Casi se palpó la resignación.


Pero la cosa no podía quedar ahí (y eso que la función solo dura hora y media). Vuelven los graciosos, descubrimos que con el diábolo se pueden hacer auténticas virguerías, hay explosiones, saltos y auténtico espíritu festivo. Esto es memorable, nos repetimos para no olvidarlo. Un teatro trabajado al detalle para que nada falle y en el que no debe notarse el esfuerzo. En el que cualquier cosa es posible, que no inventa nada, pero que reivindica el valor de la tradición para demostrar que esto sí que es arte. Es tan fácil sentirse hechizado por su deslumbrante belleza que podríamos pasar por alto el riesgo y el valor de una propuesta tan a contracorriente. Es lo que tiene la felicidad.