jueves, 30 de abril de 2015

Pingüinas (Matadero Madrid)

Al principio de la representación de Pingüinas una de las actrices ordena al público que aplauda y se ponga en pie... ¡y el público obedece! Bueno, se puede entender. Lo más raro es que al finalizar la función el público también aplauda. Porque lo que se ha visto durante dos horas es uno de los mayores despropósitos a los que hayamos asistido, solo a la altura de algunos de esos bodrios de compañías extranjeras que se cuelan en ciertos ciclos con pretensiones y sin criterio. Parece como si Juan Carlos Pérez de la Fuente hubiera querido iniciar un reinado del terror diciendo “aquí estoy yo, voy a hacer lo que me dé la gana y encima me vais a aplaudir”.

En un extremo totalmente opuesto al de Carta de amor (Como un suplicio chino), su anterior y memorable colaboración con Fernando Arrabal, Pérez de la Fuente ha tirado la casa por la ventana con un espectáculo modertiguo (por no decir antimoderno), de esos que en los años 70 podrían parecer muy transgresores y tal, pero que visto hoy en día en el mejor de los casos produce ternura (aparte de un aburrimiento sideral o momentos de estupor: ¡ese Que viva España!). Hay mucho aparataje, tecnología supuestamente a la última y hasta fuegos artificiales, pero tal despliegue escénico no oculta la vacuidad y la falta de ideas del montaje.

Y el texto tampoco es que ayude. Supuestamente es un homenaje a Cervantes, pero en realidad no hay ni gota de espíritu cervantino, solo una acumulación de refranes y de comparaciones tipo Chiquito de la Calzada (ya quisiera). Tenemos que admitir que a los quince minutos ya habíamos desconectado de lo que pasaba en el escenario, pero cada vez que regresábamos de nuestros viajes mentales nos encontrábamos con las mismas abusrdeces repetidas una y otra vez, con una pretendida complejidad que en realidad no transmite más que tedio. Si el texto se hubiera compuesto eligiendo palabras al azar de un diccionario y frases de un almanaque, no habría demasiada diferencia. Bueno, ni si lo hubiera redactado un mono con una máquina de escribir.

Sí, Pingüinas da vergüenza ajena, pero también pena, sobre todo por sus actrices. Suponemos que ellas tienen que saber mejor que nadie el despropósito en el que están metidas, y sin embargo deben dar la cara cada noche. Si no son conscientes, que les sea leve. Pero de todas maneras tienen que sufrir con ese texto tan prolijo y reiterativo, recitado siempre en movimiento, con un desgaste físico agotador incluso para el espectador. La peor parte se la llevan las tres actrices protagonistas, quizá por suerte casi irreconocibles, pero el resto también tiene su momento de monerías (ese Qué viva España...).

Según nos cuentan, la mismísima Ana Botella ha asistida al estreno oficial. ¿Qué se le pasaría por la cabeza durante la representación?

Madre mía del Amor Hermoso. Con lo que me río yo con Bertín y me traen a ver esto, para que luego digan que una siempre hace lo que le da la gana. Qué suplicio, por favor. Y luego no diré nada, porque encima me llamarían tonta, pero esto no tiene ningún sentido, menudo bochorno. Hala, y ahora salen con Que viva España. Y Jose en Miami, no, si los hay con suerte. No sé cómo la gente viene al teatro, te lo digo de verdad. Y luego dicen que si el iva, que si no sé qué. ¡Pero es que ni regalado venía yo! Si no fuera porque una tiene sus compromisos y sabe sacrificarse. Además, estos malditos han puesto el escenario de tal forma que ni aunque quisiera podría irme. ¿Y si simulo un desmayo? No, que no me gusta ser el centro de atención. Por otra parte, ¿debería echar al tipo este o ahora quedaría mal? No, mira, no me voy a meter en líos, total, pa lo que me queda en el convento. Bueno, vamos a sacar provecho a las clases de yoga y voy a intentar dejar mi mente en blanco, en algún momento tendrá que terminar la cosa. Venga, Ana ----------------------------------------------.


Quién nos iba a decir que íbamos a penetrar en la mente de Botella y que encontraríamos allí unos pensamientos tan afines. 

lunes, 27 de abril de 2015

Adentro (Teatro María Guerrero)

(Después de un buen rato pensando, escribiendo y, sobre todo, borrando y corrigiendo, nos había quedado un largo párrafo en el que salían a relucir cosas como la hermenéutica y seres como Wittgenstein (en algún momento incluso tenía una intervención estelar Joyce. ¿Por qué? Ni idea). Todo con tal de tratar de evitar la cuestión. Pero no hay manera. Vamos).

Y es que es complicado hablar de una obra que, como Adentro, trata precisamente sobre lo que no se puede decir. Pero mucho más difícil es hacer la obra y Carolina Román y Tristán Ulloa han conseguido labrar una joya dura y preciosa. Así que lo intentaremos.

Nos presentamos en el teatro todavía con el buen sabor de boca que nos dejó En construcción, una de esas obras que pese a nuestra mala memoria (el título a veces se nos escapa) son tan fascinantes que permanecen a lo largo del tiempo junto a nosotros. Y como somos tan convencionales, esperamos algo parecido. Pues no. Y queda claro desde el principio. Adentro no tiene absolutamente nada que ver En construcción, y si no lo supiéramos y no estuvieran allí Carolina Román y Nelson Dante para atestiguarlo, jamás habríamos pensado que se trataba de los mismos creadores. Pero solo somos convencionales, no ultramontanos, así que contentos: con la primera escena ya vemos que es diferente, pero muy apetecible. Araceli Dvoskin llena la escena con gracia y en cuanto se asoma Román vemos que hay buen entendimiento y los diálogos fluyen con naturalidad. Ya entonces pensamos: qué fácil es hacer teatro y qué difícil es hacer buen teatro, y sin que se note. Y no sabemos lo que nos espera.

Entonces aparece Nelson Dante, sí, ese tío a quien en En construcción nos habría gustado llevarnos a casa, y que aquí nos hace buscar las salidas de emergencia. Sin necesidad de abrir la boca ya causa pavor; es lo que se suele calificar como una presencia amenazante. Hay un detalle que nos extraña: un pájaro enjaulado. Pero ¿será posible? El símbolo más gastado que se pueda imaginar ¿aquí? Claro, no era tan obvio. Pero no podamos explicarlo. Como tampoco lo que va a suceder en esta misma escena, solo que es muy turbio, muy esto parece normal pero sabemos que de fondo está pasando algo que no nos deja tranquilos. Entonces la rabia.

Aquí ya estamos totalmente descolocados. Por deformación (no profesional, en todo caso cultural) intentamos agarrarnos a los referentes, pero no encontramos tierra firme. Pensamos en Pinter, pero seguramente más por el influjo del último trabajo de Ulloa que porque su huella sea real. También en Tolcachir, pero a lo mejor es una cuestión de acentos. A ver qué pasa ahora.

Y, hablando de acentos. Será otra deformación, pero qué capacidad tienen los actores argentinos para que te olvides de que están trabajando. En la escena en la que aparece Noelia Noto es como si la representación hubiera terminado y entráramos en los camerinos. De nuevo Roman demuestra tener un talento especial para construir diálogos naturalistas, de una inmediatez que parece casi improvisada, aunque los aciertos constantes hacen imposible pensar que algo así no lleve detrás una ingente elaboración.

A estas alturas, todavía no sabemos si es una comedia o un drama. Pero pronto descubriremos que en realidad se trata de una tragedia (griega, claro). Solo que de proporciones reducidas, casi de salón. Y no solo porque el ambiente en el que se desarrolla es una casa humilde (fantástica escenografía de Alexandra Alonso-Santocildes, que construye un hogar tan acogedor y reconocible como sembrado de secretos) y con unos personajes de apariencia indistinguible respecto a cualquier persona que te puedas encontrar a la vuelta de la esquina. Sino porque, y aquí está lo más novedoso y el gran punto a favor de Adentro, todo está contenido, sin subrayados, como una bomba a punto de explotar debajo de la mesa, pero que los convidados, muy conscientes de su presencia, prefieren ignorar.

En perfecta armonía con este sentido del pudor, la dirección de Tristan Ulloa es relajada, como un contrapunto distanciado y casi costumbrista en el que parapetarse frente a las esquirlas de la tragedia. Es difícil dar continuidad a una obra que bascula entre la comedia más afinada y momentos de una oscuridad que afecta de manera física al espectador. De hecho, en la primera parte las escenas parecen independientes, casi pertenecientes a universos diferentes. Y sin embargo Ulloa logra dar unidad y sentido a este mundo en el que tan pronto nos sentimos como en casa como nos parece un infierno del que sus personajes no pueden escapar. Aunque quizá ambos universos no están tan alejados.

Como ya hemos ido apuntando, los actores se adueñan de sus complejos papeles sin que en ningún momento se perciba el esfuerzo ni la construcción de caracteres. No se sabe muy bien si la Marga de Araceli Dvoskin ha perdido la cabeza y no se entera de nada, o si sabe demasiadas cosas y justo por eso prefiere hacer como si no comprendiera lo que está pasando. Dvoskin puede desplegar una simpatía irresistible para al momento mostrarse como implacable, combinar la fragilidad más tierna con una firmeza autoritaria. Carolina Román también se mueve en la ambigüedad, entre el encanto y la conformidad ante la vida que le ha tocado, y la rebeldía repentina de quien necesita sacar afuera toda su decisión para no verse consumida por su drama personal. Nelson Dante, quien como dijimos es capaz de helar corazones con una mirada, también da a su Negro un todavía más perturbador toque de dulzura, como si pudiera conquistar a quien quisiera sin necesidad de avasallar con su lado más tétrico. Noelia Noto parece una ingenua y simpática amiga que pasa por allí, pero no tarda en darse cuenta del malsano ambiente en el que se está viendo involucrada, y tendrá la energía suficiente para tomar sus propias decisiones.


Ya el título de Adentro da una pista clara de la tonalidad elegida por Roman, pero una cosa es proponérselo y otra llevarlo a la práctica. Lo que sucede en la obra (y lo que ha sucedido antes) apenas se sugiere, se intuye sin que en ningún momento se haga explícito. De la misma manera, las actuaciones tienen que ser hacia el interior, reprimiendo la expansividad y tratando que el público comprenda esta acumulación de horror y piedad que no llega a ser manifestado. La mezcla de sentimientos, la paralizante conjunción de miedo y amor pueden provocar el rechazo, la incomprensión. Pero lo que el público siente con Adentro es que esta contención redobla el efecto catárquico. La bomba no llega a estallar y la función no termina con una explosión, sino con un lamento.

lunes, 20 de abril de 2015

¿A quién te llevarías a una isla desierta? (Teatro Lara)

No es por ponernos en plan críticos severos (no somos ni una cosa ni la otra), pero si ¿A quién te llevarías a una isla desierta? ha podido con nosotros, sin duda puede con cualquiera. Y decimos “ha podido” en el sentido de que nos ha vencido, nos ha conquistado, nos ha quitado el caparazón que cubre nuestro corazón... alto ahí. (Re)capitulemos. Íbamos ilusionados, como siempre, pero enseguida aparecieron los recelos (lo cual tampoco es del todo inhabitual); la función empieza con un monólogo bien desarrollado y bien defendido, pero no muy lejano al canónico monólogo de comedia que tira del ¿nunca te ha pasado eso de...? y de referencias fácilmente extensibles al respetable. Y a mí no me vengas con identificaciones que yo soy muy mío. También está lo de la comedia generacional, pareja que cuando va unida es tan detestable como otros famosos duetos tipo “documento necesario” o “ confesión desgarradora” o “drama honesto” (¡ni tan siquiera honrado!), parejas que ya van de sí y que no necesitan nuestra compañía. Otra cosa es el aire a película indie, de esas de sentimientos y gente hablando hasta dejarte la cabeza como un bombo. Y, para más inri, los personajes parecen unos niñatos, de esos que se quejan por los desastres de la peluquería, lo que les ha dejado con una pinta horrible para ir a la asamblea donde tenían planeado quejarse a lo grande.

Como se ve muchas, muy diferentes y de muy diverso calado reticencias que Jota Linares y Paco Anaya van desactivando una a una, no sin dejar víctimas por el camino. Porque los personajes no son en absoluto esos estereotipos más o menos guays creados por “artistas” autosatisfechos que se regodean en la propia gloria (a menudo camuflada en reivindicaciones ingenuas y pretenciosas), sino gente real, con sus grandezas y debilidades, más como tú que como yo. Otro punto que no habíamos señalado en la lista de agravios es la grima que nos dan los treintañeros nostálgicos, vertiente por la que parece caer la función al principio, pero en realidad no estamos ante estos jóvenes adultos ya cansinos que viven en la indeterminación privilegiada, sino personas que padecen una muy comprensible desilusión, en un estado de melancolía no por lo que fue, sino por lo que no llego a ser. De tal manera que si en la primera parte podemos reírnos con ellos y comprender un estado de ánimo cercano a la derrota pero todavía resistente, en el cambio de tono de la segunda parte vemos que también tienen su lado oscuro, que pueden llegar a ser unos mierdas, dicho crudamente.

En ese peligroso campo de minas en el que se mueven Linares y Anaya no faltan ciertos tópicos y algunas expresiones de autoayuda que los autores desarman por dos vías, una fácil y otra mucho más estimulante. El camino fácil es la autoconsciencia, la referencia explícita a los manuales de autoayuda como diciendo “no nos queremos poner pretenciosos ni cursis, es broma”. Pero es mucho más interesante cuando afrontan los problemas de cara y dicen, sí, hay momentos en los que hay que tomar decisiones, y no es nada sencillo. Como esa gran escena en la que la actriz se da cuenta de que quizá no sea una elegida, de que el tiempo de los sueños ha acabado y ha llegado el momento de la responsabilidad, esa palabra maldita. Porque los personajes de ¿A quién te llevarías a una isla desierta? son especiales, pero como todo el mundo.

Este clima desazón que sobrevuela durante toda la primera parte se hace apabullante a partir del juego de la verdad, que desata todos los rencores, los miedos y las decepciones. Aquí se produce un giro dramático que no por intuido (y esto es digno de encomio, los autores no juegan con la sorpresa ni el sensacionalismo), deja de ser un poco inverosímil. Era necesaria la eclosión, el punto de no retorno, pero quizá el motivo elegido parece demasiado literario, chocante con el naturalismo expresado hasta entonces. Por suerte el bache es transitorio y la función recupera vuelo en una parte final casi onírica pero que no despega los pies del suelo, un “tres años después” que demuestra que ya nada será como antes, pero que hay que asumir los cambios y que nada termina para siempre, ni tan siquiera la ilusión.

Por supuesto, para transmitir esta cercanía, esta simpatía tan conmovedora, hacen falta unos actores que no representen, sino que vivan. Y ahí tenemos a Abel Zamora, ese Eze al principio un poco moñas, un triste, como le dicen, pero al que acabaremos por entender, atrapado en su inseguridad, incapaz de tomar decisiones, de abrirse, y que cuando lo haga desencadenará el desastre. A su lado la Celeste de Maggie Civantos es una explosión de carisma, una actriz que quiere ser Marilyn pero que está a punto de darse por vencida. Al contrario que su personaje, Civantos es una extraordinaria actriz, irresistible en los momentos cómicos y empática en el drama, tan arrolladora cuando la fe brilla en sus ojos como desoladora al final del camino. Beatriz Arjona es Marta, de primeras un bicho desestabilizador, la intrusa que destroza la familia feliz, pero que a fin de cuentas es la víctima de un mundo en el que nunca ha podido integrarse. Su manera de ser directa y sin subterfugios no cuadra en unas relaciones basadas en la impostura y la mentira, por lo que no extraña que salga escaldada, aunque finalmente, y a su manera, triunfante. Por su parte, el Marcos de Juan Blanco parece desganado, sumiso a lo que tenga que pasar, se mueve como si estuviera en las nubes, pero en realidad la carga que soporta es demasiado pesada para que pueda llevarla sin sufrir daños. Su estallido de maldad será la forma que tome su necesidad de escapar al miedo que le atenaza, aunque sepa que la caída será el resultado más probable.


Sea por cuestiones de identificación o por las excelencias de la construcción dramática, lo cierto es que el público se mostró a favor desde el inicio de la función, acompañando las gracias con carcajadas explosivas, las alusiones privadas con un perceptible reconocimiento, y aún más: en cierto momento se produjo un tipo de conexión que pocas veces hemos visto en un teatro: un “ahhhhh” espontáneo y colectivo, que más allá de lo anecdótico muestra la imbricación entre los espectadores y los personajes, ese sentimiento de que lo que está pasando ahí delante nos está hablando de manera directa, sin artificios de juegos malabares. Ni tan siquiera hace falta que nos hayamos sentido así alguna vez (ese nocivo solipsismo de parte del arte actual), sino que lo que le pasa a estos personajes realmente nos atañe, nos preocupa, nos duele y nos emociona. 

martes, 14 de abril de 2015

La ópera de las cuatro notas (Teatros del Canal)

Si el mero anuncio de una ópera minimalista es suficiente para asustar a los niños (¡que viene John Cage!), que como director aparezca el nombre de Paco Mir es suficiente para tranquilizar los ánimos. Ya en Candide vimos su valía para crear grandes espectáculos con recursos limitados, pero en La ópera de las cuatro notas se supera y, muy en el espíritu de la composición, usa la menor cantidad posible de elementos (aunque, eso sí, de la máxima calidad) para presentar una obra de aire didáctico con pequeñas pretensiones pero que provoca un enorme divertimento.

Se podría pensar que la intención del compositor Tom Johnson fue elaborar una iconoclasta ópera que transgrediera los buenos usos y costumbres del arte operístico a través de la traición a la tradición y el desbarajuste de esquemas. Pero en realidad nos pareció que el propósito de Johnson estaba más relacionado con los juegos lingüísticos de Raymond Queneau en Ejercicios de estilo, aquí obviamente adaptados a la música. Porque Johnson se impone unas férreas reglas (empezando con la limitación al uso de solo cuatro notas) que debe superar en cada escena como un tour de force que detrás de su espíritu juguetón esconde un ambicioso reto.

Que la obra de Johnson siga representándose en todo el mundo cuarenta años después de su estreno da fe no solo de su calidad, sino de su capacidad para atraer a muy distintos tipos de público. Y es que si La ópera de las cuatro notas puede servir para introducir en el mundo operístico a niños (los mismos que huirían de Cage) o personas totalmente ajenas a este arte, también puede servir para que los entendidos se regocijen con las bromas internas, que van más allá de esos chistes con los que empieza la función y se desarrollan a lo largo de todo el espectáculo, con guiños más o menos sutiles y constantes autorreferencias que convierten la obra en un mecanismo metaoperístico y sin embargo nada pretencioso, como quien se ríe de sí mismo con buen talante.

Es más, en este intento por ampliar el espectro de público al que puede interesar la obra, Mir realiza una adaptación muy particular en el que se aprovecha de los pocos resquicios que deja el armazón de la obra para incorporar algunas ideas propias que dotan a la producción de una mayor cercanía y actualidad. Su entendimiento con Manuel Coves es absoluto, lo que permite que la integración entre música y texto siempre parezca natural, connivente. Porque la composición de Johnson puede parecer sencilla, pero indica de una manera muy marcada los límites de la representación, y es necesario una buena conjunción para que el equilibrio no se desestabilice.

En este sentido, también es clave la elección del reparto, que ha sido otro gran acierto. Los intérpretes tienen que ser cantantes cualificados, pero también actores con la suficiente vis cómica para sentirse a gusto en sus papeles y exprimir todas las posibilidades de la partitura. Ruth Iniesta es la soprano egocéntrica (valga la redundancia), Ana Cristina Marco la contralto por debajo de sus posibilidades (como mezzosoprano que es), Francisco Sánchez el tenor lastimero (que solo tiene un aria), Axier Sánchez el barítono prepotente (y bien potente) y Francisco Crespo el bajo infrautilizado (como su caja china). Junto a ellos, el pianista Javier Carmena que se lo pasa en grande jugando con sus muñequitos. Todos parecen encantados de encontrarse en una obra que deja de lado cualquier tentación de pomposidad pero que les permite dar unas cuantas lecciones de canto y demostrar que también pueden actuar con soltura. Su joie de vibre se contagia fácilmente a un público que nunca había disfrutado tanto con el “aburrimiento” y las “repeticiones”.


lunes, 6 de abril de 2015

Enrique VIII y la cisma de Inglaterra (Teatro Pavón)

Por un motivo o por otro, parece que Enrique VIII siempre está de actualidad. Y, total, su cisma tampoco fue tan importante: encontrar divergencias entre anglicanismo y catolicismo, aparte de cuatro cositas, es como tratar de hallar las siete diferencias entre demonios y diablos. Pero ya sabemos que los ingleses tienen querencia por hacerse los estupendos, y si a ello añadimos su extraordinaria capacidad de autopromoción, unas cuantas decapitaciones y otras muestras de sensacionalismo barato, pues ya tenemos rey para rato. Lo último han sido las aclamadas y pesadísimas novelas de Hilary Mantel, con su reivindicación de Thomas Cromwell, repentinamente convertido en un santo varón (lugar que ocupa en detrimento de Tomás Moro, que pasa al bando de los malos). Y ahora llega al Pavón Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, primeriza obra de Calderón, con el mismo rigor histórico que una novela de Alejandro Dumas.

Lo cierto es que, frente al texto deshilvanado y como de patchwork (¿qué diríamos si no conociéramos al autor?: “¿este Calderón promete, pero le falta un hervor?”), la propuesta de Ignacio García tiene la contundencia de un mastondonte avanzando con seguridad y sin preocuparse demasiado por dónde pisa. La producción, es excelente, capaz de aguantar el tipo ante las deslumbrantes propuestas de la BBC: extraordinario el vestuario de Pedro Moreno, con trajes y vestidos de esos que muchas veces dicen más sobre un personaje que el propio texto, una ayuda incalculable para los actores; una escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso (que hacen doblete con su trabajo en Invernadero) propicia para grandes momentos tan sugerentes como la sesión parlamentaria; una iluminación del siempre competente Paco Ariza y el ya acostumbrado acompañamiento musical, muy bien acoplado a lo que se desarrolla en escena.

Y, sin embargo, da la sensación de que son demasiadas alforjas para este viaje. Porque los grandes temas de Calderón ya están ahí y la versión de José Gabriel López Antuñano no deja escapar ninguna de las especialidades de la casa: la predestinación, la culpa, la redención. Pero también es cierto que el texto flojea en la la construcción y que la dispersión de la trama es fácilmente contagiable al público. Es como si la puesta quisiera deslumbrar con un despliegue de medios, pero por momentos lo que consigue es abrumar con la exhibición de una maquinaria que funciona con la precisión y la previsibilidad de un artefacto de relojería tan confiable como poco estimulante.

Por suerte el teatro, por mucho que alguno se empeñen, no es solo cuestión de artificios. Y los actores de la obra ponen la carne y la sangre que impide que la obra se convierta en una admirable inanidad. Sergio Peris-Mencheta deja claro que aquí está él desde su primera aparición. Su Enrique se caracteriza por su inestabilidad, por no decir que es un poco veleta (cualidad también manifestada en su fulgurantes apariciones y sus prolongadas ausencias). Sin embargo, Peris-Mencheta le dota de autoridad, tan capaz de transmitir la fuerza de su poder como de hacer comprender su inclinación ante el deseo y la lujuria. No es fácil bregar con un personaje que puede mostrarse como un ponderado monarca en un momento, para después dejarse llevar por un en... por una pasión, y acabar reconociendo su falta de la manera más humilde (hoy Marco Aurelio, mañana Atila, y pasado Federico Barbarroja), pero Peris-Mencheta hace creíbles cada uno de estos tránsitos y consigue que su Enrique no nos parezca tanto un trastornado con problemas de compromiso como un ser humano maltratado por las circunstancias y los hados.

Pepa Pedroche también es capaz de transmitir la dignidad y nobleza de su Catalina reflejando una majestuosidad que parece natural. Su amor, su desconfianza, su indignación, su comprensión, son siempre sentimientos prístinos. Frente a la grandilocuencia habitual del drama histórico, Pedroche evita caer en la impostura e impone su carisma en cualquier situación. Por cierto, que otro antídoto contra la pomposidad es Emilio Gavira, que proporciona no solo los únicos momentos divertidos de la obra, sino también cierta perspectiva. Es el bufón que dice las verdades que nadie más se atreve a proclamar en voz alta, y Gavira sabe combinar la gracias y el donaire de su personaje sin salirse del tono. Y si Gavira es el gracioso, el Volseo de Joaquín Notario es el verdadero malo de la historia, ambicioso y torticero, tendrá un destino a la altura de su malicia. Puede parecer que Notario ya hace estos papeles de memoria, pero no hay nada de mecánico en su interpretación, al contrario, se le nota la garra, la pasión en cada parlamento, la mezcla de intuición y de tablas que le permiten construir un personaje de muchas dimensiones con la aparente facilidad de quien lo vive.


Mamen Camacho es una Ana Bolena pérfida y seductora, con agenda propia y pocos escrúpulos: una católica, tout court, aunque paradójicamente sea quien conduzca al cisma. Camacho sabe llevar el juego a su terreno y manejar los hilos del drama hasta que le llegue su hora. Su amante, el embajador francés, es Sergio Otegui al que lamentablemente le falló la voz el día en el que vimos la función, situación que nos imaginamos que tiene que ser horrible para un actor y que tuvo que solventar como buenamente pudo.