martes, 22 de diciembre de 2015

El juego de Yalta (Teatro Guindalera)

Las escasas veinte páginas de La señora del perrito son un prodigio de sutileza en el que cada detalle cuenta, un demostración de perspicacia psicológica solo al alcance de los observadores más dotados, un dibujo preciso de las emociones humanas en su manifestación más emocionante, en fin, una obra maestra que no se acaba nunca. Teniendo en cuenta estas consideraciones, su adaptación teatral se plantea como un reto de todo o nada: por un lado, con estos elementos ya lo tienes todo para desarrollar una obra memorable; pero por otra parte, es casi imposible estar a la altura de Chéjov. Visto el resultado que obtuvo Brian Friel con El juego de Yalta, su aproximación nos parece ahora si no la única posible (a Mikhalkov no le quedó nada mal Ojos negros) sí la mejor: una fidelidad absoluta al original y, sin alejarse de su esencia, unos ligeros pero trascendentales añadidos que dotan a la obra personalidad propia. Porque lo que no hay en el cuento de Chéjov, o al menos no de manera tan marcada, es ese aire irreal, más propio de un relato a lo Henry James, en el que la verdad y la fantasía, lo vivido y lo imaginado, se entremezclan sin que quede claro si lo que hemos presenciado ha pasado realmente o es solo un juego. En este sentido, quedará en la memoria la preciosa escena en la que el humo del tren que se acaba de marchar se convierte en una niebla que envuelve a los personajes en su incertidumbre.

Desde luego, ningún lugar más propicio para acoger una propuesta tan íntima y cercana como La Guindalera. Juan Pastor ejecuta con suprema elegancia una puesta en escena legítimamente chejoviana, casi susurrada, siempre pertinente y de una fluidez mágica. Sin la necesidad de exhibir su naturaleza teatral, pero consciente del artificio, Pastor saca partido de las más recónditas posibilidades escénicas para desarrollar un estilo sereno y matizado en el que ni sobra ni falta nada. Por ejemplo, la inclusión de escenas musicales, que parece haberse convertido en una molesta tendencia del teatro actual, está aquí plenamente justificada. Las canciones que interpreta Noemí Irisarri acompañada de Marisa Moro no son solo bellas por sí mismas, sino que son plenamente coherentes con el conjunto de la obra. Pastor dirige con una delicadeza quebradiza, atento a mantener el tono adecuado en cada una de las escenas, sin subrayados que minusvaloren al espectador y con una creatividad que no busca el lucimiento personal, sino la integración de todos los elementos.

Por supuesto, la tercera pata de toda gran representación teatral tiene que estar a la altura para que todo el invento no se venga abajo, y en El juego de Yalta hay dos intérpretes soñados, nunca mejor dicho. El personaje de Dimitri, una mezcla de pavo real y gato melancólico, es muy difícil de atrapar en su ambigüedad. Por fuera es un extrovertido conquistador, un hábil camelador superficial e intrascendente. Pero en su interior es nada menos que un romántico, alguien insatisfecho con su vida que busca algo más que la rutina de su vida acomodada. Para expresar esta ambivalencia de manera creíble y compleja hace falta ser un genio como Chéjov, pero encarnar este tipo tampoco es tarea sencilla, y José Maya resuelve el envite con aparente facilidad, como todo gran actor, sin esfuerzo visible. En la primera parte encarna a ese vividor en busca de placer que se sabe todos los trucos para conseguir sus fines sin mayores problemas de conciencia. Pero progresivamente se irá transformando en una persona obsesiva, en el cazador cazado que acaba por comprender, aunque bien que le costará, que hay un bien mayor que se sitúa por encima de sus intereses. Aun consciente del dolor, de la renuncia y de que supone el fin de su vida apacible y sin emociones, no podrá resistirse a convertirse en otro, o dicho de otra manera, a ser él mismo. En momentos como su monólogo final Maya demostrará que ha capturado por completo la esencia del personaje y que, también él, ha completado la transfiguración.

En otras ocasiones ya hemos loado exhaustivamente la cualidades interpretativas de María Pastor, por lo que solo podemos añadir que en El juego de Yalta demuestra una vez que es capaz de pasar por todos los tonos interpretativos con la misma solvencia que siempre, jugando con todos los recursos naturales y creativos que ofrece el oficio de actor a su antojo. Su Anna, que sufre una progresión paralela pero opuesta a la de Dimitri, va desde su inicial introspección hacia una expansión que ni tan siquiera ella misma se creía capaz de realizar. Sumida en la tristeza y la soledad, gracias a Dimitri comprenderá que puede aspirar a algo tan abstracto como la felicidad, y que aunque esta sea transitoria y difícil de lograr, habrá merecido la pena. Pastor expresa todo este arco de sentimientos con la misma finura y saber estar que impone la dirección. Pero algunos momentos de desmelene si que nos provocaron el capricho de poder verla en una comedia loca en la que, sin cortapisas dramáticas de ningún tipo, pueda dar rienda suelta a la vis cómica que sin duda posee. De momento, esperamos con ansia el próximo estreno de Tres hermanas, que se prevé apoteósico. Mientras tanto, si alguien tiene necesidad de un buen chute de puro teatro, ya lo sabe, seguro que en La Guindalera obtendrá lo que necesita.  


lunes, 14 de diciembre de 2015

Nada que perder (Sala Cuarta Pared)

Entre las múltiples categorías en las que se puede dividir el teatro, hay dos grandes corrientes que esquemáticamente calificaremos como teatro de evasión y teatro comprometido, sobre los que no hacen falta mayores explicaciones. Ambos son legítimos y, bien ejecutados, pueden funcionar a muy diversos niveles (y, por supuesto, ambos pueden dar lugar a mediocridades). Pero si tuviéramos que elegir, nosotros nos quedaríamos con una mezcla de ambos, un teatro entretenido e ingenioso, pero que además provoque reflexión e incomode. Nada que perder es un gran ejemplo de este tipo de propuestas que pretende plantear cuestiones (montones de preguntas, ya incluso desde antes de que comience la obra), pero que no lo fía todo al mero planteamiento ideológico, sino que también ofrece una sólida propuesta dramática.

Y eso que a veces la función puede parecer demasiado expositiva. Los personajes, por otro lado bien definidos y con gran complejidad psicológica, también adquieren la función de símbolos, como si fueran la tesis, la antítesis y la síntesis, lo que puede añadir en cuanto a elucubración moral, pero resta en cuanto a trasmisión teatral: es difícil identificarse con un arquetipo. En una obra tan filosófica (y que no se avergüenza de serlo) como Nada que perder, hasta los actores pueden cobrar forma de teoría. Tampoco ayudan a la fluidez y la empatía el por momentos excesivo recurso a tirar de datos. Además, es información que todos conocemos, y aunque no viene mal tenerlos presentes, hay maneras más sutiles de proporcionar este contexto. También hay algún momento en el que a Javier García Yagüe se le va un poco la mano en lo tremebundo. La escena entre la madre y el niño parte de una buena idea de puesta en escena, una historia de terror cotidiana narrada como un cuento clásico de miedo, pero el efecto final, por muy impactante que sea, deja la sensación contraproducente de la exageración: la situación ya es de por sí lo suficientemente terrible como para añadir efectos.

Pero estos escollos son fácilmente sobrepasados cuando nos metemos en cuestión. Es admirable la progresión dramática lograda por QY Bazo, Juanma Romero y García Yagüe. A partir de choques dialécticos entre dos personajes sobre los que intercede un tercer elemento que está y no está, que incordia y busca la simbiosis, una historia con aspecto de thriller va desarrollándose en diferentes vectores que enriquecen la comprensión y dibujan un panorama amplio y diverso con pretensiones de resumir el estado actual de la nación, aunque sin perder en la ambición el sentido de lo personal. A cada escena vamos comprendiendo mejor la situación, pero al mismo tiempo aumentan las preguntas, surgen más dudas que van de lo práctico, de lo inmediato, a lo absoluto, lo moral. El planteamiento de "qué haría yo en su lugar" se convierte en el verdadero leitmotiv de la obra. Así, el espectador se ve absorvido por la intriga de la obra en su sentido más convencional (qué pasó, quiénes son los responsable, cómo acabará) mientras se debate entre disyuntivas pragmáticas y éticas de difícil resolución.

Para todavía mayor desasosiego, en lugar de dar tiempo a la reflexión y la calma, Yagüe decide acelerar el ritmo al máximo, sin dar tiempo a llegar a un acuerdo. Cada escena se sucede con el tiempo mínimo otorgado a los actores para cambiar de vestuario, y desde que despega la escena, ya no hay ni un segundo de respiro. No se suele decir, porque suena un poco chorra, pero a nosotros nos sigue sorprendiendo la capacidad de los actores no solo para aprenderse unos textos tan largos y complejos, sino que por otra parte, en Nada que perder hay que añadir que no tienen tiempo para pararse a rememorar, todo lo sueltan como un torrente, y encima tienen que encarnar a multitud de personajes muy diversos sin apenas apoyos externos. Solo por eso, todo nuestra admiración.

Pero es que además, los actores están soberbios. Marina Herranz (que cambia de edad a su gusto a lo largo de la función) tan pronto es una jovial empleada que preferiría no saberlo como una despiadada empresaria que se las sabe todas. Precisamente esta escena, en la que se entrena junto a un abogado para "flexibilizar" la justicia es una de las mejores de la obra (nos hizo pensar en lo bien que estaría una obra entera sobre un juicio, en el cine siempre funciona y en teatro, bien realizado, tiene que ser toda una experiencia). Pedro Ángel Roca empieza la obra al borde del colapso, pero más tarde demostrará que puede dominar registros que van desde la apatía total a la elegancia de lo sugerido, aunque casi en cada momento prevalece esa angustia que es el sentimiento preponderante de la obra. Javier Pérez-Acebrón también se mueve con soltura en diferentes perfiles, que van desde un niño asustado a un padre que todavía lo está más. Su alegato final, una explosión de desengaño y rabia, evita la grandilocuencia gracias al verdadero sentimiento. Lo que podría caer en la exposición de unas ideas manidas e incoherentes, adquiere la fuerza y la contundencia de una verdad que debe expresarse.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Golem (Teatros del Canal)

No deja de ser revelador que sea una banda de punk el recurso utilizado en Golem para expresar el descontento y la rebeldía ante una sociedad dormida y complaciente. Y es que, desde los 70, nada nuevo bajo el sol. Esta es una apreciación tan patente que la hemos repetido en variadas ocasiones con múltiples y complementarios ejemplos. Al mismo tiempo, se trata de una consideración tan superficial y discutible que pasamos a rebatirla seguidamente y de manera tajante: si hay algo realmente extraordinario en este espectáculo es que se trata de un montaje totalmente diferente a lo que estamos acostumbrados. Cierto que las referencias ya están claras desde el nombre de la compañía, 1927 (por cierto, Bill Bryson ha demostrado con su último libro que este año es precisamente la clave del mundo moderno tal y como lo entendemos), que el homenaje al expresionismo alemán, especialmente a El gabinete del doctor Caligari es evidente, que el vestuario de Sarah Munro debe mucho a los ballets rusos de Diáguilev, que no solo la música de Lillian Henley tiene reminiscencias setenteras. Pero la experiencia de presenciar algo como Golem sí es algo inhabitual. Esa sensación de meterte con timidez en un local de pinta extravagante y fama dudosa, pero que ya desde las presentaciones te indica que vas a pasártelo en grande descubriendo sensaciones que ni tan siquiera sabías que existían. Teatro como electroshock.

También es verdad que la historia de Golem no es excesivamente novedosa. Y no lo decimos por el Golem en sí, uno de esos mitos que se pueden adaptar a los gustos de cada época extrayendo conclusiones muy diversas y que puede servir como símbolo de inquietudes cambiantes. Es esta percepción de la tecnología como nuevo poder omnipresente y totalitario que convierte la vida en algo superfluo, eso que pasa a nuestro alrededor mientras prestamos toda nuestra atención a la pantalla del móvil. Desde luego el ludismo no es una ideología precisamente novedosa, y series como Mr. Robot demuestran que está en el aire esa sensación de ahogo frente al despotismo de las grandes corporaciones y la deshumanización de las relaciones personales a través de las llamadas redes sociales, vistas por sus críticos como alienantes formas de control mental. De acuerdo, está bien que nos lo recuerden y que permanezcamos atentos, pero no es eso lo que hace de Golem teatro extraordinario. Lo que nos ha fascinado de esta obra de Suzanne Andrade es su perfección natural, su ritmo imparable, su humor doliente.

Ya estamos tardando mucho en hablar del diseño de Paul Barritt, un prodigio de inventiva repleto de detalles deslumbrantes. Lo más llamativo puede ser la impactante capacidad de conjugar las animaciones con la acción real, un trabajo milimetrado que sin embargo no busca el exhibicionismo, sino que cumple su función a través de la fluidez: todo encaja como debe ser, pero sin pretender epatar con su virtuosismo. Enlazado con este despliegue de profesionalidad se encuentra lo que para nosotros es el secreto del gran teatro: el ritmo. Y los 1927 parecen tener el secreto de este elemento primordial. Desde la primera escena, la narración entra en una espiral de acontecimientos que se desarrollan sin un segundo de descanso, pero sin llegar a abrumar. Los actores cambian de personaje y los decorados de función sin que se produzca el menor quiebro, y cada escena misma tiene un tempo ajustado en el que ni sobra ni falta nada. Para completar el triángulo perfecto, nos queda el humor. Porque la historia podría convertirse en uno de esos sermones que nos hablan de lo que todos ya sabemos con solemnidad mortal, pero con buen criterio Andrade ha decidido que es mejor utilizar el humor. No vamos a cambiar el mundo con este obra, pero tampoco vamos a resignarnos a dejarnos llevar por la maquinaria. Contémoslo con alegría. Y, cuando llegue la explosión, la reverberación se duplicará.


En este mundo expresionista pero no por ello irreal, en el que las referencias al mundo actual provocan un extrañamiento turbador, los actores tienen que alejarse del psicologismo clásico sin por ello caer en el arquetipo. También lo dan todo en la comedia, pero sin traspasar el límite de la bufonería. Shamira Turner en ningún momento parece una chica con peluca que interpreta a un chico, sino que cuela por completo. Su Robert tampoco es un friki del que burlarse sin piedad, sino una persona vulnerable que lo acabará pagando por intentar ser alguien más. Charlotte Dubery es la rebelde del grupo, segura de poder permanecer ajena a la homogenización pero sin armas para poder combatirla. Rose Robinson tan pronto es una abuela intransigente como una treintañera sin ambiciones, en ambos casos con una insatisfacción interior que no acaba de explotar. Will Close y Lillian Henley pasan de músicos a interpretes en un continuo vaivén sin perder una nota en ninguno de sus dos cometidos. Al principio de lo obra escuchamos la voz de la propia Andrade expresando unas ideas que, repetidas al final de la función, cobrarán un sentido estremecedor. Es improbable que alguien cambie sus hábitos después de ver Golem, pero además de pasárnoslo bien, de reírnos y de cuestionarnos algunas prioridades, hemos asistido a una obra de teatro que demuestra que no todo tiene que ser siempre igual, que las posibilidades siguen abiertas, que si se puede hacer un teatro vivo y emocionante, quizá todavía no todo esté perdido. Esa sí que sería la lección más importante: el teatro es el mensaje. 

jueves, 10 de diciembre de 2015

El cabaret de los hombres perdidos (Teatro Infanta Isabel)

Cerrar los ojos y ver la vida que te espera. Después, decidir si merece la pena volver a abrirlos. Como decían en el mejor episodio de Morir (o no), la película de Ventura Pons y Sergi Belbel con la que El cabaret de los hombres perdidos tiene varios puntos en común, lo moderno, es decir, lo cínico, sería responder que no, que para qué, si al final todos calvos. En algún momento de la representación, nos tememos que la cosa pueda ir por ahí, que la fascinación por el malditismo y la roña hayan desviado a Christian Simeón hacia los callejones del desengaño y la negación de la vida. Pero por suerte todo era un espejismo y el espíritu lúdico y vital se impone. Aunque, ojo, sin caer en otro tipo de complacencia igualmente nefasto, el de lo confortable y biempensante, el compromiso con la mediocridad. Porque en esta obra la verdadera transgresión (término gastado y que ha perdido su significado del que quizá deberíamos huir) no está en su presentación de un modo de vida dizque alternativo, sino en su reivindicación de la felicidad.

Que es lo que tienen los musicales, que te alegran el día. Por lo menos los que nos gustan a nosotros. Y es lo que regala este Cabaret, un musical pequeño, sin grandes orquestas (más bien un piano), sin grandes números de baile (tirando a uno o ninguno), pero que tiene el poder euforizante de las grandes celebraciones. Porque si las canciones, muy bien adaptadas por Alicia Serrat, muestran un amplio repertorio que va de lo íntimo a lo espectacular, de lo sentimental a lo paródico, las escenas habladas (que en ningún caso son de transición), tienen mucha gracia e ingenio. En realidad, no se trata de una historia muy original (otro de sus peligros es que a veces se acerca peligrosamente al esquema de triunfo y decadencia), pero Simeón hace eso tan difícil de hacer las cosas fáciles: una historia bien contada, con sus escenas delimitadas, su progresión sin baches y unos cuantos toques personales y divertidos. La típica recreación de una historia dentro de una historia está llevada sin aspavientos, con toda naturalidad y sin complicar el asunto, y cuando llega el momento del desenlace y de tomar partido, lo hace con la misma consistencia y claridad.

La puesta en escena de Victor Conde se sitúa a medio camino del gran musical (sin gran presupuesto) y de la representación de salón (pero evitando en todo momento la cutrería). Es una postura que agradecemos: ser consciente de lo que se tiene y jugar con ello, sin pretender convertirse en el héroe de la historia ni desentenderse confiándolo todo en los demás. Como Simeón le ha dejado abiertas muchas posibilidades, Conde sabe exprimir todos los recursos. Y si mencionábamos el buen trabajo de Serrat con las canciones, el de Jorge Roelas con la adaptación también tiene su mérito. Los diálogos son ingeniosos, punzantes y expeditivos. Vamos, lo que se podría calificar como "muy gayers". Pero otro punto a favor de la obra es que, sin renunciar a sus señas de identidad, tampoco limita sus pretensiones a un determinado público, sino que es apto para las masas.

El protagonista de la función es Cayetano Fernández, de quien las malas lenguas dirían que borda su papel de mal actor (y realmente su escena del ensayo es hilarante), pero que en realidad está muy ajustado como ese inocente muchacho que llega a la gran ciudad, no se entera de nada y deja que sus sueños le lleven a vivir una pesadilla. Fernández se luce con las canciones más "desgarradoras" y cuando por fin puede interpretar "la mejor canción del espectáculo" se muestra a la altura de las expectativas. Pero aunque nominalmente el protagonista sea Fernández, en este Cabaret hay uno de esos personajes que, bien resueltos, se van a hacer con toda la atención. Y Ferrán González firma una Lullaby redonda. Es un personaje que enseguida se calificaría como puro Almodóvar, y que por tanto ha caído un poco en la parodia, pero Lullaby le da carne y sentimiento, y también mucha gracia cuando se transforma en una Norma Desmond sin glamour. Ignasi Vidal es el maestro de ceremonias, un capullo muy seguro de sí mismo al que Vidal sabe dotar de encanto y darle un perfil seductor hacia el público que justifica su influjo sobre los otros personajes. Armando Pita, pese a tener un personaje con menos espacio para el lucimiento, no desentona en ningún momento y sabe adaptarse a las vicisitudes de su papel y de la obra con flexibilidad.