lunes, 25 de abril de 2016

Tierra del Fuego (Naves del Español)

Al llegar al Matadero nos esperábamos un teatro a reventar: Claudio Tolcachir de nuevo en Madrid, un reparto sólido y popular, un tema apasionante... y sin embargo la sala estaba solo algo más que medio llena. Paranoia: la obra es un desastre y la voz se ha corrido sin que, una vez más, nos hayamos enterado de nada. Hora y media después, esta explicación quedaba descartada: Tierra del Fuego es lo mejor que hemos visto en mucho tiempo. Así que más allá de achacarlo a una mala tarde, a que la gente estaría recuperándose del maratón (sobre todo los no participantes), a problemas informáticos (siempre se les puede echar la culpa), quizá la cuestión sea que el tema tratado es demasiado incómodo (conversación captada a la salida: “está bien, pero prefiero las de reírme” y gran réplica “pues yo prefiero las de pensar”). Además, osadía de Mario Diament, Tierra del Fuego no solo trata el tema conflictivo por excelencia, sino que lo hace sin ponerse de parte de nadie (lo que no equivale a ser pusilánime, sino a amplitud de miras), no se trata de una obra para reforzar convicciones, sino para hacernos dudar.

Porque en el conflicto entre Israel y Palestina todos tienen razones, pero todos están equivocados. Incluso quienes se sitúen en las posiciones más moderadas, que en este caso son las más impopulares, no pueden evitar ponerse del otro lado y admitir que sí, que motivos no faltan para la indignación y la ira, que nos hemos convertido en todo lo que odiábamos y que de seguir así la destrucción no llegará desde fuera, sino desde dentro. Porque la historia (que debería ser borrada si queremos seguir adelante) es de una complejidad que hace inútiles las toneladas de libros que se han escrito al respecto, que nos llevan a Babilonia y más allá para decirnos cómo hemos llegado hasta aquí, pero que son incapaces de llegar a la verdadera raíz, la que hay en cada corazón. Una historia tan compleja que sin embargo puede resumirse en una canción. Porque parece que este infierno jamás tendrá solución, que siempre ha existido y que la paz nunca podrá firmarse, pero si estudiamos racionalmente los problemas vemos que ninguno debería ser un escollo definitivo, que el entendimiento, si se dejan aparte supersticiones (como la religión) y agravios mitificados, siempre es posible.



Todas estas reflexiones y muchas más surgen a cada momento, durante y después de Tierra del Fuego. Y es que puede parecer que sobre este tema ya lo sabemos todo, que nuestras posiciones son firmes, que lo que nos van a contar son tópicos o idealizaciones. Pero en realidad Diament se sitúa un paso por delante del espectador, él sabe todo esto mejor que nadie y por eso ha decidido dejarse de teorizaciones e ir en busca de las almas, aparcar estereotipos y presentar personas reales, con sus contradicciones, con sus heridas, pero también con su ilusión. Aunque quizá lo que hace de Tierra del Fuego una propuesta extraordinaria es que este sensibilidad a flor de piel está encauzada a través de una puesta en escena que diríamos perfecta. Tolcachir domina el tempo teatral con una soltura magistral, logrando una fluidez natural a través del artificio invisible, transmitiendo los pensamientos más profundos con una sencillez asombrosa. Es como si la dureza de lo que estamos viendo nos llegara de la manera más melodiosa posible, un puñal clavado con delicadeza suprema.

Si para el espectador puede ser duro aunque reconfortante asistir a este espectáculo, para Alicia Borrachero estás sensaciones se deben de multiplicar. Yael, su personaje es de una complejidad psicológica que hace difícil encasillarla. Heroína, traidora, víctima, culpable, pero también mujer, madre, hija, y abandonada, sola. Sería fácil convertirla en una metáfora (de Israel) o en un concepto (la izquierda israelí en retirada), pero por suerte es un ser humano, y como tal lo encarna Borrachero, que además de tener que recorrer un camino tan pedregoso lo debe hacer manteniendo una continuidad interrumpida por la estructura no lineal de la narración.

Si Tierra del Fuego comienza con un batiburrillo de voces que hace imposible entender nada, poco a poco los argumentos se van delineando y la comprensión prevalece (lo que podría ser un resumen apresurado y reduccionista de la obra). Esta consideración general se manifiesta más claramente en la relación entre Yael y Hassan, el personaje interpretado por Abdelatif Hwidar. También en él encontramos una figura poliédrica, extraordinariamente definido por Diament a través de diversos episodios. Arrepentido pero no rendido, consciente de su enorme culpa, pero también de que esta no puede borrar todo lo demás, consciente de su falta pero también de las de los demás, Hwidar posee una tristeza en su mirada que no se puede impostar, capaz de abrasar al espectador más reticente.

Si en cada escena el público va trasladando su fidelidad a cada uno de los intervinientes, quizá el con quien más fácilmente se puede identificar es con Ilán, personaje interpretado por Tristán Ulloa, un israelí comprometido con la paz, pero hasta cierto punto. Porque es muy difícil asimilar el paso siguiente, es mejor hacer como si, complacerse en sus propias convicciones y hacer lo que se pueda, que no es mucho. Porque es muy difícil llevar hasta las últimas consecuencias lo que se cree, pero no se atreve a hacer. Por eso Yael sí es una heroína, mientras que Ilán, como los demás, es víctima de sus propias limitaciones. Todos querríamos cambiar la situación, pero ¿qué estaríamos dispuestos a hacer por conseguirlo? Ulloa expresa de manera controlada e introspectiva esta frustración, combinada con su también comprensible incomprensión antes la actitud de su mujer.


Igual de humana es la posición de Gueula, la madre dolorosa encarnada con ardor por Malena Gutiérrez, lo suficientemente lúcida para comprender la situación, pero cuya pena íntima la impide mostrar empatía hacia los demás: con esta pena ya no lo queda más sufrimiento que compartir, a la vez que hace imposible el reproche. Del otro lado tenemos a Walid, el abogado que interpreta Hamid Krim, que parece representar la posición más fría, pese a que su defensa es puramente emocional. Para cerrar el círculo, llega el momento de Juan Calot, el padre de Yael, quien inició la historia sin saberlo y que tiene que asumir las aberraciones que cometió quizá estaban justificadas, pero solo al precio de tener que conceder la misma legitimidad a Hassan. Porque todos tienen razones, pero al final, si eso fuera único que poseemos, nos quedaríamos sin nada. Por eso Tierra del Fuego, por muy ingenuo que pueda parecer intentar cambiar el mundo con una obra de teatro, es de vital importancia. 

martes, 12 de abril de 2016

Los vecinos de arriba (Teatro La Latina)

En cuanto se levanta el telón, la escenografía de Alejandro Andújar nos indica que penetramos en territorio bobo (en el sentido francés de bohemios burgueses). Y no tardaremos mucho en descubrir que Julio es una especie de con y un poco más tarde que Brian es un poquito cochon. Y es que Los vecinos de arriba tiene mucho de teatro de bulevar, una de esas comedias típicas con su puntito de transgresión que, si entran bien, se puede convertir en un éxito duradero (y ahí tenemos todavía El nombre para demostrarlo) y que en sus mejores momentos se acerca al nivel de una Yasmina Reza. A tenor de lo que nos encontramos durante la representación, con un público que llenaba el Teatro de La Latina y que durante toda la función se mostró totalmente entusiasmado, parece que Los vecinos va a conseguir su objetivo.

Nos da la sensación de que si Cesc Gay ha convertido esta historia en una obra de teatro y no en una película es porque conceptualmente se ajusta a lo que tradicionalmente se entiende por teatral: unidad de espacio, tiempo y acción. Y esto, que queda un poco antiguo, podría parecer un contraste con la temática de la obra, sin pelos en la lengua, como se diría también hace un tiempo. Pero la realidad es que esta provocación ya no es tal: Los vecinos es una obra apta para cualquier tipo de público y sus momentos más exaltados no van más allá del guiño cómplice. Y tampoco nos parece mal: el resultado es divertido, confortable, una buena tarde de teatro en la Latina, como toda la vida.


Esa comodidad, sin duda apoyada por la reacción del público, hace que los actores por momentos se deslicen demasiado al “tú ya me entiendes”, jugando un poco para la galería. Xavi Mira interpreta al ya institucionalizado personaje del cuñado buscando sin disimulo el codazo de la identificación, y aunque abusa de ciertos tics, su trabajo es realmente efectivo. A Candela Peña le basta pedir otra copa de vino para ganarse el aplauso del respetable, y con este viento a favor compone un personaje tipo Catherine Frot (aplatanado con ganas de rebelarse) que se lleva todo el cariño del público. Pilar Castro es una oportuna psicóloga capaz de resolver problemas intrincados en una única sesión de terapia. Más contenida que sus compañeros, es capaz sin embargo de mantener el ritmo. Andrew Tarbet es el elemento explosivo, capaz de dinamitar el statu quo con su franqueza y su impulso.

lunes, 11 de abril de 2016

Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales (Teatro María Guerrero)

Denise Despeyroux parece empeñada en demostrar que Paul Eluard tenía razón cuando dijo que “hay otro mundo pero está en este”. Sin duda, ningún medio (a falta de médium) mejor que el teatro para llevar a la práctica esta hipótesis, pero lo que debería ser si no la norma al menos una buena costumbre, se ve a menudo laminado por una falta de imaginación disfrazada de realismo. Y eso que Despeyroux tampoco desprecia los buenos frutos que puede dar un costumbrismo bien entendido, pero por suerte a menudo se deja llevar por su universo personal, tan rico y fascinante él. Porque si la verdad es que nos costaría mucho vivir en un mundo como el de Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, mientras estamos allí de visita nos lo pasamos bomba. Se trata de un mundo que algunos definirían como de trascendencia espiritual y otros de chifladura mística, pero lo que importa es que en él impera el buen humor y la sensibilidad depurada: no podemos pedir más.

A veces la brillantez expositiva puede esconder cierta pobreza de fondo, y Despeyroux, que desde el principio nos encandila con su exuberancia expresiva y su precisión semántica (cualidad que no podemos dejar de valorar: no es tan infrecuente encontrarse con autores que no saben “escribir”), podría acurrucarse en el confortable rincón de la comedia amable y quedarse tan a gusto. Pero prefiere complicarse las cosas y llegar un poco (o mucho) más allá. En este sentido nos recuerda a Charlie Kaufman, pero sin su solipsismo pedantesco: puede crear personajes a la vez excéntricos y cercanos, moverlos por necesidades de la trama y que su trayectoria tenga una naturalidad a prueba de cualquier examen de verosimilitud, entremezclar la cotidianidad y lo extraordinario con total soltura. Y todo ello manteniendo siempre la compostura, tanto en los momentos más decididamente surrealistas y de una gracia chispeante como cuando toca ponerse serios y alcanzar la emoción.

Cecilia Freire también sabe manejar esta dualidad de una manera asombrosa: pasa de ser Andrómeda a ser Luz sin necesidad de cambio alguno, ni físico ni gestual, y sin embargo es una presencia diferente, diríamos que le cambia el aura. Precisamente lo que le pide el texto es mantener esta ambigüedad, hacer equilibrios en un alambre de incertidumbre que siempre parece a punto de quebrarse, exigida a ser ella misma siendo otra... para volver loca a cualquiera. Juan Ceacero nos recordó en su gracia natural a Gorka Otxoa. Pese a que su personaje es de esos que en la vida real causarían sarpullidos (nada menos que cantante de un grupo de pop lacaniano, ocurrencia antológica), en Los dramáticos orígenes es irresistible, una continua fuente de regocijo. No menos inspirada resulta Ester Bellver, que ya se transmutó hace poco en esta misma sala nada menos que en María Guerrero y que ahora vuelve a demostrar su facilidad para la reencarnación. Para cuadrar el círculo, Ascén López da carácter a una madre con mucho de niña, manejando a la perfección ese punto entre la locura y la razón que define todo el montaje.

Dejamos aquí unas palabras de Jung que extrañamente nos hemos encontrado justo ahora y que nos parece que se ajustan como un guante a la obra:


El profano difícilmente puede discernir hasta qué punto está influido en todas sus tendencias , sus humores, sus decisiones, por los datos oscuros de su alma, potencias peligrosas o saludables que forjan su destino. Nuestra conciencia intelectual es como un actor que hubiera olvidado que está interpretando a un personaje. Cuando la representación acaba, debe poder volver a su realidad subjetiva, pues no podría continuar viviendo el personaje de Julio César o de Otelo: debe volver a su propio temperamento, expulsado mediante un artificio momentáneo de su conciencia. Debe saber de nuevo que no era más que un personaje en un escenario, que se ha representada una obra de Shakespeare, que existe un director de escena y un empresario, cuyas opiniones, antes y después de la representación, determinan la lluvia y el buen tiempo. (Traducción de Jesús López Pacheco)

viernes, 8 de abril de 2016

Celestina (Teatro de la Comedia)

El espectador que se acerca a ver Celestina (¿qué fue de los artículos? Con tal de aparentar que sabemos inglés acabaremos por hablar como los indios de las películas, solo que con gerundios en lugar de infinitivos) cree que lo tiene ya todo hecho: con una obra como la de Fernando de Rojas y un director y protagonista como José Luis Gómez, nada puede salir mal. El problema llega cuando los responsables tienen la misma sensación: entonces es casi seguro que todo saldrá mal. Y, efectivamente, esta Celestina está solo a unos milímetros del desastre absoluto.

Esperamos que fuera solo mala suerte, pero la función que presenciamos, incluidos continuos y variados fallos técnicos, parecía más una fase muy previa de ensayos que una obra ya lista para su presentación en sociedad. Sin duda, el hecho más llamativo es que Gómez (no hace falta decir que es uno de los mejores actores del país), pareciera no saberse su papel (¿esos gestos repetidos de llevarse la mano a la oreja indicaban la necesidad de un pinganillo?). Aunque a lo mejor es que ha llevado la naturalidad a un nuevo nivel: esto sí que es como si estuviera inventándose el diálogo en directo.

Con la perplejidad en la boca y en las mientes, las demás consideraciones sobre la obra quedan en un segundo plano. Sí, las pretensiones estéticas (ese tenebrismo pavoroso) alcanza por momentos una plasticidad tétrica de gran efectividad. Cierto, es interesante la mezcla práctica (quizá demasiado tomada al pie de la letra) de tragedia y comedia, con una Celestina convertida más en víctima que en diablo, aunque el guiño constante acabe por tener un punto chocarrero. Es verdad, hay que admitir que el resto del elenco se muestra esforzado y profesional (destaca Raúl Prieto, en los dos mejores por más divertidos momentos de la función y da un poco de coraje el papelón que le cae a Chete Lera, quien tiene que esperar más de dos horas para reaparecer y provocar las ansias homicidas del respetable con su intempestivo discurso final).

Pero todo queda ensombrecido por la falta de ritmo, por la sensación de desencabalgamiento, de que las escenas se suceden sin continuidad, por la acumulación de lapsus, por las pisadas, la frialdad que invade el escenario en los momentos de supuesta exaltación. En fin, por la sensación de haber asistido a una tomadura de pelo.