viernes, 30 de septiembre de 2016

Cartas de amor (Teatros del Canal)

Como dice Simon Garfield en Postdata. Curiosa historia de la correspondencia, parece que cada vez que sale el tema de las relaciones epistolares, alguien cita 84 Charing Cross Road. Así que, hala, ya está nombrada. Pero, aparte de esta inevitable evocación, a mí Cartas de amor me recordó a El fantasma y la señora Muir. Y no es que la genial película de Mankiewicz tenga algo que ver con las cartas, pero la relación entre Andy y Melissa tiene algo de fantasmal, de intangible, como si estos dos personajes nunca hubieran llegado a tocarse. La decisión de David Serrano de mantener en todo momento a los actores separados, sin que ni tan siquiera se crucen las miradas en casi hora y media de función, aunque quizá tenga una motivación que esté más relacionada con las limitaciones físicas que con una idea conceptual, incide en esta aproximación espiritual, contada desde el más allá. Porque, y no queremos adelantar acontecimientos, en el fondo se trata de la conversación con un fantasma, la rememoración de un pasado construido juntos desde la distancia.

Pese a sus limitaciones, no es de extrañar que el texto de A. R. Gurney siga representándose en todo el mundo casi treinta años después de su estreno y que adivinemos a este montaje un enorme éxito de público. Es lo que se suele considerar como una “bonita historia”, bien narrada, con humor, melancolía y romanticismo. Pero para que un género tan difícil como el epistolar se eleve por encima de sus restricciones tiene que haber un fuerte subtexto, un juego de sobreentendidos que disocie la palabra escrita de la intención. Una obra maestra en este sentido es Lady Susan, de Jane Austen (curiosamente, según el mismo Garfield, una pésima escritora de cartas), en la que el lector puede sacar sus propias conclusiones sobre la perversidad de su protagonista a pesar de las declaraciones aparentemente siempre bienintencionadas de esta. En Cartas de amor lo que oímos es lo que hay, y está muy bien, pero se queda corto. En este mismo sentido, la puesta de Serrano es igualmente concisa (por cierto, ¿dónde hemos visto la misma escenografía de bombillas que se van apagando?). Pero esta sencillez no impide que el montaje funcione a la perfección, con un ritmo muy bien graduado (ahora reposo, ahora aceleración) y buenas dosis de humor. La verdad es que al principio pensé que la obra podría hacerse un poco larga, como en Nueve cartas a Berta, donde acababas pensando que sobraban dos o tres, pero la realidad es que en ningún momento se hace pesada ni da la sensación de alargarse.

En cualquier caso, el texto ya podría ser el mayor bodrio de la historia, que estando ahí Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, el resultado habría sido igualmente fascinante. Si por separado ya son la bomba, suponemos que su interactuación habría provocado una fisión nuclear, así que quizá casi mejor mantenerlos un poco alejados en el sofá. No es ya que no utilicen maquillaje o recursos escénicos, lo que habría sido bastante ridículo, es que no hay en ellos ningún propósito de imitación, y sin embargo pasan de la niñez a la vejez, pasando por la adolescencia y la madurez, con una veracidad genuina. Rellán está como siempre, relajado, natural, con una capacidad intrínseca para provocar simpatía y buen ánimo. Su Andy pasa de la inocencia a la hipocresía en una evolución totalmente creíble; cuando se convierte en un modelo, enseguida descubrimos su cara humana, cuando se enfada sabemos que es de verdad, y que pronto recuperará su alegría. A veces el personaje puede caer en el arquetipo, pero jamás Rellán, que dota a Andy de unas capas y un desarrollo que no están en el texto. Y lo de Gutiérrez Caba es digno de estudio... paranormal. ¿De dónde saldrá esa elegancia, ese saber estar, ese poder de fascinación? Sin duda, no es algo que se estudie, pero tampoco puede ser espontáneo. Pocas actrices hemos visto con tanta clase (quizá solo a Norma Aleandro), capaz de decir “mierda” y que parezca que te está diciendo “cariño”, capaz de transmitir una gama infinita de matices y sentimientos sin apenas exteriorizarlos, que sepamos todo lo que pasa por su cabeza sin que abra la boca. Sí, ni tan siquiera el mayor bodrio de la historia, sueltas a Rellán y Gutiérrez Caba en un escenario y sin que digan una sola palabra, ya te estarían dando una lección de teatro.

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