Es
aparecer Concha Velasco en escena y ya no nos va a dar tiempo ni a
respirar. Al principio de este espectáculo autobiográfico, incluso
parece que tiene prisa para poder contar todo lo que tiene por
delante: el ritmo en el que detalla su infancia, sus primeros pasos,
su precocidad artística, va a una velocidad tal que deja espacio
para acomodarse. Pero es solo el calentamiento, en cuanto se
encuentra cómoda y comienza un juego de complicidad con el público,
el ritmo se hace más estable, aunque no haya un momento de pausa.
Por
eso, durante toda la función apenas nos da tiempo a pensar (¡lo que
es glorioso!), pero hay instantes en los que tenemos que decir: pero,
un momento, ¿no se estará pasando? Y es que Yo lo que quiero es bailar
es un ego trip solo permitido a grandes estrellas y poetas. Sí,
puede que durante un despiste pienses que tanto autobombo puede
provocar vergüenza ajena, que hace falta mucha cara para ser tan
descarada. Pero señores, la Velasco no engaña a nadie y todos los
que estábamos allí sabíamos a lo que íbamos. Y todo el público
agradeció que diera lo que se le pedía.
Por
ejemplo, nadie estaba allí para ver cantar a la Velasco. A estas
alturas la voz da de sí lo que da, y aunque Xavier Mestres le haya
enseñado a cantar “en la bemol”, lo que la gente quiere es
recordar grandes éxitos y divertirse sin prejuicios, no asistir a un
recital. Y lo diremos ya, el trabajo de Mestres y su conjunto es
extraordinario. Se nota que este espectáculo ya lleva un largo
recorrido y que han perfeccionado su trabajo hasta alcanzar una
calidad encomiable.
En
el apartado de los grandes momentos nos quedamos con las recreaciones
de sus enfrentamientos con Mary Carrillo, una historia de las de
siempre de relación amor/odio entre maestra y alumna, pero contada
con admiración y humor. También destacaríamos el recuerdo de “La
Noche de los Goya” en la que Velasco no teme ponerse en el papel
menos agradecido. Por cierto, que si algo valoramos en este
espectáculo es que en ningún momento cae en las facilidades de la
nostalgia, ni un resquicio para la complacencia o la añoranza de los
buenos viejos tiempos.
La
estructura de la obra, en la que recuerdos, proclamas y confidencias
se entremezclan con algunos de los mayores éxitos musicales de la
artista, se fortalece con la base escrita por Juan Carlos Rubio, que
logra mantener la frescura de una narración personal con los
fundamentos de una sólida estructura dramática. La dirección de
José María Pou está a los pies de la actriz y sabe resaltar en
cada momento el aspecto más favorecedor.
Como
guinda final, no podía ser de otra forma, la chica ye-ye. Desde
fuera, un ejercicio kitsch y banal de glorificación. Desde dentro,
dos horas de gran entretenimiento en homenaje de una artista
excepcional.
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