¡Atención!
El siguiente comentario puede contener blasfemias.
El
estreno de Helena Pimenta como directora de la Compañía Nacional de
Teatro Clásico con La vida es sueño
está siendo uno de los acontecimientos de la temporada. Cartel
diario de no hay entradas, aclamación popular, crítica rendida,
Blanca Portillo elevada a categoría Patrimonio Nacional... Y sin embargo, a
nosotros nos pareció que, junto a los evidentes aciertos, tenía
tantas deficiencias que incluso nos hizo plantearnos un par de cosas
sobre Calderón y compañía.
Quizá
el problema principal esté en nuestra sordera y estemos elevando a
categoría de problema universal una discapacidad particular, pero es
que nos costaba dios y ayuda entender lo que estaba pasando en el
escenario. Y eso que es La
vida es sueño,
que ya nos la sabemos. Y que dicen que los actores recitan con
soltura y claridad. También podríamos echarle la culpa a la
acústica del Pavón, pero ya que estamos lanzados, aquí va la
blasfemia: ¿y si actualizaramos a Calderón?
De
acuerdo, seguramente la CNTC no sería la más indicada para llevar a
cabo el experimento. Pero veamos, cuando asistimos a un Shakespeare o
a un Molière, lo que se nos ofrece es una versión moderna y
accesible, sin embargo con los autores del Siglo de Oro, lo que oímos
es algo tan complicado que en una versión crítica impresa las notas
ocupan más espacio que el texto. Cierto, con la modernización
perderíamos parte de su belleza sonora, pero con un buen trabajo de
adaptación ganaríamos mucho en comprensión. Desde aquí nos
limitamos a dejarlo caer...
Hecha
esta confesión, volvamos a la obra de Pimenta. Aunque la verdad,
poco se ve su mano. Y nosotros seríamos los últimos en criticar una
dirección invisible. Que se pone en texto en primer lugar y se
centra la puesta en escena en el trabajo de los actores: genial. Pero
hay que tener cuidado para que este método no degenere en el
acartonamiento, y nos tememos que eso es lo que le pasa a este
montaje. Hacia el final de la representación, los protagonistas se
encierran en una sala del palacio atrancando la puerta desde dentro
con un tablón. Pero al rato los rebeldes no tienen problemas en
entrar, y no es de extrañar: la puerta se abre hacia afuera. Es un
detalle sin importancia, pero creemos que sirve como símbolo de una
falta de creatividad que pretende reconcentrar la acción pero que a
menudo nos pareció que caía en el embelesamiento del recitado.
Y
aquí llegamos a los actores. Marta Poveda es un encanto de Rosaura y
David Lorente un gracioso fetén. Fernando Sansegundo parece que
lleva haciendo de Clotaldo toda la vida y no nos extrañaría que así
fuera en realidad. Joaquín Notario, al que todavía recordamos como
un memorable Segismundo, es aquí un Basilio al que se le entiende
todo, y eso tiene un gran mérito, aunque aún más lo tenga su
poderío y convicción. Rafa Castejón está como débil y Pepa Pedroche como hipervitaminada: quizá no habría sido descabellado
que se hubieran intercambiado los personajes y que Castejón se
quedara con una Estrella femenina y firme y Pedroche con un Astolfo
taimado y decidido.
¿Y
ahora qué decimos de Blanca Portillo? A veces nos daba la sensación
de que Pimenta se había quedado tan abducida por su interpretación
que se había dejado de milongas: mira, le ponemos un foco a la
Portillo y listos, ¿para qué más? Nos gustaría encontrar un
piropo más castizo, pero solo se nos ocurre decir: Blanca, estás
hecha un landmark. A cada escena le sabe dar un tono preciso y
diferente. Qué a cada escena, a cada verso. Lo que no entendemos
porque o no lo oímos o no lo comprendemos, ella lo suple con su
empática capacidad de hacerse ser, no personaje. Sorprende, da la
vuelta a escenas archisabidas, descubre que puede seguir encontrando
nuevas recovecos en caminos trillados.
Una
de las características de los montajes de la CNTC es la oportunidad
de disfrutar de música barroca en directo y en pequeño formato, que
en esta ocasión nos permitió deleitarnos en algunos momentos de
especial ofuscación. Y es obligado mencionar el extraordinario
trabajo de Juan Gómez Cornejo en la iluminación, una autentica
filigrana que tan pronto consigue transmitir una hiperrealista
sensación de luz natural como logra dar tonos expresionistas a las
escenas más simbólicas.
Los
últimos apuntes serán para la versión de Juan Mayorga, que por
momentos diríamos se había escrito a mayor gloria de Portillo, como
en ese final en el que se podan algunos de los aspectos más
desagradables de Segismundo para que la actriz puede conmovernos con
un príncipe que ha alcanzado la sabiduría y la templanza gracias a
la compasión.
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