Sin
duda hay algo muy próximo entre napolitanos y españoles: su sentido
del humor, teñido de oscuridad y a menudo de tremendismo, es tan
similar como reconocible. Por eso, en cuanto comienza Le Voci di Dentro
tenemos la sensación de estar ante algo cotidiano, ante personajes y
situaciones que, más allá de su condición insólita, nos suenan. Y
eso que el italiano que hablan se hace rugoso al oído. Pero ver a
esa criada imaginativa, esa señora (sin más explicaciones) o ese
calzonazos, nos recuerdan toda una tradición de la comedia que
conocemos de sobra. Y eso por no hablar de los vecinos entrometidos,
otro clásico que creíamos tan patrio. Cuando la cosa se pone seria
(es un decir), la conexión se mantiene: diríamos que es típicamente
español eso de acusar por la espalda, de estar a la que salta, de
buscar el propio interés por encima de hermanos, padres o tías.
Parafraseando a Boadella, va a resultar que no hay nada más español
que un napolitano.
Así,
las primeras escenas son tan jugosas como estimulantes. Con un par de
pinceladas De Filippo nos mete en situación sin que sepamos muy bien
lo que está por pasar, solo que entre tanto disparate se está
cociendo algo fuerte. Poco a poco, a fuego lento, vamos conociendo a
los personajes, introduciéndonos en sus miserias, adentrándonos en
sus peculiaridades, oliendo un guiso que no ha salido del todo bien.
Si esta preparación ha sido exquisita, cuando aparece en escena Toni Servillo la efervescencia toma forma. No podemos ser ajenos al actual
reconocimiento que recibe Servillo, pero es que se lo tiene merecido.
Todo el reparto está ajustado, es creativo y cómplice, pero no cabe
duda de que Servillo tiene reservada la mejor parte del pastel.
También
su dirección es atinada, sutil. Como la elegante escenografía de
Lino Fiorito, todo parece muy sencillo, natural, casi esquemático,
pero consigue transmitir la fuerza de la simplicidad. Cada escena se
sucede con una fluidez equilibrada, cada acto tiene un tono
diferente, pero tan bien graduado que no hay ningún fallo en la
continuidad. A veces da la sensación de que solo hay una manera de
hacer teatro (buen teatro, queremos decir), cuando todas las piezas
encajan con facilidad, sin aspavientos ni virtuosismos. Es un teatro
modesto que no trata de impresionar, pero que a su manera humilde y
respetuoso llega más lejos y a un lugar más profundo que cualquier
experimento vociferante de teatro transgresor.
Como
decíamos, todos los actores están magníficos. En la primera escena
entre Chiara Baffi y Betti Pedrazzi ya tenemos el tono que va a
sobrevolar toda la representación, una mezcla entre onirismo y humor
directo que entrelaza el naturalismo de una conversación cotidiana
con la evocación disparatada de los sueños. Pronto aparecerán
Gigio Morra y Lucia Mandarini que tendrán menos protagonismo del
esperado, pero que como le pasará al genial tío de Daghi Rondanini,
tienen un punto de excentricidad memorable. Con Peppe Servillo, ese
hambriento y descarado vecino tan débil como malintencionado la cosa
ya sube de intensidad, y explota con Servillo. Imparable en su
verborrea, arrollador, impetuoso... Y poco después, batido,
decepcionado, perdido para la causa de la humanidad.
Es
difícil condensar en menos de dos horas tantos vaivenes emocionales
sin caer en el guirigay, encontrar en una sola obra tantos disparates
sin perder en ningún momento la dirección. Pero De Filippo era
capaz de lograr ese equilibrio entre locura y realismo, entre
comicidad y pesimismo. Y Servillo le ha honrado con una puesta que
mantiene ese maridaje imposible sin que parezca algo forzado, ni tan
siquiera inverosímil. Salimos con la certeza de que el repetido
dicho “ten cuidado con lo que deseas, porque podría cumplirse”
se completa con la idea de que “ten cuidado con lo que sueñas,
porque otros podrían hacerlo realidad por ti”.
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