Sí,
son manías nuestras, no hace falta que nadie nos envíe una lista
con los premios cosechados por La sangre de Antígona, sin duda
merecidísimos, para demostrar que estamos equivocados. Ya desde el
principio la cosa se pone rara. Aparece Tiresias, en silla de ruedas
y bajo toneladas de maquillaje, y pensamos que en cualquier momento
se va a levantar, se va a quitar una máscara, y descubriremos que la
intérprete no es Rosenda Monteros, sino el mismísimo Ángel
Pavlovski. Así que mucho después, parece que han pasado siglos,
cuando Tiresias finalmente se alce, apenas podemos contener la
carcajada.
Hasta
entonces, el estrambote que le han montado a Bergamín había sido de
antología. Todos los males del teatro grandilocuente habrán sido
puestos en escena sin el menor pudor. Declamaciones sin alma pero con
toda la pomposidad que quepa imaginar; decorados apabullantes que
apenas disimulan su intención de deslumbrar... y sin embargo una luz
tenebrista que no deja apreciarlos. También tenemos símbolos para
regalar, que cada uno haga sus propias interpretaciones. No podían
faltar las referencias a la Guerra Civil, que claro, cómo no, pero
que salgan los soldados con fusiles y todo eso queda de broma.
También tenemos una vertiente litúrgica, con una Antígona-Cristo
dispuesta a sacrificarse por la humanidad. Música y olor de Semana
Santa, pero sin tópicos, dirán. En realidad, el único símbolo que
funciona es el del decorado cayéndose a pedazos, pero como símbolo
de la función.
Para
que una tragedia tenga efecto y no se quede en camp o caiga en el
ridículo hay que tener mucho cuidado. Sobriedad, delicadeza y
temple. Otra opción válida podría ser tirar por el desgarro, el
espectáculo más grande que la vida. Pero cuando se cae en la
solemnidad impostada, el exhibicionismo y la ampulosidad, lo único
que se consigue es provocar bochorno. En esta misma línea impuesta
por un Ignacio García desnortado se sumergen todos los intérpretes.
Érika de la Llave es una Antígona que pronto nos deja de interesar,
lamentándose por las esquinas sin que en ningún momento nos parezca
natural, ni tan siquiera conmovedora en un estilo más artificial.
Pero lo de Arturo Beristáin es de premio. Con un solo personaje
consigue recordar a un coronel de opereta, a un fascistón de
astracanada y a un maloso de telenovela.
Cierto,
es muy fácil dar el paso que lleva del teatro sagrado al teatro
mortal, pero es que aquí el adjetivo es casi literal. Cuando nuestra
mente ya había derrotado por mares ignotos, empezó a carcomernos un
pensamiento letal: ¿podríamos morir realmente en la butaca de un
teatro ante la imposibilidad de soportar el suplicio? De acuerdo,
exageramos, pero la posibilidad de una apoplejía no era tan
disparatada. Lo cierto es que si se tratara de una compañía
independiente, con una obra de un autor inexperto, en un teatro
pequeño, nos ahorraríamos el comentario. Pero el hecho de que se
trate de la Compañía Nacional de México, en la sede del Centro Dramático Nacional, en un ciclo que se precia de traer lo mejorcito
del mundo, nos parece simple y llanamente una estafa. A veces cuando
oímos denigrar el teatro pensamos que se trata de personas que nunca
han pisado una sala. Pero en ocasiones como esta pensamos, se lo
tienen merecido.
Y
bueno, sí, será cosa nuestra, pero solo en nuestra fila estábamos
nosotros con nuestros tétricos pensamientos; un joven durmiendo a
pierna suelta (y no es una imagen, en nuestra vida como espectadores
teatrales hemos visto a mucha gente dormirse, pero este bendito lo
hacía totalmente despatarrado, con la cabeza hacia atrás y unos
homéricos ronquidos que aparecieron interumpidamente durante unos 45
minutos); y una mujer que en la más pura tradición teatral y cómica
se levantó de su asiento en pleno monólogo climático. A nuestra
izquierda también divisamos a un ilustre literato, pero cuando en
los saludos quisimos fijarnos en su reacción, resultó que ya había
abandonado su plaza. Ya decíamos que es un escritor a imitar.
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