Hmmm...
Una obra sobre Robert Wilson “uno de los grandes renovadores del
teatro de las últimas décadas”, como suele rezar su presentación.
Un artista visual, como él mismo se denomina. Una colección de
aforismos, alguna anécdota, representación en vivo de diversas
teorías (espacio-tiempo, movimiento, zen). No, esto no parece ir con
nosotros. Más bien parece cosa de modernos, aunque lo cierto es que
no vimos a muchos por el teatro Valle-Inclán (pero sí a un hipster
de libro que parecía contratado para dar color: era demasiado
perfecto para ser genuino).
Así
que Bob
lo tenía todo en contra para convencernos. Y no lo hizo. Sin
embargo, al empezar consiguió abrirnos la mente. Will Bond aparece
en escena y durante un minuto permanece sentado de espaldas al
público sin hacer nada. Pues estamos preparados. Pero no, cuando se
pone a hablar descubrimos que si físicamente no ha intentado imitar
a su modelo, su voz y gesticulación es calcada. Con grititos
irritantes incluidos. Pero tiene gracia. Y lo que dice es ingenioso.
Su vida como un incomprendido. Después de todo, es un artista
americano. De Texas, para más inri.
Pero
este esperanzador inicio no tiene continuidad. La dramaturgia de
Jocelyn Clarke sobre declaraciones de Wilson se basa en algún que
otro recurso reiterativo para dar continuidad y en diversos temas que
van pautando la función, pero que ni es un retrato biográfico
(tampoco es que lo pretenda, eso es cierto), ni logra profundizar en
los principios estéticos o creativos de Wilson. Porque seamos
sinceros, lo que dice a veces tiene su punto, a veces su gracia, y en
alguna ocasión incluso puede ser revelador, pero cuando se encienden
las luces ningún interrogatorio podría hacer que recordáramos
alguna cosa importante que hubiéramos aprendido con la obra.
La
puesta en escena de Anne Bogart tiene la dificultad de intentar
mantener una visión propia y a la vez una referencia evidente al
marcadísimo estilo de Wilson. Con solo un actor, una mínima
escenografía y un hábil uso de la iluminación de Mimi Jordan Sherin, no consigue dar fluidez a un espectáculo tan fraccionado y
si a veces las escenas tienen una pegada poderosa, en otras cae en la
dejación. Por ejemplo, después de una de las partes más
centrífugas en la que Wilson parece haber perdido el hilo (y, desde
luego, el espectador lo hace), viene el relato de una banal anécdota
que vivió el director en un aeropuerto alemán. Es una historia
intrascendente de las que se cuentan en una cena, pero el público
pareció respirar de alivio ante un desahogo tan humano. Y nos parece
que este recurso delata la poca entidad del proyecto.
Sin
duda lo mejor de la obra es el trabajo de Will Bond, que creemos que
fue el destinatario principal de los abundantes aplausos finales. No
sabemos si Wilson es un loco o uno de esos artistas que se hacen el
loco (aunque tenemos bastantes pistas), pero Bond evita caer en una
fácil parodia o en un babeante homenaje. Paradojicamente, su labor
de mimetismo se convierte en lo más creativo de todo el montaje y si
en algún momento podemos conectar con el personaje, no es gracias al
texto ni a la representación escénica, sino a la diversidad de
talentos del propio Bond.
De
los tres espectáculos que hemos visto en esta temporada de “Una
mirada al mundo”, el minifestival que organiza el Centro Dramático
Nacional con montajes extranjeros, uno ha sido una pesadilla, otro
una decepción y el tercero nos ha dejado fríos. Vamos, lo que viene
siendo habitual. Nos gustaría poder seguir asistiendo a esta
oportunidad de conocer el panorama teatral que se está desarrollando
fuera de España, pero como el ojo de los programadores siga siendo
tan perspicaz, mucho nos tememos que acabaremos por abandonar. A lo
mejor va a resulta que todo es un complot para que digamos: pues,
visto, lo visto, como lo de aquí, nada.
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