Pese
a que dura poco más de una hora, en Atlas de geografía humana
cabe de todo: primero el desconcierto, después una sucesión de
breves monólogos que parecen una antología de clichés, y todavía
alguna proclama patidifusitoria: nunca hasta ahora habíamos
escuchado un alegato de madrileñismo victimista, y francamente
esperemos que no se difunda, porque lo único que nos hacía falta
era otro grupo de quejicas históricos.
Pero
en la función también hay espacio para unas actuaciones estupendas,
para algunos momentos en los que los lugares comunes dan paso a
verdadera emoción. Desde que las compañeras de trabajo se reúnen
para celebrar una catártica cena, la obra adquiere fluidez, y aunque
no es capaz de librarse de algunos altibajos, al menos también
ofrece destellos que justifican su visionado.
No
hemos leído la novela de Almudena Grandes en la que se basa este espectáculo, pero las
dificultades de adaptar un libro de más de 600 páginas a una
duración tan escasa sin duda han supuesto un problema que LuisGarcía-Araus no ha sabido resolver con total satisfacción. Por un
lado es fácil caer en el esquematismo de “historia de mujeres”
que al tratar de alejarse de la convención más rancia se vaya al
otro extremo y ceda ante unos estereotipos opuestos, pero igual de
esquemáticos. Pero quizá el mayor problema sea el estructural, al
no haber sido capaz de encontrar una narración coherente.
La
puesta en escena de Juanfran Rodríguez trata de acomodarse al
difícil espacio de la sala pequeña del María Guerrero aprovechando
toda la extensión y haciendo buen uso del off.
También da fluidez a la sucesión de intervenciones de la primera
parte gracias a una continuidad que evita marcar las transiciones a
través del hábil uso del violinista Ángel Ruiz y de la movilidad
que otorga a las actrices.
Y
aquí llegamos al punto fuerte de la función. Para empezar a lo
grande, diremos que Arantxa Aranguren está soberbia en su papel de
antigua izquierdista desilusionada. Sí, el personaje es tan
predecible como suena, pero la actriz logra que nos lo creamos, que
su melancolía, su rabia, pero también su ilusión suenen a verdad.
Cuando ella habla, se olvidan las artificiosidades y los trucos
dramáticos.
Aunque
las demás actrices también estén a gran altura, no logran que sus
personajes den este salto de verosimilitud. A Ana Otero le toca
lidiar con la mujer que tuvo una hija de joven, que se divorció de
un tirano y que ahora espera la segunda oportunidad. Otero transmite
su atractivo y mueve a la implicación del público, pero escenas
como su conversación con la madre, casi de stand-up,
no hay por dónde cogerlas.
Nieve de Medina, además de tener que hacer frente a su arrebato
madrileñista, también tiene que cargar con una peluquería y
vestuario que parecen diseñados por sus peores enemigos. Sin
embargo, evita que su personaje caiga en el ridículo y muestra una
dignidad más allá de lo que está en el texto. Rosa Savoini tampoco
lo tiene fácil con un personaje de solterona que no es solterona
porque eso es muy antiguo pero que sí que es una solterona. Podría
haber servido para dar un cariz más humorístico a las historias,
pero con recursos como el tartamudeo de ida y vuelta es difícil
conseguir gran cosa.
Nos
tememos que la función, que en todo momento juega a la baza de la
identificación, solo logró esta conexión en los momentos en los
que parte del público identificaba algunas escenas con las leídas
en la novela. Sin embargo, si la empatía no se alcanzó a través de
unos personajes poco desarrollados, por momentos sí que pudo
producirse a través de unas actrices que sí son mujeres de verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario