La
anécdota es conocida: durante el rodaje de Marathon Man, Dustin
Hoffman se presentó a rodar en un estado tan lamentable que Laurence
Olivier le preguntó por su estado de salud. Hoffman le explicó que,
como su personaje debía presentar el estado de alguien que lleva
días sin dormir, él mismo había pasado las últimas tres noches
despierto. El comentario de Olivier fue: “¿y por qué no intentas
actuar? Es mucho más sencillo”.
Más
allá de lo que esta historia tenga de verídica, el intercambio de
posturas entre dos gigantes de la interpretación muestra de manera
concisa dos concepciones de la actuación que siempre han estado
enfrentadas. Para ejemplificarlo con sus combatientes más modernos,
podríamos hablar de la batalla entre el método Stanislavski y el
brechtiano, la escuela que postula la identificación total entre
actor y personaje frente a la defensa del distanciamiento entre
realidad y representación.
Estas
disputas pueden ser entretenidas y llevar a gentes ligeramente
desquiciadas (como las que abundan en el teatro) a resolver la
cuestión a golpes o, en el peor de los casos, con discusiones
interminables. En la práctica, nosotros optamos por una solución
moderada: tanto da la escuela elegida si el resultado es bueno.
Recordemos, por ejemplo, La noche del cazador.
En esa mágica película parecen concentrarse todos los estilos
interpretativos posibles: un actor proveniente de la escuela teatral inglesa dirige a una actriz procedente del cine mudo, a un americano hierático, a una actriz del Actors Studio y hasta a niños. Y todos están geniales.
Sin
embargo, hay personas radicales para todo, como el personaje
interpretado por Miguel Ángel Solá en El veneno del teatro,
dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias su teoría. Por
supuesto no adelantaremos nada de la trama, aunque nos tememos que,
incluso para quienes no conozcan la obra, no les será difícil ir
adivinando por dónde van sus pasos. Y es que Mario Gas no esconde
ninguna carta: ya desde antes de empezar la función una iluminación
muy a lo Sospecha
nos va dando pistas.
Esta
honestidad es digna de aprecio, pero también chafa un poco el
experimento. Porque la obra, que dura escasa hora y cuarto, se pasa
en un suspiro, eso es cierto, pero también es verdad que durante
gran parte de la misma los espectadores rumían el insolente
pensamiento de “vale, ¿y a mí qué me cuentas?”. Porque las
disquisiciones sobre la verdad y el teatro son apasionantes, pero
para que sean igual de poderosas en su puesta en escena se nos tiene
que ofrecer algo más, y en esta ocasión el texto de Rodolf Sirera
nos parece estático, peligrosamente cercano al “teatro de tesis”.
Gas
parece empezar apostando por el distanciamiento: literal. Los dos
actores ocupan los extremos del escenario y durante un buen rato
parecen situarse dentro de La invención de Morel.
No sabemos cuál habrá sido el método utilizado por Solá, pero el
resultado nos dejó un poco insatisfechos. Admiradores como somos de
este actor, valoramos su inicial y sutil cambio de registro, pero
según avanza la representación nos va pareciendo menos inquietante
y más cansino. En cuanto a Daniel Freire, también cuesta
identificarle como al gran actor que representa (ardua misión para
cualquiera, cierto). Y en sus momentos más delicados no creemos que
esté a la altura. Pero, ¿cómo sería posible?
La
escenografía de Paco Azorín y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son
impecables. Como el conjunto de la representación, todo es muy
limpio, muy fluido, pero con un fondo turbio. Sin embargo, la
frialdad de la puesta en escena impone al público un juego mental
que en ningún momento llega a implicarle. Aquí no hay temblores.
Es un trabajo de actuación superlativo. Solá produce miedo; saber que hay gente así en el mundo que decide tu vida o tu muerte te hace temblar. Freire es un complemento ideal por sus estallidos emocionales. Hemos pasado una noche teatral de gran factura. Mi enhorabuena a todos los que han hecho esta función.
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