lunes, 3 de diciembre de 2012

El veneno del teatro (Teatros del Canal)


La anécdota es conocida: durante el rodaje de Marathon Man, Dustin Hoffman se presentó a rodar en un estado tan lamentable que Laurence Olivier le preguntó por su estado de salud. Hoffman le explicó que, como su personaje debía presentar el estado de alguien que lleva días sin dormir, él mismo había pasado las últimas tres noches despierto. El comentario de Olivier fue: “¿y por qué no intentas actuar? Es mucho más sencillo”.

Más allá de lo que esta historia tenga de verídica, el intercambio de posturas entre dos gigantes de la interpretación muestra de manera concisa dos concepciones de la actuación que siempre han estado enfrentadas. Para ejemplificarlo con sus combatientes más modernos, podríamos hablar de la batalla entre el método Stanislavski y el brechtiano, la escuela que postula la identificación total entre actor y personaje frente a la defensa del distanciamiento entre realidad y representación.

Estas disputas pueden ser entretenidas y llevar a gentes ligeramente desquiciadas (como las que abundan en el teatro) a resolver la cuestión a golpes o, en el peor de los casos, con discusiones interminables. En la práctica, nosotros optamos por una solución moderada: tanto da la escuela elegida si el resultado es bueno. Recordemos, por ejemplo, La noche del cazador. En esa mágica película parecen concentrarse todos los estilos interpretativos posibles: un actor proveniente de la escuela teatral inglesa dirige a una actriz procedente del cine mudo, a un americano hierático, a una actriz del Actors Studio y hasta a niños. Y todos están geniales.

Sin embargo, hay personas radicales para todo, como el personaje interpretado por Miguel Ángel Solá en El veneno del teatro, dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias su teoría. Por supuesto no adelantaremos nada de la trama, aunque nos tememos que, incluso para quienes no conozcan la obra, no les será difícil ir adivinando por dónde van sus pasos. Y es que Mario Gas no esconde ninguna carta: ya desde antes de empezar la función una iluminación muy a lo Sospecha nos va dando pistas.

Esta honestidad es digna de aprecio, pero también chafa un poco el experimento. Porque la obra, que dura escasa hora y cuarto, se pasa en un suspiro, eso es cierto, pero también es verdad que durante gran parte de la misma los espectadores rumían el insolente pensamiento de “vale, ¿y a mí qué me cuentas?”. Porque las disquisiciones sobre la verdad y el teatro son apasionantes, pero para que sean igual de poderosas en su puesta en escena se nos tiene que ofrecer algo más, y en esta ocasión el texto de Rodolf Sirera nos parece estático, peligrosamente cercano al “teatro de tesis”.

Gas parece empezar apostando por el distanciamiento: literal. Los dos actores ocupan los extremos del escenario y durante un buen rato parecen situarse dentro de La invención de Morel. No sabemos cuál habrá sido el método utilizado por Solá, pero el resultado nos dejó un poco insatisfechos. Admiradores como somos de este actor, valoramos su inicial y sutil cambio de registro, pero según avanza la representación nos va pareciendo menos inquietante y más cansino. En cuanto a Daniel Freire, también cuesta identificarle como al gran actor que representa (ardua misión para cualquiera, cierto). Y en sus momentos más delicados no creemos que esté a la altura. Pero, ¿cómo sería posible?

La escenografía de Paco Azorín y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son impecables. Como el conjunto de la representación, todo es muy limpio, muy fluido, pero con un fondo turbio. Sin embargo, la frialdad de la puesta en escena impone al público un juego mental que en ningún momento llega a implicarle. Aquí no hay temblores. 

1 comentario:

  1. Es un trabajo de actuación superlativo. Solá produce miedo; saber que hay gente así en el mundo que decide tu vida o tu muerte te hace temblar. Freire es un complemento ideal por sus estallidos emocionales. Hemos pasado una noche teatral de gran factura. Mi enhorabuena a todos los que han hecho esta función.

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