lunes, 11 de febrero de 2013

El lindo don Diego (Teatro Pavón)


En una de la mejores escenas de El lindo don Diego, Mosquito explica a Beatriz cómo, si quiere ser tomada por una condesa de verdad, debe hablar usando palabras altisonantes y construcciones alambicadas. Así nadie entenderá nada, pero antes de reconocer ignorancia, su culterana prosa será tomada como signo de distinción. Reconocemos que también nosotros en alguna ocasión nos hemos quedado perplejos (por no decir en la inopia) escuchando declamaciones de textos clásicos de los que no nos enterábamos de nada. Pero desde luego, no es el caso de esta función.

No sabemos si algo tendrá que ver el que tanto el director, Carles Alfaro, como gran parte del elenco no sean habituales en las obras del repertorio clásico, pero lo cierto es que este montaje logra esquivar un peligro siempre presente en la representación de este tipo de obras: el de convertirse en teatro museístico, que se puede admirar fríamente como expresión de antiguos esplendores, pero totalmente privado de vida, y que por lo tanto solo muy lateralmente se puede considerar teatro.

Pero lo cierto es que el resultado es vivificante, fresquísimo, plenamente contemporáneo (y, además, todo ello sin tener que recurrir a ridículas actualizaciones de puesta en escena). Desde el principio, los actores sueltan los versos como si estuvieran en una screwball comedy. Y lo sorprendente es que pese a la velocidad a la que recitan y al extrañamiento del verso, todo es percibido con la mayor naturalidad y, como si dijéramos, sin que perdamos ripio.

Al excelente trabajo de depuración y agilidad de Carles Alfaro y la brillante versión de Joaquín Hinojosa, que pule el texto de Agustín Moreto y lo riega de guiños casi imperceptibles, hay que añadir el valor de un reparto sin tacha. En principio Raúl Prieto y Edu Soto se nos hacían extraños en este contexto, pero ambos salvan el desafío con nota. Prieto mantiene su tono castizo tan característico, pero ese toque de chulería lo mezcla con una gallardía que si no es natural lo parece; mientras que Soto evita llevar al personaje de don Diego hacia el amaneramiento más caricaturesco y dota a las escenas más cómicas de una gracia genuina.

RebecaValls tiene un verso preciso y una compostura que nunca desentona, y Natalia Hernández una vez más demuestra que es una de las mejores cómicas del teatro español, esta vez encarnada en una especie de Katharine Hepburn del siglo XVII. Por su parte, los personajes más puramente de “graciosos” están perfectamente llevados por Carlos Chamarro, un Puck picaresco, y Vicenta Ndongo, cuyos ataques de dignidad suponen algunos de los mejores momentos de la función.

No podemos dejar de mencionar a Javivi Gil Valle, que ejecuta a la perfección sus funciones de autoridad en medio del caos; a Cristobal Suárez cuya presencia se impone en los momentos más tensos de la función; y a Óscar de la Fuente, que tiene el personaje menos lucido pero que asume su función con soltura.

En un montaje que parece en estado de gracia, vuelve a brillar una vez más el trabajo escenográfico de Paco Azorín, que con un aparentemente sencillo juego de estructuras y espejos da complejidad a la sencillez. También funcionan a diversos niveles la iluminación de Pedro Yagüe y el vestuario de María Araujo, que sacrifica la unidad de concepto para favorecer la identificación de caracteres, sin por ello perder en estilo.

El teatro clásico se puede pervertir pasándose de respetuosos o pasándose de innovadores. Como hemos dicho más arriba, también se puede conservar en formol, repitiendo los mismos tópicos y clichés desde no se sabe cuándo (desde luego, no desde su representación original). Muchos pueden pensar que ese es el verdadero teatro aúreo, el que se debe ver desde el reclinatorio y que, además de ser antiguo, parezca antiguo. Nosotros nos quedaremos siempre con un teatro clásico como el que propone El lindo don Diego. Desenfadado, creativo y, sobre todo, tremendamente divertido. 

martes, 5 de febrero de 2013

Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo


Los huerfanitos es la novela con más ingenio por frase cuadrada que hemos leído en mucho tiempo. Con el punto de partida ya nos frotábamos las manos: tres hermanos derrengados que odian el teatro, a los actores, a los técnicos y al público (y a todos ellos por muy buenas razones), se ven obligados a montar una obra en tiempo récord y con recursos que de tan escasos parecen fantasmas. 

En un principio, la novela de Santiago Lorenzo podría parecer la versión cañí de ¡Qué desastre de función! Pero es que es demasiado cañi para eso. Lejos de nosotros cualquier intento de identificación entre los hermanos Susmozas y la sociedad española, pero sí es inevitable reconocer en ellos y en los magníficos personajes secundarios que pueblan Los huerfanitos a personas reales que todos conocemos. 

Con tal premisa y con esos actores, las opciones son jugosísimas, pero también se corre el peligro de no estar a la altura; pues bien, Lorenzo consigue superar las expectativas y redondear la novela tanto es su aspecto formal como argumental. Porque el estilo, por muy deslavazado y apresurado que pueda parecer a primera vista, está repleto de hallazgos. Siempre consigue dar un toque extravagante a los enunciados más pedestres, sin que sin embargo parezca impostado, sino plenamente natural.

Pero es que además la trama fluye sin que el lector pueda tomarse un respiro. Y como colofón, Lorenzo despliega un morceau de bravure absolutamente brillante en el que las piezas del puzzle diseminadas a lo largo de la novela de una manera sutil cobran sentido y encajan con un virtuosismo que desvela el gran narrador que es Lorenzo. 

Otro gran acierto de Lorenzo es la construcción de personajes. Junto a los Susmozas (un padre teatrero en todos sus aspectos y unos hermanos cada uno con su particular tara, primero más que nada odiosos y poco a poco más humanos, quizá a través del teatro), hay un conjunto de invitados anormales para recordar: el loco Franky y su magra experiencia teatral; la cuñada Laura y sus ínfulas actorales; o los conjuntos de técnicos jubilados y actores aficionados que habitan en el abandonado teatro de la Pigalle y que lo transforman en un escenario de verdad. 

Como es natural, el hecho de que la novela se desarrolle en el mundo del teatro nos la ha hecho particularmente atractiva. Sus pullas y ridiculizaciones de un medio tan proclive a las chanzas no suenan a mala fe ni ajuste de cuentas (aunque nos gustaría saber el nombre de esa actriz que interpretaba hasta las acotaciones). En una escena, Lorenzo es capaz de describir y desenmascarar el negocio que se han sabido montar los “productores institucionales”. Con una frase despelleja a los modernos de la “tribeca” madrileña. 

Pero en el fondo hay ternura, sí, hay que decirlo. Como en el excelente capítulo del cumpleaños de Franky, que por sí solo resume el espíritu y el tono de toda la novela. En él está el humor salvaje, el retrato de personajes patéticos, la descripción más implacable; pero también la comprensión y la compasión.

viernes, 1 de febrero de 2013

Los Cenci (Teatro Español)


En nuestros últimos comentarios hemos hablado de la capacidad de Àlex Rigola para lograr que sus espectáculos despeguen como un cohete y del punto muerto con el que el espectador se topa al inicio de El malentendido. En el caso de Los Cenci, el público no tardará más que unos segundos en descubrir el tipo de teatro ante el que se encuentra: la comedia involuntaria. 

Y es que si fuimos muy críticos con la adaptación que Eduardo Vasco ha hecho de la obra de Albert Camus, lo que ha pergeñado Sonia Sebastián a costa de Artaud no tiene nombre. Como decíamos; la cosa empieza con Celia Freijeiro saliendo de un cubo (¡el mítico cubo moderno!), mientras que por detrás Maru Valdivielso se encarama a una barra americana y Aaron Lobato inicia el repertorio de espasmos que ya no abandonará a lo largo de toda la función. Llega Celso Bugallo y al instante Luis Zahera. Entonces se produce un impasse durante el cual pensamos que a Zahera se le había ido el texto. Pero no, lo que más tarde interpretamos es que estaría pensando “ay madre mía, el papelón que me queda por delante”. 

Porque pensamos que una actriz como Valdivielso  mientras esta haciendo monerías en la barra con una manzana en la boca, a la fuerza tiene que pensar “¿pero qué estoy haciendo yo aquí?”. Que de acuerdo, que puede haber cosas peores (como por ejemplo dedicarse a escribir una reseña de esta función), pero pocas veces hemos asistido a un espectáculo tan lamentable. El malentendido nos parece un montaje fallido, pero respetable, profesional. En este caso las pretensiones y la falta de trabajo hace que nos sea mucho más difícil mostrar algo de comprensión.

La función en sí no avanza ni a tiros (literalmente). Se plantea una situación, y luego a dar vueltas y meter relleno, hasta llegar a una sorprendente elipsis en la parte final. La dirección no solo cae en todos los clichés del teatro autoconsiderado contemporáneo (cuando en realidad es tan antiguo como el amauterismo), sino que por si acaso el arsenal de paridas del teatro moderno no estuviera lo suficientemente bien surtido, también incluye algunas payasadas de la danza contemporánea. 

Pero quizá donde mejor se comprueba la falta de preparación es en el texto. Admitimos no conocer la obra original, pero algunas de las expresiones suenan tan mostrencas que tienen que haber salido de una adaptación perezosa. “¿No has probado nunca la dulce miel del terror?”, dicho con miedo, no con sadismo. “En la vida se hace mucho y se dice menos”, ¿cómo?. “Parece mentira que del cuerpo de un monstruo pueda salir tanta sangre”: o me lo explicas o no voy a seguirte. Y todo el rato igual, da la sensación de que se ha querido resaltar algunas frases contundentes pero sin entenderlas ni hacer que tengan relación con la historia. Y además la construcción sintáctica de muchas otras frases es incorrecta, por lo menos en castellano. 

El vestuario, gótico-o-algo-así, junto al decorado y los muñecos presuntamente dechiriquenses, abundan en la sensación de que estamos ante un montaje grotesco. Pero no grotesco en el sentido que a lo mejor satisfaría a sus creadores, sino en el de una función que tiene ciertas ambiciones y que debido a la falta de capacidades se queda en engendro. 

Con estas rémoras, no podemos salvar de la quema ni a los actores. Aunque todos están igual de mal (en esto la dirección logra ser equilibrada), algunos papeles son especialmente ridículos. Así, el pobre Zahera, sin ir más lejos, tiene que componer un monseñor que se parece más que a Rouco Varela a Paco Clavel. 

Por suerte, el público madrileño es bastante tolerante, sobre todo ante las chorradas, pero ante Los Cenci pudimos escuchar algunas risas en los momentos más dramáticos o disparatados. Por un momento nos preguntamos qué habría pasado si todos nos hubiéramos dejado llevar y nos lo hubiéramos tomado a cachondeo. Pero tal como está el ambiente, en el que ya no nos creemos nada, otra pregunta más seria se pasó por nuestra cabeza: ¿cómo es posible con un espectáculo con tantas carencias como este llegue a subirse a las tablas del Teatro Español?