lunes, 29 de diciembre de 2014

Non Solum (Teatro del Barrio)

Es todo tan extraño. Quizá aquí es más evidente la reflexión (¡metafísica!) sobre el teatro, sobre el oficio de actor. Pero nada de rollos, de pararse a pensar y comunicar los resultados. Pura acción. Una verborrea desbordada. Encarnaciones sin fin. Y muchas risas. Parece que va a ser imposible llegar con ese ritmo al final, y cuando se termina piensas, claro, es que duraba poco. Pero no, una hora y media en todo lo alto. Y eso que en el momento del alioli las carcajadas casi se convierten en estertores. En serio, algún cadáver ha tenido que dejar esta obra detrás de sí.

En realidad, casi todo lo que pudiéramos decir sobre Non Solum ya lo dijimos al hablar de 30/40 Livingstone, así que lo reciclamos:

Non solum es una de esas obras de teatro que leídas no deben de tener ningún sentido, y seguramente poca gracia. Bandadas de profesores de escritura dramática caerían fulminados si tuvieran que hacer frente a su revisión. Y sin embargo, verla supone una experiencia impagable, una infusión de buen humor sostenida durante sus fugaces 90 minutos. Sería fácil endosarle el típico eslogan de “no me reía tanto desde...” y rellenar con la fecha en la que vimos Livingstone.

Ya desde el inicio el espectador entra en un mundo desconcertante del que nunca saldrá. ¿Qué está pasando? A mí no me preguntes. ¿Qué va a pasar ahora? Yo creo que ni los autores lo saben. El espectador puede tentarse la ropa. ¿No estaremos ante una de esas ocurrencias dadaístas que envuelven en vanguardia lo que no es otra cosa que falta de ideas? Pero, en este sentido, la incertidumbre dura poco. En cuanto Sergi López se topa con el fontanero desnudo, comienzan las carcajadas y la búsqueda de un “mensaje” o de alguna coherencia se hacen innecesarios.

El trabajo de Sergi López es tan espectacular que se merecería una ovación más larga que la obra. Hace tiempo leíamos que Sarah Bernhardt inventó el telón más rápido del mundo para asegurarse un número mínimo de saludos. Esta obra no tiene telón, pero bien merecería la pena esperar al telón cortafuegos. Y si López está inmenso, el oficio más sutil de Jorge Picó no desmerece en absoluto.

Dicho esto, se podría tomar Non Solum como una obra concebida por Picó y López para su lucimiento. Una sucesión de grandes momentos postureros. Pero la obra también tiene una gran concepción dramática, por mucho que pudiera asustar a algunos expertos. Si tuviéramos que contar “de qué va” la obra, no tendríamos ni idea de qué decir. Tampoco sabríamos definir el género. Ni identificar sus temas. No podríamos estudiar su estructura ni aclararnos sobre el dibujo de sus personajes. No hemos sacado ninguna conclusión. ¿Qué es esto? En una palabra, teatro.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Testosterona (Teatro Galileo)

Desde luego, no se puede decir que en Testosterona Sabina Berman se haya arredrado a la hora de tratar grandes asuntos. En una hora y media, utilizando un solo escenario y dos únicos personajes, concentra temas como el poder, el sexo y la ambición, o, visto desde otra perspectiva, la muerte, el amor y el sacrificio. Pero, fuera temores, no hay nada de grandilocuencia. Estas eternas disputas están expuestas a través de una historia de intriga y se manifiestan no mediante grandes declaraciones de principios, sino de situaciones que se podrían considerar cotidianas.

La conclusión de la obra, a grandes rasgos, podría ser que para triunfar en el mundo laboral una mujer debe transformarse en un hombre. Pero lo mejor de Testosterona es que precisamente no cae en categorizaciones ni proclamas contundentes. Sus personajes son complejos, sibilinos, no movidos por una determinación, sino adaptables. No se trata de ponerse de un lado o del otro, de decidir quién tiene razón. Pero sus acciones son comprensibles. La obra va evolucionando desde lo que al principio puede parecer un esquemático reparto de papeles (el jefe de vuelta de todo que quiere aprovechar su posición de superioridad y la joven entregada que lo haría todo por él), hacia una relación mucho más compleja en la que no se sabe quién está utilizando a quién.

El hecho de que Berman haya decidido situar la acción en la redacción de un periódico puede parecer llamativo al principio por pelín anacrónico, pero en realidad la función de la empresa es lo de menos. Tampoco importa que el retrato de este mundo no sea demasiado realista, establecidas las reglas del juego, el espacio simbólico adquiere entidad propia. Lo que sí es más discutible es la falta de versosimilitud en la que se cae de vez en cuando en el desarrollo de la obra (lo más llamativo, la llamada de Magdalena en la que informa de la decisión que ha tomado: había que atar ese cabo, pero queda demasiado expeditivo). Por contra, es de agradecer la sutileza con la que está tratada la relación entre Antonio y Magdalena, esa ambigüedad que permanece hasta el final.

La dirección de Fernando Bernués, como de perfil, ayuda a limpiar lo que el argumento pudiera tener de artificioso. Si en la primera parte los personajes quedan expuestos a través de unos expresivos rasgos, en la segunda el interés se aplana debido a cierto estancamiento en el progreso. Pero solo será una preparación para la explosión del tercer acto, que nos hizo recordar la Oleanna de Mamet. Entonces empiezan a sucederse los giros y las sorpresas hasta descolocar al espectador más previsor.

Obviamente, uno de los alicientes por los que ver Testosterona es asistir a una nueva clase magistral de Miguel Ángel Solá, que ha sabido encontrar un personaje con el que manipular, pasar por una amplia gama de emociones y relamerse eso que se le da tan bien de hacer que hace para, después de todo, darse la vuelta, marcar un requiebro, plantarse de cara y, en suma, engañarte como a un novato. Junto a él Paula Cancio tiene que exprimirse para seguir el ritmo. Sus debilidades son las de su personaje, por lo que con habilidad logra que jueguen a su favor.

Lo peor de la función, parte del público. Quizá no sean los más detestables (esos son los impostores), pero sin duda los espectadores más molestos son estos que no paran de hacer comentarios, como si estuvieran en el salón de su casa, y de repetir lo que han dicho los actores, quizá para que llegue a sus dañados cerebros. Alguien debería explicarles que los protagonistas de la función no son ellos.

martes, 9 de diciembre de 2014

Desde Berlín (Matadero Madrid)

Desde Berlín es una de esas obras que nos obligan a admitir que no entendemos nada. Que una obra que a nosotros nos ha parecido falsa, romanticista (que no romántica) y que se regocija en la miseria (ajena), haya sido recibida con aclamación general, va más allá de nuestra capacidad de comprensión. Hace poco vimos uno de esos montajes que intentan modernizar un clásico y les sale un bodrio (no daremos el nombre porque no vamos a entrar en matices). Era en nuestra opinión una mala producción, pero inocua. Sin embargo, Desde Berlín se puede considerar en términos teatrales una buena función: la dirección de Andrés Lima es coherente y sus actores muy valiosos. Y sin embargo es peor que la otra, porque es perniciosa, casi pornográfica nos atreveríamos a decir.

Un problema es exclusivamente nuestro, esto lo admitimos. Y es la incapacidad de tomarnos en serio los “grandes temas”, sobre todos cuando estos están tratados con tópicos de lo más manidos. Hay un par de momentos en la función muy reveladores a este respecto. Por ejemplo, cuando se oyen los quejidos de los niños. Vale, está en la canción de Lou Reed, pero por favor... O cuando soplan la luz de la vela. Si en lugar de yonquis fueran, qué se puede decir, marqueses, lo que se podría decir. Que la historia podía haber sido una ópera, pero falta sublimación. Podía haber sido un melodrama a lo Sirk, pero le falta sofisticación. Podría haber sido una extravagancia a lo Fassbinder, pero le falta impulso. Seguimos descendiendo. Podía ser un dramón a lo Matarazzo, pero le sobra mugre.

Y eso es lo que realmente más nos molesta. Porque Reed podría ser lo que fuera (y también nos hace gracia su irresistible ascenso hacia la santificación), pero al menos su arte reflejaba lo que había vivido. En Desde Berlín, sin embargo, nos encontramos con esa artificiosidad que pretende hacer pasar por verdadero lo que no es más que impostura. El rollo maliditista y todo eso. Así el espectador se transforma en el visitante de un zoo al que le enseñan unos pobres animalitos marginales que lo pasan muy mal, a los que podemos compadecer y hasta admirar. Ay, estos miserables, qué vida más dura han tenido. La glorificación de la roña.

Podría decirse, es una historia de amor de las de “más grande que la vida”, pero es otra cosa que no entendemos, porque nosotros no vemos aquí amor por ninguna parte. Una cosa es caer en la bobería oficial que dice que los celos no son amor, y otra calificar una relación basada en el maltrato como otra cosa que no sea una patología. Odiamos estas propuestas en las que la mujer aparece como la víctima perpetua, sumisa, martir. Y encima tenemos que tragar con que esto es romanticismo sucio. ¡Pero si al final solo faltan las campanitas que saluden al nuevo ángel!


Según vamos escribiendo nos ponemos de mal humor y se nos quitan las ganas de hablar de algunos aspectos buenos de la obra que ya hemos señalado. Lima se las arregla para superar los inconvenientes de un texto bipolar con soluciones de una sensibilidad muy superior a la demostrada en la escritura de Miró, Cavestany (que no Cabestany) y Villoro. De igual manera Nathalie Poza (que no Natalie) y Pablo Derqui se elevan por encima de sus estereotipos para transmitir algo de verdad con sus actuaciones, aunque en algunos pasajes sea imposible contener los excesos tragicómicos. Al finalizar la función nos dio la sensación de que, descontado el postureo, gran parte del público salía satisfecho y emocionado, aunque no rendido.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Happy End (Sala Cuarta Pared)

En Vida en escena ni tan siquiera contamos el argumento de las obras que reseñamos (para eso ya están los enlaces), por lo que mucho menos destripamos su final. Pero en el caso de Happy End es muy difícil mantener esta precaución, pues si durante toda la representación el tono de esta comedia es muy ambivalente, solo al final cobra su verdadero sentido. En cualquier caso, como después de todo es el espectador quien en última instancia debe sacar sus propias conclusiones, nosotros también mantendremos la ambigüedad.

Y no nos referimos tanto a la cuestión moral que se plantea en la obra, que se queda más en un apunte que en un verdadero intento por profundizar en un tema tan espinoso como la eutanasia, sino a la manera en que Borja Ortiz de Gondra se acerca a este tema a través de la comedia. (Por cierto, que ni en el programa ni en la información disponible en la web de la Cuarta Pared se cita el nombre del autor del texto, no sabemos a qué se debe esta inexplicable falta de mención). Porque Happy End se anuncia como “una comedia muy negra”, pero da la sensación de que a veces Ortiz de Gondra no se atreve a llegar al fondo de la cuestión y tira por un tipo de comedia más amable. Lo cierto es que las mejores escenas, como cuando Ainhoa revela las causas de su desesperación, son aquellas en las que prevalece la ironía más antisentimental, y aunque se repiten esos momentos en los que los personajes ven el abismo y deciden dar un paso atrás, la resolución es tan abierta que se podría calificar tanto de valiente como de complaciente.

Como apuntábamos, Ana Pimenta se reserva el papel más jugoso. De primeras puede parecer distante y errática (¡qué menos!), pero poco a poco va descubriéndose su verdadero rostro. Se quita su máscara de descreída desesperada y, superando una moral autoimpuesta muy poco pragmática, acaba por ganarse la vida en otro de los momentos más brillantes de la función, una paródica confesión que desvirtúa los tópicos del happy end para mostrarlos en todo su absurdo. La contención de Pimenta contrasta con la expansión de Xabi Donosti. Nos da la impresión de que últimamente la figura del “vasco” está sustituyendo en la comedia española la función tradicionalmente reservada al andaluz. Obviamente aquí no hay premeditación, pero lo cierto es que el público se entregó desde el principio a Donosti (“ese es el más vasco”, escuchamos comentar a alguien). Su Martín comienza siendo un buen tipo para convertirse en un pobre desgraciado, otro desheredado que no ve más solución que el fundido en negro. Pero Donosti no pierde en ningún momento la atracción del hombre bueno (en el doble sentido) superado por las circunstancias y manipulado por Gabriela. Esta es todavía más arisca que Ainhoa, y Garbiñe Insausti no le da más resquicio que el de su propia depresión. Fría y distante en todo momento, a veces recuerda al Walter Matthau de Primera plana, dispuesta a cualquier cosa para que no se le escape un cliente.


Iñaki Rikarte, quien en André y Dorine ya demostró una sensibilidad extraordinaria, se las arregla para no cargar las tintas en lo que la obra podría tener de más tremendista, y juega con un humor más sutil, centrándose más en las relaciones personales que en temas que podrían despertar interesantes temas de conversación, pero también convertirse en proclamas para convencidos. Por eso, más allá de nuevos convencionalismos, Happy End acaba por ser una comedia simpática. Cuando se lee el argumento se piensa que es una buena idea, que tiene “buena pinta”. Luego el desarrollo puede no ser lo que esperábamos (lo cual suele ser buena señal), pero después del apagón, cuando se vuelve a ver a los personajes, la sensación de respiro del público es palpable. Una cosa es apostar por el humor negro y otra ser un suicida. 

lunes, 17 de noviembre de 2014

El juego del amor y del azar (Teatro María Guerrero)

En los últimos tiempos Josep Maria Flotats ha combinado piezas de cámara (como La cena o La mecedora), con otras obras más ambiciosas (Beaumarchais), aunque su último estreno fue el divertimento La verdad. El juego del amor y del azar se podría considerar como una mezcla de estos tres estilos: por una parte Flotats mantiene el tono intimista, recogido, de sus obras-entrevista. La estructura planteada por Marivaux le permite construir cada escena como una conversación privada en la que los participantes siempre buscan conservar un secreto y permanecer apartados del resto de los personajes. Pero la producción de El juego es esplendorosa, con esos decorados deslumbrantes de Ezio Frigerio y ese vestuario fulgurante de Franca Squarciapino, apunta hacia un estilo de teatro más espectacular.

En cualquier caso, El juego del amor y del azar es sobre todo una loa a la alegría de vivir, de enamorarse, de disfrazarse, de apostar y ganar. Hay en toda la función una sensación de ligereza que transmite bienestar: desde nuestra posición podíamos apreciar las reacciones del público, y se notaba una sensación no ya de simpatía hacia los personajes, sino, ¿cómo decirlo?, de buen rollo. Y es que, como se veía en L'esquive, la obra de Marivaux, pese a ser tan representativa de un lugar y una época muy determinados, sigue conservando su capacidad para encandilar al espectador actual. El ingenio, la habilidad dramática y el fondo de romanticismo son más que suficientes para que por unas horas nos dejemos llevar. Aunque...

Flotats, como deja claro en sus palabras de presentación, es muy consciente del doble juego que se trae Marivaux a la hora de conjugar un “alto” estilo con manifestaciones mucho más “pedestres”, lo que se puede resumir en una unión entre la tradición de la comedia sofisticada francesa y el teatro de la comedia del arte. Lo cierto es que en el tercer acto, cuando Silvia ya ha descubierto el pastel pero decide continuar con el juego, todas esas conversaciones respecto al amor y la posición en la sociedad se nos hacen un poco reiterativas. Por eso agradecemos tanto las incursiones llenas de desparpajo de los criados, que dan a la función un toque de locura que le viene muy bien para no caer en lo empalagoso.

Rubèn de Eguia tiene libertad para dar rienda suelta a un Arlequín desmadrado e histriónico, dispuesto a tirarse al suelo en cuanto tiene la menor oportunidad. Disparatado y desatado, sus intervenciones siempre suponen un soplo de aire fresco entre tanto encorsetamiento. Su pareja, la falsa marquesa de Mar Ulldemolins, está igualmente irresistible como criada con ínfulas sobrevenidas, y casi cada una de sus ocurrencias es recibida por el público con regocijo. Vicky Luengo es todo dulzura y brillo, transformando a la caprichosa Silvia en una mujer decidida e independiente. Bernat Quintana es un galán clásico con dificultades para disimular su alcurnia. En este sentido, Flotats ha sabido sacar todo el partido posible a este rico tiovivo de engaños, en el que nadie es quien pretende ser, pero donde los más sibilinos resultan ser los mayores burlados. Para completar el reparto, Enric Cambray aporta sus ganas de enredar y Àlex Casanovas da autoridad y liberalidad como padre benevolente y el mayor de los guasones.


La función se cierra con un trueno que nos avisa de que la dulzura de vivir pronto llegará a su fin. Pero antes Flotats parece haber preferido quedarse al margen de revoluciones. Desde que se alza el telón, el espectador queda seducido por la belleza de los decorados. Y ya no saldrá de este estado de encantamiento. Todo está cuidado al detalle, es delicado, fino. Los diálogos fluyen con elegancia, las escenas tienen un tempo preciso, los enredos se resuelven con gentileza. Incluso los gags cómicos se deslizan con naturalidad. Es un teatro de otro tiempo, que podemos admirar e incluso, ya, ver con nostalgia. Pero ¿es posible permanecer ajenos a lo que tormenta que se nos viene encima?

jueves, 13 de noviembre de 2014

Cuando deje de llover (Matadero Madrid)

Ir al teatro nunca es algo rutinario para nosotros. Pese a numerosas decepciones y torturas, siempre conservamos algo de esperanza, la mente abierta a encontrarnos algo diferente. Pero lo cierto es que hay épocas en las que se hace más difícil mantener las ilusiones. Una mala racha, un mal día, unas perspectivas poco halagüeñas. Así que hay ocasiones en las que nuestra mayor anhelo es que la duración de la obra sea menor de la anunciada. Puede sonar cínico, pero quizá tener las expectativas bajas también pueda ser de ayuda. Así, cuando te encuentras con una buena obra, esta adquiere tintes de revelación. En los momentos de desengaño, después de ver un engendro alemán, por ejemplo, es recomendable recordar estas sorpresas, cuando tuviste tan claro por qué te gusta tanto el teatro.

Cuando deje de llover puede parecer una obra al rebufo de ciertos temas de actualidad que han conquistado la ficción hasta convertirse en tópicos manidos y ya un poco cansinos, pese a su primario poder de convulsión y emoción: la pederastia y el alzheimer. Pero la escritura de Andrew Bovell es tan sutil, tan pudorosa, que el espectador no detecta en ningún momento la explotación de la fórmula ni el morbo, sino que reconoce a personas reales, con todo su dolor, sus frustraciones y sus miedos. De igual manera, la estructura de la trama puede sonar artificiosa, con todos esos cambios de espacio temporal y físico, imbricados a través de referencias cruzadas y repetidas, un poco al estilo de Las horas. Pero la elegancia de Bovell se manifiesta en la facilidad con la que estas capas de realidad se superponen. Al principio es confuso y el espectador tendrá que poner mucho de su parte para seguir el hilo de la historia, pero cuando da con la clave, todo se vuelve claro y coherente, aunque no vendría mal volver a ver la obra ya avisado de sus secretos desde el principio.

Este inicio es un solo prodigioso de Ángel Savín. No somos muy aficionados al teatro narrativo, pero cuando un actor toma la medida de su personaje y es capaz de encandilar al espectador con el solo poder de su voz y de una historia sencilla, hay que presentar armas. Además, el relato de Savín se convierte en una red que irá expandiéndose hasta cubrir toda la narración. Julián Fuentes Reta sabe conducir con mano segura el progreso de la historia, con puntas de emoción que no se le van de las manos y una gran habilidad para evitar la dispersión a través de concisas soluciones de dirección. Con escenas desconcertantes en un principio, desbordantes de sentimiento según se van desarrollando, el espectador tendrá que ir completando un puzle en el que las piezas se van dando la vuelta poco a poco, con saltos hacia delante y hacia atrás, y que solo cobrará pleno significado en la última escena, una preciosa reunión que sirve como expiación colectiva.

Y lo cierto es que la función está repleta de bellas imágenes. La escenografía de Iván Arroyo está plenamente integrada con el texto de Bovill, consiguiendo hacer sencillo lo que parece casi imposible de llevar a las tablas, con tantas transiciones y cambios de perspectiva. Pero si la escenografía es eficaz, la iluminación de Jesús Almendro es milagrosa, un despliegue de recursos simples pero de gran calado que dan a este montaje un sello propio e inolvidable. Escenas como la de Gabriel y Gabrielle en la playa, bajo el cielo rojo, o la de la ascensión a la montaña, son memorables composiciones que conjugan una impacto visual aturdidor con un desarrollo dramático conmovedor. Es una lástima, pero tenemos que apuntarlo, que el sonido no esté a la altura del resto del montaje*.

Una obra como Cuando deje de llover se merece un reparto a la altura, y el de este montaje parece atravesado pero el fulgor de la historia. Si para el espectador es gratificante (podríamos decir catártico, ya que hablamos de teatro) asistir a una representación como esta, para un actor debe de ser una experiencia que marque. Susi Sánchez, como esa Gabrielle adulta y perdida, está una vez más pletórica. Su personaje es el que más puede remover al espectador, pero Sánchez prefiere alejarse de la obviedad, ni tan siquiera reclama compasión. Es fuerte en su decadencia, ligera en sus evocaciones, resuelta en su determinación. Felipe G. Vélez es un Joe fantástico, comprensivo con Gabrielle y siempre dispuesto a ayudar, incluso cuando la rendición es inminente. Ángela Villa, la Gabrielle joven, es mucho más desenvuelta, con un toque algo chabacano, decidida a que nadie vuelva a hacerle daño nunca más. Su relación con Jorge Muriel es una pequeña y perfecta historia de amor, como una canción de los Smith, y Muriel, que como traductor de la obra se tiene que conocer todos sus secretos, transmite sus ilusiones y su ansia de respuestas con claridad.

En la otra pareja nos encontramos con Consuelo Trujillo, una Elizabeth madura fuerte y antipática, incapaz de reconocer sus errores. Más tarde comprenderemos de donde viene su resentimiento, pero al principio parece fría y desdeñosa. Trujillo, que tiene esa capacidad de las grandes actrices para marcar territorio e imponer respeto, no dejará pasar ni una. Cuando vemos a Pilar Gómez como la Elizabeth joven, la primera impresión no es muy acogedora y solo según se va desarrollando su relación con Pepe Ocio irá cogiendo el ritmo apropiado y la contundencia que se espera de ella. Ocio vive un drama del que es el principal culpable. En ningún momento convierte a su Henry en un monstruo, y su figura se irá gastando hasta convertirse en un espectro. El último personaje en aparecer es Andrew, que no tiene la entidad del resto de los personajes y cuya función es instrumental, pero Borja Maestre no desdeña el papel y le da la gravedad que reclama.

*Ciertamente, el Matadero no es el lugar más apropiado en cuestiones acústicas, y un montaje como el de Cuando deje de llover, "a cuatro bandas", ofrece dificultades extraordinarias. En cualquier caso, nos han asegurado que muchas de las deficiencias del estreno se han solventado con éxito. 


martes, 4 de noviembre de 2014

La calma mágica (Teatro Valle-Inclán)

Qué difícil es trasladar el mundo de los sueños a un escenario. O a un libro. O incluso contarlos. En realidad (y qué de implicaciones tiene este concepto aquí), los sueños deberían quedarse para la intimidad o para esa ciencia recreativa que es el psicoanálisis. Por eso resulta todavía más sorprendente lo que ha logrado Alfredo Sanzol en La calma mágica: que ese mundo absurdo, desconcertante, en el que todo parece pasar porque sí (anatema de la buena construcción dramática), sin embargo funcione y sea percibido por el espectador con total naturalidad. A veces es perturbador, sí, pero esta extrañeza contribuye a la hilaridad. En ocasiones tememos que Sanzol se vaya a meter en un jardín del que es imposible salir sin mancharse, pero la solución siempre es elegante, coherente. Y cuando ya parece que no hay escapatoria, que los personajes se han labrado su propio abismo y el autor no va a poder sacarse más conejos de la chistera, Sanzol se marca un final que deja sin palabras, tan sincero y valiente como emocionante.

Enseguida entramos en materia. Si la escenografía de Alejandro Andújar parece un poco fría, nórdica incluso, la bonita música de Iñaki Salvador nos acoge con una sonrisa de bienvenida. Y la primera escena ya nos deja claro que estamos en el mundo en el que mejor se mueve Sanzol. Habrá hongos y vídeos robados (por cierto, curiosa coincidencia con Haz clic aquí, también en el CDN, aunque no haya más puntos en común), viajes de ida y vuelta y enredos para todos los gustos. El disparate cotidiano, las situaciones alocadas en las que todo el mundo parece actuar como si no pasara nada raro.

Si la interpretación de los sueños es un terreno resbaladizo que ha dado pie a todo un corpus teórico repleto de chorradas, intentar saber qué pretenden los artistas con sus símbolos es todavía más arriesgado. Por ejemplo, Buñuel decía que se lo pasaba en grande cuando leía lo que los críticos había dicho sobre sus películas, por lo común extravagancias todavía mayores de los que el podría imaginar. Así que no nos vamos a meter a elucubrar sobre las intenciones de Sanzol, aunque algunos de sus recursos parecen tópicos del mundo onírico: el que los actores vayan descalzos, animales que hablan, desnudos intempestivos, cambios de escenario sin solución de continuidad... En cualquier caso, todo está integrado. Sanzol da un paso más respecto a las obras episódicas que tan buenos momentos nos ha hecho pasar y de Aventura!, su irregular texto previo. Porque, vamos a decirlo, La calma mágica nos parece su mejor obra. Tiene el humor de sus mejores momentos, una progresión que siempre supera las expectativas, unos personajes bien construidos y un fondo de apariencia ligera pero de implicaciones que a todos nos conciernen.

Lo confesamos desde ya, a Jose Kruz Gurrutxaga lo ficharíamos para cualquier proyecto sin dudar un instante . Su Oliver es un personaje desvalido, pero dispuesto a cualquier cosa por conservar la dignidad. Parece fuera del mundo, pero a la vez es capaz de luchar por conseguir su lugar en el sol. Es uno de esos tipos que nos caen bien desde el principio, al que apoyaremos en lo que sea y al que nos gustaría poder volver a ver pronto, a pesar de su vertiente más desquiciada. Es manso cuando nada le importa, e impetuoso hasta la enajenación cuando cree que están atacando su integridad, enamoradizo que busca en en vano que no se le note, desamparado ante un futuro que es incapaz ni tan siquiera de imaginar.

La Olga de Itziar Ituño de primeras parece una buena persona, aunque como ella misma confiesa, se puede tratar de egoísmo mal entendido. Según avanza la función vamos viendo que su cobardía esconde complacencia, es como si hiciera el mal sin querer, pero sin arrepentimiento. Más lanzado en su inquina es el Martín de Martxelo Rubio. En su reverso también encontraremos cobardía, miedo, pero en su caso quizá esto demuestre que no es tan mal tipo. Es un imbécil peligroso, sí, pero seguramente no un desalmado. Aitziber Garmendia, de apariencia frágil pero resuelta, constituye el complemento perfecto para Oliver, quien encontrará en ella un motivo para seguir adelante. Solo que no se da cuenta de que ella también tiene un lado oscuro oculto por su supuesto idealismo. Todos los intérpretes disparan sus diálogos a tal velocidad que al principio hace difícil incluso seguir el ritmo de los sobretítulos, pero al final nos alegramos de haber visto la versión en euskera de la obra: los actores no pueden estar mejor, y lo inhabitual del idioma le da una capa más de color.

Así llegamos al final de la función. Si hasta entonces el espectador se lo ha pasado en grande con el ingenio de Sanzol, ahora llega el momento de ponerse serios. Y qué arriesgado es este cambio de tono. Qué coraje ha tenido que echarle Sanzol para ponerse a sí mismo en medio del escenario y decir todo lo que tenía que decir. El desconcierto íntimo mezclado con la debacle social que nos rodea. El autor que se encuentra en un momento en el que no tiene nada a lo que agarrarse, en el que dan ganas de olvidarse de todo y conformarse. De ser quien nunca ha sido para ser, aunque sea en estado latente. Tiene que mirar atrás para poder mirar hacia delante, tiene que hacer las paces con los suyos para seguir batallando. Y triunfa precisamente por ser fiel a sí mismo. Porque aunque esto suene a tópico, no hay nada de estereotipado en esta confesión de debilidad por parte de Sanzol, sino agallas y determinación.


lunes, 3 de noviembre de 2014

Testamento (Teatro Valle-Inclán)

Por diferentes motivos, es difícil criticar una obra como Testamento. En primer lugar, y es obvio, porque las circunstancias de su creación son muy particulares. El hecho de que Vickie Gendreau, la autora de la novela en la que está basada, muriera a los 24 años de un cáncer cerebral y utilizara esta terrible experiencia como base para la redacción de su libro, hace que no se pueda ser ajeno a estas circunstancias. Pero es que la obra es tan inane, tan aburrida, tan pomposa, que tampoco nos es posible ocultar lo decepcionante de la experiencia. El tercer motivo es que este lamentable ciclo de Una mirada al mundo nos ha dejado exhaustos. Y con todo lo que está pasando empezamos a pensar cosas raras y a lo mejor se nos calienta la boca. Así que mejor no empezar a decir inconveniencias. Seremos breves.

Eric Jean ha querido dar al montaje de Testamento un aire elegíaco, convertirlo en una despedida que mezcla de celebración y agonía. Pero lo que le ha salido es un revoltijo que, pese a la fuerza de su tema, en ningún momento llega al espectador. De hecho esta obra es la demostración palpable de que ese tipo de poesía que se regodea en expresiones malsonantes y pretendida transgresión, no es capaz de ocultar que en realidad sigue siendo cursi, que es el peor tipo de poesía. En repetidas ocasiones el texto trata de crear un impresión de elevación, de trascendencia, pero es una pena que simplemente sea grandilocuente y un poco ridículo.


Para amenizar la velada abundan las canciones (por suerte no de Leonard Cohen), en general bien interpretadas, pero que no consiguen escapar al aire de banalidad de toda la obra. También hay diversas monerías que tratan de dotar de algo de fondo lo que es pura superficialidad, pero en ningún caso pasan de ser tiros con pólvora mojada. Los intérpretes, muy jóvenes, deberían contagiar verdad, pero se mueven con desgana, con esa rebeldía impostada que tanto molesta en la publicidad y que en un teatro todavía canta más. Eso sí, cosas peores hemos visto en este ciclo, y sin embargo la claque se mostró más fría que en cualquiera de las otras funciones. Será agotamiento. 

viernes, 31 de octubre de 2014

MBIG (Pensión de las pulgas)

Ha querido la casualidad (y qué lamentable empezar a hablar de una obra de Shakespeare con una frase como esta) que sea justo hoy, día de las brujas, o algo así, cuando hablemos de MBIG, la terrorífica versión de Macbeth que ha creado José Martret para La pensión de las pulgas. Es sabido que Shakespeare da para todo, y Macbeth es una de sus obras más complejas y ricas en interpretaciones, de las que ya hemos visto unas cuantas. Pero lo que hace Martret es potenciar su lado más siniestro, más espeluznante, y convierte la historia en un cuento de terror capaz de asustar sin trucos, tan sutil cuando hace falta como impactante y turbadora: Macbeth en los infiernos.

Lo cierto es que al principio de la representación nos vimos un poco descolocados. Esto de ambientar la historia en el mundo corporativo parecía indicar una actualización de la obra. Por suerte no es así, pero de todas maneras la parte referente a los altos negocios es irrelevante. Hay que saber entrar en Shakespeare, hacerlo propio y sacar unas conclusiones personales, pero en él ya se encuentran todas las posibilidades que quepa imaginar, y si intentas añadir texto propio, en el mejor de los casos va a quedar superfluo y decorativo. Por eso, aunque el trabajo de Raquel Pérez es encomiable, toda esa parte nos parece innecesaria y la obra ganaría si se suprimiera.

Y es que además el propio Martret demuestra a lo largo de todo el montaje que se puede ser liberal respecto a Shakespeare sin necesidad de caer en el libertinaje. Por ejemplo, que sean dos las brujas (aunque siempre se haga referencia a tres), queda perfectamente natural y no hacen falta más explicaciones. Sobre todo cuando esas brujas son Pilar Matas y Maribel Luis, unas señoras de toda la vida (aunque aparecen en cualquier fotografía de los años 60, todavía es posible verlas en cualquier calle de Madrid, siempre en parejas, como la Guardia Civil), capaces de poner los pelos de punta. La iluminación y el sonido están muy bien, pero lo que de verdad impresiona es su presencia, esa capacidad para no parpadear durante minutos, es invocación a lo más terrible que hay en el interior de cada uno de nosotros.

Aunque la versión de Martret no tiene excesivos cortes, todo parece suceder a un ritmo acelerado, sincopado. Al conocer el argumento, podemos disfrutar de los detalles, de las pequeñas variaciones, de las partes en las que se ha incidido. La ambición, la duda, el remordimiento, el fracaso, son grandes temas que se pueden ir de las manos. Pero aquí todo está resuelto de manera elegante, con contención. Cuando nos metemos en el mundo de Macbeth ya no hay espacio para la retórica ni los juegos florales: todo es acción y tirar para adelante sin dejar un momento para respirar. Además, las características de La pensión de las pulgas hacen que la representación se convierta en algo personal, tan físico y real que no hay espacio para la teatralidad: todo es inmediato, urgente. El espacio escénico creado por Alberto Puraenvidia va más allá de la escenografía, es una forma integral de entender el teatro. Incluso los cambios de escenario se ven como algo lógico, coherente con una idea conceptual.

Precisamente, todas las interpretaciones parecen controladas, como llevadas en un tono medio, discreto. Pero solo para que las explosiones de Macbeth sean todavía más contundentes. En este sentido, el trabajo de Francisco Boira es admirable. Es toda una experiencia ver cómo se va consumiendo poco a poco, pasando de ese guerrero invencible a un despojo incapaz de alzar la mirada, aunque batalle hasta el final. Aunque algunas transiciones sean un poco bruscas, Boira puntúa a la perfección cada ataque de rabia, cada temblor más en en ese terremoto emocional en el que está inmerso. Cuando sufre espasmos es como si un demonio se apoderara de su ser. Por cierto, a veces la representación nos recordó a El exorcista y no parece casualidad que se repitan algunas referencias bastante evidentes.

Pese a que Macbeth sea un personaje tan poderoso, muchos montajes han preferido centrarse en el personaje de Lady Macbeth, sin duda una fuente inagotable de interpretaciones. Es un personaje tan esquivo, tan difícil de comprender y a la vez tan universal que se ha convertido en un referente para todo tipo de adaptaciones. La Lady Macbeth de Rocio Muñoz-Cobo empieza siendo una seductora capaz de cualquier cosa para conseguir sus objetivos, una encarnación del Eros y el Tánatos, si nos ponemos pelín pedantes, repleta de carnalidad y ansias de gloria. Con el crimen consumado, Muñoz-Cobo enriquece al personaje dotándolo de humanidad. No es mala porque Shakespeare la haya dibujado así, sino que tiene aristas y convicciones. En la escena de la locura, uno de las grandes momentos del teatro universal, torna su exuberancia en pudor, y de manera delicada, desaparece.


Como decíamos, el resto del reparto ejerce como contrapeso a la ebullición de Macbeth. Esta contención hace que al Banquo de Andrés Gertrudix, que tiene una aparición espectral memorable, le falta algo de presencia, e igualmente el Macduff de Jorge Suquet tiene que aceptar la noticia de la muerte de su familia con demasiada frialdad y vencer a Macbeth con más soberbia que rabia. Raquel Pérez gana en la última parte, cuando devastada por los acontecimientos impone su fidelidad a la desesperación. Julio Vélez no tiene demasiado espacio para el lucimiento, pero cumple en su papel de Duncan. Javier Mejía posee un porte británico que le va muy bien a su Ross, al que dota de saber estar, mientras que el Malcolm de Javier Ruiz de Somavia parece algo fuera de lugar al conocer el asesinato de su padre, pero se muestra mucho más desenvuelto cuando acepta atacar a Macbeth. 

lunes, 27 de octubre de 2014

The Valley of Astonishment (Teatros del Canal)

Parece una broma, pero no lo es: hace tiempo leímos un libro sobre mnemotecnia que indagaba en conceptos como el de “palacio de la memoria” y estudiaba el diseño de algunos teatros isabelinos (el Globe y otros diseñados por Íñigo Jones) para concluir que estaban pensados como recreación de las teorías mnemotécnicas de la Antigüedad. La broma es que no recordamos el título del libro y por mucho que hemos buscado no encontramos ninguna referencia al mismo. Alucinaciones más elaboradas hemos tenido. Al menos esto nos permite algunas elucubraciones gratuitas. Porque definir al teatro como palacio de la memoria no nos parece en absoluto desatinado. Un teatro puede ser muchas cosas, y visitarlo como un lugar de reencuentro, como un espacio en el que los espectros toman forma, es de lo más sugerente. Allí siempre se producirá el reconocimiento, incluso cuando nos sorprenden, hay algo de íntimo, de perdido en nuestro interior que, una vez ganados por el hechizo, podemos recuperar y entender finalmente, sin necesidad de abstracciones ni explicaciones. Es lo que de manera cursi pero real se suele calificar como “la magia del teatro”.

En The Valley of Astonishment las referencias son claras, desde el memorioso Solomon Shereshevsky inmortalizado por Luria en La mente de un mnemonista a la obra de Oliver Sacks (que definitivamente se ha convertido en un personaje muy presente en la cultura popular, como demuestra El eco de la memoria). La figura de esas personas capaces de recordar hasta el menor detalle de su existencia, al igual que la de los sinestésicos, es sin duda fascinante. Pero, como le pasó a Shereshevsky en la realidad y a Samy Costas en la función, es muy fácil caer en la atracción de feria, en fijarse solo en el fenómeno y dejar atrás la parte turbadora de su existencia, su incapacidad para adaptarse a un mundo en el que les es difícil integrarse. Aunque sea complicado pensar en lo que supone poseer una capacidad tal, no es difícil imaginar el sufrimiento que provoca la incapacidad de olvidar.

Una vez más, Peter Brook y Marie-Hélène Estienne demuestran que para hacer teatro de primera categoría no hace falta alardear. Al contrario, todo se reduce a unos pocos elementos, a lo más esencial, a buscar la pureza de la verdad. Un escenario limpio, con unas sillas y una mesa que sirven para todo, una iluminación que solo se hace presente al estallar en colores cuando el sinestésico pinta los cuadros que ve en la música, y precisamente unos músicos que puntúan la acción sin hacerse notar, pero siempre con la nota apropiada. La función es breve, pero ajustada, no se necesita ni más ni menos. Hay una trama general que sigue la vida de Costas en unas cuantas escenas que van desde la comicidad inicial hasta el derrumbe de la parte final. En unos pocos diálogos, con una naturalidad que no tapa la trascendencia del menor de los gestos (la forma de caminar, la entonación, la caída de hombros), asistimos a esta fabulosa narración por historia en la que, como decíamos al principio, se produce un reconocimiento que va mucho más allá de la conmoción ante un suceso sorprendente: es nuestro propio misterio el que se dilucida en escena.

Para interpretar a Samy Costas Brook y Estienne han contado nada menos que con Kathryn Hunter. En físico y verborrea Hunter recuerda a Fran Lebowitz, y en ingenio y capacidad para provocar la carcajada tampoco le anda muy lejos. Aunque algunos trucos facilitan lo que podría ser una tarea imposible, no deja de asombrar la capacidad de Hunter para recrear la prodigiosa memoria de su personaje, en una muestra más de la conexión existente entre mnemotecnia y teatro. Hiperactiva en los momentos de descubrimiento, capaz de transmitir toda su fragilidad y temor cuando se ve empujada a las tablas, digna de conmiseración al ser incapaz de controlar su don (ahora convertido en maldición), Hunter encarna los postulados del teatro de Brook como tiene que ser, sin que se note. Junto a ella Marcello Magni (que no solo sale airoso de la improvisación durante la escena del mago, sino que se lleva al público de calle) y Jared McNeill acumulan personajes y melodías con una fluidez que nunca rompe el ritmo.


Nos da la sensación de que muchos espectadores van a ver las obras de Brook como si fuera una clase magistral. Y es cierto que siempre se aprende algo, que en sus montajes vemos la mejor expresión de lo que para nuestro gusto es el teatro en estado puro. También esperamos que los profesionales aprendan de sus lecciones y las apliquen a su propio trabajo. Pero The Valley of Astonishment es mucho más que una obra a la que admirar con frialdad y a base de raciocinio. Hay otras formas de hacer gran teatro, y un estilo completamente opuesto podría ser el de Complicite, pero los lazos de unión entre esta compañía y The Valley no son casualidad. En el fondo, todos hablan el mismo idioma. 

Gasoline Bill (Teatro Valle-Inclán)

Vamos a intentar no usar palabras gruesas... Pero es difícil, y eso que ya han pasado unas cuantas horas, pero nos sentimos... ni tan siquiera podemos hacer comparaciones que eleven la categoría, aunque sea por comparación indeseada, de esta cosa titulada Gasoline Bill. De momento nos limitaremos a reproducir las expresiones de un espectador mientras se dirigía a la salida durante los aplausos (¡porque los hubo!): “¡Vaya mierda!, ¡vaya mierda!”. Y, tras dar unos pasos más, añadió: “¡Vaya mierda!”.

A lo largo de... la cosa, miríadas de personas habían ido abandonando la sala en una proporción jamás vista, y muchos más nos quedamos entre aturdidos y curiosos por saber hasta dónde podía llegar el despropósito. Para decirlo todo, también es verdad que algún sector del público se reía con ganas, pero si la cosa era ya de por sí incomprensible, esta hilaridad se nos escapa por completo. Porque podemos comprender que a nosotros no nos haga gracia un gag que otros encuentren divertidísmo, pero no que hubiera gente que se riera de situaciones que, las miraras por donde las miraras, no tenían la menor gracia. A lo mejor era un simple caso de histeria colectiva.

Muchas movimientos “artísticos” del siglo XX se definieron precisamente por odiar el arte y buscar su destrucción, y lo que ha quedado ya lo sabemos todos. Al parecer esta gente lo que pretende es destruir el teatro, y bien que se acercan a su propósito: después de ver esta cosa, pocas ganas quedan de volver a pisar una sala en la vida. Ni tan siquiera los detractores más acérrimos del teatro podrían pensar que tamaña porquería fuera posible. Algo así solo puede salir de la mente de alguien que odia el teatro y a los espectadores con una furia psicópata. Parafraseando a Ser o no ser, esta gente hace con el teatro lo mismo que Hitler hizo a Polonia.

Ya desde el principio, cuando los actores se bajan del escenario y es imposible verlos, con lo que la función del espectador se limita a leer los sobretítulos, sabemos que nos caen mal. Y luego todo va a peor, es una mala cosa (no podemos decir que sea mal teatro), con malas intenciones y destructiva. Ni tan siquiera el innombrable en sus peores momentos ha llevado las cosas tan lejos. Porque si la mayor parte del tiempo lo que dicen son chorradas grandilocuentes y sin sentido, gracietas de parvulario mezcladas con grandes temas para darse tono, cuando se ponen a hablar de teatro es indignante. Uno, dos, tres... nada de palabras gruesas. ¿Que el espectador se pone a pensar en dónde ha perdido la pluma? Pero por supuesto, *** ***, pero porque lo que estás haciendo es una *** ***.


Si esto fuera política, se exigirían responsabilidades. Dimisiones y destituciones. Pero como el teatro es algo serio, lo que pedimos es ejecuciones sumarias. Que se encargue una obra y salga rana, pues qué le vamos a hacer, pero que haya una persona o un equipo dedicados a buscar obras por “el mundo” para que después nos traigan esta bazofia sin la menor categoría artística no tiene justificación. Cada ciclo de “Una mirada al mundo” tiene sus altibajos, pero lo de este año está siendo catastrófico. Incluso si dejamos aparte nuestras manías personales, Gasoline Bill ha sido la gota que colma el vaso. Y esperemos que no quede sin consecuencias. 

martes, 21 de octubre de 2014

Carne viva (La pensión de las pulgas)

Estamos de acuerdo: es mejor morir con dignidad que vivir siguiendo las premisas de Paolo Coelho. Y sin embargo, algo bueno tenía que tener el hombre. Porque si sus banalidades pretenciosas dan como resultado, aunque sea a través de la burla, cosas como Carne viva, habrá que agradecérselo. Pero tampoco exageremos, que aparte del leitmotiv de “el universo conspira”, poco más debe Denise Despeyroux al autor brasileño. En una obra tan juguetona como esta, en la que la narración salta una y otra vez y los personajes van entrando y saliendo en un aparente caos, es necesario mantener algunos hilos de continuidad que entretejan la trama. Y si lo del universo es lo más llamativo, la habilidad de Despeyroux está en ir sembrando la obra de detalles que casi pasan desapercibidos (los errores lingüísticos, los saltos al cuello), pero que de menara subliminal forjan la unidad.

A lo mejor le pasa a todo el mundo, pero tuvimos la sensación de que nuestra sucesión de acontecimientos era la más apropiada. En nuestro grupo la función empezó en la comisaria, lugar simbólico en el que sin cargar las tintas se refleja el estado actual del país: a veces es mejor tomarse los contratiempos con ironía que con ira. Así, lo de los cortes de luz puede ser metafórico, pero da pie a gags divertídisimos, como la conversación telefónica con Endesa. En poco más de media hora asistimos a una historia en apariencia completa, con guiños autoconscientes a argumentos de telenovela y una trama criminal que sin embargo se queda al margen, mucho más irrelevante que los problemas para pagar las facturas.

En la comisaría, que además de la primera escena fue nuestra preferida, el centro de la acción lo ocupan Agustín Bellusci y Sara Torres. Ya que tres actores argentinos (también está por allí Fernando Nigro) interpreten a agentes de la policía nacional introduce un escenario algo disparatado, y que Torres no sepa lo que significa CNP dice mucho sobre las intenciones burlescas de la situación. Bellusci vive en una doble (o cuádruple) vida y en todo momento tiene que enmascarar sus sentimientos y sus propósitos, con escaso éxito, todo hay que decirlo. Torres también se percibe en todo momento como fuera de lugar, expulsada e incomprendida. Y si el conflicto era latente, al llegar el policía terminal y mimado, Font García, la situación se enquista. Cuando aparece Joan Carles Suau, el Niño Índigo, el disparate ya se habrá apoderado por completo de la escena. En una obra basada en un equilibrio prodigioso y un sentido del tempo magistral, la coordinación entre los intérpretes se sustenta en un delgado alambre, pero son capaces de mantenerse en pie y que el espectador deje atrás cualquier preocupación por la verosimilitud.

La siguiente escena tiene lugar en la clase de baile. Una vez más Despeyroux juega con los arquetipos, a los que dota de algo de excentricidad no solo con propósitos cómicos, sino también para mantener alerta al espectador. Ahora ya sabemos parte de la historia, y cuando aparece la china italiana deprimida encarnada por Huichi Chiu, pese a su malhumor y sus quejas, podemos comprenderla. Despeyroux, que ha debido pasárselo bomba escribiendo la obra, se permite una escena de baile tan gratuita como antológica con la música de Titanic de fondo(otro gran horror que pertenece a la misma categoría de Coelho). Si en la comisaría la autora había barajado las cartas del folletín con hijos perdidos y reencuentros lacrimógenos, aquí la cosa va de amores imposibles. El policía de Fernando Nigro vuelve a aparecer en ese desacato a la autoridad que suponen sus mallas y se une a la hipnóloga interpretada por Vanesa Rasero para recrear una pasión que no se mira a los ojos. Ambos mantienen la farsa a raya, combinando vis cómica y seriedad trascendente.

Y si en la anterior escena vemos a una médium capaz de cualquier cosa por recuperar a su amante, cuando pasamos a la sala de espiritismo descubrimos el bicho que hay en ella. Que sea una adivinadora argentina con perfecto acento español es una broma (interna) más, como parece esa llamada telefónica que es un timo de manual. Pero quienes se apoderan del desenlace (al menos para nuestro grupo, aunque parece el ideal), son Carmela Lloret y Juan Vinuesa. Esta vez el horror vendrá de la mano de Mecano y el punto de fuga con una canción interpretada a dúo que es tan patética como regocijante. Si la obra es un continuo transvase entre códigos genéricos y parodias encubiertas, ahora el juego se explicita en la relación sadomasoquista más extraña que se pueda imaginar. Se ve que el universo toma extraños caminos por los que expresarse.

Se podrían buscar interpretaciones complejas para el material de Despeyroux, como esas dimensiones solapadas que cobran significado solo al completarse. La interacción entre el texto (que a la vez tiene sentido pleno en cada escena y brechas abiertas que abren nuevas posibilidades), los actores (que pese a tener un solo papel, parece interpretar diferentes tipos en cada ocasión, incluso sin moverse del sitio) y los espectadores (que sí se mueven) es lo que provoca una simbiosis que daría para consideraciones acerca del tiempo, el espacio e incluso el destino. Pero nosotros preferimos quedarnos con la sensación de irreverencia que transmite toda la obra. Es cierto que Despeyroux tuvo una buena idea (adaptarse a los escenarios de La pensión de las pulgas para crear una obra multifacética), pero no se quedó en lo que podría haber sido un vacuo ejercicio de prestidigitación. El oficio a la hora de elaborar diálogos absurdos y redondos, la buena mano para llevar a los actores desde la seriedad hacia la exaltación, la capacidad para sacar todo el partido a las situaciones más trilladas, dan fe del dominio de la autora y directora para crear universos muy personales.


lunes, 20 de octubre de 2014

Ilíada (Teatro Valle-Inclán)

Ay, Musas, ¿por que me habéis abandonado? Esta es una de esas situaciones en las que te sientes como el conductor que se pregunta qué hacen todos los demás coches yendo en dirección contraria. Porque, sí, reconozcamos los méritos de esta puesta en escena de la Ilíada y valoremos el esfuerzo y tal, pero hay que admitirlo: si hubiera durado un poco más habría bajado yo mismos a acabar de una vez por todas con Héctor. Era él o yo. Y sin embargo, al parecer, fue apoteósico. Homérico!, claro. Incluso descontando la hipocresía del público teatral, se nota que no, que sí, que ha gustado. Peor para mí.

Como a partir de aquí los selectos (mejor calificarlos así que de escasos) lectores de este blog habrán desistido de continuar, nos vamos a permitir algunas divagaciones. Comenzaremos con un grandísimo pecado: no hay emoción. Porque habrá virtuosismo, entrega, inventiva. Pero a mí me dejó frío. Siempre he sido brechtiano, incluso antes de aficionarme al teatro, y sin embargo, en momento así, me pregunto: ¿no sería la vida del espectador teatral más feliz antes de Brecht? Porque, señores, está bien eso del distanciamiento y de darle una vuelta a las convenciones, pero ¡esto es Homero! Por cierto, que tampoco hay épica, al menos la genuina. Y también, que el teatro épico está muy bien, pero aquí pedimos otra cosa.

Eso, un poco de respeto, se lo ruego. Que los dioses son de cachondeo, pues casi mejor borrarlos del mapa en lugar de convertirlos en mamarrachos. Que las guerras son muy malas, pues sí, padre, eso ya lo sabemos. Que la emoción es una cosa cursi y que viva la ironía y somos muy modernos, pues conmigo no cuentes. Porque el teatro tiene que ser algo más. Sí, volvemos a la emoción. Llega una escena cumbre, una conmovedora despedida, una muerte trágica. El actor sublime, la actriz transmutada... Y entonces (acabemos por siempre con los “entonces”), se ponen a narrar como si tal cosa, con esa manía de leer acotaciones. Y menos mal que no se ponen con las notas a pie de página. Que como recurso lo de que sean los actores los que narren la historia, pues no está mal, pero estar así cuatro horas, cansa. Muchos trucos para luego tirar por el camino más fácil. Así no.

Porque se lauda el trabajo agotador de los actores, pero también debería reconocerse el esfuerzo del espectador. En serio, que un día nos va a dar algo. Aquí, con tanta cháchara (y las Musas nos perdonen por hablar así de Homero, que Él no tiene la culpa) y tanto ir y venir, el dolor de cabeza era inevitable. Y la velocidad a la que hablaban... vale que hay que meter todo el jaleo (y luego acuso a los demás de irreverencia, es que) en cuatro horitas, pero es que a veces parecía una screwball comedy. Lo de Agamenón es de traca, qué capacidad para soltar sus discursos sin necesidad ni de respirar. Eso sí, daban ganas de decirle: “pero callate un poquito, boludo”.

Uno de los aspectos en los que la literatura es superior al teatro es en la opción de elegir prioridades. La Ilíada, ese monumento de la Humanidad, esa cima de las Letras, esa inmortal Obra, tiene extensos fragmentos repetitivos que proporcionan ese inigualable placer que supone saltarse páginas (aunque, en este caso, sin la recompensa añadida de sentir remordimientos). Pero en el teatro no podemos disfrutar de esta fuga (lo de estar entrando y saliendo de la sala estaría muy mal visto). Claro que siempre queda la opción de ponerse a pensar en la cena o tararear interiormente, pero no es lo mismo, y también acaba aburriendo. Me gustaría saber cuánta gente de la que se puso en pie y lanzó bravos a diestro y siniestro (por un momento temí verme inmerso en un ataque de ménades) no se había pasado media función regurgitando. Pero bueno, no estamos aquí para juzgar a las personas. Y las obras, pues al parecer tampoco es que las entienda muy bien. O será que soy más de la Odisea.


lunes, 13 de octubre de 2014

Cancún (Teatro Infanta Isabel)

Para muchas personas unas vacaciones en Cancún deben de ser algo así como el paraíso en la tierra. Para otras tantas, es una imagen del infierno. Y quizá por los mismos motivos. Cuando vamos a ver una comedia de Jordi Galcerán sabemos que nos vamos a encontrar con alguna sorpresa, y en Cancún resulta que el choque viene no tanto de unos giros argumentales algo forzados, sino al encontrarnos con que puede ser una misma persona la que ame y odie Cancún. Y, claro está, cuando hablamos de Cancún estamos hablando de la vida.

Al principio de la función nos situamos en el lado bueno de la foto, alegría, desenfado, personajes desinhibidos, mucho cariño y besos para todos. Pero solo con eso no podemos llegar a la hora y media. Así que no tarda en surgir el conflicto. Una confesión descuidada, un desliz que desencadena una riada de reproches, y ya tenemos armado el lío. Enseguida tendremos uno juegos espacio-temporales y materia de sobra para el equivoco y las situaciones más disparatadas. En realidad el juego no se aleja mucho de planteamientos como el de La vida en un hilo, la obra maestra de Edgar Neville (nos parece que es un mejor referente que la explícitamente citada Peggy Sue se casó), y aunque Galcerán siempre tiene gracia e ingenio, creemos que en Cancún no logra sacarle a la historia todo el partido que prometía.

Lo más extraño es que siendo Galcerán un maestro de la estructura dramática (sus armazones siempre son a prueba de bombas), aquí se dejé llevar un poco por las soluciones más fáciles, como ese recurso casi final a las teorías de Einstein para explicar lo que no necesitaba mayor desarrollo. De igual manera, algunas de las reacciones de los personajes nos parecen poco convincentes, hay escenas que están muy bien en sí mismas, pero que tienen poca imbricación con el conjunto de la obra. Así, el momento de la explosión de Vicente Romero está perfectamente escrita e interpretada, pero no nos la acabamos de creer. Lo que antes era todo un amor, de repente es un rencor violento. Y de acuerdo que pueden producirse estos ataques de rabia por un odio contenido, pero no porque le vengan bien al autor.

Así seguirá pasando durante toda la obra: las situaciones incómodas, entre oníricas y turbadoras que provoca un suceso sin explicación, pueden hacerse algo indigestas, y sin embargo cada escena tiene sabor e ideas refulgentes. La dirección de Gabriel Olivares sigue con respeto las líneas maestras del texto sin atreverse a darle un mayor toque de locura, quizá temeroso de que la situación se le vaya de las manos. Como ya hacía Gerardo Vera con El crédito, Olivares ha preferido mantener una supervisión casi invisible que permite el lucimiento de los actores y que pretende evitar las situaciones más incómodas por el simple procedimientos de pasarlas por alto. La opción es legítima y más teniendo en cuenta que se trata de una obra con una franca intención comercial. El resultado es en gran medida satisfactorio, aunque quizá se quede corto.


Pero Olivares sabe que además de con el seguro de vida que supone un texto de Garcelán también cuenta con unos estupendos actores. María Barranco da perfectamente el tono entre ingenua y maquiavélica, sin temor a abusar de su innata vis cómica, a la que además añade unas gotas de malicia muy auténtica. Vicente Romero salva las contradicciones de su personaje haciendo casi un doble papel, al que sin embargo dota de un carácter único e identificable. Aurora Sánchez también está en el punto justo que se sitúa entre la comedia más descarada y el control de daños, manteniendo la compostura hasta la última réplica. Francesc Albiol va ganando peso según avanza la función y saca todo el partido a los momentos en los que su personaje puede demostrar lo que de verdad siente.