lunes, 26 de octubre de 2015

Darling (Teatro Valle-Inclán)

No compensa, no compensa. Cierto que luego te puedes cachondear un buen rato a su costa, pero los malos momentos que pasas viendo cosas como Darling superan con mucho los beneficios de una buena risotada, que de todas maneras puedes obtener con productos más nobles. Lo que tendríamos que hacer es montar paridas de este tipo y al menos veríamos algo de mundo, siempre hay becas o subvenciones que pillar. Lo único malo es que todavía no tenemos ni la desvergüenza ni el impulso inmoral para perpetrar cosas así. Pero no desesperamos, unos cuantos espectáculos más como Darling y alcanzaremos tal nivel de misantropía que podremos realizar estos crímenes contra la humanidad sin remordimientos.

Una de las principales coartadas de este tipo de “espectáculos” (hoy voy a usar mucho las comillas) es que son muy “transgresores” y que tratan de acabar con la rancia tradición del teatro “decimonónico”, o de por ahí. A lo primero argumentaría que, por lo menos a mí, la transgresión que ofrecen me chupa un pie. ¿Realmente alguien se puede sentir escandalizado por sus “transgresiones”? Niñerías. En cuanto a su perfil renovador, francamente, cosas como esta la hemos visto mil veces; la mayor innovación que detecté en Darling es que sustituyen el famoso cubo tan querido a los “““artistas””” “contemporáneos” por un montón de macetas. Por lo demás, todos y cada uno de los clichés están ahí, tan tiernos ellos.

Para empezar, está lo de cubrirse bajo el manto protector de una referencia muy culta y muy respetable. En este caso, la Orestíada. Pero, total, para lo que tiene Darling de la Orestíada también podrían haber dicho que su referente es la Divina Comedia, Caperucita Roja o Fronze, el musical. Luego está lo de producir un choque entre forma y contenido. Aquí tenemos a unos actores que pueden recitar un manual de buenos modales como si les estuvieran torturando (como si estuvieran viendo una obra de teatro ““ moderna””). Vale, está bien, es una idea. Más antigua que el carbón, pero bueno. Lo que pasa es que cuando lo repites cuatro o cinco veces, pues que quieres que te diga, ya cansa un poco. Y así con todo. Sí, porque si hubiera una lluvia de ideas, discutibles o fallidas, al menos habría algo de sustancia, algo en lo que entretenerse. Pero los buenos de Ricci/Forte solo tienen tres o cuatro ocurrencias y las alargan y las repiten hasta la extenuación. ¡Excusa genial!: es que eso es lo que buscan. Por eso nos creemos capacitados para ser “““artistas””” “contemporáneos”. Entretener es chungo, ahora, aburrir, con los ojos cerrados (como al final de la obra).


En el programa se dice que Ricci/Forte (¿a qué me suena esto?) fueron alumnos predilectos de Luca Ronconi, pero es difícil de creer. Más bien nos recuerdan a Romeo Castelucci, con quien descubrimos que en italiano se pueden decir tantas chorradas como en francés. Y más alto: con Darling asistimos al récord del abandono más temprano de una obra de teatro (cinco minutos, cuando pusieron el sonido para machacar tímpanos (por cierto, matizamos nuestro comentario de la semana pasada, hay ocasiones en las que la deserción esta plenamente justificada)). Esto nos hizo pensar que íbamos a asistir a una huida masiva de espectadores, pero la cosa fue bastante moderada, un par de decenas a lo sumo. Al final, bastante contención (lo suyo habría sido asaltar el escenario y que rodaran cabezas) y el entusiasmo de los entendidos.   

miércoles, 21 de octubre de 2015

El alcalde de Zalamea (Teatro de la Comedia)


Al regresar al Teatro de la Comedia para ver El alcalde de Zalamea, después de trece años de dilatada espera, la sensación es extraña. Como cuando vuelves a un lugar que no visitabas desde que eras pequeño (y no es el caso), el teatro parece haber encogido. Si las funciones que más nos han gustado seguramente se han visto engrandecidas aún más por el embellecimiento del recuerdo, parecería que, de manera simbólica, después de haber frecuentado tanto el Pavón nuestros sentidos también nos estaban engañado en materia de proporciones. En cuanto al resultado de la reforma: lo de siempre: tanto tiempo para esto: entre hortera y provinciano (lo cual, después de todo, no está tan lejano de la esencia de Madrid, la más grande de las ciudades provincianas). Esperemos que con el tiempo el teatro adquiera una pátina que le devuelva su pedigrí y que se apaguen un poco los agresivos colorinchis.

Todavía más años hace de la versión de El alcalde de Zalamea que dirigió Sergi Belbel en este mismo escenario, de la que sinceramente solo retenemos algunos fulgores (aquí la memoria ni ha engrandecido ni ha achicado). Que sea una obra de Calderón la elegida para reabrir la Comedia es una decisión comprensible (ya Marsillach decidió inaugurar la Compañía Nacional de Teatro Clásico con El médico de su honra), aunque desde luego no arriesgada. Pero bueno, esto es casi más cuestión de azar (tantas veces se ha visto postergada la reapertura) que de planificación, así que el resultado de la lotería no ha estado mal. De todas maneras, ojalá Helena Pimenta hubiera tenido la misma prudencia a la hora de realizar la puesta en escena, tan irregular en sus resultados, en los que combina ideas respetables y escenas de mucho mérito con salidas que rayan el esperpento.

Así, después del excelente monólogo de Isabel después de su violación, contenido y explosivo a la vez, sin alardes pero virtuoso, la directora se marca una de esas ocurrencias que dan mala fama al teatro, un bailecito y unas exclamaciones tipo ándale ándale totalmente fuera de tono. Hablando de tonos, la música de la función es su punto más detestable. Ignacio García no se ha mostrado muy atinado, pero es que al parecer a Pimenta le debió de gustar mucho el experimento de Blanca Portillo en La vida es sueño y nos encasqueta unos numeritos vocales de un gran poder enervante (en su peor acepción). Los habitualmente excelentes Pedro Moreno, Juan Gómez-Cornejo y Max Glaenzel, de lo mejorcito del teatro actual en vestuario, iluminación y escenografía, tampoco se muestran aquí especialmente inspirados y su trabajo es poco original, cuando no plano.

Dicho esto, como ya apuntábamos este montaje de El alcalde de Zalamea también tiene momentos excelentes. Sin ninguna duda, lo que permanecerá en nuestro recuerdo y será debidamente exaltado, son la escenas que comparten Carmelo Gómez y Joaquín Notario. Como si fueran dos personajes fordianos, de vuelta de todo pero íntegros y confiables, el alcalde y Don Lope se pasean por las tablas con un dominio de la escena y un saber estar formidables. Gómez tiene una dicción y una voz superlativas. En él el verso tiene una naturalidad que pocas veces hemos disfrutado, en absoluto forzado ni artificial. Notario, que ya fue Pedro Crespo en otro producción de la CNTC, se sabe el repertorio al dedillo y ha alcanzado un punto de madurez en el que borda cualquier personaje que le echen. Pero si ambos son unos monstruos escénicos, cuando están juntos saben que su fuerza más que sumarse se multiplica, ahora tenemos la sensación de que esto no es una reconstrucción más o menos fiel, más o menos innovadora, esto es teatro de verdad, vivo.

Con Nuria Gallardo y Rafa Castejón hay un problema evidente, y es que su edad no se aproxima a la de sus personajes ni echándole toda la imaginación del mundo. Esta rémora es especialmente notable en la primera parte del espectáculo, la más ligera y divertida. Cuando la cosa se pone serie y el drama se desborda, ambos son capaces de tomar las riendas de sus personajes y darles una profundidad acorde con la gravedad exigida. Pero lo cierto es que el quiasmo entre comedia y tragedia es demasiado acusado, y hace que nos fijemos demasiado en la sobreabundancia de “graciosos” de la primera parte, aunque el trabajo de los intérpretes sea fino. David Lorente (después de una primera escena un poco difícil de entender) es un Rebolledo tunante y picaresco, siempre divertido y maleable. La pareja que forman Francesco Carril y Álvaro de Juan, mezcla de Don Quijote y Sancho con el Lazarillo de Tormes, también hace disfrutar con unas intervenciones divertidas y ajustadas. El papel de malo de la película le toca a Jesús Noguero, igualmente notable en su dicción y que no desmerece en las escenas más tensas.


lunes, 19 de octubre de 2015

La gaviota (Teatro Vallé-Inclán)

Durante toda la primera parte de La gaviota no sabíamos muy bien si estábamos ante una obra de teatro o presenciando una performance modernuqui. Y no porque lo que pasaba en el escenario tuviera algunos elementos de semivanguardia, sino por lo que acontecía en el patio de butacas. Para empezar, un continuo trajín en las gradas. Primero para abajo, con una recolocación espontánea de espectadores que creían merecer un puesto mejor que el que habían pagado (o al que les habían invitado), además de un grupo de como una decena de personas que entró cuando la función ya (parecía) haber empezado. Y después, un movimiento proporcional e inverso hacia arriba de sufridores que no están hechos para padecer y que abandonaban la aventura a medias. Para completar el despropósito, a un inquieto espectador tampoco se le ocurrió mejor cosa que descender unos cuantos puestos cuando apenas faltaban unos pocos minutos para el intermedio. Todo esto solo se explica por la falta de respeto que se tiene en este país hacia la cultura. Si no te gusta una obra, te aguantas, que sabes a lo que has venido. Y si quieres, al final abucheas y pataleas, pero ponerse a molestar a los demás (actores y resto del público) es una falta de consideración propia de caprichosos maleducados (y que conste que los desertores no eran precisamente jovenzuelos). No frecuentamos esos ambientes, pero no creemos que en una misa (lo único comparable en solemnidad y aburrimiento al mal teatro), la gente se pire en mitad de la función dejando al curita con la palabra en la boca.

Pero este vaivén fue solo una parte de los incidentes que amargaron la representación. Una parte del público no veía bien los sobretítulos, mientra que otra no tenía ningún problema (al igual que hay sonidos solo perceptibles para gente que no llega a determinada edad, debe de ser que hay también un espectro lumínico discriminador). Martynas Nedzinskas (Treplev), que ya había avisado de muy malas pulgas para que se apagaran los móviles, se puso en una actitud de “y ahora qué” (al parecer la función anterior también había sido movidita). Se bajaron un poco las luces y los ánimos parecieron calmarse. Luego hubo tiros que causaron algunos saltos olímpicos, una música puesta a retumbar que provocó algún paro cardíaco y la llegada dicharachera de un espectador que hizo saltar todas las alarmas. Pero en la segunda parte la cosa se tranquilizó y como que perdió gracia.

Si todos estos incidentes trastornan al espectador, no sabemos lo que puede provocar en los actores. Se pierde concentración, ritmo y sobrevuela un malestar comprensible. En cualquier caso, nos perdimos esa gran obra de la que habló Marcos Ordóñez. Porque, sinceramente, y más allá de los sucesos comentados, La gaviota de Oskaras Koršunovas no nos convenció y además nos aburrió. Si lees los comentarios de Ordóñez es inevitable soñar con una función así, por fin un Chéjov fetén, depurado y pasional. Pero lo que nos encontramos (con todas las reservas circunstanciales), fue un montaje desvaído, con escenas poderosas, cierto, pero una falta fatal de cohesión, como si la obra funcionara a tirones, pero sin una concepción de conjunto. También tiene elementos chocantes, impropios de lo que entendemos por gran teatro. Por ejemplo, la Nina de Agnieszka Ravdo se presenta en la primera parte como una tontaina siempre sonriente, mientras que en su reaparición final se convierte en una figura espectral con el aspecto de vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Esto no es precisamente sutileza.


Hay momentos de innegable calidad, fogonazos que sin saber muy bien por qué te golpean y te enredan en su poder de convicción. En la obra se plantea la cuestión de la lucha entre el viejo arte convencional y un nuevo orden rompedor, y no se limita a exponerlo teóricamente sino que lo lleva a la práctica de una manera aparentemente radical, aunque ahora ese nuevo teatro parece una antigualla al menos tan desfasada como aquella a la que pretendía combatir. A situaciones de gran poder escénico, en las que los actores parecen recuperar la tensión y una esencia chejoviana profunda, se suceden otras que parecen no acabar nunca, repletas de disquisiciones redundantes y expuestas sin el menor brío. Échale la culpa al gobierno o a la influencia de los planetas, pera esta no fue la noche. 

martes, 13 de octubre de 2015

Reikiavik (Teatro Vallé-Inclán)

No tenemos ninguna duda de que Juan Mayorga podría ser un gran teórico. Uno de esos estudiosos capaces de iluminar con un estilo claro y preciso cuestiones largamente discutidas. Que podría ofrecer explicaciones meditadas y revolucionarias sobre los principios del teatro. Sus clases y libros serían una demostración de que ni los focos más potentes son capaces de alcanzar toda la profundidad de la escena. Pero por suerte Mayorga no es un teórico, sino un gran artista que ofrece su maestría no a través de brillantes ensayos, sino sobre las tablas. Como es un artista, sus obras no tienen nada de esquemáticas recreaciones de unos pensamientos originales y reveladores, sino que poseen entidad propia como creaciones vivas, que alcanzan ese punto, tan difícil de lograr, en el que el impacto de la tormenta de ideas no se lleva por delante la sensación de estar ante algo tangible, ese punto en el que el deslumbramiento ante el genio no provoca ceguera y aturdimiento, ese punto en el que, sin pecar de la autoconsciencia, el autor sabe que está en su plenitud.

Somo como somos, así que a menudo pensamos que una obra no está a nuestra altura. Otras veces nos abrumamos y podemos pensar que somos nosotros quienes no estaremos a la altura de la propuesta. Pero con Mayorga tenemos que poner todo de nuestra parte para no perder pie. Con Reikiavik Mayorga no ha inventado ningún género, pero sí que le ha dado tantas vueltas que lo ha dejado irreconocible. Si ya en otras ocasiones (como Himmelweg o El arte de la entrevista) había merodeado por los límites de la composición teatral clásica, superficialmente se podría decir que Reikiavik es como esas obras que reconstruyen encuentros célebres de personajes famosos (o viceversa). Por seguir la línea con obras con títulos de ciudades, podríamos poner el ejemplo de Copenhague, de Michael Frayn. Pero, por muy interesante que pueda ser el encuentro entre Fischer y Spassky por el campeonato mundial de ajedrez, las ambiciones de Mayorga son mucho mayores (si Fischer solo exageraba un poco cuando decía que él ganó la guerra fría, Mayorga podría decir sin que lo encerraran que él ha cambiado el teatro español contemporáneo). Aquí, si nos pusiéramos en plan teórico, empezaríamos a hablar de la vida como representación, del juego de las identidades, de la épica de las derrotas... Pero ya hemos dejado claro que preferimos las aceras a las nubes, así que nos quedaremos con el teatro en vena que supone Reikiavik, con ese espectáculo (en su más noble acepción) agotador para las neuronas pero vivificante como un chute de adrenalina.

Basta comparar la representación actual con el texto de Reikiavik editado por La uña rota hace solo un año para comprobar que los cambios son abundantes. Ya leímos en alguna ocasión a Mayorga contar que para él un texto nunca acaba de estar fijado, que para él la evolución es continua y, sobre todo, la intervención de los actores es crucial. En montajes como este, en el que el propio Mayorga se encarga de la puesta en escena, la introducción de ese elemento inestable a veces conocido como realidad es fundamental para que la representación alcance su estado sólido. Si la escritura de Mayorga es opulenta, su dirección es discreta, casi oculta. Con la colaboración de Alejandro Andujar en la escenografía y el vestuario consigue que unos poco elementos, entre lo abstracto y lo terrenal, crean un ambiente cotidiano. Con un sombrero o unas gafas logra que los personajes se multipliquen sin más indicaciones ni confusión. También la iluminación de Juan Gómez-Cornejo es sutil pero efectiva. Ni sobra nada ni nada se echa en falta.


Pero para que una obra como Reikiavik funcione, hacen falta unos actores superdotados, y tanto César Sarachu como Daniel Albaladejo lo dan todo para no quedarse atrás. Como si de un combate de boxeo se tratara, ambos se disponen a dejar sudor y sangre sobre las tablas en un enfrentamiento sin cuartel. La dificultad de sus papeles ya sería un reto de altura, con largas tiradas, continuos cambios de carácter y una velocidad supersónica, pero es que Sarachu y Albaladejo suman su capacidad para poner sosiego en mitad de la contienda, para dominar los amagos y los intercambios de golpes con una mezcla de defensa y ataque de grandes maestros. Son Waterloo y Bailén, y Fischer y Spassky, y muchos más, y nosotros, y ellos, y todo a la vez. Presenciando la batalla, la privilegiada Elena Rayos, en uno de esos papeles secundarios pero que se demuestran claves: si ella falla, todo se puede venir abajo. Pero no, cuando concluye la función vemos que hay heredero, que la eterna batalla seguirá desarrollándose, hasta la derrota final, siempre.