martes, 22 de diciembre de 2015

El juego de Yalta (Teatro Guindalera)

Las escasas veinte páginas de La señora del perrito son un prodigio de sutileza en el que cada detalle cuenta, un demostración de perspicacia psicológica solo al alcance de los observadores más dotados, un dibujo preciso de las emociones humanas en su manifestación más emocionante, en fin, una obra maestra que no se acaba nunca. Teniendo en cuenta estas consideraciones, su adaptación teatral se plantea como un reto de todo o nada: por un lado, con estos elementos ya lo tienes todo para desarrollar una obra memorable; pero por otra parte, es casi imposible estar a la altura de Chéjov. Visto el resultado que obtuvo Brian Friel con El juego de Yalta, su aproximación nos parece ahora si no la única posible (a Mikhalkov no le quedó nada mal Ojos negros) sí la mejor: una fidelidad absoluta al original y, sin alejarse de su esencia, unos ligeros pero trascendentales añadidos que dotan a la obra personalidad propia. Porque lo que no hay en el cuento de Chéjov, o al menos no de manera tan marcada, es ese aire irreal, más propio de un relato a lo Henry James, en el que la verdad y la fantasía, lo vivido y lo imaginado, se entremezclan sin que quede claro si lo que hemos presenciado ha pasado realmente o es solo un juego. En este sentido, quedará en la memoria la preciosa escena en la que el humo del tren que se acaba de marchar se convierte en una niebla que envuelve a los personajes en su incertidumbre.

Desde luego, ningún lugar más propicio para acoger una propuesta tan íntima y cercana como La Guindalera. Juan Pastor ejecuta con suprema elegancia una puesta en escena legítimamente chejoviana, casi susurrada, siempre pertinente y de una fluidez mágica. Sin la necesidad de exhibir su naturaleza teatral, pero consciente del artificio, Pastor saca partido de las más recónditas posibilidades escénicas para desarrollar un estilo sereno y matizado en el que ni sobra ni falta nada. Por ejemplo, la inclusión de escenas musicales, que parece haberse convertido en una molesta tendencia del teatro actual, está aquí plenamente justificada. Las canciones que interpreta Noemí Irisarri acompañada de Marisa Moro no son solo bellas por sí mismas, sino que son plenamente coherentes con el conjunto de la obra. Pastor dirige con una delicadeza quebradiza, atento a mantener el tono adecuado en cada una de las escenas, sin subrayados que minusvaloren al espectador y con una creatividad que no busca el lucimiento personal, sino la integración de todos los elementos.

Por supuesto, la tercera pata de toda gran representación teatral tiene que estar a la altura para que todo el invento no se venga abajo, y en El juego de Yalta hay dos intérpretes soñados, nunca mejor dicho. El personaje de Dimitri, una mezcla de pavo real y gato melancólico, es muy difícil de atrapar en su ambigüedad. Por fuera es un extrovertido conquistador, un hábil camelador superficial e intrascendente. Pero en su interior es nada menos que un romántico, alguien insatisfecho con su vida que busca algo más que la rutina de su vida acomodada. Para expresar esta ambivalencia de manera creíble y compleja hace falta ser un genio como Chéjov, pero encarnar este tipo tampoco es tarea sencilla, y José Maya resuelve el envite con aparente facilidad, como todo gran actor, sin esfuerzo visible. En la primera parte encarna a ese vividor en busca de placer que se sabe todos los trucos para conseguir sus fines sin mayores problemas de conciencia. Pero progresivamente se irá transformando en una persona obsesiva, en el cazador cazado que acaba por comprender, aunque bien que le costará, que hay un bien mayor que se sitúa por encima de sus intereses. Aun consciente del dolor, de la renuncia y de que supone el fin de su vida apacible y sin emociones, no podrá resistirse a convertirse en otro, o dicho de otra manera, a ser él mismo. En momentos como su monólogo final Maya demostrará que ha capturado por completo la esencia del personaje y que, también él, ha completado la transfiguración.

En otras ocasiones ya hemos loado exhaustivamente la cualidades interpretativas de María Pastor, por lo que solo podemos añadir que en El juego de Yalta demuestra una vez que es capaz de pasar por todos los tonos interpretativos con la misma solvencia que siempre, jugando con todos los recursos naturales y creativos que ofrece el oficio de actor a su antojo. Su Anna, que sufre una progresión paralela pero opuesta a la de Dimitri, va desde su inicial introspección hacia una expansión que ni tan siquiera ella misma se creía capaz de realizar. Sumida en la tristeza y la soledad, gracias a Dimitri comprenderá que puede aspirar a algo tan abstracto como la felicidad, y que aunque esta sea transitoria y difícil de lograr, habrá merecido la pena. Pastor expresa todo este arco de sentimientos con la misma finura y saber estar que impone la dirección. Pero algunos momentos de desmelene si que nos provocaron el capricho de poder verla en una comedia loca en la que, sin cortapisas dramáticas de ningún tipo, pueda dar rienda suelta a la vis cómica que sin duda posee. De momento, esperamos con ansia el próximo estreno de Tres hermanas, que se prevé apoteósico. Mientras tanto, si alguien tiene necesidad de un buen chute de puro teatro, ya lo sabe, seguro que en La Guindalera obtendrá lo que necesita.  


lunes, 14 de diciembre de 2015

Nada que perder (Sala Cuarta Pared)

Entre las múltiples categorías en las que se puede dividir el teatro, hay dos grandes corrientes que esquemáticamente calificaremos como teatro de evasión y teatro comprometido, sobre los que no hacen falta mayores explicaciones. Ambos son legítimos y, bien ejecutados, pueden funcionar a muy diversos niveles (y, por supuesto, ambos pueden dar lugar a mediocridades). Pero si tuviéramos que elegir, nosotros nos quedaríamos con una mezcla de ambos, un teatro entretenido e ingenioso, pero que además provoque reflexión e incomode. Nada que perder es un gran ejemplo de este tipo de propuestas que pretende plantear cuestiones (montones de preguntas, ya incluso desde antes de que comience la obra), pero que no lo fía todo al mero planteamiento ideológico, sino que también ofrece una sólida propuesta dramática.

Y eso que a veces la función puede parecer demasiado expositiva. Los personajes, por otro lado bien definidos y con gran complejidad psicológica, también adquieren la función de símbolos, como si fueran la tesis, la antítesis y la síntesis, lo que puede añadir en cuanto a elucubración moral, pero resta en cuanto a trasmisión teatral: es difícil identificarse con un arquetipo. En una obra tan filosófica (y que no se avergüenza de serlo) como Nada que perder, hasta los actores pueden cobrar forma de teoría. Tampoco ayudan a la fluidez y la empatía el por momentos excesivo recurso a tirar de datos. Además, es información que todos conocemos, y aunque no viene mal tenerlos presentes, hay maneras más sutiles de proporcionar este contexto. También hay algún momento en el que a Javier García Yagüe se le va un poco la mano en lo tremebundo. La escena entre la madre y el niño parte de una buena idea de puesta en escena, una historia de terror cotidiana narrada como un cuento clásico de miedo, pero el efecto final, por muy impactante que sea, deja la sensación contraproducente de la exageración: la situación ya es de por sí lo suficientemente terrible como para añadir efectos.

Pero estos escollos son fácilmente sobrepasados cuando nos metemos en cuestión. Es admirable la progresión dramática lograda por QY Bazo, Juanma Romero y García Yagüe. A partir de choques dialécticos entre dos personajes sobre los que intercede un tercer elemento que está y no está, que incordia y busca la simbiosis, una historia con aspecto de thriller va desarrollándose en diferentes vectores que enriquecen la comprensión y dibujan un panorama amplio y diverso con pretensiones de resumir el estado actual de la nación, aunque sin perder en la ambición el sentido de lo personal. A cada escena vamos comprendiendo mejor la situación, pero al mismo tiempo aumentan las preguntas, surgen más dudas que van de lo práctico, de lo inmediato, a lo absoluto, lo moral. El planteamiento de "qué haría yo en su lugar" se convierte en el verdadero leitmotiv de la obra. Así, el espectador se ve absorvido por la intriga de la obra en su sentido más convencional (qué pasó, quiénes son los responsable, cómo acabará) mientras se debate entre disyuntivas pragmáticas y éticas de difícil resolución.

Para todavía mayor desasosiego, en lugar de dar tiempo a la reflexión y la calma, Yagüe decide acelerar el ritmo al máximo, sin dar tiempo a llegar a un acuerdo. Cada escena se sucede con el tiempo mínimo otorgado a los actores para cambiar de vestuario, y desde que despega la escena, ya no hay ni un segundo de respiro. No se suele decir, porque suena un poco chorra, pero a nosotros nos sigue sorprendiendo la capacidad de los actores no solo para aprenderse unos textos tan largos y complejos, sino que por otra parte, en Nada que perder hay que añadir que no tienen tiempo para pararse a rememorar, todo lo sueltan como un torrente, y encima tienen que encarnar a multitud de personajes muy diversos sin apenas apoyos externos. Solo por eso, todo nuestra admiración.

Pero es que además, los actores están soberbios. Marina Herranz (que cambia de edad a su gusto a lo largo de la función) tan pronto es una jovial empleada que preferiría no saberlo como una despiadada empresaria que se las sabe todas. Precisamente esta escena, en la que se entrena junto a un abogado para "flexibilizar" la justicia es una de las mejores de la obra (nos hizo pensar en lo bien que estaría una obra entera sobre un juicio, en el cine siempre funciona y en teatro, bien realizado, tiene que ser toda una experiencia). Pedro Ángel Roca empieza la obra al borde del colapso, pero más tarde demostrará que puede dominar registros que van desde la apatía total a la elegancia de lo sugerido, aunque casi en cada momento prevalece esa angustia que es el sentimiento preponderante de la obra. Javier Pérez-Acebrón también se mueve con soltura en diferentes perfiles, que van desde un niño asustado a un padre que todavía lo está más. Su alegato final, una explosión de desengaño y rabia, evita la grandilocuencia gracias al verdadero sentimiento. Lo que podría caer en la exposición de unas ideas manidas e incoherentes, adquiere la fuerza y la contundencia de una verdad que debe expresarse.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Golem (Teatros del Canal)

No deja de ser revelador que sea una banda de punk el recurso utilizado en Golem para expresar el descontento y la rebeldía ante una sociedad dormida y complaciente. Y es que, desde los 70, nada nuevo bajo el sol. Esta es una apreciación tan patente que la hemos repetido en variadas ocasiones con múltiples y complementarios ejemplos. Al mismo tiempo, se trata de una consideración tan superficial y discutible que pasamos a rebatirla seguidamente y de manera tajante: si hay algo realmente extraordinario en este espectáculo es que se trata de un montaje totalmente diferente a lo que estamos acostumbrados. Cierto que las referencias ya están claras desde el nombre de la compañía, 1927 (por cierto, Bill Bryson ha demostrado con su último libro que este año es precisamente la clave del mundo moderno tal y como lo entendemos), que el homenaje al expresionismo alemán, especialmente a El gabinete del doctor Caligari es evidente, que el vestuario de Sarah Munro debe mucho a los ballets rusos de Diáguilev, que no solo la música de Lillian Henley tiene reminiscencias setenteras. Pero la experiencia de presenciar algo como Golem sí es algo inhabitual. Esa sensación de meterte con timidez en un local de pinta extravagante y fama dudosa, pero que ya desde las presentaciones te indica que vas a pasártelo en grande descubriendo sensaciones que ni tan siquiera sabías que existían. Teatro como electroshock.

También es verdad que la historia de Golem no es excesivamente novedosa. Y no lo decimos por el Golem en sí, uno de esos mitos que se pueden adaptar a los gustos de cada época extrayendo conclusiones muy diversas y que puede servir como símbolo de inquietudes cambiantes. Es esta percepción de la tecnología como nuevo poder omnipresente y totalitario que convierte la vida en algo superfluo, eso que pasa a nuestro alrededor mientras prestamos toda nuestra atención a la pantalla del móvil. Desde luego el ludismo no es una ideología precisamente novedosa, y series como Mr. Robot demuestran que está en el aire esa sensación de ahogo frente al despotismo de las grandes corporaciones y la deshumanización de las relaciones personales a través de las llamadas redes sociales, vistas por sus críticos como alienantes formas de control mental. De acuerdo, está bien que nos lo recuerden y que permanezcamos atentos, pero no es eso lo que hace de Golem teatro extraordinario. Lo que nos ha fascinado de esta obra de Suzanne Andrade es su perfección natural, su ritmo imparable, su humor doliente.

Ya estamos tardando mucho en hablar del diseño de Paul Barritt, un prodigio de inventiva repleto de detalles deslumbrantes. Lo más llamativo puede ser la impactante capacidad de conjugar las animaciones con la acción real, un trabajo milimetrado que sin embargo no busca el exhibicionismo, sino que cumple su función a través de la fluidez: todo encaja como debe ser, pero sin pretender epatar con su virtuosismo. Enlazado con este despliegue de profesionalidad se encuentra lo que para nosotros es el secreto del gran teatro: el ritmo. Y los 1927 parecen tener el secreto de este elemento primordial. Desde la primera escena, la narración entra en una espiral de acontecimientos que se desarrollan sin un segundo de descanso, pero sin llegar a abrumar. Los actores cambian de personaje y los decorados de función sin que se produzca el menor quiebro, y cada escena misma tiene un tempo ajustado en el que ni sobra ni falta nada. Para completar el triángulo perfecto, nos queda el humor. Porque la historia podría convertirse en uno de esos sermones que nos hablan de lo que todos ya sabemos con solemnidad mortal, pero con buen criterio Andrade ha decidido que es mejor utilizar el humor. No vamos a cambiar el mundo con este obra, pero tampoco vamos a resignarnos a dejarnos llevar por la maquinaria. Contémoslo con alegría. Y, cuando llegue la explosión, la reverberación se duplicará.


En este mundo expresionista pero no por ello irreal, en el que las referencias al mundo actual provocan un extrañamiento turbador, los actores tienen que alejarse del psicologismo clásico sin por ello caer en el arquetipo. También lo dan todo en la comedia, pero sin traspasar el límite de la bufonería. Shamira Turner en ningún momento parece una chica con peluca que interpreta a un chico, sino que cuela por completo. Su Robert tampoco es un friki del que burlarse sin piedad, sino una persona vulnerable que lo acabará pagando por intentar ser alguien más. Charlotte Dubery es la rebelde del grupo, segura de poder permanecer ajena a la homogenización pero sin armas para poder combatirla. Rose Robinson tan pronto es una abuela intransigente como una treintañera sin ambiciones, en ambos casos con una insatisfacción interior que no acaba de explotar. Will Close y Lillian Henley pasan de músicos a interpretes en un continuo vaivén sin perder una nota en ninguno de sus dos cometidos. Al principio de lo obra escuchamos la voz de la propia Andrade expresando unas ideas que, repetidas al final de la función, cobrarán un sentido estremecedor. Es improbable que alguien cambie sus hábitos después de ver Golem, pero además de pasárnoslo bien, de reírnos y de cuestionarnos algunas prioridades, hemos asistido a una obra de teatro que demuestra que no todo tiene que ser siempre igual, que las posibilidades siguen abiertas, que si se puede hacer un teatro vivo y emocionante, quizá todavía no todo esté perdido. Esa sí que sería la lección más importante: el teatro es el mensaje. 

jueves, 10 de diciembre de 2015

El cabaret de los hombres perdidos (Teatro Infanta Isabel)

Cerrar los ojos y ver la vida que te espera. Después, decidir si merece la pena volver a abrirlos. Como decían en el mejor episodio de Morir (o no), la película de Ventura Pons y Sergi Belbel con la que El cabaret de los hombres perdidos tiene varios puntos en común, lo moderno, es decir, lo cínico, sería responder que no, que para qué, si al final todos calvos. En algún momento de la representación, nos tememos que la cosa pueda ir por ahí, que la fascinación por el malditismo y la roña hayan desviado a Christian Simeón hacia los callejones del desengaño y la negación de la vida. Pero por suerte todo era un espejismo y el espíritu lúdico y vital se impone. Aunque, ojo, sin caer en otro tipo de complacencia igualmente nefasto, el de lo confortable y biempensante, el compromiso con la mediocridad. Porque en esta obra la verdadera transgresión (término gastado y que ha perdido su significado del que quizá deberíamos huir) no está en su presentación de un modo de vida dizque alternativo, sino en su reivindicación de la felicidad.

Que es lo que tienen los musicales, que te alegran el día. Por lo menos los que nos gustan a nosotros. Y es lo que regala este Cabaret, un musical pequeño, sin grandes orquestas (más bien un piano), sin grandes números de baile (tirando a uno o ninguno), pero que tiene el poder euforizante de las grandes celebraciones. Porque si las canciones, muy bien adaptadas por Alicia Serrat, muestran un amplio repertorio que va de lo íntimo a lo espectacular, de lo sentimental a lo paródico, las escenas habladas (que en ningún caso son de transición), tienen mucha gracia e ingenio. En realidad, no se trata de una historia muy original (otro de sus peligros es que a veces se acerca peligrosamente al esquema de triunfo y decadencia), pero Simeón hace eso tan difícil de hacer las cosas fáciles: una historia bien contada, con sus escenas delimitadas, su progresión sin baches y unos cuantos toques personales y divertidos. La típica recreación de una historia dentro de una historia está llevada sin aspavientos, con toda naturalidad y sin complicar el asunto, y cuando llega el momento del desenlace y de tomar partido, lo hace con la misma consistencia y claridad.

La puesta en escena de Victor Conde se sitúa a medio camino del gran musical (sin gran presupuesto) y de la representación de salón (pero evitando en todo momento la cutrería). Es una postura que agradecemos: ser consciente de lo que se tiene y jugar con ello, sin pretender convertirse en el héroe de la historia ni desentenderse confiándolo todo en los demás. Como Simeón le ha dejado abiertas muchas posibilidades, Conde sabe exprimir todos los recursos. Y si mencionábamos el buen trabajo de Serrat con las canciones, el de Jorge Roelas con la adaptación también tiene su mérito. Los diálogos son ingeniosos, punzantes y expeditivos. Vamos, lo que se podría calificar como "muy gayers". Pero otro punto a favor de la obra es que, sin renunciar a sus señas de identidad, tampoco limita sus pretensiones a un determinado público, sino que es apto para las masas.

El protagonista de la función es Cayetano Fernández, de quien las malas lenguas dirían que borda su papel de mal actor (y realmente su escena del ensayo es hilarante), pero que en realidad está muy ajustado como ese inocente muchacho que llega a la gran ciudad, no se entera de nada y deja que sus sueños le lleven a vivir una pesadilla. Fernández se luce con las canciones más "desgarradoras" y cuando por fin puede interpretar "la mejor canción del espectáculo" se muestra a la altura de las expectativas. Pero aunque nominalmente el protagonista sea Fernández, en este Cabaret hay uno de esos personajes que, bien resueltos, se van a hacer con toda la atención. Y Ferrán González firma una Lullaby redonda. Es un personaje que enseguida se calificaría como puro Almodóvar, y que por tanto ha caído un poco en la parodia, pero Lullaby le da carne y sentimiento, y también mucha gracia cuando se transforma en una Norma Desmond sin glamour. Ignasi Vidal es el maestro de ceremonias, un capullo muy seguro de sí mismo al que Vidal sabe dotar de encanto y darle un perfil seductor hacia el público que justifica su influjo sobre los otros personajes. Armando Pita, pese a tener un personaje con menos espacio para el lucimiento, no desentona en ningún momento y sabe adaptarse a las vicisitudes de su papel y de la obra con flexibilidad.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Danzad Malditos (Matadero Madrid)

Que este espectáculo de Alberto Velasco se presente como basado en la buena película de Sydney Pollack y no en la estupenda novela de Horace McCoy ya debería habernos dado alguna pista. Y es que se trata de una de esas propuestas (no se puede ser mucho más preciso) en las que prima el elemento escénico sobre el texto. Hay mucho movimiento (faltaría más), muchas acotaciones (digamos), y recursos de dirección (también conocidos como trucos), pero poca chicha dramática. Sí, sí, hay un montón de drama, es todo hasta excesivo, se nos viene el mundo encima, pero no porque los personajes tengan la más mínima capa de profundidad psicológica, ni tampoco porque les pase algo más allá de la extenuación física. Algo cuentan, pero poco. Casi como si la versión de Félix Estaire fuera apenas una percha que le permitiera a Velasco colgar sus artilugios.

El principal problema (una vez más, este Danzad Malditos no habría desentonado en Una mirada al mundo), es lo limitado de su alcance. Es lo que pasa con cierto teatro conceptual: que solo tiene un concepto y, hala, a tirar. Porque la idea de partida no es mala, se podría haber sacado mucho partido de esta recuperación de la obra de McCoy (incluso de la de Pollack),incluidos los juegos con el azar y los distintos desarrollos en cada función (aunque aquí se ve un poco el truco del mago), pero hay que pensárselo más: ¡darle más vueltas! Si no, lo que queda es una constante reiteración de un par de motivos que no provocan reflexión ni empatía. Brecht, cuando no le llegaba (lo que le sucedía a menudo), no tenía ningún empacho en coger de los demás. Y vale que Velasco no tiene un Kurt Weill que le tape las carencias, pero por ahí atrás tiene un montón de gente que le puede inspirar.

Desde luego, la cosa no le iba a quedar más falsa que este Danzad Malditos. Hace poco vimos en este mismo escenario Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido, donde resplandecía la verdad; pues bien, ahora todo nos suena terriblemente artificial. Incluso cuando Carmen del Conde parece salirse de su personaje para increpar al director, aparte de ser otro cliché moderno (Unamuno mediante, casi premoderno), el principal reparo es que no nos lo creemos. No que el momento sea real, tampoco vamos a pedir tanto, sino que pasa como con toda la obra: que es más un ejercicio autoindulgente y exhibicionista que un verdadero intento por llegar a una verdad, por muy particular que sea. Por eso, y no por otras consideraciones estéticas o formales, sería pertinente discutir si esto es realmente teatro.


No sabemos si sería por el esfuerzo físico, pero lo cierto es que vimos a los actores poco convincentes. Cuando llegan los momentos de expresar las emociones, una vez más vemos una creación artificiosa, que pretende ser elevada pero se queda en pomposa, es como si se hubieran quedado sin fuerzas para actuar. Por cierto, que nos pareció ver en la mirada de uno de los intérpretes el mismo aburrimiento que sentíamos nosotros mismos, ese fue uno de los pocos destellos de verdad que vislumbramos en todo el espectáculo. Al final, el público saludó la obra con perceptible entusiasmo, suponemos que como muestra de reconocimiento ante el esfuerzo (lo que en una prueba atlética se merecería la mayor consideración), y quizá porque descubrieron algo que a nosotros nos permaneció oculto. 

lunes, 23 de noviembre de 2015

Bangkok (Teatro María Guerrero)

La situación de la que parte Bangkok (calificarlo de anécdota sería rebajarle importancia) estaba reclamando una obra de teatro, aunque lo más previsible hubiera sido salir con un esperpento, de esos que no necesitan distorsión ni nada: vienen tal cual en los periódicos. Pero Antonio Morcillo decidió tomarse las cosas en serio y transformar uno de esos aeropuertos vacíos que casi se convirtieron en tendencia hace unos años para realizar un planteamiento mucho más profundo, casi metafísico. Cierto que en algún momento la obra parece que va a tirar por el lado del sermón, ese que haría asentir cabezas y pensar, cuánta razón; pero por suerte el autor evita la complacencia de la indignación y opta por llevar su representación de la realidad mucho más allá de la ramplona constatación. De hecho, su lado más fantasioso, que en un principio podría parecer un recurso fácil para salir de un enredo de difícil resolución, acaba convirtiéndose en una de las mejores bazas de la función.

Porque en Bangkok el espectador nunca sabe cómo va a evolucionar la trama, ni tan siquiera hasta que punto lo que esta viendo es real. Los dos personajes protagonistas mezclan inconsistencia dramática (pasan a encarnar caracteres totalmente opuestos de una escena a otra sin más explicaciones) con un fondo casi arquetípico que les confiere una función simbólica de depredador y presa en permanente combate. Es como si el planteamiento teórico fuera por una lado (la lucha de clases, la rebelión ante las imposiciones sociales, la aceptación de las cosas tal como son), mientras que los personajes se hubieran levantado frente a este encorsetamiento y plantearan su propia individualidad, su derecho a no dejarse atrapar por lo que se espera de sus yoes genéricos. En este aspecto Morcillo también tiene que hacer frente a su dualidad entre autor y director. Con la libertad que le da el derecho a tomar todas las decisiones, pero también con las restricciones autoimpuestas, tiene que manejar situaciones ambivalentes sin traicionarse, pero lo que es más importante, sin asesinar la libertad, el valor más importante también en el teatro.

Para hacer creíbles y humanos a estos dos protagonistas que podrían haberse convertido en simples papeles, Morcillo tiene la suerte de contar con dos actores que se lo creen y que transmiten su compromiso. Es una lástima que la sala de la Princesa estuviera solo medio llena (siendo optimistas), pero egoístamente eso nos permitió tener por momentos la sensación de que el recital de Fernando Sansegundo era solo para nosotros. El arco de su viajero va del viejo desvalido y un poco tonto inicial al desalmado e inquietante ejecutor en que se va convirtiendo. Tanto en los momentos más íntimos, en los que parece mostrar sus debilidades (dejando espacio para interpretarlo como simple manipulación), como en la escenas en las que se muestra como un cínico implacable, Sansegundo demuestra un dominio apabullante de la escena. Pero Dafnis Balduz no se deja avasallar, y al igual que su vigilante consigue mantenerse en pie, con dignidad y bravura. Balduz dota a su personaje de una energía poderosa, que solo momentáneamente se dejará apagar cuando la melancolía y la derrota parezcan imponerse.


En el limitado espacio que ofrece la sala de la Princesa Paco Azorín se las apaña para, con cuatro elementos, trasmitirnos la sensación de entrar en uno de esos desalmados e inhóspitos aeropuertos, en este caso todavía más fríos por motivos evidentes. Nos habíamos presentado allí sin muchas referencias (incluso, dado el título y el entorno, pensamos que a lo mejor iba a tener algo que ver con Vázquez Montalbán, algo más directo en todo caso) y no esparábamos mucho más que una de esas obras "rabiosamente actuales" y quizá un poco oportunistas. Al desembarcar podíamos certificar que nos habíamos encontrado algo más, un combate en múltiples niveles algo confuso pero que muestra una necesidad irrenunciable de seguir haciendo frente. Una propuesta con ideas para la reflexión que no se conforma con tener la satisfacción de estar del lado bueno.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido (Matadero Madrid)


Ahora que están tan de moda cuestiones candentes como qué es el teatro y blablabla, y hasta añoramos una obra normalita, con tres actos, diálogos chispeantes, personajes complejos, sorpresa y confort. Después de tantos experimentos gastronómicos, un cocido. (Metáfora pesada, fácil y falsa, tres en uno). Lo que es verdad es que tenemos ganas de algo clásico, de volver a casa, pero, de primeras, lo que nos encontramos con Cuándo todos pensaban que habíamos desaparecido no es precisamente teatro del de toda la vida, sino una agresión personalizada. Porque, vamos a ver, con lo siesos que somos, nos reciben con una de esas explosiones de entusiasmo forzado que tanto nos disgustan. Que no queremos dar palmas, leñe. Y el hombre, pues yo no me canso. Y luego encima a corear. A ver quién es más cabezón. Al final se cansa y la cosa empieza oficialmente. Continúa el ataque: chistes escatológicos, con lo estirados que somos. No es por arrugar la nariz, pero, sinceramente, es que no nos hacen gracias los chistes de p*** y c*** (tan finolis que hasta tenemos que poner asteríscos). Para rematar la ofensiva, flamenco. Vaya por god, vas a ver una obra mexicana, y te encuentras con que la peste te persigue. (¿Hemos llamado al flamenco, ese Patrimonio de la Humanidad, peste? Sí). Es que dirás que no, pero parece de verdad que vienen a por nosotros. 3-0. Esto no lo remonta ni... ¿el Alcoyano? Pues sí, resulta que Vaca35 culmina la machada (qué expresión, por favor).

Bueno, desarruguemos la nariz. Después de esta introducción de infarto, nos encontramos con algo ciertamente más relacionado con la imagen que tenemos de México que el flamenco: la muerte. Aquí, además, ligada con la cocina, no es mal maridaje. Pero lo que la representación podría tener de tópico exportable, Damián Cervantes y todos los actores consiguen hacerlo real, verdaderamente sentido. Cierto que a lo largo de la obra todavía queda algo de ruido innecesario, como si les hubiera dado miedo quedar demasiado sosos y se hubieran pasado con las especias, pero también que cuando se recoge, cuando se lo toma con calma y prefiere la reflexión a la expansión, logra unos emocionantes niveles de ternura y evocación. Claro está, el momento álgido es el recuerdo de los seres queridos, las anécdotas sencillas e íntimas que el reparto comparte con el público a corazón abierto. Los otros grandes momentos de la obra se producen cuando cada actor explica el motivo por el que está preparando cada plato, lo que significa para ellos, el mundo recuperado a través del olor y del sabor. O ese fulgor de teatro llameante en el que se enumeran los fusilados de tiempos y lugares cercanos y lejanos. O cuando la presencia de los desaparecidos se manifiesta de manera sutil y mágica. 


Cuándo todos pensaban es un continuo vaivén entre estas escenas de memoria introspectiva y de explosiones incontroladas (cuya máxima expresión es esa pelea muy poco fingida). A Cervantes se le va un poco la mano en algunas ideas que más que añadir capas enturbian la fluidez, pero de alguna manera logra reconducir la narración para que se imponga el lado más personal. No sabemos hasta que punto lo que cuentan los intérpretes es verdadero, pero de ellos diremos una de las mejores cosas que se puede decir de un actor: parece que no actúan. Queden aquí sus nombres como muestra de reconocimiento colectivo: Diana Magallón, Mari Carmen Ruiz, José Rafael Flores, Cristina Gamiz, Jorge Yamam, además de la música de Diego Paqué, que de pesado pasa a imprescindible. Aunque sus narraciones sean ciertas, en toda representación hay algo de impostado. Incluso la mera repetición obliga a ejercitar una técnica que priva de naturalidad. Y, sin embargo, todos en el elenco de Cuándo todos pensaban se abren las carnes ante los espectadores para ofrecer lo que hay en su interior, y eso no tiene precio. 

lunes, 9 de noviembre de 2015

El público (Teatro de la Abadía)

Casi al final de la función, el Prestidigitador le dice al Director "quitar es muy fácil. Lo difícil es poner". Y aquí es precisamente donde encontramos el principal punto débil de El público. Porque para nosotros lo realmente complicado, lo que define una obra de arte verdaderamente conseguida, es alcanzar el punto en el que se ha quitado todo lo que sobra y se ha alcanzado lo esencial. Al contrario de lo que dice el Prestidigitador, poner es muy sencillo, todo el mundo puede hacerlo. Pero solo los grandes creadores son capaces de ejercer con sabiduría el supremo arte de quitar.

En la actualidad es muy difícil criticar a García Lorca (o san Federico), hasta el punto de que ponerle la más mínima pega puede considerarse un pecado, pero vamos a tener que cometer el sacrilegio. Para curarnos en salud, diremos que consideramos que Lorca fue probablemente el mejor dramaturgo español en mucho tiempo. Pero, consciente de su talento, quiso llevar el teatro más allá de sus fronteras convencionales, sobrepasar los límites de lo estaba permitido. Y queriendo ser más, obtuvo menos. Es normal que alguien como Lorca, con su maestría y su dominio, se planteara tales retos, se propusiera redefinir nada menos que el teatro en sí. La lástima es que, en nuestra opinión, fracasó en el intento. De manera gloriosa, si se quiere, pero a fin de cuentas El público es una derrota.

Porque, aparte del problema de intentar meter todo lo que le pasara por la cabeza que hemos señalado, también se produce una brecha entre la mente del poeta y su comunicación. Está muy bien lo de poner a prueba qué se puede considerar teatro, pero cuando la separación entre las ideas del artista y la percepción del público es insalvable, se cae en el solipsismo más ensimismado. Se podría decir que una obra como El público exige algo más que el teatro al que estamos acostumbrados, una atención extra y un estudio pormenorizado. Pero, sinceramente, como nos pasa con la pintura contemporánea, creemos que el arte que necesita un libro de instrucciones no es arte. Y por supuesto que La vida es sueño o El rey Lear se aprecian mejor cuanto más conocimientos se tengan sobra la obra y sus circunstancias, pero hay algo profundo en ellas, algo puramente teatral, que hace que ese enriquecimiento sea complementario, no indispensable para admirar su grandeza.

De manera paralela, también nos da la sensación de que Àlex Rigola se ha dejado llevar. Tenemos a Rigola en el altar de nuestros directores preferidos, pero hay que admitir que a veces se pasa de la raya. Y esto, como con Lorca, no está mal de por sí, pero si no funciona, no funciona, qué le vamos a hacer. Es como si de vez en cuando Rigola tuviera la necesidad de demostrar (o quizá demostrarse) que es más audaz que nadie, que mantiene un prurito provocador. Pero en los peores momentos de El público nos recuerda al innombrable. Seremos convencionales (lo somos), pero entre Maridos y mujeres y El público, no tenemos ninguna duda de qué tipo de teatro preferimos. Y tampoco se trata de tener que elegir, ambos estilos pueden convivir y si no queremos caer en el también detestado teatro esclerótico es necesario sacudir las convicciones de vez en cuando. Pero sin abusar.

Tampoco es que esta versión del El público pueda asimilarse a los horrores que recién hemos sufrido y comentado del ciclo Una mirada al mundo. Ni por asomo alcanza esos niveles de bobería y aburrimiento. Este es un montaje estimulante, con grandes momentos de emoción dramática en los que la apuesta por confiarlo todo en el sentimiento, más allá de la comprensión, triunfa en su belleza pura, autónoma. También recuperamos a un Max Glaenzel pletórico de recursos en su escenografía que sin caer en el simbolismo obvio ofrece múltiples interpretaciones. Y una iluminación soberbia (aunque por momentos algo molesta) de Carlos Marquerie. Las interpretaciones, sin posible sujeción a la construcción psicológica, a veces transmiten una sensación aumentada de desconcierto, mientras que en otros momentos arrancan sin saber muy bien de dónde una fuerza trágica insospechada.


Seguramente es tan sencillo como que El público no es una obra para nosotros. Pero esta es la explicación fácil, aplicable a cualquier obra. Aquí siempre procuramos ser sinceros, aunque nos equivoquemos en nuestras opiniones. Por eso, ante las sensaciones ambivalentes que nos provoca El público, tenemos que preguntarnos: ¿y si en lugar de Lorca la obra la firmara un autor del que solo sabemos que pertenece a una críptica escuela vanguardista?, ¿y si en vez de Rigola el director fuera el innombrable? No podemos desprendernos de lo que ya sabemos, pero esperamos que nuestra valoración hubiera sido la misma, la de haber asistido a un bello fracaso. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

Splendid's (Teatro Valle-Inclán)

Ya hace unos cuantos años que vimos una versión de Splendid's dirigida por José Carlos Plaza que nos pareció bastante sosa y fría, pero comparada con esta de Arthur Nauzyciel era The Rocky Horror Picture Show. Para empezar ponen un corto malísimo de Jean Genet (si lo firmara un Jean Dupont, estaría olvidado en un sótano sin perspectivas de volver a ver la luz del sol). Bueno, pensamos, a lo mejor lo ponen para contrastar. Pero qué va, lo que viene es peor. El corto solo sirve para comprender algunas claves de la puesta en escena y para dar el tono a las amaneradas actuaciones. Para definir la obra en sí, el adjetivo aburrido se queda corto, habría que inventar un nuevo concepto. De hecho, parece que está hecha así a propósito, como si se hubiera reunido un comité para buscar los métodos más efectivos de amodorrar al personal.


Pero no, el resultado está demasiado conseguido como para ser obra de un comité, solo puede ser la creación de un genio del mal, un dios destructivo o un psicoanalista lacaniano. La cosa consiste en soltar a los actores en medio de un decorado que sufre gigantismo y que estos, más que interpretar, se pongan a recitar el texto. Y poco más puedo contar, porque a los veinte minutos o así desconecté por completo. Los chicos hablaban y hablaban mientras que yo me entretuve buscando los seis grados de separación entre Max Schreck y Willem Dafoe y repasando algunos grandes éxitos de Jeanne Moreau. Entre tanto, un goteo constante de abandonos y desfallecimientos varios. Al final, la parte del público que no se había quedado catatónica aplaudió con moderación, más allá de algún caso aislado de abucheo y pataleo por allá y alguno puesto en pie por acá, aunque no podemos descartar que se tratara de un calambre. 

lunes, 26 de octubre de 2015

Darling (Teatro Valle-Inclán)

No compensa, no compensa. Cierto que luego te puedes cachondear un buen rato a su costa, pero los malos momentos que pasas viendo cosas como Darling superan con mucho los beneficios de una buena risotada, que de todas maneras puedes obtener con productos más nobles. Lo que tendríamos que hacer es montar paridas de este tipo y al menos veríamos algo de mundo, siempre hay becas o subvenciones que pillar. Lo único malo es que todavía no tenemos ni la desvergüenza ni el impulso inmoral para perpetrar cosas así. Pero no desesperamos, unos cuantos espectáculos más como Darling y alcanzaremos tal nivel de misantropía que podremos realizar estos crímenes contra la humanidad sin remordimientos.

Una de las principales coartadas de este tipo de “espectáculos” (hoy voy a usar mucho las comillas) es que son muy “transgresores” y que tratan de acabar con la rancia tradición del teatro “decimonónico”, o de por ahí. A lo primero argumentaría que, por lo menos a mí, la transgresión que ofrecen me chupa un pie. ¿Realmente alguien se puede sentir escandalizado por sus “transgresiones”? Niñerías. En cuanto a su perfil renovador, francamente, cosas como esta la hemos visto mil veces; la mayor innovación que detecté en Darling es que sustituyen el famoso cubo tan querido a los “““artistas””” “contemporáneos” por un montón de macetas. Por lo demás, todos y cada uno de los clichés están ahí, tan tiernos ellos.

Para empezar, está lo de cubrirse bajo el manto protector de una referencia muy culta y muy respetable. En este caso, la Orestíada. Pero, total, para lo que tiene Darling de la Orestíada también podrían haber dicho que su referente es la Divina Comedia, Caperucita Roja o Fronze, el musical. Luego está lo de producir un choque entre forma y contenido. Aquí tenemos a unos actores que pueden recitar un manual de buenos modales como si les estuvieran torturando (como si estuvieran viendo una obra de teatro ““ moderna””). Vale, está bien, es una idea. Más antigua que el carbón, pero bueno. Lo que pasa es que cuando lo repites cuatro o cinco veces, pues que quieres que te diga, ya cansa un poco. Y así con todo. Sí, porque si hubiera una lluvia de ideas, discutibles o fallidas, al menos habría algo de sustancia, algo en lo que entretenerse. Pero los buenos de Ricci/Forte solo tienen tres o cuatro ocurrencias y las alargan y las repiten hasta la extenuación. ¡Excusa genial!: es que eso es lo que buscan. Por eso nos creemos capacitados para ser “““artistas””” “contemporáneos”. Entretener es chungo, ahora, aburrir, con los ojos cerrados (como al final de la obra).


En el programa se dice que Ricci/Forte (¿a qué me suena esto?) fueron alumnos predilectos de Luca Ronconi, pero es difícil de creer. Más bien nos recuerdan a Romeo Castelucci, con quien descubrimos que en italiano se pueden decir tantas chorradas como en francés. Y más alto: con Darling asistimos al récord del abandono más temprano de una obra de teatro (cinco minutos, cuando pusieron el sonido para machacar tímpanos (por cierto, matizamos nuestro comentario de la semana pasada, hay ocasiones en las que la deserción esta plenamente justificada)). Esto nos hizo pensar que íbamos a asistir a una huida masiva de espectadores, pero la cosa fue bastante moderada, un par de decenas a lo sumo. Al final, bastante contención (lo suyo habría sido asaltar el escenario y que rodaran cabezas) y el entusiasmo de los entendidos.   

miércoles, 21 de octubre de 2015

El alcalde de Zalamea (Teatro de la Comedia)


Al regresar al Teatro de la Comedia para ver El alcalde de Zalamea, después de trece años de dilatada espera, la sensación es extraña. Como cuando vuelves a un lugar que no visitabas desde que eras pequeño (y no es el caso), el teatro parece haber encogido. Si las funciones que más nos han gustado seguramente se han visto engrandecidas aún más por el embellecimiento del recuerdo, parecería que, de manera simbólica, después de haber frecuentado tanto el Pavón nuestros sentidos también nos estaban engañado en materia de proporciones. En cuanto al resultado de la reforma: lo de siempre: tanto tiempo para esto: entre hortera y provinciano (lo cual, después de todo, no está tan lejano de la esencia de Madrid, la más grande de las ciudades provincianas). Esperemos que con el tiempo el teatro adquiera una pátina que le devuelva su pedigrí y que se apaguen un poco los agresivos colorinchis.

Todavía más años hace de la versión de El alcalde de Zalamea que dirigió Sergi Belbel en este mismo escenario, de la que sinceramente solo retenemos algunos fulgores (aquí la memoria ni ha engrandecido ni ha achicado). Que sea una obra de Calderón la elegida para reabrir la Comedia es una decisión comprensible (ya Marsillach decidió inaugurar la Compañía Nacional de Teatro Clásico con El médico de su honra), aunque desde luego no arriesgada. Pero bueno, esto es casi más cuestión de azar (tantas veces se ha visto postergada la reapertura) que de planificación, así que el resultado de la lotería no ha estado mal. De todas maneras, ojalá Helena Pimenta hubiera tenido la misma prudencia a la hora de realizar la puesta en escena, tan irregular en sus resultados, en los que combina ideas respetables y escenas de mucho mérito con salidas que rayan el esperpento.

Así, después del excelente monólogo de Isabel después de su violación, contenido y explosivo a la vez, sin alardes pero virtuoso, la directora se marca una de esas ocurrencias que dan mala fama al teatro, un bailecito y unas exclamaciones tipo ándale ándale totalmente fuera de tono. Hablando de tonos, la música de la función es su punto más detestable. Ignacio García no se ha mostrado muy atinado, pero es que al parecer a Pimenta le debió de gustar mucho el experimento de Blanca Portillo en La vida es sueño y nos encasqueta unos numeritos vocales de un gran poder enervante (en su peor acepción). Los habitualmente excelentes Pedro Moreno, Juan Gómez-Cornejo y Max Glaenzel, de lo mejorcito del teatro actual en vestuario, iluminación y escenografía, tampoco se muestran aquí especialmente inspirados y su trabajo es poco original, cuando no plano.

Dicho esto, como ya apuntábamos este montaje de El alcalde de Zalamea también tiene momentos excelentes. Sin ninguna duda, lo que permanecerá en nuestro recuerdo y será debidamente exaltado, son la escenas que comparten Carmelo Gómez y Joaquín Notario. Como si fueran dos personajes fordianos, de vuelta de todo pero íntegros y confiables, el alcalde y Don Lope se pasean por las tablas con un dominio de la escena y un saber estar formidables. Gómez tiene una dicción y una voz superlativas. En él el verso tiene una naturalidad que pocas veces hemos disfrutado, en absoluto forzado ni artificial. Notario, que ya fue Pedro Crespo en otro producción de la CNTC, se sabe el repertorio al dedillo y ha alcanzado un punto de madurez en el que borda cualquier personaje que le echen. Pero si ambos son unos monstruos escénicos, cuando están juntos saben que su fuerza más que sumarse se multiplica, ahora tenemos la sensación de que esto no es una reconstrucción más o menos fiel, más o menos innovadora, esto es teatro de verdad, vivo.

Con Nuria Gallardo y Rafa Castejón hay un problema evidente, y es que su edad no se aproxima a la de sus personajes ni echándole toda la imaginación del mundo. Esta rémora es especialmente notable en la primera parte del espectáculo, la más ligera y divertida. Cuando la cosa se pone serie y el drama se desborda, ambos son capaces de tomar las riendas de sus personajes y darles una profundidad acorde con la gravedad exigida. Pero lo cierto es que el quiasmo entre comedia y tragedia es demasiado acusado, y hace que nos fijemos demasiado en la sobreabundancia de “graciosos” de la primera parte, aunque el trabajo de los intérpretes sea fino. David Lorente (después de una primera escena un poco difícil de entender) es un Rebolledo tunante y picaresco, siempre divertido y maleable. La pareja que forman Francesco Carril y Álvaro de Juan, mezcla de Don Quijote y Sancho con el Lazarillo de Tormes, también hace disfrutar con unas intervenciones divertidas y ajustadas. El papel de malo de la película le toca a Jesús Noguero, igualmente notable en su dicción y que no desmerece en las escenas más tensas.


lunes, 19 de octubre de 2015

La gaviota (Teatro Vallé-Inclán)

Durante toda la primera parte de La gaviota no sabíamos muy bien si estábamos ante una obra de teatro o presenciando una performance modernuqui. Y no porque lo que pasaba en el escenario tuviera algunos elementos de semivanguardia, sino por lo que acontecía en el patio de butacas. Para empezar, un continuo trajín en las gradas. Primero para abajo, con una recolocación espontánea de espectadores que creían merecer un puesto mejor que el que habían pagado (o al que les habían invitado), además de un grupo de como una decena de personas que entró cuando la función ya (parecía) haber empezado. Y después, un movimiento proporcional e inverso hacia arriba de sufridores que no están hechos para padecer y que abandonaban la aventura a medias. Para completar el despropósito, a un inquieto espectador tampoco se le ocurrió mejor cosa que descender unos cuantos puestos cuando apenas faltaban unos pocos minutos para el intermedio. Todo esto solo se explica por la falta de respeto que se tiene en este país hacia la cultura. Si no te gusta una obra, te aguantas, que sabes a lo que has venido. Y si quieres, al final abucheas y pataleas, pero ponerse a molestar a los demás (actores y resto del público) es una falta de consideración propia de caprichosos maleducados (y que conste que los desertores no eran precisamente jovenzuelos). No frecuentamos esos ambientes, pero no creemos que en una misa (lo único comparable en solemnidad y aburrimiento al mal teatro), la gente se pire en mitad de la función dejando al curita con la palabra en la boca.

Pero este vaivén fue solo una parte de los incidentes que amargaron la representación. Una parte del público no veía bien los sobretítulos, mientra que otra no tenía ningún problema (al igual que hay sonidos solo perceptibles para gente que no llega a determinada edad, debe de ser que hay también un espectro lumínico discriminador). Martynas Nedzinskas (Treplev), que ya había avisado de muy malas pulgas para que se apagaran los móviles, se puso en una actitud de “y ahora qué” (al parecer la función anterior también había sido movidita). Se bajaron un poco las luces y los ánimos parecieron calmarse. Luego hubo tiros que causaron algunos saltos olímpicos, una música puesta a retumbar que provocó algún paro cardíaco y la llegada dicharachera de un espectador que hizo saltar todas las alarmas. Pero en la segunda parte la cosa se tranquilizó y como que perdió gracia.

Si todos estos incidentes trastornan al espectador, no sabemos lo que puede provocar en los actores. Se pierde concentración, ritmo y sobrevuela un malestar comprensible. En cualquier caso, nos perdimos esa gran obra de la que habló Marcos Ordóñez. Porque, sinceramente, y más allá de los sucesos comentados, La gaviota de Oskaras Koršunovas no nos convenció y además nos aburrió. Si lees los comentarios de Ordóñez es inevitable soñar con una función así, por fin un Chéjov fetén, depurado y pasional. Pero lo que nos encontramos (con todas las reservas circunstanciales), fue un montaje desvaído, con escenas poderosas, cierto, pero una falta fatal de cohesión, como si la obra funcionara a tirones, pero sin una concepción de conjunto. También tiene elementos chocantes, impropios de lo que entendemos por gran teatro. Por ejemplo, la Nina de Agnieszka Ravdo se presenta en la primera parte como una tontaina siempre sonriente, mientras que en su reaparición final se convierte en una figura espectral con el aspecto de vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Esto no es precisamente sutileza.


Hay momentos de innegable calidad, fogonazos que sin saber muy bien por qué te golpean y te enredan en su poder de convicción. En la obra se plantea la cuestión de la lucha entre el viejo arte convencional y un nuevo orden rompedor, y no se limita a exponerlo teóricamente sino que lo lleva a la práctica de una manera aparentemente radical, aunque ahora ese nuevo teatro parece una antigualla al menos tan desfasada como aquella a la que pretendía combatir. A situaciones de gran poder escénico, en las que los actores parecen recuperar la tensión y una esencia chejoviana profunda, se suceden otras que parecen no acabar nunca, repletas de disquisiciones redundantes y expuestas sin el menor brío. Échale la culpa al gobierno o a la influencia de los planetas, pera esta no fue la noche.