lunes, 27 de enero de 2014

Julio César (Teatro Bellas Artes)

Por muchas veces que veamos Sed de mal, hay algo en esa película que nos sigue perturbando. El malvado Quinlan es un ser despreciable, repugnante incluso físicamente. El héroe, Vargas, es íntegro y apuesto. Quinlan actúa de manera torticera y no duda en manipular pruebas para enviar a los sospechosos a prisión. Vargas arriesga su vida para esclarecer la verdad. Pero Quinlan tiene razón y Vargas recurre a la traición para conseguir sus objetivos. Todo es turbio, desasosegante, no podemos asirnos a la habitual consideración sobre “qué es lo correcto” para tranquilizar nuestra conciencia. Quizá por eso Sed de mal es nuestra película preferida de Orson Welles, porque siempre nos lleva al límite, porque no nos reconforta en nuestras creencias, sino que nos desafía.

Como es sabido, Welles era un ferviente shakesperiano (se dice que conocía de memoria su obra ya de niño, y a los 22 años montó un Julio César en el Mercury Theater), y la huella de este texto (o de otros aún más controvertidos, como Coriolano) es patente en Sed de mal. Por lo menos, nosotros cada vez que vemos una versión de Julio César volvemos a sentir la misma sensación de inseguridad. Como si las dudas de Bruto nos contagiaran, nunca estamos seguro de dónde está el bien y el mal; dónde se cruza la línea entre la responsabilidad política y la puñalada al amigo; el peso de la decisión que puede llevar al desastre nos abruma como si realmente fuéramos nosotros quienes tuviéramos que tomarla.

Por lo tanto, una obra así siempre nos va a gustar. Porque por muchas veces que la leamos o la veamos, vamos a descubrir nuevos matices, otros temas para la reflexión, más motivos de discordia. De esta versión de Paco Azorín nos ha ganado su limpieza, su persistencia en la eliminación del floreo para centrarse en lo fundamental. Y no hablamos solo de la casi desaparición de los últimos dos actos, poda que ya se ha convertido en una tradición (justificada) o en la reducción del número de personajes. Su escenografía recuerda a Nick Ormerod, tan sencilla que solo conserva unas sillas (ya icónicas) y una columna. Y este es el tono: el vestuario de Paloma Bomé mezcla el tema bélico con las túnicas: como en una reforma arquitectónica que mezcla la renovación con algunos elementos que recuerden de donde se viene, con estos pocos elementos ya queda patente la ideología del discurso. También la iluminación de Pedro Yagüe, que deja en escenario entre tinieblas, sostiene el concepto de moralidad dudosa y equívoca honorabilidad.

En el conjunto de la representación, más allá de la brillantez de las escenas aisladas, nos dio sensación de cierta dispersión. La versión de Azorín, sobre traducción de Ángel Luis Pujante, es tan clara y concisa como su puesta en escena, pero en la estructura hay altibajos, momentos, como el del asesinato, en los que la tensión, que debía electrizar el ambiente, no da chispa. No se puede mantener toda la función una intensidad dramática a la máxima potencia, porque el espectador acabaría extenuado, pero nos pareció que por momentos la fluidez entre las escenas no estaba del todo conseguida. A veces parecía que más que una orquesta estábamos viendo la interpretación de unos virtuosos solistas. Pero qué solistas.

Una curiosidad repetida sobre Julio César es que el protagonista de la obra no es quien le da título, sino Bruto. En alguna ocasión, como en la famosa película de Mankiewicz, quien al final acaba llevándose todos los recuerdos es Marlon Brando y su monólogo de Marco Antonio. Pero en este montaje quien a nosotros nos pareció que se elevaba por el resto de los personajes era Casio. José Luis Alcobendas venía de casa con la ventaja de tener rostro y porte de senador romano. Pero además aporta una solidez y una presencia a su Casio, más Yago que nunca, que hacen que se imponga desde la primera escena. Sus intereses no son del todo diáfanos, pero nos muestra el perfil taimado de su Casio con finura, combinando la firmeza de sus argumentos deslizando de manera contenida la cara más cuestionable de sus motivaciones.

Pero, como decíamos, el protagonista en Bruto, y Tristán Ulloa honra a su personaje con una evolución casi milimétrica, sutil y creciente. Cada pasaje de su transformación está perfectamente marcada, desde su duda inicial, cuando su cordura se ve amenazada por la incapacidad para tomar una resolución, pasando por el progresivo convencimiento y el terror ante sus actos, hasta completar su viraje con la asunción orgullosa de la derrota, cuando por fin acepta el castigo por su pecado: quizá ha actuado bien, pero como un “hombre” debe asumir su castigo. En este camino hacia la redención, Ulloa alimenta a su personaje con detalles que pueden pasar inadvertidos pero que hacen su dilema real y cercano.

Si Ulloa va carburando poco a poco, Sergio Peris-Mencheta tiene que explotar de golpe. Para un actor una escena como la de Marco Antonio es un regalo... envenenado. Ofrece todos los elementos para el lucimiento, pero también está repleto de trampas, y si se unen las referencias que todos tenemos en mente, el peligro puede parecer paralizante. Sin embargo, Peris-Mencheta no se amedrenta ante su “momento Gene Krupa” y hace suyo el papel con personalidad y energía. Si inicia su camino con los pasos titubeantes del borracho, acaba aplastando la tierra que pisa cuando se ha hecho con la voluntad del pueblo. Es magnífico asistir a esta demostración de técnicas actorales a tiempo real, a esa conversión de cachorro en lobo.


Y Mario Gas. Aunque no hubiera nada más, aunque no supiéramos nada más, solo por ver a Mario Gas en un papel así ya merecería la pena. Su papel es corto, pero su presencia ocupa toda la obra. Cuando solo le hemos visto de refilón, su sombra sigue ahí. Cuando desaparezca, su voz y su rostro nos serán recordados, pero ni tan siquiera habría hecho falta ser tan explícitos. Como si hubiera lanzado una maldición, su espíritu acompaña a todos los personajes y marca su destino. Solo un actor del carisma de Gas puede imponer su dominio desde la reminiscencia.   

lunes, 20 de enero de 2014

André y Dorine (Teatro Fernán Gómez)

Nunca habíamos sentido de una manera tan poderosa que eso de ahí dentro, allí abajo, la sala del teatro, fuera un refugio frente a lo que hay allá fuera, en la calle. Antes de que lleguen las metáforas: la plaza de Colón es una de las cosas más feas de Madrid. Del mundo, arriesgaremos a decir. Lo que nos encontramos dentro del Teatro Fernán Gómez es de una belleza pura. En el exterior nos agreden ruidos incomunicadores, edificios monstrencos y demostraciones ridículas de pomposidad (aquí estaban las metáforas). Puro contraste: en el interior solo hay silencio y música para acunar, un espacio del que hogar toma su nombre y delicadeza, puro mimo.

Si los fabuladores de André y Dorine se las han arreglado para contar su historia sin palabras, y ya que nosotros no podemos llegar a esos extremos, al menos nos habíamos propuesto no utilizar algunos términos recurrentes. Va a ser imposible: apenas hemos empezado y ya hemos utilizado “delicadeza”. Pero es que el trabajo de todo el equipo de Kulunka, si por algo se caracteriza, es por su suavidad, por el cuidado con el que han realizado todo el esfuerzo de la puesta en escena, que a ojos del espectador es limpio, despejado, sin baches en el camino. La obra apenas llega a la hora y media, pero cuando alcanza su final, nos preguntamos cómo ha pasado tanto tiempo sin que nos percatemos. Sin que haya pasado nada, en realidad. Después repasamos y nos damos cuenta de todo lo que ha sucedido casi sin que lo percibiéramos. Atención que ahora viene una frase de cuidado: como la vida misma.

André y Dorine cuenta una historia con la que hay que tener un pulso de cirujano. Si te pasas un poco en el tono, caes en el melodrama lacrimógeno y obsceno. Si no, te quedas en un estudio clínico sin corazón. Los Kulunka han sabido mantenerse en el punto óptimo, con un tratamiento sentido y sincero que no evita los momentos más duros, pero que no los aprovecha para lanzarse al sentimentalismo, sino que prevalece la ternura. En una obra sin palabras, la excelente música de Yayo Cáceres sirve para envolver las escenas y tan pronto enriquece los momentos de comicidad, como abunda en la melancolía o da una especial viveza a los recuerdos de felicidad. Quizá por eso sean todavía más impresionantes los momentos de absoluta mudez, que en la parte final se adornan con los sollozos de gran parte del patio de butacas.

Acabamos de hablar de la parte cómica de la obra y es que otro de sus aciertos es el recurso constante a la sonrisa. Al principio incluso podría pasar por una obra simpática sobre dos abuelos gruñones (entre el público había varios niños que no sabemos si estaban allí por error o precocidad, en cualquier caso parecieron pasárselo bien, por lo menos a ratos). Ya sabemos que una obra de estas características sería difícil de soportar si no incluyera momentos para respirar (como pasaba en Amor, otra de las cosas de las que no íbamos a hablar), y en este caso los Kulunka han sabido administrar las pildoritas de ingenio con su agudeza característica.

¿Pero quiénes son estos Kulunka? Ya sabíamos que Iñaki Rikarte era un buen actor, pero aquí hemos descubierto que también es un gran director. Aunque se trate de un trabajo colectivo, el resultado último tiene que beneficiarse (o hundirse) por la supervisión del responsable final, y Rikarte sabe dar a la obra el ritmo y la fluidez necesarios para que cada escena tenga sentido en si misma y a la vez el conjunto tenga sentido. De igual manera, tanto la sencilla y reconocible escenografía de Laura Eliseva Gómez como la iluminación sugerente y elegante de Carlos Samaniego son un valioso añadido a este cuento al que nos han invitado y donde nos hacen sentir... bueno, donde nos hacen sentir de todo.


Aparte de por su calidad, André y Dorine también distingue por el uso de las máscaras (¿y cómo hemos podido llegar hasta aquí sin mencionarlo?). Dejado el naturalismo aparte, los actores pueden dejarse llevar por el élan interior. Los cuerpos, y sobre todo las manos, no engañan: pero tampoco es ese el propósito. La manera de moverse, los pequeños gestos, el halo, son suficientes para que todos entendamos lo que está pasando. Sin pretender ser realistas, alcanzan una verdad que el espectador siente de manera directa. Garbiñe Insausti, José Dault y Edu Cárcamo, los tres intérpretes que se multiplican en escena, son también, junto a Rikarte y Rolando San Martín los autores de la dramaturgia. Se nota que no han sido avaros a la hora de ponerlo todo de su parte. 

martes, 7 de enero de 2014

El cojo de Inishmaan (Teatro Español)

Qué fácil es esto del teatro. Si alguien recién llegado de una isla perdida del Atlántico apareciera en el patio de butacas del Teatro Español y presenciara un función de El cojo de Inishmaan, probablemente pensaría que qué juego tan divertido. Y tan sencillo. En un momento de la obra, uno de los personajes dice que los actores no trabajan, pues solo se dedican a hablar, y eso lo hace cualquiera. Nuestro isleño saldría del teatro con la misma impresión, pero no solo acerca del oficio de actuar: escribir una obra y ponerla en escena también parece pan comido. Y sin embargo sabemos que nada más difícil que conseguir esa fluidez, esa naturalidad que hace que todo resulte sencillo; esa simplicidad de las obras redondas.

Parece que Gerardo Vera paulatinamente ha ido depurando su concepto de la dirección, dejando atrás la teatralidad para concentrarse en lo esencial. Sin llegar a los extremos de El crédito, en la que se sabe que hay director porque lo pone en el programa (y esto lo decimos como elogio), aquí todos los elementos de la puesta en escena están llevados a su mínima expresión. La música es casi imperceptible y la iluminación es plana, mientras que la escenografía de Alejandro Andújar es meramente indicativa, sin apenas incidencia en el desarrollo dramático. De igual manera, Vera se guarda de hacerse notar, pero su buen pulso está presente en momentos tan logrados como el de la sesión de cine, en el que el continuo movimiento de los actores dota a la escena de un ritmo interno que evita el estancamiento. Como es habitual, el trabajo más duro se plasma sin llamar la atención.

Vera sabe que puede utilizar este perfil bajo porque cuenta con los principales elementos que de verdad importan en una obra de teatro: un texto brillantísimo y un reparto sin mácula. El texto de Martin McDonagh, en una versión de José Luis Collado en la que solo patinan algunos coloquialismos que suenan muy falsos en castellano, demuestra lo justificada que está su comparación con Beckett, más allá de los atajos fáciles. El isleño del que hablábamos al principio no tendría muy claro si El cojo es un drama (un dramón, de hecho), o una comedia (y divertidísima, además). Como ya nos pasó en la puesta de Agosto que dirigió Vera, nos embarcamos en un vaivén emocional que tan pronto nos sumerge en la más honda desolación como nos eleva a la liberación de la carcajada incontenible. Hay que ser muy hábil y tener mucho tiento para no pasarse por los extremos ni acabar haciendo mezclas indigestas, y tanto McDonagh como Vera dan una lección de alquimia.

La función se abre con un diálogo mitad costumbrista mitad beckettiano entra Marisa Paredes y Terele Pávez. (Con esta frase ya está justificado el ir al teatro). Ambas muestran una excentricidad sin aspavientos, dando el tono de lo que será la constante de la obra. Paredes parece ajena a este mundo, posición que se acentuará a lo largo de la representación, mientras que Pávez es más expansiva, pero no mucho más cuerda. Ambas conforman una pareja a la que Vera ha sazonado con cierto mihurismo.

Pero si Paredes y Pávez tienen rendido al público desde el principio, cuando aparece Enric Benavent ya arrasa con todo. El estrafalario y cotilla personaje de Johnnypattenmike se merecía un actor que hiciera honor a su desparpajo, y Benavent multiplica sus posibilidades por mil. Sus inocuas historias sobre ovejas sin orejas se convierten en apasionantes relatos llenos de gracia; sus inesperadas apariciones detrás de las puertas en golpes insuperables de comicidad; y su mano a mano con su alcohólica madre de noventa años, la irresistible Teresa Lozano, es sencillamente antológica.


Así las cosas, Ferran Vilajosana no lo tenía nada fácil para enfrentarse a su complejo papel de Billy el Cojo y a estos magníficos actores. Pero resuelve las incomodidades físicas con elegancia, con discreción, como es marca de este montaje; y los altibajos de su personaje siempre manteniendo el perfil adecuado. Incluso en el momento más melodramático, que luego se descubrirá con truco, mantiene la entereza y la finura que dignifican a su maltratado personaje.

IreneEscolar tiene la mala suerte de que a su personaje le hayan tocado los diálogos peor traducidos y que lo que su personaje debería tener de soez por momentos parezca tourrette, pero tiene la capacidad de dejar intuir ternura tras la dureza de su personaje, y sobre todo unas ganas de imponerse a un entorno que no le va a facilitar para nada la vida. Adam Jezierski es un pesado con muchísima gracia y una soltura que le permite moverse con descaro entre un reparto de primerísimo nivel. Marcial Álvarez y Ricardo Joven comparten en sus personajes cierto hinchamiento que debe venir desde la dirección y que desentona un poco con la modulación conceptual de la representación y del resto de los actores, pero que contribuye a su caracterización.