martes, 11 de junio de 2013

Propeller 2013

(Primera Parte aquí)

Ver a los actores de Propeller es una experiencia holística. No se limitan a incorporar sus diversos papeles con una mezcla de naturalidad y elaboración alquímica, sino que simplemente oírlos hablar, con esas voces y esa dicción que parecen llevar de cabeza a la escuela de interpretación (o, más bien, que en estas escuelas saben moldear de manera admirable: he aquí un aspecto que debería imitarse en los cursos de actuación españoles), y verlos caminar (cada personaje con su propia peculiaridad, pero sin remarcar), oírlos hablar y verlos caminar, decíamos, es ya una lección sobre saber estar sobre las tablas. Pero es que también cantan y bailan y tocan tantos instrumentos como para formar una orquesta. Simplemente parecen capaces de superar cualquier reto que se les plantee.

Otro aspecto destacable es el hecho de que todos ellos mantengan un nivel general extraordinario. Los hay más jóvenes y mayores, algunos más desenvueltos y otros más profundos, unos tiran más hacia fuera y otros se retraen hacia el interior, pero a ninguno se le puede reprochar no estar a la altura. Pero es no impide que tengamos nuestros preferidos.

Pese a que no se ocupa de ninguno de los papeles principales y sea el encargado de los personajes más “característicos”, nosotros nos quedamos con John Dougall, una especia de Niles Crane torpón y objeto de todas las burlas. Su Sir Andrew y su Gremio están dramáticamente emparentados, y Dougall es capaz de sacar todo el partido de su comicidad patética y a la vez transmitir simpatía y que el espectador se ponga de su lado.

Si Dougall es el característico, la estrella de la compañía es VinceLeigh. En Noche de Reyes es un Sir Toby socarrón y borrachuzo, aunque milagrosamente no pesado (como suelen ser estos personajes). Pero su momento de gloria se produce en La fierecilla domada, con un Cristobal desbordante. El papel es lo más desagradable que se pueda encontrar un actor, fácilmente rechazable por el público, pero Leigh tiene tanto ardor, tanta convicción, que arrolla en cada escena en la que aparece.

Uno de los motivos de la grandeza se Shakespeare es que el espectador nunca se siente cómodo, nunca puede dar las cosas por sabidas. No hay bandos en los que atrincherarse. Incluso en obras tan desenfadadas como la Noche, hay espacio para lo tenebroso. En la escena del calabozo vemos a Chris Myles, antes fatuo y ridículo, reducido a la desesperación. Como un fundido en negro en medio del fulgor, Myles consigue emocionar y que olvidemos su comportamiento previo. Su amenaza final sonará profundamente inquietante.

Joseph Chance disfruta del jugoso papel de Viola y esquiva todos los peligros del transformismo. Sin forzar ninguna situación ni tirar por el humor fácil, sino plenamente humano, supera la convención para crear un personaje creíble y en constante emoción. Dan Wheeler es aquí su hermano gemelo y Catalina en La fierecilla, donde entra arrollando desde la primera escena y va evolucionando al ritmo de su personaje hasta el terrible monólogo final, dando el perfecto timbre en cada intervención.

Entre el resto de la compañía también destacaríamos a Liam O'Brien, el bufón en la Noche y sirviente gracioso en La fierecilla, un trovador irlandés repleto de gracia y que canta estupendamente; a Ben Allen, una Olivia caprichosa e irresistible y un sirviente desatado (se llevó una ovación merecidísima en un mutis); y a Gary Shelford, la juguetona criada de Olivia y el pretendiente Hortensio, de gran presencia y muy versátil en sus registros.


Tras la función de Noche de Reyes escuchamos a alguien decir “la salvan los actores, porque la obra tampoco es que sea muy p'allá”. Señor, no iremos tan lejos, pero el trabajo de la compañía es tan impresionante que hasta podemos comprender el comentario. Incluso casi pasaríamos por alto el hecho de que sea una compañía formada solo por hombres (aunque, pese al éxito de Propeller o de la Tempestad de Barco Pirata, esperamos que esta moda no se extienda). 

lunes, 10 de junio de 2013

Noche de Reyes / La fierecilla domada (Teatros del Canal)

Pese a su jovial comicidad y a su jugoso enredo, el hecho es que La fierecilla domada ha ido perdiendo popularidad con el tiempo y cada vez es más inhabitual su puesta en escena. Su brutal misoginia hoy produce urticaria y es muy difícil conjugar el respeto a la letra original de Shakespeare con una sensibilidad contemporánea horrorizada ante lo que se ve y lo que se escucha en esta obra. Para justificar el monólogo final de Catalina, se puede recurrir a la ironía, al meta-metateatro o el didactismo, pero ninguno de estos caminos es el elegido por Propeller.

Desde luego, si lo que querían era sembrar una sensación turbadora y molesta, lo consiguen de sobra: durante el monólogo se produjo en el teatro un silencio espantado todavía más llamativo después de la alegría que se había disfrutado durante las dos horas y media anteriores. Para salir del embrollo, Edward Hall opta por una insatisfactoria nota aclaratoria: uno de los actores mira con desprecio a Cristobal y le dice “no has entendido nada, esto era solo teatro”. Y es insatisfactoria porque después de ver Noche de Reyes y La fierecilla domada, eso de “solo teatro” no se lo cree nadie.

Era suficiente repasar la cara de felicidad que tenía el público al salir del teatro para corroborar que a lo que acabábamos de asistir no era un simple entretenimiento. Cuando una obra está tan perfectamente pensada y realizada que hasta el menor detalle encaja, se produce una sensación de satisfacción plena (sublime, diríamos de ponernos pretenciosos). Hace tiempo que los conceptos de genialidad o de obra maestra han sufrido una inflación que convierte estos términos en irrelevantes. Tampoco tiene mucho sentido reivindicarlos. El hecho es que ver a Propeller en escena limpia el alma. ¿Es solo teatro? Más bien, solo en el teatro.

El trabajo de creatividad que supone un empeño como el montaje de estas dos obras parece inabarcable, y sin embargo en el escueto apartado técnico de Propeller solo aparecen cuatro nombres. Edward Hall se ocupa de la dirección, que efectúa un trabajo de depuración con solo las dosis mínima y siempre bien traídas de actualización. Parece que se deja llevar, centrándose solo en lo esencial, pero tampoco desaprovecha las buenas ideas que puedan surgir, sin que en ningún momento “canten”. Su estilo es liviano, pero profundo, sacando partido a cada situación. Así, por poner un solo ejemplo, en la escena de Noche de Reyes en la que Malvolio encuentra la supuesta carta de Olivia, el potencial cómico está exprimido hasta sacarle todo el jugo posible.

Otro nombre es el de Michael Pavelka, en un genérico diseño. La escenografía de ambas obras es la misma, una combinación de grandes muebles que sirven para enmarcar espacios, abrir puertas y como diverso mobiliario. Todo sirve para dar fluidez a la narración, sin que en ningún momento se detenga la acción. Pavelka también se ocupa del vestuario, sobrio en la Noche y más variado en La fierecilla, donde las tribus urbanas de los 80 sirven para caracterizar cada personaje. Verlos a todos juntos es todo un cuadro.


Los actores actúan como parece que solo los intérpretes británicos saben hacerlo. Esto puede ser algo de autosugestión, no lo negamos, incluso de papanatismo, todo puede ser. Pero el hecho es que ver a este grupo de intérpretes montando un Shakespeare a nosotros nos parece el punto más alto del hecho teatral. Romanticismo, será. O sentimentalismo, quizá. Mañana hablaremos de ellos en extenso.

viernes, 7 de junio de 2013

La función por hacer (Teatro de la Abadía)

Salimos de La función por hacer descontentos, con una doble sensación de fracaso. Primero por la obra en sí, que pese a sus indudables logros, nos parece que naufraga en lo esencial. Pero también teníamos la impresión de que nosotros no habíamos sabido entenderla, de que en nuestro empeño por intentar desentrañar las claves de su éxito, nos habíamos quedado sin poder dar una explicación.

Se ha hablado tanto sobre este montaje, y nos da la sensación de que en un 99% de los casos para encumbrarla, que nos parecería reiterativo incidir en sus bondades. Sin embargo, hay algo en su tono que nos saca de ella por completo: y es que no nos la creemos en ningún momento. Y esto, tratándose de Seis personajes en busca de autor, es un pecado. Hay mucha retórica, compensada por mucha pasión. Y afán por establecer reglas sobre representación y verdad, pero todo nos suena a falso. Hay muchas declaraciones de amor al teatro y de reivindicación de la trascendencia escénica, pero en realidad nosotros no encontramos nada de esa vida en escena, solo teatralidad.

Y aquí llega nuestro fracaso. Nunca nos hemos vanagloriado de saber mucho de teatro (¿qué significa eso?), pero sí que creemos tener un buen instinto para detectar imposturas. Que quede claro que no pensamos que Miguel del Arco sea uno de esos farsantes como el innombrable, como tampoco pensamos que el público que se ha sentido encandilado por esta obra pertenezca a esa tribu teatral de los mistificadores a la última. Por eso nos sentimos frustrados al no poder detectar dónde está el secreto que posee del Arco para conectar así con el público.

Ya hemos comentado en otras ocasiones lo que nos parecen sus puntos más discutibles. También hemos valorado la que nos parece su propuesta más honrada, Deseo. Porque si en otras ocasiones nos parece que tira por lo obvio, que no deja pasar una oportunidad de tirar por el camino más fácil, también es cierto que en un artefacto puramente teatral se maneja con habilidad. Pero eso no es suficiente, para hacer teatro de verdad, hay que incidir más en la verdad que en el teatro.

Y La función por hacer va precisamente por ahí, pero en nuestra opinión no logra colmar sus objetivos. No nos llega, su arquetípica historia no logra sublimar el puro argumento para llegar a la emoción. Sus juegos metateatrales nos parecen bien para pasar el rato y muestras valorables de ingenio, aunque solo ingenio.


Reconocemos que fuimos a ver La función con prejuicios: como otros de los aclamados espectáculos de su director no nos habían gustado nada, pensábamos que gran parte de su reputación se debía a que gente que había visto La función se había quedado tan hechizada que se había impuesto cierta acrítica con sus montajes. Por eso si llegábamos a sentir lo mismo que ellos, comprenderíamos de dónde viene esta fascinación. Pero no. Así que ya no habrá más prejuicios. Simplemente, el estilo de este director no es ajeno. Qué le vamos a hacer.