martes, 29 de septiembre de 2015

La piedra oscura (Teatro María Guerrero)

Pese a que La piedra oscura dura apenas una hora, Alberto Conejero y Pablo Messiez se lo toman con calma. No es ya que la acción tarde en arrancar, es que la representación está repleta de pausas anticlimáticas y de silencios que llegan a poseer su propio ritmo, como ese mar de fondo, apenas intuido pero constante. Sin apresuramientos, dando peso a cada palabra, marcando (sin remarcar, he aquí la clave) cada gesto. Pero este tempo reposado no impide que la obra se pase en un suspiro: es tal la intensidad de las emociones, tan profundo el sentimiento expresado sobre las tablas, que el espectador se ve arrastrado por la historia sin que pueda oponer resistencia. Piano piano si va lontano.

Y eso que en principio detectamos una falla en la construcción dramática de la obra. Porque en gran medida La piedra oscura se desarrolla en paralelo a la transformación de Sebastián a través de las sacudidas, a veces físicas, de Rafael. El prisionero tiene que enfrentarse al lavado de cerebro al que ha sido sometido su captor y convencerle de que el humanismo y la razón están de su parte. Y este es el problema: el espectador ya está convencido de ello. Pero Conejero sabe evitar esta redundancia al cargar el peso de la prueba sobre lo emocional más que sobre el intelecto. Rafael llega al corazón de Sebastián, no a su cerebro, y la confraternización se produce porque son dos personas las que se encuentran, no dos historias abstractas o unas formas contrapuestas de entender el mundo. No hay reeducación, sino comprensión.

De hecho, el enfrentamiento inicial había sido más impuesto que real. Tanto Rafael como Sebastián son dos víctimas, cada uno de ellos con sus propios remordimientos y dudas. Rafael tiene más conciencia de su posición y ha tomado partido conociendo las consecuencias, pero sigue sin entender muy bien cómo se ha metido en este lío, ni tan siquiera a qué viene el lío. Cree que está del lado bueno de la historia y que los suyos acabarán imponiéndose, pero maldice el punto sin retorno al que han llevado los acontecimientos. Este panorama general se ve matizado por su comportamiento personal, ese instante de duda en el que falló a quien más quería y que es la verdadera fuente de su arrepentimiento: no ha estado a la altura precisamente en momento decisivo. Por su parte, Sebastián ha crecido en un mundo cerrado en el que incluso sus ilusiones más precarias se han visto de repente laminadas por la intrusión de la realidad cruel y despiadada. El también flaqueó cuando le llegó el momento de reaccionar con valentía, pero en su caso ni tan siquiera tiene la certeza, como Rafael, de que los suyos sean los buenos.

Más allá de la reiterada discusión sobre “otra maldita historia sobre la guerra civil”, lo que a nosotros nos molesta de ciertas obras centradas en este periodo es el uso oportunista del pasado reciente de España para apuntalar intereses propios, sin el respeto debido a las verdaderas víctimas, y mucho menos a la verdad. Pero se nota que Conejero ha puesto lo mejor de sí en La piedra oscura y ha logrado evitar los tópicos más recalcitrantes, las evocaciones más falsas y las divisiones maniqueas. Incluso la figura de Lorca, tan manoseada y manipulada, queda aquí como un reflejo apenas aprehensible, una evocación frágil y cariñosa a la que hay que tratar con cuidado que se merece. Y con este texto Pablo Messiez ha refrenado en cierta medida sus pasiones melodramáticas (que, por otra parte, tan estimulantes resultados le han dado) para concentrarse en la intimidad de sus dos personajes, a los que trata con respeto y delicadeza. Su puesta, acorde con el libreto, es mesurada y cuidadosa en los detalles, consciente de que la fuerza interior de la historia no necesita despliegues escénicos ni desbordamientos actorales.


Por eso, para completar la partida, los actores también tienen que conjugar la expansión sentimental con la expresión contenida. Nacho Sánchez comienza al borde de la quiebra nerviosa, siempre en estado de alerta, desconfiado y temeroso. Como contraste, Daniel Grao aparece lógicamente decaído, aparentemente sin fuerzas para luchar ni defenderse. Pero poco a poco se producirá un trasvase de energía. A medida que sus personajes se van conociendo y comprendiendo, Sánchez se tranquiliza, acepta cierta intimidad y compromiso. Grao, que ya comprendía desde el principio, siente compasión por su guardián y ve que conserva algunos restos de humanidad, que sabrá cumplir una promesa y que recordará. Sánchez y Grao, como sus personajes, son dos actores muy diferentes, pero cuando se produzca el encuentro, casi se podría decir que la disolución en uno, comprobaremos que funcionan en la misma sintonía. Que es lo que se quería demostrar. 

lunes, 28 de septiembre de 2015

El sueño de una noche de verano (Teatro María Guerrero)

Antes de ver la versión coreana de El sueño de una noche de verano que inaugura el ciclo Una mirada al mundo, nos asaltan las lógicas dudas: ¿cómo será esta aproximación oriental a un clásico del teatro europeo? Podemos invocar las magníficas adaptaciones shakesperianas que realizó Kurosawa, pero nos tememos que este montaje de Yohangza poco tendrá que ver con aquellas películas. En cualquier caso, toda especulación sobres exotismos y brechas culturales se viene abajo a mitad del espectáculo: en la que es la peor escena del montaje, la pareja de actores que interpreta a Puck (o su trasunto coreano) comienza a lanzar pulseras de plástico al público, y una parte no menor de este parece volverse loco. No es que no entendamos a los coreanos, es que la actitud de muchos de nuestros compatriotas escapa a nuestra capacidad de comprensión.

Pobre Chéspir, pensamos también durante la representación. No porque la obra sea mala, al contrario, es divertida y bonita, lo que teniendo en cuenta los antecedentes de Una mirada al mundo no es poca cosa. Pero, nos preguntamos, ¿era necesario secuestrar de nuevo el nombre de Bill? Si Shakespeare fuera una materia prima, haría tiempo que sus recursos se habrían visto agotados. Y total, lo que la compañía coreana ha extraído de El sueño de una noche de verano apenas es la anécdota argumental, para eso podrían haber tirado de alguna leyenda local o algo así. Pero se ve que eso de intentar darse prestigio a costa de otros no es patrimonio occidental.

Y bueno, lo que nos ha traído Jung-Ung Yang es un festivo y alocado mundo de diablillos y enamorados sin demasiada chicha literaria (que como tampoco es que dominemos el coreano, pues casi mejor) y un gran despliegue físico. La escenografía, como contrapartida, es sobria y elegante. Como esta consideración quizá no sea lo suficientemente tópica, añadiremos una comparación: es muy Muji. El vestuario también es contendio (excepto en algún momento parchís) y la música, predominantemente percusiva (ese género tan populista), conecta con el público y eleva la energía. También hay multitud de recursos sonoros que inciden en la ya de por sí evidente intención de convertir la escena en unas viñetas en las que los actores parecen dibujos animados.


A veces pensamos que si tuviéramos público ya haría tiempo que nos lo habríamos enajenado (o era enojado) con nuestras chuflas sobre el espectador medio. Pero luego resulta que nos quedamos entre los corrillos de la salida y escuchamos comentarios que podríamos suscribir por completo. Y otros que no compartimos pero que son los mismos que hemos dirigido a obras generalmente aceptadas que nosotros encontrábamos horribles. Incluso hay apostillas de una pedantería que de tan familiar nos emociona. Hermano espectador, cómo te comprendo. Lo que no impide que sigamos sin entender, más allá de la furia por las pulseritas, las reacciones más clamorosas del público, ese afán de protagonismo fuera de lugar. Quizá sea que en esto del teatro también funciona lo de la mayoría silenciosa. 

martes, 22 de septiembre de 2015

El minuto del payaso (Teatro Español)

Diversos traumas (colectivos, al parecer) han llevado a que la imagen del payaso haya pasado de mover a la risa a provocar miedo o melancolía. Ya se trata de una percepción tan extendida que se diría que forma parte de la concepción general del mito del payaso. Por eso, aparte de algunas reminiscencias de Candilejas, cuando esperamos a que empiece El minuto del payaso nos tememos que pueda ser un estudio sobre la depresión, la decadencia y bua bua. Pero en cuanto entra Luis Bermejo vemos que nos vamos a enfrentar a una categoría diferente: el payaso cabreado. Y loco. Porque todos los rituales, vistos desde fuera, tienen un aire de excentricidad que puede confundirse con daños cerebrales, la manía convertida en patología. Pero lo de este Amaro Junior es de camisa de fuerza: algunos lo llamaran lucidez.

El texto de José Ramón Fernández (sin duda el mejor suyo que hemos visto representado) puede parecer contagiado de esta esquizofrenia, aleatorio e ido de madre. Sin embargo, también es evidente que nada en el es gratuito, que incluso los espacios para la (supuesta) improvisación están medidos. La progresión de la obra es admirable, en un claro de menos a mas que empieza por desconcertar al espectador... y desde entonces no deja de sorprender. Cuando crees que ya le has cogido el punto y sabes de qué va este payaso, se produce una pausa y un cambio total de tono. De la historia particular de este pobre Amaro pasamos a reflexiones sobre el teatro, sobre la risa, sobre la realidad... Y esto, que puede parecer forzado o grandilocuente, en manos de Bermejo adquiere una naturalidad desarmante. Como si detrás de todo hubiera una evocación a Macbeth, aparece la vida como un cuento, etc.

Fernández es reconocible por su habilidad para entramar con solidez un texto dramático saltándose todas las convenciones (además de por sus juegos con la palabras, casi obsesiones filológicas), pero en esta ocasión destaca sobre todo por su comicidad. Como decíamos al principio, el payaso, en concepto, ya no mueve a la risa, pero este payaso es realmente divertido. Su rutina del plátano es antológica, pero es que durante todo el espectáculo hay una continuidad de chispazos que desembocan en una parte final en el que el desmadre y el estado de gracia (en su doble sentido) en el que se encuentra Bermejo hacen del espectáculo irresistible. Fernando Soto una vez más muestra su buen tino para moverse en formatos pequeños y saca todo el partido de un monólogo que, como bien dice Amaro, es un putarradón: no solo para el actor, sino también para la puesta en escena, que debe ser dinámica y variada sin poder echar mano de demasiados recursos: Soto solventa el reto con imaginación y sutileza.

Curiosamente, la primera vez que vimos a Bermejo fue como clown, en la extraordinaria Sobre Horacios y Curiacios, y aunque no sabemos si Fernández escribió el papel de Amaro con él en mente, lo cierto es que su elección es un acierto total. Aunque Bermejo parece un tipo majo, cuando su personaje tiene que ponerse amenazante o desagradable, consigue que sea hasta repulsivo. Pero su morceau de bravoure está cuando se deja de depresiones y decide pasárselo bien. Bermejo tiene momentos esplendorosos, como sus conversaciones con su padre, de una gran hondura, retraído hasta casi desaparecer, junto a otros de expansión desbordante, combinando eso tan difícil de manejar la rutina del espectáculo con la singularidad de cada función. Y quizá la risa que provoca no dure demasiado una vez abandonado el teatro, pero sospechamos que su recuerdo sí que permanecerá.


martes, 15 de septiembre de 2015

Los miércoles no existen (Teatro Fígaro)


Con su quinta temporada recién estrenada, más que hablar de los valores teatrales de Los miércoles no existen, así en teoría, quizá lo más pertinente sería intentar analizar los motivos de su éxito, yendo a lo práctico. Pero, claro, si los conociéramos estaríamos escribiendo una obra de teatro y no una reseña. Teniendo en cuenta este resquemor, nos vamos a confesar: si hubiéramos asistido al estreno de la obra hace tres años, sería poco probable que hubiéramos augurado tamaño éxito. Sí, es una obra que se ve bien y que se puede recomendar sin problemas de conciencia: vas a pasar un buen rato casi seguro. Pero ¿dónde está la clave de que haya tenido tal acogida y que todavía siga en marcha?

Como no nos fiamos mucho de nuestro criterio en estos asunto (y, visto lo visto sobre nuestra capacidad de predicción, con motivo) nos fijamos en el público, al que así en general se le ve encantado. Y recurrimos al efecto M-80: desde luego Los miércoles no existen no nos van a traer ninguna sorpresa; algunas escenas están tan vistas que nos quedamos a la espera del punto paródico. Pero es que resulta que esto no está en el esquema: hemos venido aquí para que nos cuenten lo que ya sabemos. Y esto es muy reconfortante. Como pasa cuando se escucha la cadena citada, no vamos a descrubrir ninguna canción nueva, pero casi todo lo que nos pongan estará bien (o la nostalgia pondrá de su parte para que así lo parezca) e incluso puede que nos regalen un par de temazos. Pensamos en aquellos tiempos, damos palmas, soltamos unas cuantas carcajadas y salimos con buen cuerpo.

Con lo que se ha demostrado un gran instinto comercial, Peris Romano sabe sacar partido a varias situaciones de repertorio con un aire muy ochentero (o quizá noventero, pero por seguir con lo de la radio) que siguen funcionando. De igual manera, los personajes tampoco van mucho más allá del arquetipo: el fanfarrón zafio y simpaticón (ahora conocido como cuñado), el romántico idealista (pagafantas), la chica liberada... Como aportación que traspasa un poco los límites del convencionalismo, Romano se permite unos juegos temporales que, según pudimos escuchar a la salida, cortocircuitan algunas mentes y que le dan algo de chicha al desarrollo narrativo, aunque se eche en falta algo más de trasteo, pues tampoco aquí hay demasiado espacio para lo inesperado. En la dirección Romano y Maite Pérez Astorga tienen claro que quieren llevarse bien con el público, que todo esto es de buen rollo y que su participación es agradecida. Como si fuera la tele, estamos en el salón de vuestra casa. Porque ya nos conocéis, ¿a que sí?

Tenemos que decir que en el reparto que nos tocó hay una perceptible descomposición entre el elemento masculino y el femenino. También es verdad que los papeles para ellos están mejor escritos y tienen más posibilidades de lucimiento que los dedicados a ellas, pero en cualquier caso hay que destacar a Daniel Guzmán, el cuñado, por su gracia y por su habilidad para levantarse al público como y cuando quiere, y a Javier Rey, el pagafantas, que logra esquivar lo patético (y mira que se lo ponen difícil, bigote incluido) y mejorar a su personaje. Javier Albalá (¡coincidencia cósmica! que no viene al caso) parece interpretar a un personaje diferente cada vez que aparece, lo cual en principio no es malo, pero sí un poco desconcertante. Mónica Regueiro empieza bien la mañana después, con ritmo y manejo de la situación, pero tiene la mala suerte de que luego le tocan dos de las escenas más flojas de la función. Por el contrario, Irene Anula protagoniza el llenapistas de la noche, el tema más celebrado y recordado, pero cuando los ánimos se tranquilicen, parece que ella se tranquiliza en exceso. Pero con ansias, muy raro. A Bárbara Grandío la vimos demasiado crispada, con las manos rebeldes y a la espera de coger el punto al personaje.