lunes, 27 de mayo de 2013

En construcción (Teatro del Arte)

Es habitual que ante una obra de teatro (o una película, o un libro, o cualquier obra de arte con la suficiente riqueza creativa) cada espectador haga una lectura completamente personal de lo que ha visto. Con las grandes textos, como en Shakespeare, incluso el mismo espectador hará interpretaciones divergentes cada vez que vea una nueva función. Lo que vemos en En construcción puede ser tomado como una historia de amor, como una obra reivindicativa, como un ejemplo de ese género en sí mismo que es la “melancolía porteña”, o como quince cosas más. Pero lo que queda al final (y la última escena, no por esperada, es un golpe bajo), es un montaje repleto de emoción.

Hay en En construcción una escena nuclear (durante el coloquio posterior a la función nos enteramos de que de ahí partió todo el proyecto) en la que los dos protagonistas de la historia conversan por teléfono. La escena es de una naturalidad, una sencillez, y a la vez una electricidad que atraviesa a cada espectador del Teatro del Arte. Toda la filosofía de la obra está ahí, sin llamar la atención, de manera sutil. Como toda la puesta, las cosas parecen fluir con total naturalidad, con una verosimilitud que hace patente que no nos están hablando de ideas abstractas, sino que sucesos bien reales, vividos en primera persona.

Un ejemplo que nos fascinó en la búsqueda de este naturalismo de los sentimientos está en la forma de hablar por teléfono de Pablo. Casi siempre cuando se da esta situación los actores caen en una falsedad evidente, hay algo que desvela la impostura. Sin embargo, como durante todas sus intervenciones, Nelson Dante mantiene a un palmo del espectador una credibilidad que le hace todavía más cercano, más reconocible.

Y si Dante es al acabar la obra como un amigo de toda la vida, la creación de Carolina Román no se queda atrás. Como se dijo en el coloquio, ambos representan el impulso de la libertad frente a los pies en la tierra. Y qué convicción aporta Carolina Román a su Sole. Determinación, fuerza, pero también desengaño, ganas de volver atrás. Cuando ambos se juntan en el escenario, ni tan siquiera harían falta los escasos muebles que forman el decorado: allí ya se produce toda la intimidad necesaria, la sensación de haber penetrado en su hogar, en su cotidianidad.

Dante y Román son también los autores del libreto, que muestra una pericia y una audacia impropios de gente sin mucha más trayectoria profesional como escritores (la vital se les supone). La obra tiene una estructura muy similar a la de Dos en la carretera, suponemos que su referencia estilística, pero no se limita a copiar una fórmula esquemática, sino que también aporta unos diálogos frescos, reconocibles y a la vez de una elaboración muy pensada, sin que se note el trabajo, en apariencia totalmente espontáneos.

Según se explicó en el encuentro con el público, gran parte del mérito de que la obra no caiga en el sentimentalismo, o en lo panfletario, o en lo banal, líneas rojas que a veces se bordean pero que nunca se cruzan, se debe al papel moderador de Tristán Ulloa. Su puesta en escena evita cualquier alarde, que hubiera sido completamente improcedente. La utilización de vídeos, imágenes y música está siempre justificada (por cierto, hay una escena a lo Declaración de guerra fantástica). Ulloa se concentra en hacer fluir la historia, en controlar el enrevesado discurrir de la narración para que sea comprensible (sin caer en lo explicativo). No es poco.


Dadas las características del proyecto se podría hablar de él como “prometedor”, de que “habrá que estar atentos”, y esas cosas. Pero nos parece que En construcción tiene la suficiente calidad como para ser considerada una obra valiosa por sí misma y que dejará huella en cada espectador que la vea. Así que, bueno, sí, habrá que estar atentos: esperamos que la obra tenga el éxito que se merece y que en el futuro podamos seguir disfrutando de las creaciones de esta compañía.     

lunes, 20 de mayo de 2013

Pepita Jiménez (Teatros del Canal)


Una ópera basada en la novela epistolar de Juan Valera que todos hemos leído hace ya veinte años, con música de Isaac Albéniz (que no tiene culpa de nada) y libreto del barón Francis Money-Coutts (inverosímil pero verdadero nombre, más comprensible si se tiene en cuenta que venía de familia de banqueros), parece un proyecto lo suficientemente excéntrico para que el innombrable se tome las cosas con tranquilidad y no la monte.

Y bueno, es cierto que nadie se pone un cubo en la cabeza, y en la primera escena la puesta es tan estática que parece que a Federico Gallar le ha dado un calambre y no se puede mover. Durante esta primera fase de aburrimiento, nos preguntamos que a qué vendrá tanta sosería. El decorado se conforma con una idea conceptual sin desarrollo (los armarios que ocultan miserias, qué audacia), e incluso la iluminación es inusitadamente sosa. Los intérpretes, que se dirá que cantan muy bien, se conforman con hacer algunas monerías pero ni el menor rastro de pasión puede ser encontrado por muy potente que sea el foco que los señala. ¿Se habrá sosegado esta fuerza de la naturaleza que es el rompedor director de vanguardia? Pues no, porque según avanza la acción, se va animando y van apareciendo sus ocurrencias.

La primera nota de color quizá sea un duelo entre un curita y un chulito a crucifijo limpio. Aunque nos preguntamos si esta idea no tendrá su origen en los inmortales versos de Mecano “cruz de navajas por una mujer”. Mientras tanto, los intérpretes siguen cantando en lo que supuestamente es inglés, pero francamente, ni los entendemos ni hace ya un buen rato nos importa lo que dicen. Si al director no le interesa, imagínate a nosotros.

En la segunda fase de aburrimiento, o segundo acto, empiezan a surgir los agentes provocadores. Hace más gracia escribirlo que verlo, porque todo parece tan anticuado, tan insustancial. Los fuegos de artificio habituales en este director ya solo son pólvora mojada que no escandalizan a nadie ni son capaces de provocar más reflexión que un “hay que ver lo que hay que ver”. Vetusta posmodernidad, lo llamó Jordi Costa refiriéndose a una película de Gonzalo Suárez.

Mientras, la exquisita música apenas sirve para distraernos de lo que estamos viendo: unos presos que despliegan unas banderas con el aguilucho (¡qué fuerte!); un coro de niños asesinable, valga la redundancia; la aparición de una virgen (madre de Dios, nunca mejor dicho). Y el final ya no nos lo podemos creer: todos los armarios se abren y los amantes se funden en un abrazo. Sí, es tan cursi que hay que usar expresiones como “se funden en un abrazo”. Si es sincero, un horror, y si es una ironía, no tiene ni pizca de gracia. Es simplemente una bobada.

Podemos jurar que durante la representación escuchamos a alguien del público decir “¿pero esto qué es?”, y no en el sentido cínico en que lo diríamos nosotros, sino de verdad, qué estaba pasando en el escenario. Creemos que es la pregunta más honrada que se puede hacer respecto al teatro de este director. Sin embargo, al finalizar la función los aplausos fueron abrumadores y el mayor número de bravos se los llevó el director de escena. Suponemos que el porcentaje de invitaciones se acercaba al 90% de los asistentes, pero no somos nadie para cuestionar su sinceridad.  

lunes, 13 de mayo de 2013

La monja Alférez (Teatro María Guerrero)


Siempre nos ha parecido que Lola Montes, nuestra película preferida, pese a tener una narración 100% cinematográfica, posee un incuestionable fondo teatral. Juan Carlos Rubio debe de compartir tanto nuestra idea como nuestra admiración, porque su puesta de La monja alférez nos recuerda en numerosas ocasiones la obra maestra de Max Ophüls. Y bien asimilada que está.

También la estructura usada por Domingo Mirás en La monja alférez para contar la historia de Catalina de Erauso, es la misma que la que utilizó Ophüls para narrar la vida de Lola Montes, solo que si este dividía cada capítulo por amante, en el caso de la monja alférez casi cada episodio corresponde a un crimen. También la utilización de un circo como escenario remite directamente a la película. Incluso al final Carmen Conesa explicitará que se siente como un mono de feria, algo muy parecido a lo que le pasa a Lola.

Su Ophüls desplegó en su única película en color todo su barroquismo, estilización y dominio del ritmo, Rubio no se queda atrás en su manejo de recursos teatrales. Apoyado en una excelente escenografía de Eduardo Moreno, que no se pierde en espectacularidades y que aprovecha cada detalle para multiplicar espacios y símbolos, y en la también circense iluminación de José Manuel Guerra, Rubio da personalidad propia a cada escena.

A veces el texto de Mirás se regocija en exceso en cierto “narrativismo” en el que los hechos son contados más que mostrados, hasta el punto de que las acotaciones también son leídas. Pero las ideas escénicas también son abundantes y a menudo brillantes: el movimiento de las cajas para crear ambientes, el uso de sombras chinescas, la versatilidad del vestuario de Pedro Moreno... Cada elemento de la puesta en escena facilita que la historia avance sin perderse en abigarramientos.

No es casualidad que las mejores escenas de la obra sean aquellas en las que aparece Nuria González. Es cierto que durante algunos momentos de la representación echamos en falta algo más de nervio: después de todo, La monja alférez es una historia de aventuras, pero no le veíamos ni acción ni sensualidad, dos características consustanciales a este género. Hasta que le toca el turno a González de ponerse en las botas del alférez y, ayudada por Daniel Muriel en un apartado y en Mar del Hoyo en el otro, tenemos todo lo que queríamos de golpe. Pero ya antes había aparecido como una monja imparable con una gracia también difícil de acotar y más tarde será un impresionante Papa en la escena más espectacular del montaje.

En la primera escena Carmen Conesa pone las cosas en su sitio, pero la echaremos de menos hasta que no reaparezca al final, cuando vuelve a clavar el tono de un alférez ya maduro y de vuelta de todo, que lleva a su personaje a cuestas y está deseosa de librarse de él. Junto a ella está Ramón Barea, que durante toda la función hará un perfecto uso de su voz y que en sus intervenciones acierta en todas las notas. Por su parte, José Luis Martínez aporta saber estar y verosimilitud en cada una de sus apariciones, y por contraste Martiño Rivas añade una faceta más vivaz y resuelta.

Entre las encarnaciones de la monja alférez destacan Cristina Marcos, en el momento más dramático, cuando sabe evitar el melodrama y transmitir una verdadera resolución: más allá de la reivindicación feminista, una demostración de la fuerza de voluntad; y Ángel Ruiz, en la divertida escena de la taberna, que vuelve a recuperar un ritmo feliz a lo película de Errol Flynn

martes, 7 de mayo de 2013

Tempestad (Teatro Galileo)


Entre las múltiples trampas que pueblan el campo de minas que supone la puesta en escena de un clásico de la categoría de La tempestad, se encuentra una cuestión de actitud. Muchos directores de escena se paralizan ante la visión de una montaña inabarcable y se conforman con realizar una versión totalmente respetuosa, pero mustia debido a esta misma admiración. Es lo que Peter Brook llama “el teatro mortal”. Pero cuando se pierde por completo la perspectiva, se produce la confusión entre falta de prejuicios y falta de respeto, el director se pone por encima del autor y el resultado es peor si cabe: por favor, que no invoquen el nombre de Shakespeare (o de Calderón, o de Chéjov, o...) como coartada para sus numeritos.

Pero que no cunda el pánico: esta puesta de la compañía El Barco Pirata evita todas estas trampas y ofrece una visión lúdica, viva y, también, respetuosa. Desde que se entra en el Teatro Galileo cinco minutos antes de que comience la función, se tiene la sensación de que ahí se está cociendo algo con buen gusto. Porque quizá esta versión de La tempestad que ha perdido su artículo no sea la más académica, tampoco la más ambiciosa, pero sí que con los recursos disponibles supone una descarga de energía y de saber hacer.

La trama y los diálogos de la obra de Shakespeare han sido reducidos casi hasta el esquema, pero sin perder de vista el corazón de la obra. También los recursos metateatrales, a menudo tan molestos, están aquí utilizados con gracia y casi siempre de manera efectiva, como el uso del vídeo y los cambios sutiles entre personajes y actores que hacen de actores que hacen de dos o tres personajes... Y aquí está uno de los secretos de que la obra funcione tan bien: pese a la acumulación de interpretaciones y al juego de recursos constante, la línea es clara y el espectador nunca se pierde en los enredos.

De hecho, nos parece que esta sería un montaje ideal para introducir a un público joven en Shakespeare: no es tan abrumador como puede serlo un montaje erudito y totalmente fiel, es divertidísimo y contagia una pasión teatral que puede crear una afición teatral mucho más efectiva que cuando esos grupos de adolescentes tienen que ver la enésima visión de El sí de las niñas con trajes de época.

La sensación de juego privado, de estar pasándoselo fenomenal, no puede ser impostada, y los actores de Tempestad logran que el espectador disfrute más gracias a esa felicidad que transmiten. Victor Duplá parece un director de los 70, consciente de la importancia de su labor y que ve en el teatro más una misión que un trabajo. Por eso apenas hay transición cuando se convierte en Próspero. Quique Fernández y Xavier Murúa como Miranda y Ferdinand forman una pareja improbable pero de gran comicidad, aún a costa de menor emoción. Antonio Galeano, Pepe Lorente y Eduardo Ruiz combinan con agilidad su labor musical con su interpretación de un Ariel travieso e inquieto. Agustín Sasián da la nota de inquietud como Sebastián y Javier Tolosa destaca en su creación de un Calibán desbordante, derrotado, ebrio y finalmente redimido.

Otro punto fuerte es la dirección de Sergio Peris-Mencheta, repleta de una emoción transmitida más a través de las imágenes que de la verbalización explícita. Es el caso de la escena de la tempestad, de las imágenes del barco, de la llegada a la isla, de la maleta, del mise en abyme del tramo final, de la última imagen ... Una vez finalizada, y ante un público incomprensiblemente escaso, Quique Fernández recordó el deber de las fuerzas públicas de proteger el arte y repitió la sentencia de García Lorca según la cual “un pueblo que descuida su teatro, si no está muerto, está moribundo”. No es una profecía, es una constatación.

lunes, 6 de mayo de 2013

Feelgood (Matadero Madrid)


Antes de entrar en la Sala 2 del Matadero nos llamó la atención la considerable cola que esperaba a las puertas de la vecina Cineteca. No queremos elaborar teorías a partir de un hecho que podría ser fortuito (día festivo, entradas más baratas, cierta moda del documental, buena tarea en la promoción), pero esta imagen nos sirve para confirmar una sensación cada vez más palmaria: tras una larga hegemonía del entretenimiento de evasión, estamos de vuelta en el realismo.

Hasta tal punto que el realismo ha dejado de ser visto como algo pasado de moda y aburrido. En épocas convulsas el público puede tender al refugio, a buscar escapadas que le permitan olvidar durante un par de horas una situación personal depresiva. Algo totalmente comprensible y justificado. Pero llega un momento en el que la fantasía no es suficiente, un momento previo a la reacción en la que ya no valen los sueños y los sentimientos. Un momento en el que ya no queremos ver en las pantallas o en los escenarios recreaciones de mundos fantásticos que nunca conoceremos, sino un reflejo de la realidad que nos rodea y que nos muestre a unos personajes con los que podamos identificarnos.

Y por fin llegamos a Feelgood, la obra Alistair Beton que, como otras funciones recientes, nos enseñan la actualidad como si fuera un espejo no demasiado deformante. Por suerte no se trata de una de esas creaciones que se limitan a exclamar un ¡qué mal va todo! y que se valen de su supuesto compromiso para evitar cualquier crítica. Por el contrario, Beaton consigue que una situación que hasta no hace demasiado podría parecer inconcebible y que ahora puede pasar por costumbrista, mantenga durante gran parte de su desarrollo una constante inventiva y una gracia genuina.

La primera parte de la función es antológica. Visto desde fuera, a veces parece que escribir teatro es lo más fácil del mundo. En estas ocasiones, cuando todo parece sencillo, es cuando mejor se ha hecho el trabajo, pero también cuando más difícil sería realizarlo de verdad. Los diálogos de Beaton, el crescendo de la narración, la combinación de las diferentes tramas, es sencillamente prodigiosa.

Por eso es una lástima, aunque hasta cierto punto comprensible, que tras el primer acto el bajón sea notable. La escena en la habitación del hotel se vuelve menos explosiva y más explicativa. Si la comicidad casi desaparece, la complicidad entre los dos personajes que centrar ahora la acción no acaba de cuajar y el ritmo pierde fuelle. Una prueba que pondría a prueba la estructura: ¿perdería algo la obra si se omitiera esta escena?

Cuando vuelven a aparecer el resto de los personajes la obra readquiere algo de su pujanza, pero ya no volveremos a disfrutar de la misma feliz sorpresa del primer acto. En cuanto a la resolución, nos parece discutible. Una vez más, la actualidad se alía con la creación dramática y el hecho insólito de que tengamos un presidente plasmático hace que las lecturas de este colofón adquieran nuevas dimensiones. Pero que en una obra de teatro un papel importante se reserve a una aparición filmada siempre nos parece un acto fallido.

Alberto Castrillo-Ferrer ha ideado un montaje con empuje y alegría, bien planteado en el cambio de actos. Más cómodo en la parte de comedia loca a lo Primera plana que cuando la cosa se pone seria, saborea los momentos equívocos pero no acierta del todo al rematar, aunque sí logra aportar una gran vivacidad en su dirección de actores.

Estos se muestran en general a una gran altura, con un Fran Perea que se sobrepone a su personaje, que quizá exigiría un actor algo mayor, gracias a un derroche de energía y contundencia. Javier Márquez tiene que lidiar con el carácter “íntegro” que a veces suena a pegote “concienciado”, pero salva sus intervenciones con serenidad. Jorge Usón también tiene un personaje típico, en este caso el bufón, y logra que sus líneas tengan gracia incluso cuando no la tienen. Ainhoa Santamaría está quirúrjica en sus intervenciones, mientras que Manuela Velasco, como Perea en un papel en el que en principio no encaja, saca adelante la escena más floja con soltura. Pero la gran creación Feelgood es la de Jorge Bosch, el político bobo que con toda facilidad podía haber caído en el brochazo, pero al que Bosch dota de una comicidad desarmante. Desde su risa hasta su capacidad para soltar las mayores barbaridades sin inmutarse, Bosch despliega una gracia irresistible que, si bien no humaniza al político, al menos lo hace entrañable. Ya quisieran muchos.