lunes, 30 de noviembre de 2015

Danzad Malditos (Matadero Madrid)

Que este espectáculo de Alberto Velasco se presente como basado en la buena película de Sydney Pollack y no en la estupenda novela de Horace McCoy ya debería habernos dado alguna pista. Y es que se trata de una de esas propuestas (no se puede ser mucho más preciso) en las que prima el elemento escénico sobre el texto. Hay mucho movimiento (faltaría más), muchas acotaciones (digamos), y recursos de dirección (también conocidos como trucos), pero poca chicha dramática. Sí, sí, hay un montón de drama, es todo hasta excesivo, se nos viene el mundo encima, pero no porque los personajes tengan la más mínima capa de profundidad psicológica, ni tampoco porque les pase algo más allá de la extenuación física. Algo cuentan, pero poco. Casi como si la versión de Félix Estaire fuera apenas una percha que le permitiera a Velasco colgar sus artilugios.

El principal problema (una vez más, este Danzad Malditos no habría desentonado en Una mirada al mundo), es lo limitado de su alcance. Es lo que pasa con cierto teatro conceptual: que solo tiene un concepto y, hala, a tirar. Porque la idea de partida no es mala, se podría haber sacado mucho partido de esta recuperación de la obra de McCoy (incluso de la de Pollack),incluidos los juegos con el azar y los distintos desarrollos en cada función (aunque aquí se ve un poco el truco del mago), pero hay que pensárselo más: ¡darle más vueltas! Si no, lo que queda es una constante reiteración de un par de motivos que no provocan reflexión ni empatía. Brecht, cuando no le llegaba (lo que le sucedía a menudo), no tenía ningún empacho en coger de los demás. Y vale que Velasco no tiene un Kurt Weill que le tape las carencias, pero por ahí atrás tiene un montón de gente que le puede inspirar.

Desde luego, la cosa no le iba a quedar más falsa que este Danzad Malditos. Hace poco vimos en este mismo escenario Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido, donde resplandecía la verdad; pues bien, ahora todo nos suena terriblemente artificial. Incluso cuando Carmen del Conde parece salirse de su personaje para increpar al director, aparte de ser otro cliché moderno (Unamuno mediante, casi premoderno), el principal reparo es que no nos lo creemos. No que el momento sea real, tampoco vamos a pedir tanto, sino que pasa como con toda la obra: que es más un ejercicio autoindulgente y exhibicionista que un verdadero intento por llegar a una verdad, por muy particular que sea. Por eso, y no por otras consideraciones estéticas o formales, sería pertinente discutir si esto es realmente teatro.


No sabemos si sería por el esfuerzo físico, pero lo cierto es que vimos a los actores poco convincentes. Cuando llegan los momentos de expresar las emociones, una vez más vemos una creación artificiosa, que pretende ser elevada pero se queda en pomposa, es como si se hubieran quedado sin fuerzas para actuar. Por cierto, que nos pareció ver en la mirada de uno de los intérpretes el mismo aburrimiento que sentíamos nosotros mismos, ese fue uno de los pocos destellos de verdad que vislumbramos en todo el espectáculo. Al final, el público saludó la obra con perceptible entusiasmo, suponemos que como muestra de reconocimiento ante el esfuerzo (lo que en una prueba atlética se merecería la mayor consideración), y quizá porque descubrieron algo que a nosotros nos permaneció oculto. 

lunes, 23 de noviembre de 2015

Bangkok (Teatro María Guerrero)

La situación de la que parte Bangkok (calificarlo de anécdota sería rebajarle importancia) estaba reclamando una obra de teatro, aunque lo más previsible hubiera sido salir con un esperpento, de esos que no necesitan distorsión ni nada: vienen tal cual en los periódicos. Pero Antonio Morcillo decidió tomarse las cosas en serio y transformar uno de esos aeropuertos vacíos que casi se convirtieron en tendencia hace unos años para realizar un planteamiento mucho más profundo, casi metafísico. Cierto que en algún momento la obra parece que va a tirar por el lado del sermón, ese que haría asentir cabezas y pensar, cuánta razón; pero por suerte el autor evita la complacencia de la indignación y opta por llevar su representación de la realidad mucho más allá de la ramplona constatación. De hecho, su lado más fantasioso, que en un principio podría parecer un recurso fácil para salir de un enredo de difícil resolución, acaba convirtiéndose en una de las mejores bazas de la función.

Porque en Bangkok el espectador nunca sabe cómo va a evolucionar la trama, ni tan siquiera hasta que punto lo que esta viendo es real. Los dos personajes protagonistas mezclan inconsistencia dramática (pasan a encarnar caracteres totalmente opuestos de una escena a otra sin más explicaciones) con un fondo casi arquetípico que les confiere una función simbólica de depredador y presa en permanente combate. Es como si el planteamiento teórico fuera por una lado (la lucha de clases, la rebelión ante las imposiciones sociales, la aceptación de las cosas tal como son), mientras que los personajes se hubieran levantado frente a este encorsetamiento y plantearan su propia individualidad, su derecho a no dejarse atrapar por lo que se espera de sus yoes genéricos. En este aspecto Morcillo también tiene que hacer frente a su dualidad entre autor y director. Con la libertad que le da el derecho a tomar todas las decisiones, pero también con las restricciones autoimpuestas, tiene que manejar situaciones ambivalentes sin traicionarse, pero lo que es más importante, sin asesinar la libertad, el valor más importante también en el teatro.

Para hacer creíbles y humanos a estos dos protagonistas que podrían haberse convertido en simples papeles, Morcillo tiene la suerte de contar con dos actores que se lo creen y que transmiten su compromiso. Es una lástima que la sala de la Princesa estuviera solo medio llena (siendo optimistas), pero egoístamente eso nos permitió tener por momentos la sensación de que el recital de Fernando Sansegundo era solo para nosotros. El arco de su viajero va del viejo desvalido y un poco tonto inicial al desalmado e inquietante ejecutor en que se va convirtiendo. Tanto en los momentos más íntimos, en los que parece mostrar sus debilidades (dejando espacio para interpretarlo como simple manipulación), como en la escenas en las que se muestra como un cínico implacable, Sansegundo demuestra un dominio apabullante de la escena. Pero Dafnis Balduz no se deja avasallar, y al igual que su vigilante consigue mantenerse en pie, con dignidad y bravura. Balduz dota a su personaje de una energía poderosa, que solo momentáneamente se dejará apagar cuando la melancolía y la derrota parezcan imponerse.


En el limitado espacio que ofrece la sala de la Princesa Paco Azorín se las apaña para, con cuatro elementos, trasmitirnos la sensación de entrar en uno de esos desalmados e inhóspitos aeropuertos, en este caso todavía más fríos por motivos evidentes. Nos habíamos presentado allí sin muchas referencias (incluso, dado el título y el entorno, pensamos que a lo mejor iba a tener algo que ver con Vázquez Montalbán, algo más directo en todo caso) y no esparábamos mucho más que una de esas obras "rabiosamente actuales" y quizá un poco oportunistas. Al desembarcar podíamos certificar que nos habíamos encontrado algo más, un combate en múltiples niveles algo confuso pero que muestra una necesidad irrenunciable de seguir haciendo frente. Una propuesta con ideas para la reflexión que no se conforma con tener la satisfacción de estar del lado bueno.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Cuando todos pensaban que habíamos desaparecido (Matadero Madrid)


Ahora que están tan de moda cuestiones candentes como qué es el teatro y blablabla, y hasta añoramos una obra normalita, con tres actos, diálogos chispeantes, personajes complejos, sorpresa y confort. Después de tantos experimentos gastronómicos, un cocido. (Metáfora pesada, fácil y falsa, tres en uno). Lo que es verdad es que tenemos ganas de algo clásico, de volver a casa, pero, de primeras, lo que nos encontramos con Cuándo todos pensaban que habíamos desaparecido no es precisamente teatro del de toda la vida, sino una agresión personalizada. Porque, vamos a ver, con lo siesos que somos, nos reciben con una de esas explosiones de entusiasmo forzado que tanto nos disgustan. Que no queremos dar palmas, leñe. Y el hombre, pues yo no me canso. Y luego encima a corear. A ver quién es más cabezón. Al final se cansa y la cosa empieza oficialmente. Continúa el ataque: chistes escatológicos, con lo estirados que somos. No es por arrugar la nariz, pero, sinceramente, es que no nos hacen gracias los chistes de p*** y c*** (tan finolis que hasta tenemos que poner asteríscos). Para rematar la ofensiva, flamenco. Vaya por god, vas a ver una obra mexicana, y te encuentras con que la peste te persigue. (¿Hemos llamado al flamenco, ese Patrimonio de la Humanidad, peste? Sí). Es que dirás que no, pero parece de verdad que vienen a por nosotros. 3-0. Esto no lo remonta ni... ¿el Alcoyano? Pues sí, resulta que Vaca35 culmina la machada (qué expresión, por favor).

Bueno, desarruguemos la nariz. Después de esta introducción de infarto, nos encontramos con algo ciertamente más relacionado con la imagen que tenemos de México que el flamenco: la muerte. Aquí, además, ligada con la cocina, no es mal maridaje. Pero lo que la representación podría tener de tópico exportable, Damián Cervantes y todos los actores consiguen hacerlo real, verdaderamente sentido. Cierto que a lo largo de la obra todavía queda algo de ruido innecesario, como si les hubiera dado miedo quedar demasiado sosos y se hubieran pasado con las especias, pero también que cuando se recoge, cuando se lo toma con calma y prefiere la reflexión a la expansión, logra unos emocionantes niveles de ternura y evocación. Claro está, el momento álgido es el recuerdo de los seres queridos, las anécdotas sencillas e íntimas que el reparto comparte con el público a corazón abierto. Los otros grandes momentos de la obra se producen cuando cada actor explica el motivo por el que está preparando cada plato, lo que significa para ellos, el mundo recuperado a través del olor y del sabor. O ese fulgor de teatro llameante en el que se enumeran los fusilados de tiempos y lugares cercanos y lejanos. O cuando la presencia de los desaparecidos se manifiesta de manera sutil y mágica. 


Cuándo todos pensaban es un continuo vaivén entre estas escenas de memoria introspectiva y de explosiones incontroladas (cuya máxima expresión es esa pelea muy poco fingida). A Cervantes se le va un poco la mano en algunas ideas que más que añadir capas enturbian la fluidez, pero de alguna manera logra reconducir la narración para que se imponga el lado más personal. No sabemos hasta que punto lo que cuentan los intérpretes es verdadero, pero de ellos diremos una de las mejores cosas que se puede decir de un actor: parece que no actúan. Queden aquí sus nombres como muestra de reconocimiento colectivo: Diana Magallón, Mari Carmen Ruiz, José Rafael Flores, Cristina Gamiz, Jorge Yamam, además de la música de Diego Paqué, que de pesado pasa a imprescindible. Aunque sus narraciones sean ciertas, en toda representación hay algo de impostado. Incluso la mera repetición obliga a ejercitar una técnica que priva de naturalidad. Y, sin embargo, todos en el elenco de Cuándo todos pensaban se abren las carnes ante los espectadores para ofrecer lo que hay en su interior, y eso no tiene precio. 

lunes, 9 de noviembre de 2015

El público (Teatro de la Abadía)

Casi al final de la función, el Prestidigitador le dice al Director "quitar es muy fácil. Lo difícil es poner". Y aquí es precisamente donde encontramos el principal punto débil de El público. Porque para nosotros lo realmente complicado, lo que define una obra de arte verdaderamente conseguida, es alcanzar el punto en el que se ha quitado todo lo que sobra y se ha alcanzado lo esencial. Al contrario de lo que dice el Prestidigitador, poner es muy sencillo, todo el mundo puede hacerlo. Pero solo los grandes creadores son capaces de ejercer con sabiduría el supremo arte de quitar.

En la actualidad es muy difícil criticar a García Lorca (o san Federico), hasta el punto de que ponerle la más mínima pega puede considerarse un pecado, pero vamos a tener que cometer el sacrilegio. Para curarnos en salud, diremos que consideramos que Lorca fue probablemente el mejor dramaturgo español en mucho tiempo. Pero, consciente de su talento, quiso llevar el teatro más allá de sus fronteras convencionales, sobrepasar los límites de lo estaba permitido. Y queriendo ser más, obtuvo menos. Es normal que alguien como Lorca, con su maestría y su dominio, se planteara tales retos, se propusiera redefinir nada menos que el teatro en sí. La lástima es que, en nuestra opinión, fracasó en el intento. De manera gloriosa, si se quiere, pero a fin de cuentas El público es una derrota.

Porque, aparte del problema de intentar meter todo lo que le pasara por la cabeza que hemos señalado, también se produce una brecha entre la mente del poeta y su comunicación. Está muy bien lo de poner a prueba qué se puede considerar teatro, pero cuando la separación entre las ideas del artista y la percepción del público es insalvable, se cae en el solipsismo más ensimismado. Se podría decir que una obra como El público exige algo más que el teatro al que estamos acostumbrados, una atención extra y un estudio pormenorizado. Pero, sinceramente, como nos pasa con la pintura contemporánea, creemos que el arte que necesita un libro de instrucciones no es arte. Y por supuesto que La vida es sueño o El rey Lear se aprecian mejor cuanto más conocimientos se tengan sobra la obra y sus circunstancias, pero hay algo profundo en ellas, algo puramente teatral, que hace que ese enriquecimiento sea complementario, no indispensable para admirar su grandeza.

De manera paralela, también nos da la sensación de que Àlex Rigola se ha dejado llevar. Tenemos a Rigola en el altar de nuestros directores preferidos, pero hay que admitir que a veces se pasa de la raya. Y esto, como con Lorca, no está mal de por sí, pero si no funciona, no funciona, qué le vamos a hacer. Es como si de vez en cuando Rigola tuviera la necesidad de demostrar (o quizá demostrarse) que es más audaz que nadie, que mantiene un prurito provocador. Pero en los peores momentos de El público nos recuerda al innombrable. Seremos convencionales (lo somos), pero entre Maridos y mujeres y El público, no tenemos ninguna duda de qué tipo de teatro preferimos. Y tampoco se trata de tener que elegir, ambos estilos pueden convivir y si no queremos caer en el también detestado teatro esclerótico es necesario sacudir las convicciones de vez en cuando. Pero sin abusar.

Tampoco es que esta versión del El público pueda asimilarse a los horrores que recién hemos sufrido y comentado del ciclo Una mirada al mundo. Ni por asomo alcanza esos niveles de bobería y aburrimiento. Este es un montaje estimulante, con grandes momentos de emoción dramática en los que la apuesta por confiarlo todo en el sentimiento, más allá de la comprensión, triunfa en su belleza pura, autónoma. También recuperamos a un Max Glaenzel pletórico de recursos en su escenografía que sin caer en el simbolismo obvio ofrece múltiples interpretaciones. Y una iluminación soberbia (aunque por momentos algo molesta) de Carlos Marquerie. Las interpretaciones, sin posible sujeción a la construcción psicológica, a veces transmiten una sensación aumentada de desconcierto, mientras que en otros momentos arrancan sin saber muy bien de dónde una fuerza trágica insospechada.


Seguramente es tan sencillo como que El público no es una obra para nosotros. Pero esta es la explicación fácil, aplicable a cualquier obra. Aquí siempre procuramos ser sinceros, aunque nos equivoquemos en nuestras opiniones. Por eso, ante las sensaciones ambivalentes que nos provoca El público, tenemos que preguntarnos: ¿y si en lugar de Lorca la obra la firmara un autor del que solo sabemos que pertenece a una críptica escuela vanguardista?, ¿y si en vez de Rigola el director fuera el innombrable? No podemos desprendernos de lo que ya sabemos, pero esperamos que nuestra valoración hubiera sido la misma, la de haber asistido a un bello fracaso. 

lunes, 2 de noviembre de 2015

Splendid's (Teatro Valle-Inclán)

Ya hace unos cuantos años que vimos una versión de Splendid's dirigida por José Carlos Plaza que nos pareció bastante sosa y fría, pero comparada con esta de Arthur Nauzyciel era The Rocky Horror Picture Show. Para empezar ponen un corto malísimo de Jean Genet (si lo firmara un Jean Dupont, estaría olvidado en un sótano sin perspectivas de volver a ver la luz del sol). Bueno, pensamos, a lo mejor lo ponen para contrastar. Pero qué va, lo que viene es peor. El corto solo sirve para comprender algunas claves de la puesta en escena y para dar el tono a las amaneradas actuaciones. Para definir la obra en sí, el adjetivo aburrido se queda corto, habría que inventar un nuevo concepto. De hecho, parece que está hecha así a propósito, como si se hubiera reunido un comité para buscar los métodos más efectivos de amodorrar al personal.


Pero no, el resultado está demasiado conseguido como para ser obra de un comité, solo puede ser la creación de un genio del mal, un dios destructivo o un psicoanalista lacaniano. La cosa consiste en soltar a los actores en medio de un decorado que sufre gigantismo y que estos, más que interpretar, se pongan a recitar el texto. Y poco más puedo contar, porque a los veinte minutos o así desconecté por completo. Los chicos hablaban y hablaban mientras que yo me entretuve buscando los seis grados de separación entre Max Schreck y Willem Dafoe y repasando algunos grandes éxitos de Jeanne Moreau. Entre tanto, un goteo constante de abandonos y desfallecimientos varios. Al final, la parte del público que no se había quedado catatónica aplaudió con moderación, más allá de algún caso aislado de abucheo y pataleo por allá y alguno puesto en pie por acá, aunque no podemos descartar que se tratara de un calambre.