lunes, 19 de diciembre de 2011

En la luna (Teatro de la Abadía)


No parece que sea una coincidencia el que Alfredo Sanzol haya elegido situar su último espectáculo en la transición. Más allá de repetir esa visión casi infantil de una situación que más que comprenderse se intuye, como ya hizo en Días estupendos o Delicadas, el hecho de que la acción de Enla luna se desarrolle precisamente en esa época nos indica que el propio Sanzol se haya en plena fase de transición de un teatro puramente lúdico, divertido y desenfadado, para atreverse a penetrar en lugares más oscuros, más turbios, quizá más maduros.

En las dos obras citadas había unas escenas similares en las que un personaje adulto (una madre, una tía) hablaba con un niño (o un feto) para desvelarle algunos secretos de la vida. En esta ocasión la escena se repite entre un padre y un joven (muy probablemente el propio Sanzol), para dar paso al nacimiento del hijo del autor. Mientras que en sus obras anteriores la alegría e incluso la felicidad se imponían a cualquier atisbo de (d)represión, ahora parece que la perspectiva, aunque igualmente ilusionada, es más amarga, más desencantada (por usar otro término típico de la transición). Sanzol se ha hecho mayor y nos hace notar el peso de su nueva responsabilidad.

La obra comienza como un cohete. La escena del entierro de Franco permite el primer lucimiento de la velada: Palmira Ferrer, como la reivindicativa mujer del acreedor, impone primero el respeto de la sala y luego la primera salva de aplausos (extrañamente, sera también la última hasta la ronda de saludos). Poco después llega otra exhibición, esta vez a cargo de Juan Codina, como testigo de un atraco, primero impertinente ante la policía, después incrédulo y más tarde atemorizado. Quizá en esta escena sea en la que mejor capta Sanzol la mezcla de humor, ridículo, patetismo y temor de la época.

Como es inevitable en toda obra construida a base de sketches, no todos están a la misma altura (esto creemos haberlo dicho sobre todos los espectáculos de Sanzol...). Los hay irresistiblemente graciosos, los hay poco logrados, y también los hay misteriosos. El que más hermético nos pareció es aquel en el que Luis Moreno pasea a unos invitados por su extraña casa y les vende un cochecito de bebé para comprarse un ventilador indio. Sin embargo, hay algo en ese momento, en la actuación de Moreno, que desprende magia, un encanto muy especial.

En cuanto a los momentos más divertidos, quizá destaque el cumpleaños de la redicha de Nuria Mencía. La presentación de su personaje es magistral, pero cuando se produce el encuentro con el pavisoso que encarna Jesús Noguero y su acordeón no tiene precio. La frase “nunca pensé que me alegraría de que unos guardias civiles entraran en el Congreso” resume lo esperpéntico de la situación creada alrededor de un trozo de pastel.

Sanzol también suele incluir en sus obras varios escenas con un llamativo lenguaje explicitamente sexual, más o menos logradas. En esta ocasión le tocan los momentos subidos de tono a Lucía Quintana, con la un poco pesada escena del telescopio y la mucho más acertada de la escritora de relatos eróticos oculta. Aquí sí que puede lucirse y encandilar sin necesidad de desarrollar el material de sus escritos.

Quizá lo que menos nos haya gustado de la obra haya sido la interrelación que hace Sanzol entre los 70 y la actualidad. Ya en la primera escena hay una proclama política que huele un poco a reivindicación corporativista, más efectista que efectiva. Y más tarde, en el episodio sobre la memoria histórica, se cae en el ventajismo de enjuiciar el pasado recurriendo a claves que solo ahora conocemos. Este es un truco que casi nunca sale bien, y del que por suerte Sanzol no abusa.

Por estas cosas que tiene el teatro, a veces nos parece que una mejora se hace a costa de un abandono. La nostalgia, que es clave en el teatro de Sanzol, nos invade una vez más. Pese a todos los logros de En la luna, no podemos dejar de echar de menos a la antigua compañía, el entusiasmo que sentimos con sus anteriores obras. Pero si podemos asimilar estas obras iniciáticas con las primeras comedias desinhibidas de Woody Allen y En la luna con su Love and Death, eso supondría que la próxima obra de Sanzol será su Annie Hall. Nada de melancolía ni de mirar atrás: a esperar con ilusión la nueva joya que nos quiera regalar.  

jueves, 15 de diciembre de 2011

Urtain (Estudio 1)


Ya hemos hablado en alguna ocasión sobre la poca estima que tenemos por el teatro filmado. Ni el ritmo (para nosotros el punto clave de la puesta en escena) ni el punto de vista (un falso purismo obligaría a mantener en las adaptaciones un plano general pobre y comatoso) hacen posible la translación entre los dos medios. Por ello, no valoraremos aquí Urtain como espectáculo teatral, sino como producto televisivo.

Primero nos gustaría resaltar la excelente realización de Andrés Luque, que sabe mantener la raíz teatral del texto, pero sin las imposturas ni las trampas que permitiría una producción no grabada en directo. Solo al final se colaron algunas cámaras que deslucían un poco el efecto general, pero Luque acierta a la hora de retratar con fidelidad la mayoría de las soluciones de puesta en escena de AndrésLima.

En cuanto al texto de Juan Cavestany, o mejor dicho, su adaptación, nos parece que peca de ambicioso. Intentar convertir la figura de Urtain en una especie de metáfora de España no deja de ser una exageración. Como retrato íntimo de un fracaso, la obra puede funcionar, pero cuando sus ambiciones crecen y el simbolismo se impone, como suele ser habitual en el teatro, la función fracasa.

Lo más extraño de ver una obra como Urtain en televisión es comprobar la descompensación entre la historia que nos están contando y la forma de hacerlo. Porque el trabajo de Lima, con el que mantenemos nuestros altibajos, es aquí más ocurrente (en el buen sentido) que nunca, pero también nos da la sensación de que está al servicio de una obra limitada. Hay buenos y continuos hallazgos, pero parece como si se agotaran enseguida, como si no hubiera manera de mantener la fuerza a lo largo de toda una escena.

Pero sin duda, lo más grande de Urtain, lo que da su auténtica relevancia, es la creación de Roberto Álamo. El resto del reparto, entre el que destacamos a Luis Bermejo, rodea con solvencia su exhibición, pero no nos engañemos, uno no puede apartar la mirada de su figura. Sus inagotables recursos, su capacidad para utilizar la voz y su manera de hablar con una versatilidad infinitas, su facilidad para cambiar de registro de manera instantánea, su impactante presencia... El espectador se siente apabullado ante una creación magistral, una interpretación que se queda en la memoria.

Cuando se habla de Estudio 1 siempre salen a colación Doce hombres sin piedad y José Bódalo. No sabemos si Urtain alcanzará el aura mágica de la producción de Pérez Puig, pero apostaríamos a que algún día será recordada como aquella obra en la que explotó Álamo, quien en este hipotético futuro ya será recordado como una figura mítica del teatro español. 

lunes, 12 de diciembre de 2011

Purgatorio (Matadero Madrid)


En un reciente artículo, Antonio Muñoz Molina habla del cuento de JohnCheever El nadador para explicar cómo la riqueza de algunos cuentos hace que en nuestra memoria parezcan mucho más largos de lo que en realidad son. Mientras lo leíamos pensabamos que se trataba de un truco del escritor para reforzar alguna tesis propia, pero cuando hace unos días volvimos a leer La casa de Asterión y vimos que apenas ocupa un par de páginas, tuvimos que darle la razón. Es tal el poder sugestivo de los grandes autores como Borges, que sus relatos nos parecen inacabables, eternas, y por ello es imposible que quepan en tan poco espacio.

Una de esas historias sin fin es, sin duda, la de Medea. Sin embargo, la opción estilística elegida por Ariel Dorfman para su versión es totalmente opuesta a la Cheever o Borges. En nuestra opinión el autor se deja llevar por un afán retórico que en los peores momentos cae en la cháchara, y sólo en el estupendo clímax final alcanza un vuelo realmente poético. Nuestro minimalismo militante no nos lleva al absurdo de exigirlo también en la construcción dramática (aunque sí en la puesta en escena), pero una cosa es crear diálogos ricos, profundos y sugerentes, y otra no poner límites a la verborrea pretenciosa. Sí, Dorfman tiene claro lo que quiere (tentados estamos de decir que a veces incluso demasiado), y sus criaturas saben transmitirlo, pero no podemos decir que este Purgatorio, basado en una historia tan potente, tan desaforada, nos llegue al alma.

A tenor de nuestras querencias minimalistas, se podría pensar la transparente dirección de Josep Maria Mestres y la escenografía de Clara Notari serían de nuestro gusto, pero aquí entra en juego una de nuestras manías: nos parece un error básico de semiología que el escenario sea cuadrado y no redondo. Pero reconocemos que eso son extravagancias nuestras. Más grave es que los espectadores que están en las gradas laterales se pierden gran parte de la función. Hay cierto movimiento y algún intento de “que nos vean todos”, pero la realidad es que no es lo mismo. Estas entradas deberían llevar la advertencia de tener una visibilidad limitada.

También tenemos que reconocer otra clase de prejuicios respecto al público del Matadero. Pero admitimos que son solo eso, prejuicios por el tipo de personas que se pueden encontrar pululando por este centro cultural, pero en realidad la gente que va al teatro no es peor que la de la Abadía, por ejemplo. En esta ocasión, a nuestras reticencias se sumaba que al estar en escena Viggo Mortensen la histeria podía hacer estragos en las gradas y en nuestra tolerancia. Pero más allá de encontrar una descompensación de género todavía más alta de la que ya es habitual en el teatro, las criaturas se portaron bien.

En cuanto a Mortensen, confesamos que nos costó mucho dejar de pensar que estábamos viendo a Mortensen, la estrella de Hollywood. Como la obra a veces devaneaba, nosotros también dábamos paseos mentales y por momentos nos encontramos a punto de abandonar astralmente la sala, pero la cosa no llegó a drama. Con Carme Elias también tuvimos que ir haciéndonos poco a poco. Tras un inicio algo pomposo, en la segunda parte pudimos disfrutar de su extraordinario talento, y prepararnos para la gran traca final.

Porque, como decíamos, lo mejor está en la última parte. Por fin se han dejado atrás las pretensiones más líricas, por fin el texto se ha despojado de manierismos y llegamos al corazón de la tragedia. Sin miedo a la pasión, sin envolverla en palabrería, los actores pueden dar rienda suelta a sus sentimientos, y al espectador, si ha llegado indemne, se le permite dejarse llevar y disfrutar de un teatro vivo y arrollador. 

jueves, 8 de diciembre de 2011

Los sobrinos del capitán Grant (Teatro de la Zarzuela)


Deberíamos ir más a menudo al Teatro de la Zarzuela. Si no por su programación, al menos por su público, sin duda el mejor de Madrid. Incluso en esta ocasión, cuando al llegar nos dio la impresión de habernos equivocado de camino y de estar en cortilandia (tal era la marea de niños), fue un placer compartir espectáculo con una audiencia entusiasta, agradecida e implicada. Cierto que durante toda la representación se oyó un runrún imparable, que de vez en cuando atronaron algunos lloros e incluso que algunos momentos causaron pavor y algún gritito horrorizado. Pero sabíamos a lo que íbamos y todo esto también se puede apreciar como parte del espectáculo.


Ya hace tantos años que vimos Los sobrinos del capitán Grant que nos parece inverosímil. Tanto que o hemos olvidado muchísimas cosas, o la función, sobre todo en su segunda parte, ha variado casi por completo. Da igual, incluso mejor, así podemos disfrutarla de nuevas. Porque un espectáculo como este es necesario al menos una vez al año. Se trata de un teatro de efectos, poco practicado y que, por motivos de presupuesto, mucho nos tememos que no se va a poner precisamente de moda próximamente. 

Paco Mir, con un derroche de inventiva tanto en la puesta en escena como en la versión, proporciona un derroche de alegría sin remordimientos, pura euforia sobre las tablas. Los chistes son tantos que los hay redondos y prescindibles, pero da igual, con que la mitad acierten, ya tienes de sobra para no abandonar el buen humor durante más de tres horas. Los decorados, el vestuario, la iluminación y, por supuesto, la música... todo funciona a la perfección para que el espectador, abandonado cualquier prejuicio estético, disfrute sin mirar el reloj ni una sola vez.

Y qué decir de los actores. Son tantos que no se pueden enumerar, pero incluso entre los protagonistas sería difícil destacar a alguno. Millán Salcedo esta irresistible, hasta sus muecas parecen precisas y ajustadas al personaje. Fernando Conde tiene otro de esos personajes para llevárselo a casa y no soltarlo. Maribel Lara tiene gracia y canta fenomenal. Richard Collins-Moore una vez más aprovecha su aspecto y su inglés para fabricar un británico no por estereotipado menos divertido, como su acompañante María Rey-Joly, que también tiene una voz privilegiada...

Incluso las partes que menos nos gustaron, como la recreación marina, contaron con el beneplácito entusiasta del público. También las reiteraciones un poco facilonas, como la llama omnipresente, fueron saludadas una y otra vez con jolgorio. Y es que la obra, que nunca pierde la autoconsciencia, pero que tampoco pretende ser más lista de lo que es, invita a ser vista con ojos limpios, a dejarse llevar por el juego. Por eso, como decíamos, habría que ver algo así por lo menos anualmente. No necesariamente tendría que ser siempre Los sobrinos del capitán Grant, pero tampoco nos quejaremos.

Nota aparte: durante el intermedio, en el inusitadamente poco concurrido espacio para fumadores (después de todo, la mayoría del público era menor de 12 años o mayor de 70), nos fijamos en que un restaurante enfrentado al teatro luce el muy zarzuelero cartel de “Los Ángeles-Chicago-Zaragoza”. Como dice el subteniente Mochila tras una de las inverosímiles gracietas de la función: “¡Viva España!”.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Münchhausen (Teatro Valle-Inclán)


Münchausen parece la típica obra de teatro en la que el conjunto resulta inferior a sus partes. Nada nos pareció excesivamente reprochable, casi todo nos gustó con moderación e incluso entusiasmo, y sin embargo, parece que le falta algo. Veamos.

El tema en sí, el síndrome de Münchhusen, nos parece lleno de posibilidades, y además poco o nada transitado hasta el momento. El enfoque de Lucía Vilanova nos parece apropiado y muy defendible, un estudio sobre familias y otros animales. La dirección de Salva Bolta es elegantísima, sin cargar las tintas en ningún momento y con una sobriedad que, dado el tema, se agradece. La escenografía de PacoAzorín se ajusta a las mil maravillas a la idea de la puesta en escena, y unida a la música y las luces crean un clima frío, sí, pero también inquietante, una casa donde el dolor casi se percibe físicamente.

A Carmen Conesa nos gustaría verla en todos los espectáculos a los que asistimos. Es sólida, es empática, tiene una voz y una presencia de enjundia. Sus escenas con Adolfo Fernández están entre lo mejor de la función, dos personajes que se conocen a la perfección, que saben lo que el otro quiere decir cuando no dice nada. David Castillo tiene que hacer frente a la parte más difícil: que un chaval de su edad tenga que llevar el peso por sí solo de una función tan retorcida como Münchhausen es una tarea casi imposible, y que él solventa con calidez y con la ayuda de Samuel Viyuela y de Macarena Sanz. Teresa Lozano e Ileana Wilson ponen la parte cómica en una obra que necesita un punto de fuga a riesgo de explotar.

Entonces, ¿cuál es el problema? La mejor escena de la función, justo antes del final, es cuando cada personaje empieza a imitar a su contrario y dice lo que estos no se atreven a soltar y tienen que oír lo que ellos no quieren escuchar. Probemos algo parecido.

Sí, Vilanova acierta en el tono que ha dado a su relato, pero quizá algo falla en la estructura dramática. La progresión, pautada por indicaciones del paso del tiempo (lo cual, casi siempre es mala señal), a menudo cae en las reiteraciones (sobre todo en las conversaciones entre los gemelos) y llegado un punto, parece que no sabe hacia dónde ir, que ha perdido de vista lo fundamental para recrearse en lo accesorio, con escenas dedicadas a personajes mucho menos interesantes que la madre y el hijo. La puesta es sutil y bonita, pero también peca de asepsia. Es verdad que, dado el tema, se agradece cierto distanciamiento, pero esta propensión a la frialdad aleja al espectador de la emoción (salvo en su fulgurante final).

Nada podemos encontrar para matizar los elogios a Conesa y Fernández. En cuanto a Castillo, aún valorando su tremendo valor, creemos que es demasiado arriesgado poner a un actor tan joven como pilar de una obra tan dura y enrevesada. Hace lo que puede y no creemos que otros intérpretes pudieran hacerlo mejor, pero es demasiada responsabilidad. Viyuela lo tiene algo más fácil y cumple con solvencia, mientras que Sanz no desaprovecha sus oportunidades para lucirse, aunque a veces quizá se meta demasiado en su papel de actriz-actriz. En cuanto a Lozano y Wilson, nos tememos que aquí está la parte más débil del montaje. Entre la sobreactuación gracioseta y unos personajes como fuera de contexto, poco pueden hacer para que no parezca que sobran. La parte cómica era necesaria, pero desgraciadamente está poco conseguida y es más un injerto que una parte viva.

Esperamos no dar la impresión con este juego de espejos de que Münchhausen es una mala obra. Muy al contrario, tiene tantos puntos a favor que sus defectos casi se pueden pasar por alto. Vilanova y Bolta son creadores con mucho por decir y por lo demostrado en esta obra, merecerá la pena seguir sus carreras. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

La avería (Matadero Madrid)


Es curioso que tras nuestra última reseña nos hayamos enfrentado a una obra como La avería, de la que nos será tan difícil extraer algo bueno. Al menos podremos decir que al finalizar, el númeroso público estalló en una salva de aplausos y bravos que nada de lo visto hasta entonces hacía presagiar. Con nuestra experiencia en las salas teatrales madrileñas, si no otra cosa, al menos hemos aprendido a detectar cuándo una obra funciona, cuándo el público se implica y cuándo está más pendiente del reloj (aunque sólo sea por las luces de los móviles) que del escenario. En el caso de La avería nos pareció percibir que la mayoría de la audiencia estaba compartiendo nuestra impaciencia y nuestras ganas de que la prueba terminara; y sin embargo, al final parecía que habían entrado en trance (curiosamente, sólo a la parte central de la grada, los laterales permanecieron impasibles: esto es digno de estudio).


Por suerte, hay algo más que destacar en la obra, y es la interpretación de José Luis García Pérez. Al ver el reparto no hubiéramos apostado porque fuera él quien se llevaría la función, pero mientras los demás actores se ven coartados por las máscaras y por una grandilocuencia, por una pomposidad impostada que acaba con los mejores esfuerzos, García Pérez es capaz de hacer evolucionar a su personaje por una extensa galería de emociones y sentimientos. No solo se trata de esfuerzo, sino de verdadera comprensión de las complejidades de su personaje y una tremenda eficacia a la hora de mostrarlo sin pasarse, pero también con atrevimiento (y todo ello esquivando las trampas de la puesta en escena).


Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo del resto de los actores. La pobre EmmaSuárez tiene que cargar con un personaje entre surrealista y ridículo. Primero le toca la parte de la comida, con las absurdas danzas y rituales que no se sabe muy bien a qué vienen ni cómo es posible que gente con tanta experiencia teatral como la que ha levantado este montaje no haya detectado en lo que es, es decir, una memez. Y en la parte final no mejora, sino que en el papel de una especie de pitonisa no deja de soltar chorradas al son de una fanfarria que parece sacada de un concurso televisivo. Fernando Soto, Asier Etxeandia y José Luis Torrijo tienen que sufrir unos caracteres guiñolescos y pesados con los que hacen lo que pueden, que no es mucho. Supongo que a todo el mundo que ve la obra le surge inmediatamente la misma pregunta: ¿y por qué Portillo no ha elegido a actores mayores? Ni idea.


Pero esa es solo otra más de las muy cuestionables decisiones de dirección. El equipo es irreprochable, nadie lo duda, la escenografía de D'odorico es tan espectacular como cabe esperar, el vestuario de Elisa Sanz es magnífico y la iluminación de Pedro Yagüe (pese a que se fundieron algunas luces) es tan profesional como cabe exigir. Pero de qué sirve todo esto cuando te da la sensación de que lo que te están contando podían haberlo hecho en quince minutos. La primera media hora es espantosa, pero es que luego te das cuenta de que no va a ninguna parte, y cuando llega el clímax con el juicio, ya como que no te importa. Las reiteraciones son exasperantes, los subrayados ruborizan, las explicaciones te hacen pensar si te están tomando por tonto.


Hay un recurso típico en las novelas de detectives baratas en las que un personaje dice “no he visto ese cuchillo en mi vida”, y entonces el sagaz policía replica “¿y cómo sabe usted que le mataron con un cuchillo?”. En La avería esta situación se repite al menos una docena de veces. Esa es la manera de hacer avanzar una acción hierática, esa es la manera de tratar al espectador.