lunes, 26 de mayo de 2014

El triángulo azul (Teatro Valle-Inclán)

Empezaremos por el final: cinco rondas de aplausos, toda la sala puesta en pie, una emoción de ida y vuelta en la que no se sabía quién transmitía más a quién, si los actores que ya habían abandonado la contención que habían mantenido durante toda la obra, o el público que había explotado en un estallido de reconocimiento que apenas había podido reservar hasta ese momento (se oían tantos “bravos” como “gracias”). Ya que estamos en temporada taurina, podemos usar el tópico de “éxito apoteósico”. Y lo cierto es que estas demostraciones de entusiasmo se suelen reservar para las compañías extranjeras, solo que esta vez se percibía que la admiración era totalmente sincera.

Ahora intentaremos explicar el motivo de este clamor. Para empezar, El triángulo azul es un homenaje a los españoles presos y asesinados en el campo de concentración de Mauthausen, cautivos sin culpa, perdedores reincidentes cuya derrota se ha visto prolongada a lo largo del tiempo por una criminal falta de reconocimiento que esta obra trata de paliar en la medida de sus posibilidades. Imposible no sentir simpatía, compasión y cercanía por estas personas tan maltratadas tanto en su época como en tiempos posteriores. Quizá se deba simplemente a esa característica tan española que es la desidia, el olvido. Pero se diría que hay algo más profundo en este arrinconamiento, una saña inmoral.

Pero con un homenaje, por muy sincero y obligado que sea, no se hace una buena obra de teatro. Nosotros en esto no pasamos ni una: las buenas intenciones están muy bien, pero nunca justifican por sí solas una obra de arte. En este caso Laila Ripoll y Mariano Llorente no se han dejado mecer por las facilidades de los buenos propósitos y han elaborado un texto magistral que combina la reflexión histórica (expresada en la figura del profesor Paul Ricken), el drama personal, e incluso la intriga más elaborada, pura fuerza teatral con un coda que reivindica el valor de aquellos españoles que vivían en el infierno sin perder su dignidad.

La puesta en escena de Ripoll está a la altura del empeño. Hay un pequeño problema que nos quitaremos de en medio de un plumazo, porque además nos dio la sensación de que no era compartido por el público: las brechtianas escenas musicales, por muy brillantes que sean en sí mismas, a nosotros nos sacaron del tono. Desde luego que tienen su punto distanciador, incluso destensador, pero a nosotros nos parece innecesario. Mucho más efectiva nos pareció la escena goyesca, esa pesadilla expresionista y casi insoportable. Pero, en fin, el resto del montaje mantiene una intensidad apabullante combinada con una serenidad expositiva que redobla su efectividad.

Esta doble vertiente se manifiesta de manera soberbia en la actuación de José Luis Patiño. La escena en la que lee una carta y el espectador percibe esa milagrosa conjugación entre hieratismo y desborde de sentimientos es un prodigio. La apariencia física de Patiño supone un contraste permanente con la fragilidad de su personaje, su aparente compostura lucha de manera constante con su renuncia a saber, su cobardía es solo el reflejo oscurecido de su valentía. Patiño también utiliza con maestría su magnífica voz y su tan trabajada como en apariencia natural entonación para completar un personaje inolvidable.

Otro actor que saca todo el provecho a su físico es Mariano Llorente. Ya desde su aparición como nazi exaltado y psicópata hace temblar al público. Cuando grita pone los pelos de punta, pero es que ni tan siquiera le hace falta, su sola presencia es una amenaza constante. A nosotros nos recordó al Otto Preminger de Traidor en el infierno, pero aquí no hay ni una gota de humor. Su poder de intimidación se manifiesta de manera palpable en el momento culminante de su personaje, cuando todo el público sabe lo que va a pasar y sin embargo es incapaz de evitar el estremecimiento: el mal absoluto sobre las tablas.

En oposición a esta brutalidad se encuentra la delicadeza de la Oana de Elisabet Altube, siempre a punto de romperse, pero que de alguna manera se las arregla para mantenerse en pie e incluso sobreponerse al horror gracias a su coraje. Cada escena en la que aparece es para partir el corazón. Por su parte, Paco Obregón, Ricken, es el personaje más “teórico”, el que sirve para intentar explicar todo lo que pasó, aunque ni el mismo sea capaz de encontrar respuestas. Es un tipo quizá demasiado abstracto, pero Obregón le dota de credibilidad: el sufrimiento, el dolor y el arrepentimiento quedan más creíbles en sus maneras que en sus palabras.

El Paco de Marcos León nos pareció una clave importante para interpretar la obra. Su personaje, que se ríe para no llorar, es una personificación de esos españoles que cantan y montan números de transformismo para no sucumbir al horror, es el heroísmo disfrazado de indiferencia. Manuel Agredano tiene otro personaje repulsivo, pero tiene su gran momento en la escena de la confesión con Oana, cuando saca todo su odio y su asco de resentido. El Jacinto de Jorge Varandela no parece saber lo que está pasando, y tiene que vencer al timorato que prefiere cumplir con lo que le ordenan sin hacer preguntas para convertirse en alguien responsable de sus actos, sean cuales sean las consecuencias.


Siempre nos gusta ver la última función de los montajes porque creemos que tienen algo de especial, que hay una energía en los actores que en la despedida se recibe de una manera más directa, más verdadera, pese a todo. Esta última función de El triángulo azul nos reafirmó en esta impresión, pero esperemos que realmente no sea la última. Su calidad incuestionable, su éxito de público y lo oportuno del homenaje se merecen que la próxima temporada ocupe un lugar de honor en la programación del Centro Dramático Nacional.

lunes, 19 de mayo de 2014

Le Voci di Dentro (Teatros del Canal)

Sin duda hay algo muy próximo entre napolitanos y españoles: su sentido del humor, teñido de oscuridad y a menudo de tremendismo, es tan similar como reconocible. Por eso, en cuanto comienza Le Voci di Dentro tenemos la sensación de estar ante algo cotidiano, ante personajes y situaciones que, más allá de su condición insólita, nos suenan. Y eso que el italiano que hablan se hace rugoso al oído. Pero ver a esa criada imaginativa, esa señora (sin más explicaciones) o ese calzonazos, nos recuerdan toda una tradición de la comedia que conocemos de sobra. Y eso por no hablar de los vecinos entrometidos, otro clásico que creíamos tan patrio. Cuando la cosa se pone seria (es un decir), la conexión se mantiene: diríamos que es típicamente español eso de acusar por la espalda, de estar a la que salta, de buscar el propio interés por encima de hermanos, padres o tías. Parafraseando a Boadella, va a resultar que no hay nada más español que un napolitano.

Así, las primeras escenas son tan jugosas como estimulantes. Con un par de pinceladas De Filippo nos mete en situación sin que sepamos muy bien lo que está por pasar, solo que entre tanto disparate se está cociendo algo fuerte. Poco a poco, a fuego lento, vamos conociendo a los personajes, introduciéndonos en sus miserias, adentrándonos en sus peculiaridades, oliendo un guiso que no ha salido del todo bien. Si esta preparación ha sido exquisita, cuando aparece en escena Toni Servillo la efervescencia toma forma. No podemos ser ajenos al actual reconocimiento que recibe Servillo, pero es que se lo tiene merecido. Todo el reparto está ajustado, es creativo y cómplice, pero no cabe duda de que Servillo tiene reservada la mejor parte del pastel.

También su dirección es atinada, sutil. Como la elegante escenografía de Lino Fiorito, todo parece muy sencillo, natural, casi esquemático, pero consigue transmitir la fuerza de la simplicidad. Cada escena se sucede con una fluidez equilibrada, cada acto tiene un tono diferente, pero tan bien graduado que no hay ningún fallo en la continuidad. A veces da la sensación de que solo hay una manera de hacer teatro (buen teatro, queremos decir), cuando todas las piezas encajan con facilidad, sin aspavientos ni virtuosismos. Es un teatro modesto que no trata de impresionar, pero que a su manera humilde y respetuoso llega más lejos y a un lugar más profundo que cualquier experimento vociferante de teatro transgresor.

Como decíamos, todos los actores están magníficos. En la primera escena entre Chiara Baffi y Betti Pedrazzi ya tenemos el tono que va a sobrevolar toda la representación, una mezcla entre onirismo y humor directo que entrelaza el naturalismo de una conversación cotidiana con la evocación disparatada de los sueños. Pronto aparecerán Gigio Morra y Lucia Mandarini que tendrán menos protagonismo del esperado, pero que como le pasará al genial tío de Daghi Rondanini, tienen un punto de excentricidad memorable. Con Peppe Servillo, ese hambriento y descarado vecino tan débil como malintencionado la cosa ya sube de intensidad, y explota con Servillo. Imparable en su verborrea, arrollador, impetuoso... Y poco después, batido, decepcionado, perdido para la causa de la humanidad.


Es difícil condensar en menos de dos horas tantos vaivenes emocionales sin caer en el guirigay, encontrar en una sola obra tantos disparates sin perder en ningún momento la dirección. Pero De Filippo era capaz de lograr ese equilibrio entre locura y realismo, entre comicidad y pesimismo. Y Servillo le ha honrado con una puesta que mantiene ese maridaje imposible sin que parezca algo forzado, ni tan siquiera inverosímil. Salimos con la certeza de que el repetido dicho “ten cuidado con lo que deseas, porque podría cumplirse” se completa con la idea de que “ten cuidado con lo que sueñas, porque otros podrían hacerlo realidad por ti”. 

viernes, 16 de mayo de 2014

Aventura! (Teatros del Canal)

Es suficiente ver un cartel en el que aparecen las palabras Aventura, T de Teatre y Alfredo Sanzol para que el aficionado teatral comience a salivar. Y no solo por el espléndido recuerdo de Delicadas, sino porque cada nueva propuesta de Sanzol genera las más altas expectativas. Lo cual no siempre es bueno, pues por norma general es infrecuente que las esperanzas se vean colmadas. Quizá por eso al finalizar la función de Aventura! tanto nuestra sensación como la que nos pareció percibir en el ambiente era de cierta frialdad: habíamos asistido a una buena obra de teatro, pero sin la chispa a la que Sanzol nos tiene acostumbrados.

Se podría pensar que todo autor dramático que se precie tiene que dar prueba de su compromiso entregando una obra sobre “la crisis”, pero por otra parte también parece algo inevitable: permanecer ajenos a todo lo que está pasando más que una muestra de soberbia o falta de sensibilidad sería casi un acto de enajenación. La cuestión es cómo poner sobre las tablas esta intención de “hacer algo”. Se puede tirar por lo obvio, por la indignación aspaventosa, por la reiteración en lo sabido, por la proclama. También se puede hacer algo más sutil y más personal, algo sorprendente, y este es el camino emprendido por Sanzol.

Más allá de la obvia referencia a Brecht, Sanzol salpica la historia de su personal estilo, lo cual supone algunos problemas. En sus obras de scketches cada gag tiene una estructura muy controlada en la que no se necesita un gran desarrollo de caracteres, pero en Aventura! nos encontramos con que los personajes aparecen poco definidos, sin que lleguemos a saber nunca ni sus motivaciones profundas ni podamos justificar sus cuestionables decisiones. Y, lo que es peor, tampoco nos importe demasiado lo que les pueda pasar. Tenemos un dilema bien planteado, que puede dar mucho juego, pero luego nos vemos frustrados porque no hay una verdadera discusión, una lucha de ideas o contradicciones.

Quizá sabedor de este punto débil, Sanzol se lo toma con calma antes de llegar al momento de no retorno. En esta ocasión plantea un curioso sistema que combina escenas a toda velocidad con momentos de reposo en los que el tiempo parece detenerse. Los diálogos se precipitan sin solución de continuidad y pasamos de una escena a otra sin que nada indique el cambio de perspectiva. Aquí nos encontramos toda la brillantez de sus diálogos, su facilidad para crear situaciones incómodas y esas gotas de locura que hacen su teatro tan particular. Tampoco pueden faltar un par de manifiestos sobre lo hartos que estamos de todo y que las cosas tienen que cambiar y todo eso.

Las actrices tratan de dar chicha a sus escuálidos personajes y al menos logran caracterizarlos con unas pocas pinceladas. Carme Pla parece fuerte y decidida, pero sus motivos son tan peregrinos como simples intuiciones. Parece sobre todo agotada, dispuesta a renunciar a todo simplemente por cambiar. Marta Pérez es la más indecisa, siempre hace las cosas sin querer, dejándose llevar, mientras que Mamen Duch es todo lo contrario, impetuosa y con la voz de mando. Àgata Roca tiene el personaje más complejo, el que no sabemos por dónde saldrá ni qué es lo que realmente está buscando. Alberto Ribalta tiene el personaje campanudo. Empieza con una evocación bucólica y acaba tan desesperado como todos, sin saber por qué todo se ha ido al garete. Su chino empieza teniendo gracia, pero quizá el gag se alarga demasiado. Jordi Rico está muy suelto dando vueltas por la oficina e inmejorable como lunático abrazadólmenes.


Poco hay que añadir del mérito de estas excelentes actrices y actores, aunque si nos sorprendió que a pesar de su perfecto tempo y la naturalidad de su trabajo conjunto, hubiera ciertos desfases como de obra poco rodada. Al final, todos tienen que tomar una decisión, y se supone que con ellos el público. Que después vendrá el ¿y tú que harías? Los, sí, pero. Y sin embargo no fue así. No nos había dado más materiales de discusión de los que podría salir de una charla de bar. En el fondo, no nos lo creíamos ni sentíamos ninguna simpatía por estos personajes que acabábamos de abandonar a su suerte. Son cosas que pueden pasar cuando se trata de convertir las metáforas en carne. 

lunes, 12 de mayo de 2014

Los ojos (Sala Mirador)

En una de sus greguerías, Ramón Gómez de la Serna decía que “las películas que hemos querido ver, sin haber podido lograrlo, son como vidas que hemos podido vivir y se nos escaparon”. Más que el cinéfilo, que cada vez tiene más oportunidades de ver cualquier película que se le antoje, es el espectador teatral el que tiene que sobrellevar está insatisfacción. Por muy asiduo que sea a las salas, siempre habrá algo importante que se perderá. Si no es aquí, en Londres. Y, al contrario de lo que pasa con el cine, jamás podrá quitarse esa espina. Aunque a veces... Hace tiempo tuvimos que decidir, y al final tomamos la peor opción: en lugar de ver Los ojos caímos en las garras de una de las más lamentables producciones que hayamos tenido que sufrir. Por suerte o por Talía (ya que nos estamos poniendo grandilocuentes, aportemos también algo de pedantería) Los ojos volvió a cruzarse en nuestro camino. Y lo confesamos, a punto estuvimos de volver a dejar pasar la ocasión. De haberlo hecho, probablemente nunca habríamos sabido que teníamos grandes motivos para arrepentirnos. Aunque siempre queda algo en el aire, seguro que muchos aficionados comparten esa sensación de “tendría que haber ido”.

Otra confesión: cuando por fin abrieron las puertas de la sala y vimos lo que estaba pasando en el escenario pensamos que otra vez habíamos errado. Seguimos sin saber a qué viene ese prolegómeno, pero no tiene nada que ver con lo que sucederá a continuación. Pese a estar inspirada en una novela de Galdós, no hay nada en Los ojos de teatro decimonónico (en el peor sentido, el de acartonamiento y rigidez post mortem), pero tampoco hay nada de imposturas modernas o de ocurrencias graciosillas. En realidad, de la genial novela de Galdós (valga la redundancia) solo queda un muy leve esqueleto argumental, esa parte melodramática que solo un autor de la categoría de Galdós podía sublimar. Pero Pablo Messiez no se anda con remilgos: asume el potencial lacrimógeno de la historia y se lanza a tumba abierta. Esto es algo de verdad, sentido, experimentado, y no le da vergüenza exponerse. Lo más fácil es que le hubiera salido algo compasivo e incluso ridículo, pero milagrosamente el resultado es totalmente natural, sincero, emocionante sin artificios.

Al principio todo parece un desmadre, una comedia loca en la que los personajes hablan a toda velocidad, a gritos, diciendo cosas sin mucho sentido. Además, enseguida el foco de la obra deja a un lado a Marianela para centrarse en Natalia, su madre. No sabemos si este giro se produjo ya en el momento de la escritura o en los ensayos, pero así como presenciar la obra es un continuo festín, poder presenciar en vivo ese momento mágico debe de ser una experiencia total: cuando te das cuenta de que lo que tienes entre manos es una ocasión única. Si antes hablábamos de la audacia de Messiez, este también tenía unos fuertes fundamentos sobre los que apoyarse: contar con una actriz como Fernanda Orazi podría transmitir firmeza hasta al director más inseguro del mundo.

Pero primero: si en la escritura Messiez está pletórico, con hallazgos continuos, digresiones brillantes y frases redondas que se van acumulando hasta formar una antología, en su labor como director de escena no se muestra menos diestro. Por ejemplo, en una obra como esta la iluminación tiene un papel muy importante, pero es difícil no caer en la obviedad o el efectismo. Sin embargo, como en todos los aspectos de la puesta en escena, Messiez se desenvuelve de una manera sutil, elegante. Con el material melodramático-radiactivo que tiene entre manos, tiene que ejecutar un casi imposible ejercicio de equilibrismo. Y lo hace con pocos elementos, pero una productividad que no parece tener fin.

Ahora: lo de Fernanda Orazi. Sería momento de volver a la grandilocuencia y la pedantería, pero vamos a intentar seguir el ejemplo de Messiez y contenernos.

Imposible. Es algo estratosférico. Su personaje es una maravilla, un compendio de humanidad, de sentimientos enfrentados, de locura y sensatez, de riesgo y convencionalismo, de melancolía e ilusión. Y todos estos elementos y muchos más, Orazi los centrifuga y provoca una explosión en el escenario que llega hasta la última fila de la grada. Es tan divertida, tan trágica, que provoca esa extraña sensación de risa triste, de desconsuelo feliz. Ya puede hablar de las cosas más banales (su llamada a Telefónica, su reivindicación del tabaco, cosas además en las que le damos todo nuestro apoyo), o ponerse filosófica, sus arrebatos son capaces de poner al público en pie, y si esto no es literal es porque tampoco sería plan de interrumpir la obra con aplausos y aclamaciones cada vez que hace un mutis.


Marianela Pensado es otra fuerza de la naturaleza. Una niña salvaje que experimenta la pasión de una manera brutal y sin cortapisas. Allá por donde pasa, arrasa. Al lado de estos dos huracanes argentinos, Óscar Velado y Violeta Pérez hacen lo que pueden para no ser arrastrados. Y lo hacen con solidez y convicción. Pero llega el final y otra vez nos encontramos con Orazi, ahora con todo el escenario para ella sola. Y la grada se convierte en un mar de sollozos. Dicen que sonaba una canción muy bonita, pero francamente, ni nos dimos cuenta. Aquí esta ella sola, sin ningún esfuerzo interpretativo aparente, sin exhibirse, sin querer demostrar nada. Se ha llegado a la esencia, y cuando esos raros momentos se producen, es mejor no dejarlos pasar. 

lunes, 5 de mayo de 2014

Perdidos en Nunca Jamás (Sala Mirador)

Antes de empezar a disfrutar de Perdidos en Nunca Jamás tuvimos que superar varios escollos. Si hay obras que vienen con las mejores recomendaciones, en este caso el empuje de voces creíbles se mezclaba con el entusiasmo de gentes poco/nada de fiar. Esta sensación de desconfianza se acrecentó al ver a parte del público que asistía a la Sala Mirador, especímenes a los que podríamos (des)calificar como “esos que van en bicis enanas por las aceras”, o más sencillamente como fans de Girls. Sinceramente, donde se ponga una señora con pieles como compañera de público, que se quiten los de los pantalones bajeros. (Con lo rancios que somos, no es de extrañar que tengamos cuatro followers).

Bueno, podemos aprovechar este inusitado ataque de yoísmo para señalar otro de los escollos a los que nos enfrentábamos: no soportamos otra muestra más de “qué mal va todo”. De acuerdo, que hay motivos de sobra, pero precisamente, todo esto ya lo hemos escuchado. Y que estamos de acuerdo, y toda nuestra simpatía, pero ¿es necesario otro ladrillo más en el muro? Elia Kazan contaba en sus memorias que durante la Gran Depresión (cuando él todavía estaba del lado de los ángeles) solo se montaban tres tipos de obras: aquellas que tenían como héroe a un ruso (bueno), las que tenían como protagonista a un alemán (malo), y obras sobre huelgas, toneladas de obras sobre huelgas. Y así no se puede. El teatro siempre tiene que se algo más que un campo acotado para copiar la realidad, que para eso ya la tenemos a ella como intérprete insuperable. Porque además de la reiteración, hay otro peligro mayúsculo: la autoindulgencia, el quejismo.

Por eso no nos parece apropiado que a una obra que ya peca cierta complacencia se la acoja con ditirambos acríticos. Perdidos tiene muchos valores de los que ahora hablaremos, pero no es en absoluto una obra redonda, una obra plenamente lograda. Hay errores de construcción, arritmias en la sucesión de escenas, interpretaciones poco cuajadas. Que la simpatía por un proyecto como este lleve a soslayar estos fallos es contraproducente y puede llevar a creer que ya se ha llegado a la meta cuando solo estamos en el camino, por muy estimulante que sea este. De hecho, muchas de las debilidades de la obra son también parte de su encanto, pero en ningún caso debemos aceptar sus errores con displicencia: sabemos de sobra que eso es parte de nuestro problema.

Uno de los puntos flacos transformados en aliados es el tono desmañado. Todo parece suceder un poco por conveniencia, porque la historia tiene que avanzar, pero esto también dota al montaje de una frescura inusitada. Si el lado malo es la falta de profundidad en los planteamientos, el enroque en las ideas soltadas sin desarrollo, por otra parte se gana en desparpajo, en conseguir una comunicación inmediata con el público. Los momentos musicales pueden parecer chapuceros o intentos por encubrir con melodiosidad reconocible baches de los que no se sabe cómo salir, pero si el espectador se pone a su nivel, son divertidos y con su punto de creatividad naïf. A veces se produce cierta desconexión entre el texto de Silvia Herreros de Tejada, que parece tirar más hacia lo pedestre, las vivencias compartidas y cierta comodidad en el desconsuelo, y la puesta en escena de Lucía Miranda, que se siente más cómoda en el terreno simbólico. Es mucho más estimulante esta parte visual y puramente escénica, pero también tiene su sentido confrontar estos dos mundos de una manera directa.

Entre los actores nos encontramos con algunas de las deficiencias más importantes de la obra. Hay muchas ganas, pero en algunos casos falta vida y sobra afectación. Y un llamamiento urgente a los actores jóvenes: trabajen su dicción. Laura Santos nos hace temer lo peor cuando asume el papel de madre sin naturalismo (que no hace falta), pero también sin el menor convencimiento (lo que es peor). Pero será solo una salida en falso, porque después transmitirá con igual sencillez desencanto e ilusión, comprensión y rabia. Si como madre le falta madurez, cuando representa su propia edad le sobrará. Rennier Piñero hace que nos pongamos del lado de Garfio inmediatamente (y de forma literal durante el combate). En sus ojos sí que vemos sentimiento de verdad, esa mezcla de haber sufrido pero de mantener ilusiones que podría haberse convertido en el corazón de la obra. También Nacho Bilbao podría haber tenido más protagonismo. Aparte de su fantástico trabajo musical, sus intervenciones siempre son acertadas y uno de los mayores logros de la obra es cuando subraya irónicamente la escena de la familia feliz. Quizá mantener este contrapunto toda la obra habría sido excesivo, pero esa ironía, esas gotas de distanciamiento, habrían venido fenomenal.


Como en la obra, volvamos al principio. La idea de recoger las voces de los padres de los actores nos pareció un obstáculo difícil de superar. Detectamos aquí esa melancolía un poco impostada de los anuncios de líneas aéreas que más que bordear el límite del sentimentalismo se deja llevar por lo mimosón sin cautela alguna. Que tras esta prueba de fuego la obra nos fuera ganando poco a poco hasta derribar casi todas nuestras defensas demuestra que aquí hay algo sincero. Escondido tras capas de conmiseración, saboteado por pudor o por querer quedar bien, pero expresado con cariño y ganas. Esperemos que este proyecto no se petrifique mirándose en el espejo del que guapos somos todos, sino que se atreva a dar el arriesgado paso hacia la confrontación con lo que ve reflejado en un espejo más respondón: el que muestra las propias debilidades.