lunes, 31 de octubre de 2016

Inflamation du verbe vivre (Teatro Valle-Inclán)

Uno de los peores males del mundo teatral es la autocomplacencia. La cosa empieza en el patio de butacas, antes de que se levante el telón. Si Cocteau decía que en ningún lugar se oyen tantas tonterías como en un museo, sería porque lo que se escucha en un patio de butacas pertenece a otra categoría. Todo dicho de buen rollo. Pero lo peor es cuando en la escena aparece el “Autor” (no necesariamente de manera física) y enseguida descubrimos cuánto se gusta. Y que no hay nadie que le diga, mira, si necesitas un masaje de ego hazlo en privado. Con Wajdi Mouawad hemos descubierto un nuevo tipo de autocomplacencia: la del autor que se odia. Y lo malo es que no es menos penoso. Ese creador que solo piensa en sí mismo y que se regodea en sus penas. Pasar por esto cada noche tiene que ser duro, pero ponerlo en escena supone una suerte de exhibicionismo con un punto obsceno.

En cualquier caso, si esta purificación estuviera bien expresada, podría alcanzar el grado de catarsis, tan teatral. Pero nos resulta difícil creer que el creador de Incendios sea el mismo que el de este Inflamation du verbe vivre. El espectáculo no empieza mal, tiene cierto humor y diversos juegos que de primeras son curiosos. Esta lo de la conversación entre pasado y presente, representación y verdad, clásico y moderno, todo eso que gusta tanto a los críticos. Pero llega un momento en el que Mouawad entra en barrena y ya no sale del espanto. Cuando su personaje alcanza el Hades, el espectador le acompaña en este viaje al infierno, y no de manera simbólica. La obra dura dos horas y veinte, pero la sensación es que es mucho más larga, eterna, que el final nunca se vislumbra. Hay momentos como cuando los perros o los adolescentes toman la voz, en los que temes que el autor haya perdido realmente la cabeza. El espejo que supuestamente tiene que ser el teatro no es ya que tome una forma distorsionada, es que se quiebra en mil pedazos.

Una de las manías que más nos molestan en el teatro actual es el de tomar el nombre de los clásicos en vano. En este caso, al menos Mouawad no titula su obra Filoctetes, una de las obras menos conocidas de Sófocles y que el propio autor dice detestar, y de la que apenas queda un resumen de dos minutos y una escena recreada en la pantalla. Porque esa es otra, gran parte de la obra se representa como una filmación con la que el Mouawad presente interacciona. Como idea no está mal y al principio tiene su gracia, pero al poco tiempo esta artefacto ya se ha comido toda la propuesta y por mucho que teóricamente funcione a distintos niveles, en realidad el recurso pronto se agota. Es lo mismo que pasa con la intención poética del autor. La poesía puede salvar vidas, pero en teatro es muy difícil que funcione, y en este caso, por mucho que duela cuestionar a un autor otras veces tan admirable como Mouawad o una propuesta tan ambiciosa y con buenas intenciones como Inflamation du verbe vivre, la realidad es que nosotros solo queríamos que ese tormento acabara de una vez. Y, cuando lo hizo, media platea en pie y bravos por doquier. Lo de siempre.

jueves, 20 de octubre de 2016

El perro del hortelano (Teatro de la Comedia)

A priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí. Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.

Dado que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos tan poco apropiados para describir una obra teatral como “preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una ingravidez metateatral (en el buen sentido).

Pero esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera, limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos. Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles), Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.

Aunque seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran parte del trabajo hecho.

Rafa Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable, con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de intervenciones para hacerse con el personaje y con el público. Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró, perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.

lunes, 17 de octubre de 2016

Escuadra hacia la muerte (Teatro María Guerrero)

Cuando de adolescente lees a los existencialistas piensas que eso es la filosofía, pero no tendrá que pasar mucho tiempo para que te des cuenta de que eso no es filosofía. Por qué hay gente que llegada ya la madurez sigue viendo tal fenómeno sin la ironía debida, es un misterio. Quizá esa pesadez de la nostalgia llegue también a estos terrenos. En cualquier caso, vista ahora, Escuadra hacia la muerte no solo sufre de los habituales achaques debidos al paso del tiempo, sino que su deuda con esa filosofía de bolsillo (a veces da la sensación de ser un escolio a Sartre, total, solo cambia una letra) la hace casi intragable.

Porque no es ya que, pese a las injerencias brechtianas, no haya el más mínimo distanciamiento, sino que la pomposidad latente en la obra de Alfonso Sastre está multiplicada aquí hasta niveles por momentos bochornosos. Es como si a cada momento nos estuvieran diciendo: eh, atentos que ahora viene algo importante. Pum-pum-pum. Luces, que ahora llega un momento trascendente. Y, bueno, si lo que nos dijeran fuera realmente interesante, pues la parafernalia sería secundaria, pero es que esto no es que haya pasado de moda, sino que quizá de tanto usarlo ha perdido cualquier valor no ya estético, sino humanista.

Cuando a la salida de una obra los comentarios van dirigidos a alabar su escenografía, aunque esta sea de Paco Azorín, malo. Y es cierto que, en este campo, el trabajo de Azorín es encomiable, al igual que el de Pedro Yagüe en la iluminación. Pero, aparte de eso, poco que destacar en un director que con Julio César demostró que puede hacerlo mucho mejor. Las actuaciones, en su tono general, sin necesidad de particularizar, están como varios puntos por encima del nivel de intensidad requerida, como si hablaran para la platea (en el mal sentido). También en este aspecto el montaje adolece de grandilocuencia.

lunes, 10 de octubre de 2016

Serlo o no (Teatro Español)

Pese a lo (aparentemente) pretencioso de su subtítulo, Para acabar con la cuestión judía, el principal valor de Serlo o no es su ligereza, tratar un tema difícil y que crispa como pocos con ironía y sin tomarse las cosas demasiado en serio, que ya habrá otros lugares y otros momentos más oportunos para ello. A quien esté medianamente interesado en el tema (¡el judaísmo!), las cuestiones planteadas incluso le pueden parecer excesivamente pueriles, pero, por una parte, la realidad nos demuestra que la ignorancia al respecto supera cualquier (baja) expectativa, y por otro lado esta ingenuidad le sirve a Jean-Claude Grumberg para introducir elementos peliagudos casi de tapadillo, como quien no quiere la cosa. De una manera que se podría calificar de pedante (en su sentido primero), las lecciones de Grumberg nos sirven para, si no acabar con la cuestión, al menos quitarle dramatismo.

Aunque su centro de interés muy diferente (pese a lo que diga algún crítico o Richard Brooks, antisemitismo y homofobia no son equivalentes), Serlo o no me recordó al estilo de Alan Bennett: irónico, brillante, fácil de tratar... Como suele pasar con los textos de Bennett, el de Grumberg parece poca cosa, casi intrascendente. Y no haría falta ahora invocar las excusas habituales: que si detrás de esa apariencia ligera hay unas implicaciones profundas, que si bajo la levedad de los diálogos se esconde un mensaje de tolerancia o la gran palabra que más convenga. De hecho, cuando en su parte final el tono da un giro dramático, pierde parte de su encanto sin como contrapeso ganar en hondura. Preferimos quedarnos con la comedia elegante, sencilla y chispeante con la que habíamos disfrutado hasta entonces.

Antes de dejarse llevar por la emoción, Josep Maria Flotats había servido un puesta en escena también natural y fluida, a pleno servicio del texto. Y, una vez más, de su exhibición como cómico. Flotats es inimitable (aunque sí es parodiable), nadie actúa como él, con esa gestualidad tan francesa, esa forma tan particular de hablar (como los grandes actores, sin recitar, como si sus réplicas se le ocurrieran en el instante). Da igual cuál sea el método o si, al contrario de lo que pasa con su puesta, hay cierta falta de naturalidad, lo que importa es que el resultado es efectivo y que el humor presente en el texto de Grumberg se multiplica gracias a la interpretación de Flotats. Como bufón sufrido, Arnau Puig mantiene el tipo frente a Flotats y aporta una comicidad más física y directa que en lugar de desequilibrar suma.