jueves, 17 de noviembre de 2016

Premios y castigos (Teatro de La Abadía)

Maximalistas como somos, siempre hemos defendido que de los tres grandes pilares sobre los que se asienta el teatro, es decir, el texto, los actores y la dirección, solo este último es accesorio. Es decir, que si la dirección es buena, estupendo, siempre será un plus, pero que cuanto menos se note, mejor, y salvo en casos delictivos, si es mala la función siempre se podrá salvar si los actores y el texto están a la altura. Sin embargo, si uno de estos otros dos factores falla, ya puede haber un director divino detrás del escenario que no habrá manera de que la cosa funcione. En el caso de Premios y castigos, sin necesidad de cuestionar la puesta en escena, queda demostrada esta teoría: por muy fabulosos que sean (que lo son) lo actores, con un texto mediocre, ni la parodia nos salva.

Ya el inicio de la obra nos había dejado un poco descolocados. Lo de meterse en una sesión de ejercicios interpretativos tiene su gracia, aunque limitada. Pero las T de Teatre son tan buenas (y mención especial en esta ocasión merece Marc Rodríguez) que el experimento no solo no se agota, sino que va creciendo en gracia y complejidad. La verdad es que hay que poner de tu parte para sacar de lo visto más que una simple observación de excéntricos en plena rutina, o lo que es lo mismo, de actores ensayando, pero en cualquier caso hay momentos bien divertidos y siempre es un placer observar a unos actores muy dotados en variada exposición de sus recursos. El problema viene cuando de los ejercicios imitativos pasamos al drama padre.

Ciro Zorzoli ha elegido como objeto de escarnio la obra de Florencio Sánchez Barranca abajo, y el problema no es que sea malísima o que no se entienda nada, sino que no lleva a ninguna parte. Vale, da pie para todo tipo de excesos, melodramatismos y burlas, pero la atención pronto se dispersa y como lo que ahora vemos puesto en práctica ya lo hemos visto antes en los ensayos, tampoco hay nada nuevo que descubrir o que disfrutar. A veces el tiro es tan fácil que nos confiamos y fallamos en el blanco, y lo que podría haber sido una suave coña, quizá por ambiciones intempestivas (se habla en el programa de “qué es verdad” y todo eso), acaba convirtiéndose en un sinsentido y, lo que es peor, sin gracia. Quedémonos pues con la primera parte y con otra lección (aparte de las interpretativas) bien aprendida: texto, texto, texto.

lunes, 31 de octubre de 2016

Inflamation du verbe vivre (Teatro Valle-Inclán)

Uno de los peores males del mundo teatral es la autocomplacencia. La cosa empieza en el patio de butacas, antes de que se levante el telón. Si Cocteau decía que en ningún lugar se oyen tantas tonterías como en un museo, sería porque lo que se escucha en un patio de butacas pertenece a otra categoría. Todo dicho de buen rollo. Pero lo peor es cuando en la escena aparece el “Autor” (no necesariamente de manera física) y enseguida descubrimos cuánto se gusta. Y que no hay nadie que le diga, mira, si necesitas un masaje de ego hazlo en privado. Con Wajdi Mouawad hemos descubierto un nuevo tipo de autocomplacencia: la del autor que se odia. Y lo malo es que no es menos penoso. Ese creador que solo piensa en sí mismo y que se regodea en sus penas. Pasar por esto cada noche tiene que ser duro, pero ponerlo en escena supone una suerte de exhibicionismo con un punto obsceno.

En cualquier caso, si esta purificación estuviera bien expresada, podría alcanzar el grado de catarsis, tan teatral. Pero nos resulta difícil creer que el creador de Incendios sea el mismo que el de este Inflamation du verbe vivre. El espectáculo no empieza mal, tiene cierto humor y diversos juegos que de primeras son curiosos. Esta lo de la conversación entre pasado y presente, representación y verdad, clásico y moderno, todo eso que gusta tanto a los críticos. Pero llega un momento en el que Mouawad entra en barrena y ya no sale del espanto. Cuando su personaje alcanza el Hades, el espectador le acompaña en este viaje al infierno, y no de manera simbólica. La obra dura dos horas y veinte, pero la sensación es que es mucho más larga, eterna, que el final nunca se vislumbra. Hay momentos como cuando los perros o los adolescentes toman la voz, en los que temes que el autor haya perdido realmente la cabeza. El espejo que supuestamente tiene que ser el teatro no es ya que tome una forma distorsionada, es que se quiebra en mil pedazos.

Una de las manías que más nos molestan en el teatro actual es el de tomar el nombre de los clásicos en vano. En este caso, al menos Mouawad no titula su obra Filoctetes, una de las obras menos conocidas de Sófocles y que el propio autor dice detestar, y de la que apenas queda un resumen de dos minutos y una escena recreada en la pantalla. Porque esa es otra, gran parte de la obra se representa como una filmación con la que el Mouawad presente interacciona. Como idea no está mal y al principio tiene su gracia, pero al poco tiempo esta artefacto ya se ha comido toda la propuesta y por mucho que teóricamente funcione a distintos niveles, en realidad el recurso pronto se agota. Es lo mismo que pasa con la intención poética del autor. La poesía puede salvar vidas, pero en teatro es muy difícil que funcione, y en este caso, por mucho que duela cuestionar a un autor otras veces tan admirable como Mouawad o una propuesta tan ambiciosa y con buenas intenciones como Inflamation du verbe vivre, la realidad es que nosotros solo queríamos que ese tormento acabara de una vez. Y, cuando lo hizo, media platea en pie y bravos por doquier. Lo de siempre.

jueves, 20 de octubre de 2016

El perro del hortelano (Teatro de la Comedia)

A priori se podría pensar que con uno de los grandes textos de Lope de Vega y un reparto mínimamente profesional, lo demás viene de sí. Pero en poco tiempo hemos podido comprobar de manera práctica la importancia de una buena versión y de una puesta en escena que se sitúe a la altura del proyecto. Porque si hace poco más de un año vimos una puesta mortal de El perro del hortelano, de esas que te hacen pensar que el teatro clásico no es para ti (ni para este siglo), con este montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico Helena Pimenta ha firmado el que para nosotros es su mejor trabajo al frente de la misma, una joya en todos sus aspectos.

Dado que eso de trasladar la acción a una época aleatoria parece imprescindible, al menos nos alegramos que en esta ocasión el siglo elegido haya sido el XVIII, lo que nos permite utilizar calificativos tan poco apropiados para describir una obra teatral como “preciosidad”. Pero es que es así, tanto la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda como el vestuario de Pedro Moreno y la iluminación de Juan Gómez-Cornejo son una maravilla. Por suerte ya no estamos en el Pavón, y el Teatro de la Comedia permite a Sánchez Cuerda desplegar unos decorados casi abrumadores por su profundidad y riqueza, que sin embargo no son ostentosos, sino de la máxima elegancia. Y qué decir del trabajo de Moreno, otra delicia para los sentidos, imaginativo y colorido casi hasta lo pop, o del de Gómez-Cornejo, capaz de crear ambientes de ensueño envueltos en una ingravidez metateatral (en el buen sentido).

Pero esta exuberancia estética se quedaría en nada si no estuviera al servicio de una obra que es puro gozo desde el principio. Hasta tal punto que nos pensábamos que tanto tan bueno no podría aguantar hasta el final. Pero sí. La versión de Álvaro Tato es ligera, limpia, fluida, y está dicha con seguridad y frescura, demostrando que Lope puede ser plenamente actual y no una reserva para filólogos. Con estos cimientos, Pimenta puede jugar a placer, ya sea imprimiendo un ritmo supersónico cuando la acción lo demanda o una calma apropiada para los momentos más plácidos. Con una labor de claridad muy bienvenida en una obra llena de cambios de tonos y peripecias varias (solo sobran algunos bailecitos perfectamente prescindibles), Pimenta logra llevar el ritmo de la función con firmeza incluso en los momentos en los que la trama se dirige sin freno al disparate.

Aunque seguro que por dentro llevan su cargas (la apariencia de facilidad solo se consigue tras mucho trabajo), hacia fuera los actores solo muestran dicha. Qué manera más natural, casi coloquial, de decir los versos, qué alegría en los movimientos y las replicas, qué soltura en los cambios de registro. Marta Poveda está fulgurante desde su aparición y ya no dejará de brillar en cada una de sus apariciones. Si el resto no estuviera a la altura, se la echaría de menos cuando desaparece. Pero, al contrario, sus ausencias solo hacen que cuando reaparece resplandezca con más fuerza. Su caprichosa Diana es un bombón para cualquier actriz, pero también una bomba de relojería que puede explotar si no se maneja con cuidado. Poveda sabe desactivar todas las amenazas y sacar el mayor partido tanto en sus momentos más cómicos, con un manejo total de la ironía gestual, como cuando la delicadeza se impone. Eso sí, que no se le olvide darle las gracias a Moreno, con esos vestidos ya tiene gran parte del trabajo hecho.

Rafa Castejón también tiene un personaje de cuidado, ya trepa ya romántico, al que tira más hacia el lado de la simpatía que de la doblez. Joaquín Notario está una vez más insuperable, imparable, con un personaje picaresco que arrasa por donde pisa. Pero la verdadera sorpresa de la función es Natalia Huarte (aunque ya en La cortesía de España prometía mucho), irresistible en sus escenas cómicas y con una presencia digna de actrices con mucha más experiencia. Caso de Nuria Gallardo, como siempre precisa en su labor, o de Fernando Conde, quien solo necesita un par de intervenciones para hacerse con el personaje y con el público. Además, Conde enlaza con la memorable película de Pilar Miró, perfecta manera de cerrar un círculo virtuoso.

lunes, 17 de octubre de 2016

Escuadra hacia la muerte (Teatro María Guerrero)

Cuando de adolescente lees a los existencialistas piensas que eso es la filosofía, pero no tendrá que pasar mucho tiempo para que te des cuenta de que eso no es filosofía. Por qué hay gente que llegada ya la madurez sigue viendo tal fenómeno sin la ironía debida, es un misterio. Quizá esa pesadez de la nostalgia llegue también a estos terrenos. En cualquier caso, vista ahora, Escuadra hacia la muerte no solo sufre de los habituales achaques debidos al paso del tiempo, sino que su deuda con esa filosofía de bolsillo (a veces da la sensación de ser un escolio a Sartre, total, solo cambia una letra) la hace casi intragable.

Porque no es ya que, pese a las injerencias brechtianas, no haya el más mínimo distanciamiento, sino que la pomposidad latente en la obra de Alfonso Sastre está multiplicada aquí hasta niveles por momentos bochornosos. Es como si a cada momento nos estuvieran diciendo: eh, atentos que ahora viene algo importante. Pum-pum-pum. Luces, que ahora llega un momento trascendente. Y, bueno, si lo que nos dijeran fuera realmente interesante, pues la parafernalia sería secundaria, pero es que esto no es que haya pasado de moda, sino que quizá de tanto usarlo ha perdido cualquier valor no ya estético, sino humanista.

Cuando a la salida de una obra los comentarios van dirigidos a alabar su escenografía, aunque esta sea de Paco Azorín, malo. Y es cierto que, en este campo, el trabajo de Azorín es encomiable, al igual que el de Pedro Yagüe en la iluminación. Pero, aparte de eso, poco que destacar en un director que con Julio César demostró que puede hacerlo mucho mejor. Las actuaciones, en su tono general, sin necesidad de particularizar, están como varios puntos por encima del nivel de intensidad requerida, como si hablaran para la platea (en el mal sentido). También en este aspecto el montaje adolece de grandilocuencia.

lunes, 10 de octubre de 2016

Serlo o no (Teatro Español)

Pese a lo (aparentemente) pretencioso de su subtítulo, Para acabar con la cuestión judía, el principal valor de Serlo o no es su ligereza, tratar un tema difícil y que crispa como pocos con ironía y sin tomarse las cosas demasiado en serio, que ya habrá otros lugares y otros momentos más oportunos para ello. A quien esté medianamente interesado en el tema (¡el judaísmo!), las cuestiones planteadas incluso le pueden parecer excesivamente pueriles, pero, por una parte, la realidad nos demuestra que la ignorancia al respecto supera cualquier (baja) expectativa, y por otro lado esta ingenuidad le sirve a Jean-Claude Grumberg para introducir elementos peliagudos casi de tapadillo, como quien no quiere la cosa. De una manera que se podría calificar de pedante (en su sentido primero), las lecciones de Grumberg nos sirven para, si no acabar con la cuestión, al menos quitarle dramatismo.

Aunque su centro de interés muy diferente (pese a lo que diga algún crítico o Richard Brooks, antisemitismo y homofobia no son equivalentes), Serlo o no me recordó al estilo de Alan Bennett: irónico, brillante, fácil de tratar... Como suele pasar con los textos de Bennett, el de Grumberg parece poca cosa, casi intrascendente. Y no haría falta ahora invocar las excusas habituales: que si detrás de esa apariencia ligera hay unas implicaciones profundas, que si bajo la levedad de los diálogos se esconde un mensaje de tolerancia o la gran palabra que más convenga. De hecho, cuando en su parte final el tono da un giro dramático, pierde parte de su encanto sin como contrapeso ganar en hondura. Preferimos quedarnos con la comedia elegante, sencilla y chispeante con la que habíamos disfrutado hasta entonces.

Antes de dejarse llevar por la emoción, Josep Maria Flotats había servido un puesta en escena también natural y fluida, a pleno servicio del texto. Y, una vez más, de su exhibición como cómico. Flotats es inimitable (aunque sí es parodiable), nadie actúa como él, con esa gestualidad tan francesa, esa forma tan particular de hablar (como los grandes actores, sin recitar, como si sus réplicas se le ocurrieran en el instante). Da igual cuál sea el método o si, al contrario de lo que pasa con su puesta, hay cierta falta de naturalidad, lo que importa es que el resultado es efectivo y que el humor presente en el texto de Grumberg se multiplica gracias a la interpretación de Flotats. Como bufón sufrido, Arnau Puig mantiene el tipo frente a Flotats y aporta una comicidad más física y directa que en lugar de desequilibrar suma.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Cartas de amor (Teatros del Canal)

Como dice Simon Garfield en Postdata. Curiosa historia de la correspondencia, parece que cada vez que sale el tema de las relaciones epistolares, alguien cita 84 Charing Cross Road. Así que, hala, ya está nombrada. Pero, aparte de esta inevitable evocación, a mí Cartas de amor me recordó a El fantasma y la señora Muir. Y no es que la genial película de Mankiewicz tenga algo que ver con las cartas, pero la relación entre Andy y Melissa tiene algo de fantasmal, de intangible, como si estos dos personajes nunca hubieran llegado a tocarse. La decisión de David Serrano de mantener en todo momento a los actores separados, sin que ni tan siquiera se crucen las miradas en casi hora y media de función, aunque quizá tenga una motivación que esté más relacionada con las limitaciones físicas que con una idea conceptual, incide en esta aproximación espiritual, contada desde el más allá. Porque, y no queremos adelantar acontecimientos, en el fondo se trata de la conversación con un fantasma, la rememoración de un pasado construido juntos desde la distancia.

Pese a sus limitaciones, no es de extrañar que el texto de A. R. Gurney siga representándose en todo el mundo casi treinta años después de su estreno y que adivinemos a este montaje un enorme éxito de público. Es lo que se suele considerar como una “bonita historia”, bien narrada, con humor, melancolía y romanticismo. Pero para que un género tan difícil como el epistolar se eleve por encima de sus restricciones tiene que haber un fuerte subtexto, un juego de sobreentendidos que disocie la palabra escrita de la intención. Una obra maestra en este sentido es Lady Susan, de Jane Austen (curiosamente, según el mismo Garfield, una pésima escritora de cartas), en la que el lector puede sacar sus propias conclusiones sobre la perversidad de su protagonista a pesar de las declaraciones aparentemente siempre bienintencionadas de esta. En Cartas de amor lo que oímos es lo que hay, y está muy bien, pero se queda corto. En este mismo sentido, la puesta de Serrano es igualmente concisa (por cierto, ¿dónde hemos visto la misma escenografía de bombillas que se van apagando?). Pero esta sencillez no impide que el montaje funcione a la perfección, con un ritmo muy bien graduado (ahora reposo, ahora aceleración) y buenas dosis de humor. La verdad es que al principio pensé que la obra podría hacerse un poco larga, como en Nueve cartas a Berta, donde acababas pensando que sobraban dos o tres, pero la realidad es que en ningún momento se hace pesada ni da la sensación de alargarse.

En cualquier caso, el texto ya podría ser el mayor bodrio de la historia, que estando ahí Julia Gutiérrez Caba y Miguel Rellán, el resultado habría sido igualmente fascinante. Si por separado ya son la bomba, suponemos que su interactuación habría provocado una fisión nuclear, así que quizá casi mejor mantenerlos un poco alejados en el sofá. No es ya que no utilicen maquillaje o recursos escénicos, lo que habría sido bastante ridículo, es que no hay en ellos ningún propósito de imitación, y sin embargo pasan de la niñez a la vejez, pasando por la adolescencia y la madurez, con una veracidad genuina. Rellán está como siempre, relajado, natural, con una capacidad intrínseca para provocar simpatía y buen ánimo. Su Andy pasa de la inocencia a la hipocresía en una evolución totalmente creíble; cuando se convierte en un modelo, enseguida descubrimos su cara humana, cuando se enfada sabemos que es de verdad, y que pronto recuperará su alegría. A veces el personaje puede caer en el arquetipo, pero jamás Rellán, que dota a Andy de unas capas y un desarrollo que no están en el texto. Y lo de Gutiérrez Caba es digno de estudio... paranormal. ¿De dónde saldrá esa elegancia, ese saber estar, ese poder de fascinación? Sin duda, no es algo que se estudie, pero tampoco puede ser espontáneo. Pocas actrices hemos visto con tanta clase (quizá solo a Norma Aleandro), capaz de decir “mierda” y que parezca que te está diciendo “cariño”, capaz de transmitir una gama infinita de matices y sentimientos sin apenas exteriorizarlos, que sepamos todo lo que pasa por su cabeza sin que abra la boca. Sí, ni tan siquiera el mayor bodrio de la historia, sueltas a Rellán y Gutiérrez Caba en un escenario y sin que digan una sola palabra, ya te estarían dando una lección de teatro.

martes, 27 de septiembre de 2016

Incendios (Teatro de la Abadía)

No es por presumir, pero cada vez sé menos de teatro (parafraseando a Vázquez Cereijo). Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos a una obra que han visto millones de personas en todo el mundo con aclamación general y que a nosotros nos dejó totalmente fríos. Por eso, si alguien nos pidiera que explicáramos qué es el teatro, lo tendríamos difícil para encontrar una definición, pero sin embargo la demostración práctica sería sencilla: el teatro es Incendios. Muchas veces nos hemos preguntado por qué sigue habiendo gente que escribe teatro y, quizá todavía más misterioso, por qué sigue habiendo gente que va al teatro. Pues bien, Incendios también es la solución a estos enigmas: porque esperamos que se produzca este milagro, esa obra en la que todo cobra sentido, en la que la historia y la vida se presenta ante nuestros ojos de una manera que ni la literatura y ni tan siquiera el cine podrían hacerlo.

Ahora llega el momento de confesar otra incapacidad: ¿cómo hablar de una obra como Incendios, tan ambiciosa, tan compleja, tan rica que parece infinita? Ni tan siquiera yendo escena por escena podría alcanzar la perspectiva suficiente para establecer una visión que haga justicia al desafío planteado por Wajdi Mouawad. Ni tan siquiera puedo decir: “para empezar”, porque la historia de Incendios es una de esas historias que no parecen tener principio ni fin. Pese a estar perfectamente localizada (y eso que en ningún momento hay mención explícita a lugares concretos), la tragedia de Incendios es atemporal y universal, no en vano enlaza de manera obvia con la tragedia griega y transforma una historia particular en una mitología que nos ha acompañado siempre y que sigue marcando nuestra forma de entender el mundo.

Si tuviera que elegir un tema como el centro de la obra, sin duda este sería el de la verdad, el de su búsqueda y su capacidad para volver el mundo del revés. Según el viejo adagio, la verdad siempre es revolucionaria, pero en este contexto la revolución significa trastocar de manera definitiva nuestra posición ante la vida. La Verdad y la Historia, convertidos a través de la experiencia de las personas que habitan Incendios en la verdad y la historia, conceptos abstractos transformados en puñetazos directos que seremos incapaces de evitar. Al escribir esto no puedo evitar pensar en una de las personas que mejor me ha enseñado en qué consiste el teatro: Juan Mayorga (algunas referencias matemáticas en Incendios hacen todavía más evidente esta conexión). Como pasa con las obras de Mayorga, Incendios obliga al espectador a involucrarse de manera total ante lo que está viendo en el escenario, a dejarse llevar y convertirse en un personaje más con la obligación de completar la experiencia. Pero existe una gran dificultad para poder penetrar en este mundo: la violencia que explota ante nuestra mirada. La novela de Mouawad Ánima es una de las experiencias lectoras más brutales que he padecido, obligando en más de una ocasión a saltarse párrafos enteros debido al salvajismo de sus descripciones. Esta violencia también está presente en Incendios, pero en esta ocasión es imposible apartar la mirada del escenario, porque queremos saberlo todo, aunque duela. Lo que vemos no es solo doloroso porque somos humanos y no podemos permanecer ajenos a la tragedia de unos semejantes, sino porque también nosotros estamos incluidos en esta invitación a reflexionar e interiorizar el drama.

Una obra con la grandeza de Incendios necesita una puesta en escena a la altura, y pocos hombres de teatro hay tan capacitados como Mario Gas para hacer frente al envite. La multitud de niveles a los que funciona Incendios hace de su ejecución un difícil juego de equilibrios en los que, con que falle un eje, todo el montaje se viene abajo. No se trata ya solo de lograr la convergencia de espacios y tiempos, sino de alcanzar una fluidez que dé unidad y coherencia a una historia que puede salir disparada en cualquier dirección. Y lo que consigue Gas es que la complejidad de la obra se transforme en pura sencillez, que los afluentes desemboquen con perfecta naturalidad, que todo sea comprensible. Apoyado en una escenografía de apariencia simple obra de Carl Fillion y Anna Tussell, unos vídeos perfectamente integrados de Álvaro Luna y una iluminación precisa de Felipe Ramos, el escenario se transforma en un campo de batalla, un cementerio del que es necesario escapar para alcanzar la vida. Y Gas sitúa al espectador en el centro de esta tragedia, sin permitirle ni un segundo de sosiego durante las tres horas de función. Si en el teatro todo es metáfora, en este Incendios hasta las metáforas tienen alma.

Pero la dirección de Gas no se queda en la puesta en escena, solo su gran labor puede explicar el extraordinario nivel de todas las interpretaciones, de los actores que ya son mitos en sí y de aquellos que no conocíamos. ¿Qué se puede decir de Ramón Barea o Nuria Espert? Tópico: que solo por verlos ya merecería la pena pagar la entrada. Hipérbole: que sus interpretaciones permanecerán para siempre. Pero es que así lo sentimos, más allá de que Incendios sea una de las grandes obras de lo que llevamos de siglo XXI, este montaje permanecerá como una de las cumbres interpretativas de estos actores a los que no les faltan momentos de gloria. Y, como decíamos, el resto del reparto no se queda atrás. Llenos de fuerza (¿cómo terminarán después de cada función? Representar Incendios debe de ser más duro que estar tres horas remando), de profundidad, de matices, los actores de Incendios lo ponen todo para conseguir que esta obra sea todavía más que una excelente obra de teatro. Lo que decía, hacen que Incendios sea el teatro.

lunes, 19 de septiembre de 2016

La lista (Sala Cuarta Pared)

Qué sería del espectador teatral sin las listas. En esos momentos en los que ya no sabes cómo ponerte, cuando la insondable profundidad del tedio parece haber alcanzado cotas hasta entonces desconocidas, siempre queda el recurso de hacer listas. De lo hecho y de lo por hacer, de actores por países, de alimentos por colores... Por eso no será difícil identificarse con la protagonista de La lista, aunque lo normal es que la manía no llegue a los límites aquí escenificados. Porque esta mujer no se conforma con la carga de tener que llevar a cuestas un desorden (qué paradójico) obsesivo-compulsivo, sino que la angustia que sufre por no poder controlarlo todo, incluso lo que parece ir más allá de sus capacidades, le provoca una continua sensación de incapacidad, de frustración, de culpa.

Normalmente no somos muy amigos de este tipo de personajes, más por cansinos que por otra cosa. Cada uno tenemos lo nuestro y que nos vengan con historias, bien en modo exhibicionista, bien en modo redentor, suele revelar un interés más bien morboso o patológico. Pero por suerte Jennifer Tremblay evita todos los tópicos del género y muestra una distancia y una capacidad para la disección que va al centro del asunto (la obra apenas dura una hora) sin caer en el sentimentalismo ni el rasgamiento de vestiduras. Casi toda la representación es presa de una frialdad todavía más chocante dada la dureza de lo expuesto, y de una casi total ausencia de humor, que también solemos ver como una carencia, pero que aquí está plenamente justificada.

Javier G. Yagüe coreografía la puesta en escena para que su protagonista no esté ni un solo momento sin nada que hacer, lo que no impide que piense, que ser reconcoma, que sufra sin disimulos. Aquí la inquietud es literal: la protagonista no puede estarse parada. La escenografía está repleta de chismes, cuyo uso da un ritmo constante a la función, sin que estorben ni distraigan del punto fuerte de la obra, la actuación de Frantxa Arraiza. Su interpretación puede parecer más fruto de la composición que del desgarro interno, pero esta opción es totalmente coherente con el tono elegido para la obra. La vida en escena está ahí, con todo su dramatismo, con ese calvario personal que se transmite a cada uno de los espectadores. Pero Yagüe y Arraiza han preferido optar por la contención, que la profundidad de la desolación llegue no por medio de la expresión, sino de la mucho más complicada comprensión.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Idiota (Teatro Kamikaze)

En realidad es mejor ni tan siquiera mirarlos. Porque lo habitual es que los textos que los directores redactan para los programas de mano sean torpes intentos propagandísticos, colecciones de tópicos o desalentadores demostraciones de incapacidad. Vamos, lo mismo que las críticas teatrales. Pero en el caso de caer en la tentación, lo mejor es leerlos después de vista la función (no por temor a destripes, sino a que te entren ganas de salir corriendo antes de tiempo), que es precisamente lo que he hecho hace un rato, antes de ponerme a escribir. Y me encuentro con que Israel Elejalde dice ahí, con sus propias palabras, muchas cosas de las que yo iba a decir aquí con las mías. Eso no se hace, señor Elejalde, encima de grandísimo actor y ahora vemos que prometedor director, resulta que también es un comentarista preciso. Quiere todo para él.

Pues sí, diré casi reducido a subrayar las palabras del director, Idiota es una obra estupenda, en la que Jordi Casanovas se muestra sumamente inteligente sin exhibirse. No solo los brillantes diálogos, sino la férrea construcción, y la progresión exponencial son señales de que el autor no se ha limitado a dejarse llevar por una buena idea, sino que detrás hay un concepto muy claro. Porque en la primera mitad el espectador (¡exigente!, diría uno de esos programas) se lo está pasando bomba, pero le reconcome algo. «Esto es muy divertido, pero ¿no hay nada más?» Luego resulta que sí, y el espectador, que es muy impertinente, dice: «ah, vale, ya sé por dónde tiras. Pero no me vas a echar ahora el sermón, ¿no?» Por suerte, Casanovas se salta este impulso moralista que lastra a la gran mayoría de los autores actuales (rectificamos: de los adaptadores actuales) y mantiene el fondo del asunto donde debe estar, en segundo plano. En este sentido, no deja de ser significativo el contraste entre el tiempo dedicado a la resolución de los enigmas intrascendentes (esos juegos mentales tan adictivos) y el breve lapso que permite (tanto al protagonista como a los espectadores) para resolver la clave cuestión moral que se plantea.

Si gran parte de los adaptadores habrían caído en la explicitud, qué decir de los directores, ansiosos por marcar su huella y dejar claro al espectador de qué lado están (y de cuál deberían estar ellos). Sin embargo, Elejalde, haciendo de la discreción virtud, se muestra aquí tan comedido como lo ha estado a lo largo de toda la puesta en escena. Se nota que ha tomado buena nota de los grandes directores con los que ha trabajado, Rigola sin ir más lejos, e imprime a Idiota, un texto puramente teatral, de un empaque cinematográfico, con un vivaz ritmo que nunca decae y un irreprochable gusto por el matiz y la sutileza. El brutalismo de la escenografía de Eduardo Moreno y la a la vez realista y expresionista iluminación de Juanjo Llorens contribuyen aún más a dotar a la obra de una mezcla entre retrato naturalista y experimento de ciencia ficción que tan a favor juegan de la comprensión conjunta de una obra más compleja de lo que podría parecer.

Cómo no, otro de los puntos fuertes de la función está en sus interpretes. Gonzalo de Castro podría haber caído fácilmente en lo paródico, en un personaje hecho para la burla y para alimentar el sentimiento de superioridad, tan gratificante. Pero, sin perder su vis cómica, logra hacer a su personaje mucho más humano, más cercano a nosotros, en sus miserias y sus dudas, en su incapacidad para actuar incluso después de haber pasado por su particular anagnórisis. El personaje interpretado por Elisabet Gelabert también corría riesgo de convertirse en un arquetipo (es alemana, con eso está todo dicho), pero si Castro es expansivo, Gelabert es intrusiva, un ser maléfico que tiene en su aparente inanidad una capacidad de destrucción masiva. He ahí otro mensaje subliminal que nos deja esta magnífica obra. La temporada empieza a lo grande.

lunes, 27 de junio de 2016

Fuga mundi (Teatro Guindalera)

Con la excepción de las películas de submarinos, quizá no haya subgénero cinematográfico más temible que el de las películas sobre monjas. Por eso hace falta contar con el aval del Teatro Guindalera para que nos atrevamos con una obra como Fuga mundi. Y, como era de esperar, la apuesta tiene su recompensa: pese a que Mar Gómez Glez en ningún momento se arredra ante las implicaciones más trascendentes, en Fuga mundi prima el humanismo más cercano, la historia de una mujer libre que tiene que hacer frente a su peor pesadilla, la sumisión y la pérdida de su ser. A partir de una historia que evoca las leyendas becquerianas, la autora es capaz de dibujar unos personajes complejos y profundos en los que el conflicto se manifiesta de manera precisa y tan apasionada como reflexiva. De igual manera, no es casual que la obra se sitúe en el momento de la expulsión de los moriscos, pero aunque las relaciones con la época actual son obvias, Gómez Glez no incide en paralelismos forzados, sino que también en este terreno se mueve con ternura y comprensión, como ejemplifica la cervantina cita final.

Como es habitual en el teatro de Juan Pastor, destaca la sencillez y la claridad de lo expuesto, sin subrayados ni melodramas, pero con una fuerza expresiva que es mucho más poderosa precisamente por su contención. Palabra por palabra, los mismo se podría decir de la actuación de María Pastor, que una vez más demuestra ser una de las mejores actrices actuales. Gómez Glez le proporciona un texto de una calidad impecable en su solidez literaria, pero no se olvida de que el teatro no son solo palabras y deja campo abierto a la expresión mucho más profunda de los sentidos y los sentimientos, que van desde la frustración al éxtasis, pasando por las más diversas moradas del alma. María Pastor devuelve la gentileza demostrando hasta dónde pueden llegar los límites de la interpretación, llevándose junto a ella al espectador más incrédulo. Su Juana es una especie de Camille Claudel del siglo XVII, una artista incapaz de sufrir las limitaciones a las que se ve constreñida debido a su sexo y a la moral imperante, que busca la sublimación a través de la creación y que deberá mantener la mente abierta para encontrar la aceptación en los lugares más inesperados.

Si Juana se rebela ante las imposiciones, la Prudencia de Chusa Barbero parece haberse resignado hace tiempo. Pero Barbero consigue que su personaje no sea percibido como una víctima. Ha sido derrotada hace tiempo, cierto, pero no se arrepiente de nada ni se resigna, para ella el campo de batalla está en otra parte. Es difícil transmitir tanta vivencia y tanta viveza a través de un personaje moldeado de una pieza, pero Barbero lo consigue con una solidez que consigue tallar a su gusto. Todavía más escultórico es el personaje de Anaïs Bleda, quien tiene que jugar con el complicado papel de símbolo y que logra salir airosa gracias a su dulzura y ligereza. Todo lo opuesto a María Álvarez, la impetuosa aristócrata que encarna la hipocresía y la beatería, a la que muy hábilmente Álvarez sabe dotar de humor y de un empuje irrefrenable.

Mientras disfrutábamos de Fuga mundi era imposible no pensar en los paralelismos entre el convento que se derrumba y el mismo teatro en el que estamos viendo la representación, que al parecer está abocado a su cierre cuando terminen las representaciones de esta obra. Que cierre cualquier teatro es un drama, pero que lo haga la Guindalera, refugio de la calidad y el buen gusto, es una tragedia. Sabemos que la fe no es suficiente, pero no nos resignamos a la fatalidad: tanto talento y tanto amor por el teatro no pueden desaparecer como si nada hubiera pasado.


lunes, 13 de junio de 2016

Battlefield (Teatros del Canal)

Ir con cierta frecuencia al teatro propicia que, con un poco de suerte, algunas veces vivas una experiencia sublime (qué difícil es hablar de esto sin caer en la pomposidad: ¡catarsis!). Pero, lamentablemente, lo normal es que el espectador tenga que apechugar con una gran cantidad de tonterías de difícil digestión. De hecho, no hace mucho en este mismo teatro tuvimos que sufrir uno de estos espectáculos bochornosos que hacen que te replantees si merece la pena, si el castigo no es demasiado duro para la ilusión. Por eso una obra como Battlefield, aunque quizá no logre el punto de excelencia de otros montajes de Peter Brook, sirve como medio de purificación. La metáfora viene sola: ver Battlefield es parecido a sumergirse en el Ganges y salir como nuevo.

Frente a la monumental Mahabharata, de la que solo conocemos la versión televisiva, aquí nos encontramos con una versión de cámara, más lírica que épica. Por eso quizá habría sido más apropiado una sala más íntima, de dimensiones más humanas. Después de todo, la función remite a esas imágenes atávicas de un relato narrado a la luz del fuego. En cualquier caso, haciendo abstracción de todo lo que nos rodea, y sin que tampoco sea demasiado necesario seguir todos los avatares de la historia que se nos está contando, es fácil dejarse llevar por la sencillez y la delicadeza marca de Brook. Los actores, que empiezan con un estilo casi bressoniano, pasan con total naturalidad a un estilo más “dramático”, y las fábulas, que pese a su exotismo nos llegan de una manera directa, embaucan precisamente por su simplicidad.

Y es que en todo momento nos surgen referencias a un teatro que nos es más cercano, desde las tragedias griegas a Shakespeare, y sin embargo en algunas ocasiones nos da la sensación de estar presenciando más un espectáculo de magia que teatral. Porque lo que siempre logra Brook es que percibamos lo que estamos viendos como algo que nos atañe personalmente, es como si su puesta en escena no fuera una intermediación entre el texto y el público, sino una invocación que consigue proyectar ante nuestros ojos unas historias que siempre han estado ahí, aunque no hayamos sido capaces de percibirlas. Cuando llega el final y todo se ha acabado, todavía permanece la resonancia, el eco de una historia que nunca terminará.

lunes, 23 de mayo de 2016

La villana de Getafe (Teatro de la Comedia)

Por fin hemos descubierto el secreto de los musicales: hay un tipo de público al que ya puedes echarle la canción más lamentable interpretada por el cantante más delirante (o viceversa), que seguro que aclama como si estuviera ante un Caruso redivivo. Así que ni te cuento si pones una canción detrás de otra. Esto debe de tener una causa neurológica que se puede pedestrizar con un “cada uno tiene sus gustos”, explicación que aplicaremos a este montaje de La villana de Getafe, para nosotros un despropósito desde su concepción hasta su materialización, desde la primera escena hasta la última, pero que en general el público de nuestra función acogió con regocijo continuado y alborozo en la culminación. En realidad, esta divergencia de criterio no nos debería importar, allá cada uno con sus vicios, el problema es que hemos detectado el mismo pecado que ya percibimos en el Hamlet montado hace poco en este mismo teatro y que sí que nos parece que debe ser combatido: la irreverencia. Porque, de acuerdo, está muy bien la iconoclastia y la frescura, pero lo que le hacen Yolanda Pallín (¿por qué?) y Roberto Cerdá al pobre Lope está muy cerca del delito. Si quieren hacer un Muñoz Seca, que se lo fabriquen ellos, pero que no pongan bombas a nuestros clásicos.

Las inversiones conceptuales comienzan muy pronto, cuando se intenta colar como atrevimiento lo que es obscenidad. Y vale que esto puede sonar a beatería, pero no se trata de una crítica moral, sino estética: enseguida vemos que va a ser todo el tono de la obra, en lugar de la pretendida modernidad, lo que la obra transmite es vulgaridad. En lugar de comicidad, zafiedad. Como indicador evidente de teatro desfasado, la obra ha sido trasladada a una actualidad en la que nobles y villanos se convierten en pijos y chonis y los escenarios se vuelven contemporáneos porque sí, recurso totalmente innecesario y chirriante. Es que ni tan siquiera podemos llegar a comprender cómo alguien con la trayectoria de Pallín se ha prestado a meterse en esta degradación, incluso introduciendo algunos versos propios de intención “actual” pero que molestan sin aportar. Y este es también el principal pecado de la puesta en escena: Cerdá mete muchísimas cosas, chismes, transparencias, cuarenta mil veces el recurso del foco para los apartes, tres millones de veces los gestos “característicos” (que, sorprendentemente, algunos miembros del público celebraban cada una de las tres millones de veces)... incluso parece que hay una sobreabundancia de personajes y una trama que, ya de por sí complicada, se enreda hasta lo indescifrable, porque todos estos añadidos en realidad no aportan nada. Es como el reverso de una puesta en escena limpia y que juegue a favor del texto.


Y eso que suponemos que la intención habrá sido atraer a un público joven a los clásicos. Quizá, dada la reacción a la que asistimos, hayan acertado. Pero en nuestra opinión esto es hacer trampas, buscar atajos, nada que ver con otras excelentes propuestas de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico como El caballero de Olmedo o La cortesía de España. Ni tan siquiera una de las principales razones de ser de este tipo de producciones cumple sus objetivos, pues las interpretaciones quedan en muchos casos desvirtuadas por una dirección que lleva hacia la parodia lo que debería ser alta comedia (¿cómo va alguien a creerse que Inés se puede enamorar de un... bueno, no hay otra forma de decirlo, de un gilipollas integral como Don Félix?). Dentro de este elenco tan irregular, destacaríamos a Ariana Martínez, muy en plan Rose Byrne cuando clava sus personajes de bicho, y sobre todo a Paula Iwasaki, que se sobrepone a varias zancadillas para componer una potente Inés, digna ella sí de Lope (y de nosotros, por qué no decirlo). 

martes, 17 de mayo de 2016

Animales nocturnos (Teatro Fernán Gómez)

Antes de ir a ver una obra de Juan Mayorga es conveniente prepararse bien: dormir como mínimo ocho horas más siesta, alimentarse con productos sanos y nutritivos e incluso hacer algo de ejercicio: ir andando al teatro, por ejemplo. Vamos, para el aficionado teatral es el equivalente a jugarse la Liga. Porque sabes que si te dejas, podrás disfrutar de una buena tarde de teatro en el sentido clásico, pero si quieres estar a la altura, también tú tendrás que poner lo mejor de ti, máxima concentración y un estado de alerta permanente para no perderte ninguna pista. Luego el resultado puede ser como este comentario, incapaz de ejecutar un análisis como el que se merecería. Pero al menos lo hemos intentado, como se consuelan los perdedores.

Una vez ya en el teatro, el choque que se experimenta es inmediato. El punto de partida de Animales nocturnos es a la vez tan sencillo y primario que apela a un sentimiento que escapa a cualquier intento de racionalización. La idea genial de Mayorga (de esas que solo después de expuestas parece evidente) es convertir a un marginado, un mediocre, en un persona con el control sobre existencias ajenas gracias a una ley bárbara e inhumana. El hombre bajo insiste en que su intención no es humillar, en que siempre respetará los derechos del otro (como suelen proclamar esas leyes tan benévolas), pero lo que en realidad está haciendo es convertirse en el amo de un esclavo que debe estar siempre a su disposición, aunque sea para realizar las tareas más nimias.

Ante la injusticia, solo cabe la sumisión o la rebelión. Y ese será el punto sobre el que bascule toda la obra, con unas posturas que encarnan el hombre y la mujer altos, sin que los personajes se conviertan en muñecos inanimados (sin alma), pero a través de los cuales queda clara la disyuntiva que obliga a elegir, a definirse, a ser. Y es aquí donde se produce uno de esos ensanchamientos que hacen de Mayorga un autor extraordinario: el hombre alto, pese a sufrir esta reducción en su libertad y situarse en una posición de inferioridad, también encuentra en el hombre bajo algo parecido a un amigo, un enemigo íntimo, podríamos traducir la situación. Ni tan siquiera se trata del síndrome de Estocolmo, sino de una compartida sensación de desamparo que iguala lo que la ley ha intentado convertir en estratificación.

La complejidad de la obra se ve enriquecida con la participación de las mujeres, que al mismo tiempo que permiten conocer la intimidad de los hombres, tienen sus propias vicisitudes. Si el hombre alto expresa la rendición, el asumir las propias limitaciones para conformarse con lo que hay, la mujer alta se enfrenta a lo inevitable (¿determinismo vs. libre albedrío?). Para ella está claro que es preferible la explosión que la decadencia, la esperanza quizá baldía en la libertad que la capitulación ante el poder. La mujer baja realizará un viaje repleto de vaivenes, pero en su caso la energía que le queda para romper con todo no será tan fuerte como para dar el paso definitivo, para ella será suficiente con un cambio superficial para que la estabilidad la permita seguir tirando.

Frente a ese vendaval que fue Reikiavik, el tempo elegido por Carlos Tuñón para Animales nocturnos es pausado, reflexivo, incluso por momentos cae en la quietud contemplativa, como si quisiera transmitir las mismas sensaciones que tienen los personajes cuando visitan zoo. Se trata de una opción válida, pero el verdadero problema viene con los continuos cambios que requiere la escenografía, que resulta un poco artificiosa. Está bien la idea de esos compartimentos que van desplegando diversos artilugios según las necesidades, pero estéticamente queda un poco chocante lo de meter a los personajes en cubículos tan pequeños (y la implicación simbólica es redundante) y respecto al ritmo de la función perjudica el libre fluir por las necesidades técnicas.


Pablo Gómez-Pando es un hombre alto (qué raro suena dicho así) enérgico hacia fuera y casi hundido hacia dentro, alguien que ha sido y que espera ser, pero que de momento solo puede estar, que es a la vez un derrotado y la figura que el hombre alto envidia. Gómez-Pando logra que sus momentos de expansión tengan un aire impostado sin ser sobreactuados, mientras que en los momentos más íntimos transmite desazón con un fondo de resistencia que se va apagando. Jesús Torres es un hombre bajo de esos que transmiten frialdad y temor sin aspavientos, sin mostrar la más mínima emoción, uno de esos personajes que te ponen nervioso con su sola presencia. Viveka Rytzner, por el contrario, es emoción a flor de piel, insatisfacción perpetua y ganas de mejorar. En una obra en la que subyace el concepto de imaginación y creatividad como uno de sus elementos más misteriosos (la capacidad de la palabra para crear realidades), la mujer alta de Rytzner es la manifestación más tangible. Al otro lado, Irene Serrano es como un fantasma, una mujer sumida en la depresión, que trata de recuperar una ilusión que quizá jamás existió y que solo podrá construir su futuro transformándose ella misma en carcelera, junto a su hombre ideal.

lunes, 25 de abril de 2016

Tierra del Fuego (Naves del Español)

Al llegar al Matadero nos esperábamos un teatro a reventar: Claudio Tolcachir de nuevo en Madrid, un reparto sólido y popular, un tema apasionante... y sin embargo la sala estaba solo algo más que medio llena. Paranoia: la obra es un desastre y la voz se ha corrido sin que, una vez más, nos hayamos enterado de nada. Hora y media después, esta explicación quedaba descartada: Tierra del Fuego es lo mejor que hemos visto en mucho tiempo. Así que más allá de achacarlo a una mala tarde, a que la gente estaría recuperándose del maratón (sobre todo los no participantes), a problemas informáticos (siempre se les puede echar la culpa), quizá la cuestión sea que el tema tratado es demasiado incómodo (conversación captada a la salida: “está bien, pero prefiero las de reírme” y gran réplica “pues yo prefiero las de pensar”). Además, osadía de Mario Diament, Tierra del Fuego no solo trata el tema conflictivo por excelencia, sino que lo hace sin ponerse de parte de nadie (lo que no equivale a ser pusilánime, sino a amplitud de miras), no se trata de una obra para reforzar convicciones, sino para hacernos dudar.

Porque en el conflicto entre Israel y Palestina todos tienen razones, pero todos están equivocados. Incluso quienes se sitúen en las posiciones más moderadas, que en este caso son las más impopulares, no pueden evitar ponerse del otro lado y admitir que sí, que motivos no faltan para la indignación y la ira, que nos hemos convertido en todo lo que odiábamos y que de seguir así la destrucción no llegará desde fuera, sino desde dentro. Porque la historia (que debería ser borrada si queremos seguir adelante) es de una complejidad que hace inútiles las toneladas de libros que se han escrito al respecto, que nos llevan a Babilonia y más allá para decirnos cómo hemos llegado hasta aquí, pero que son incapaces de llegar a la verdadera raíz, la que hay en cada corazón. Una historia tan compleja que sin embargo puede resumirse en una canción. Porque parece que este infierno jamás tendrá solución, que siempre ha existido y que la paz nunca podrá firmarse, pero si estudiamos racionalmente los problemas vemos que ninguno debería ser un escollo definitivo, que el entendimiento, si se dejan aparte supersticiones (como la religión) y agravios mitificados, siempre es posible.



Todas estas reflexiones y muchas más surgen a cada momento, durante y después de Tierra del Fuego. Y es que puede parecer que sobre este tema ya lo sabemos todo, que nuestras posiciones son firmes, que lo que nos van a contar son tópicos o idealizaciones. Pero en realidad Diament se sitúa un paso por delante del espectador, él sabe todo esto mejor que nadie y por eso ha decidido dejarse de teorizaciones e ir en busca de las almas, aparcar estereotipos y presentar personas reales, con sus contradicciones, con sus heridas, pero también con su ilusión. Aunque quizá lo que hace de Tierra del Fuego una propuesta extraordinaria es que este sensibilidad a flor de piel está encauzada a través de una puesta en escena que diríamos perfecta. Tolcachir domina el tempo teatral con una soltura magistral, logrando una fluidez natural a través del artificio invisible, transmitiendo los pensamientos más profundos con una sencillez asombrosa. Es como si la dureza de lo que estamos viendo nos llegara de la manera más melodiosa posible, un puñal clavado con delicadeza suprema.

Si para el espectador puede ser duro aunque reconfortante asistir a este espectáculo, para Alicia Borrachero estás sensaciones se deben de multiplicar. Yael, su personaje es de una complejidad psicológica que hace difícil encasillarla. Heroína, traidora, víctima, culpable, pero también mujer, madre, hija, y abandonada, sola. Sería fácil convertirla en una metáfora (de Israel) o en un concepto (la izquierda israelí en retirada), pero por suerte es un ser humano, y como tal lo encarna Borrachero, que además de tener que recorrer un camino tan pedregoso lo debe hacer manteniendo una continuidad interrumpida por la estructura no lineal de la narración.

Si Tierra del Fuego comienza con un batiburrillo de voces que hace imposible entender nada, poco a poco los argumentos se van delineando y la comprensión prevalece (lo que podría ser un resumen apresurado y reduccionista de la obra). Esta consideración general se manifiesta más claramente en la relación entre Yael y Hassan, el personaje interpretado por Abdelatif Hwidar. También en él encontramos una figura poliédrica, extraordinariamente definido por Diament a través de diversos episodios. Arrepentido pero no rendido, consciente de su enorme culpa, pero también de que esta no puede borrar todo lo demás, consciente de su falta pero también de las de los demás, Hwidar posee una tristeza en su mirada que no se puede impostar, capaz de abrasar al espectador más reticente.

Si en cada escena el público va trasladando su fidelidad a cada uno de los intervinientes, quizá el con quien más fácilmente se puede identificar es con Ilán, personaje interpretado por Tristán Ulloa, un israelí comprometido con la paz, pero hasta cierto punto. Porque es muy difícil asimilar el paso siguiente, es mejor hacer como si, complacerse en sus propias convicciones y hacer lo que se pueda, que no es mucho. Porque es muy difícil llevar hasta las últimas consecuencias lo que se cree, pero no se atreve a hacer. Por eso Yael sí es una heroína, mientras que Ilán, como los demás, es víctima de sus propias limitaciones. Todos querríamos cambiar la situación, pero ¿qué estaríamos dispuestos a hacer por conseguirlo? Ulloa expresa de manera controlada e introspectiva esta frustración, combinada con su también comprensible incomprensión antes la actitud de su mujer.


Igual de humana es la posición de Gueula, la madre dolorosa encarnada con ardor por Malena Gutiérrez, lo suficientemente lúcida para comprender la situación, pero cuya pena íntima la impide mostrar empatía hacia los demás: con esta pena ya no lo queda más sufrimiento que compartir, a la vez que hace imposible el reproche. Del otro lado tenemos a Walid, el abogado que interpreta Hamid Krim, que parece representar la posición más fría, pese a que su defensa es puramente emocional. Para cerrar el círculo, llega el momento de Juan Calot, el padre de Yael, quien inició la historia sin saberlo y que tiene que asumir las aberraciones que cometió quizá estaban justificadas, pero solo al precio de tener que conceder la misma legitimidad a Hassan. Porque todos tienen razones, pero al final, si eso fuera único que poseemos, nos quedaríamos sin nada. Por eso Tierra del Fuego, por muy ingenuo que pueda parecer intentar cambiar el mundo con una obra de teatro, es de vital importancia.