lunes, 23 de mayo de 2016

La villana de Getafe (Teatro de la Comedia)

Por fin hemos descubierto el secreto de los musicales: hay un tipo de público al que ya puedes echarle la canción más lamentable interpretada por el cantante más delirante (o viceversa), que seguro que aclama como si estuviera ante un Caruso redivivo. Así que ni te cuento si pones una canción detrás de otra. Esto debe de tener una causa neurológica que se puede pedestrizar con un “cada uno tiene sus gustos”, explicación que aplicaremos a este montaje de La villana de Getafe, para nosotros un despropósito desde su concepción hasta su materialización, desde la primera escena hasta la última, pero que en general el público de nuestra función acogió con regocijo continuado y alborozo en la culminación. En realidad, esta divergencia de criterio no nos debería importar, allá cada uno con sus vicios, el problema es que hemos detectado el mismo pecado que ya percibimos en el Hamlet montado hace poco en este mismo teatro y que sí que nos parece que debe ser combatido: la irreverencia. Porque, de acuerdo, está muy bien la iconoclastia y la frescura, pero lo que le hacen Yolanda Pallín (¿por qué?) y Roberto Cerdá al pobre Lope está muy cerca del delito. Si quieren hacer un Muñoz Seca, que se lo fabriquen ellos, pero que no pongan bombas a nuestros clásicos.

Las inversiones conceptuales comienzan muy pronto, cuando se intenta colar como atrevimiento lo que es obscenidad. Y vale que esto puede sonar a beatería, pero no se trata de una crítica moral, sino estética: enseguida vemos que va a ser todo el tono de la obra, en lugar de la pretendida modernidad, lo que la obra transmite es vulgaridad. En lugar de comicidad, zafiedad. Como indicador evidente de teatro desfasado, la obra ha sido trasladada a una actualidad en la que nobles y villanos se convierten en pijos y chonis y los escenarios se vuelven contemporáneos porque sí, recurso totalmente innecesario y chirriante. Es que ni tan siquiera podemos llegar a comprender cómo alguien con la trayectoria de Pallín se ha prestado a meterse en esta degradación, incluso introduciendo algunos versos propios de intención “actual” pero que molestan sin aportar. Y este es también el principal pecado de la puesta en escena: Cerdá mete muchísimas cosas, chismes, transparencias, cuarenta mil veces el recurso del foco para los apartes, tres millones de veces los gestos “característicos” (que, sorprendentemente, algunos miembros del público celebraban cada una de las tres millones de veces)... incluso parece que hay una sobreabundancia de personajes y una trama que, ya de por sí complicada, se enreda hasta lo indescifrable, porque todos estos añadidos en realidad no aportan nada. Es como el reverso de una puesta en escena limpia y que juegue a favor del texto.


Y eso que suponemos que la intención habrá sido atraer a un público joven a los clásicos. Quizá, dada la reacción a la que asistimos, hayan acertado. Pero en nuestra opinión esto es hacer trampas, buscar atajos, nada que ver con otras excelentes propuestas de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico como El caballero de Olmedo o La cortesía de España. Ni tan siquiera una de las principales razones de ser de este tipo de producciones cumple sus objetivos, pues las interpretaciones quedan en muchos casos desvirtuadas por una dirección que lleva hacia la parodia lo que debería ser alta comedia (¿cómo va alguien a creerse que Inés se puede enamorar de un... bueno, no hay otra forma de decirlo, de un gilipollas integral como Don Félix?). Dentro de este elenco tan irregular, destacaríamos a Ariana Martínez, muy en plan Rose Byrne cuando clava sus personajes de bicho, y sobre todo a Paula Iwasaki, que se sobrepone a varias zancadillas para componer una potente Inés, digna ella sí de Lope (y de nosotros, por qué no decirlo). 

martes, 17 de mayo de 2016

Animales nocturnos (Teatro Fernán Gómez)

Antes de ir a ver una obra de Juan Mayorga es conveniente prepararse bien: dormir como mínimo ocho horas más siesta, alimentarse con productos sanos y nutritivos e incluso hacer algo de ejercicio: ir andando al teatro, por ejemplo. Vamos, para el aficionado teatral es el equivalente a jugarse la Liga. Porque sabes que si te dejas, podrás disfrutar de una buena tarde de teatro en el sentido clásico, pero si quieres estar a la altura, también tú tendrás que poner lo mejor de ti, máxima concentración y un estado de alerta permanente para no perderte ninguna pista. Luego el resultado puede ser como este comentario, incapaz de ejecutar un análisis como el que se merecería. Pero al menos lo hemos intentado, como se consuelan los perdedores.

Una vez ya en el teatro, el choque que se experimenta es inmediato. El punto de partida de Animales nocturnos es a la vez tan sencillo y primario que apela a un sentimiento que escapa a cualquier intento de racionalización. La idea genial de Mayorga (de esas que solo después de expuestas parece evidente) es convertir a un marginado, un mediocre, en un persona con el control sobre existencias ajenas gracias a una ley bárbara e inhumana. El hombre bajo insiste en que su intención no es humillar, en que siempre respetará los derechos del otro (como suelen proclamar esas leyes tan benévolas), pero lo que en realidad está haciendo es convertirse en el amo de un esclavo que debe estar siempre a su disposición, aunque sea para realizar las tareas más nimias.

Ante la injusticia, solo cabe la sumisión o la rebelión. Y ese será el punto sobre el que bascule toda la obra, con unas posturas que encarnan el hombre y la mujer altos, sin que los personajes se conviertan en muñecos inanimados (sin alma), pero a través de los cuales queda clara la disyuntiva que obliga a elegir, a definirse, a ser. Y es aquí donde se produce uno de esos ensanchamientos que hacen de Mayorga un autor extraordinario: el hombre alto, pese a sufrir esta reducción en su libertad y situarse en una posición de inferioridad, también encuentra en el hombre bajo algo parecido a un amigo, un enemigo íntimo, podríamos traducir la situación. Ni tan siquiera se trata del síndrome de Estocolmo, sino de una compartida sensación de desamparo que iguala lo que la ley ha intentado convertir en estratificación.

La complejidad de la obra se ve enriquecida con la participación de las mujeres, que al mismo tiempo que permiten conocer la intimidad de los hombres, tienen sus propias vicisitudes. Si el hombre alto expresa la rendición, el asumir las propias limitaciones para conformarse con lo que hay, la mujer alta se enfrenta a lo inevitable (¿determinismo vs. libre albedrío?). Para ella está claro que es preferible la explosión que la decadencia, la esperanza quizá baldía en la libertad que la capitulación ante el poder. La mujer baja realizará un viaje repleto de vaivenes, pero en su caso la energía que le queda para romper con todo no será tan fuerte como para dar el paso definitivo, para ella será suficiente con un cambio superficial para que la estabilidad la permita seguir tirando.

Frente a ese vendaval que fue Reikiavik, el tempo elegido por Carlos Tuñón para Animales nocturnos es pausado, reflexivo, incluso por momentos cae en la quietud contemplativa, como si quisiera transmitir las mismas sensaciones que tienen los personajes cuando visitan zoo. Se trata de una opción válida, pero el verdadero problema viene con los continuos cambios que requiere la escenografía, que resulta un poco artificiosa. Está bien la idea de esos compartimentos que van desplegando diversos artilugios según las necesidades, pero estéticamente queda un poco chocante lo de meter a los personajes en cubículos tan pequeños (y la implicación simbólica es redundante) y respecto al ritmo de la función perjudica el libre fluir por las necesidades técnicas.


Pablo Gómez-Pando es un hombre alto (qué raro suena dicho así) enérgico hacia fuera y casi hundido hacia dentro, alguien que ha sido y que espera ser, pero que de momento solo puede estar, que es a la vez un derrotado y la figura que el hombre alto envidia. Gómez-Pando logra que sus momentos de expansión tengan un aire impostado sin ser sobreactuados, mientras que en los momentos más íntimos transmite desazón con un fondo de resistencia que se va apagando. Jesús Torres es un hombre bajo de esos que transmiten frialdad y temor sin aspavientos, sin mostrar la más mínima emoción, uno de esos personajes que te ponen nervioso con su sola presencia. Viveka Rytzner, por el contrario, es emoción a flor de piel, insatisfacción perpetua y ganas de mejorar. En una obra en la que subyace el concepto de imaginación y creatividad como uno de sus elementos más misteriosos (la capacidad de la palabra para crear realidades), la mujer alta de Rytzner es la manifestación más tangible. Al otro lado, Irene Serrano es como un fantasma, una mujer sumida en la depresión, que trata de recuperar una ilusión que quizá jamás existió y que solo podrá construir su futuro transformándose ella misma en carcelera, junto a su hombre ideal.