martes, 27 de septiembre de 2011

Crece 2011



A veces parece que ocurrencias surgidas de un momento de aburrimiento se convierten en lugares comunes a la velocidad de la luz. Así, la idea de que el cine de terror vive un momento apoteósico (si no por la calidad de las películas de este género, al menos sí por su número) debido a la coyuntura socio-económica, se ha expandido con tal rapidez que ya se da como un hecho comprobado. El personal quiere sustos artificiales e incluso está dispuesto a pagar con tal de pasarlo mal. De ser así, no entendemos que el circo no haya recuperado su popularidad perdida. ¿Qué espectáculo hay más sobrecogedor que el de unas trapecistas en pleno vuelo libre?



Sin embargo, el circo no parece levantar cabeza. Cierto que desde la reapertura del Price Madrid puede disfrutar del llamado “circo moderno”, es decir, sin animales ni payasos y con una importante aportación de la danza contemporánea. Pero sigue siendo algo casi marginal, ni tan siquiera parece que los niños den mucho la tabarra por sus ansias de ver los más atrevidos espectáculos. Por mucho aire nuevo que le insuflen, parece algo del pasado, y hasta que el péndulo de las modas no de las vueltas necesarias, nada se podrá hacer para cambiarlo.



Propuestas como Crece, sin embargo, no se rinden ante la evidencia. Pretenden suministrar sangre nueva al circo y si bien el resultado es ambiguo (nuevo, lo que se dice nuevo...), al menos nada se les puede reprochar en cuanto al esfuerzo. Antes hablábamos del trapecio: el espectáculo (casi) comienza por todo lo alto (literalmente) con un número emocionante y bien diseñado. Pero empezar tan fuerte tiene sus problemas: luego hay que mantener el listón, y no es tan fácil.



Por ejemplo, si se busca la emoción, colocar la cuerda de la funambulista a metro y medio del suelo no ayuda. Claro, que cuando ves a la artista tropezarse, te alegras de que hayan ido a lo seguro. Total, lo importante son los ejercicios atléticos, tampoco es que queramos que se caiga... Luego hay más números interesantes, casi todos por los aires, pero en todos da la sensación de que duran más de lo necesario, que los artistas o sus entrenadores no han sabido decir: hasta aquí hemos llegado. Así que llegado un punto, el espectador empieza a aburrirse y presta más atención al foquista que tiene a su lado que a lo que pasa en la pista.



Lo peor es que, además de los números alargados, hay otros que no están a la altura. Antes decíamos que los espectáculos modernos no tienen payasos, pero aquí hay uno, y maldita la gracia. Y en realidad hay varios, al menos payasos en el sentido despectivo (y para nosotros equivocado) que tiene esa palabra en español. Es decir, tipos que intentan provocar la risa sin éxito y a menudo metiendo la pata. De igual manera decíamos que estos espectáculos suelen tener sus gotas de danza moderna, y aunque el director de Crece 2011 es el coreógrafo Roberto Oliván, en este caso la mezcla sale poco fina y aunque los artistas ponen de su parte, se nota que no es lo suyo y a veces parecen estar al borde da la autoparodia, sobre todo cuando sucumben al cliché consistente en correr y correr por toda la pista. Como colofón, también hay un domador de cuerdas bastante desafortunado al que las cuerdas se le rebelan y las bolas se le caen.


Pero en cualquier caso, se nota el entusiasmo y el trabajo de todo el equipo y pese a sus puntos débiles, es de admirar su empeño. Por eso los abundantes aplausos finales son del todo merecidos. 

lunes, 26 de septiembre de 2011

Llama un inspector


En la propaganda referida a Llama un inspector se ha reiterado la idea de que Priestley vistió una obra de fonda social con el traje de una historia de detectives para atraer al público. Más de medio siglo después de su estreno, nos preguntamos si en la actualidad el verdadero truco no consistirá en adornar una intriga policíaca con referencias sociales. Así el espectador comprometido puede asistir a un pasatiempo inocuo sin sentirse culpable. Nosotros, tenemos que confesarlo, no podemos evitar la mala conciencia: como denuncia, la obra nos parece un panfleto tosco, como entretenimiento, nos lo pasamos estupendamente.


Si en nuestro anterior comentario enlazábamos Traición con Seinfeld, en esta ocasión nada más levantarse el telón se nos viene a la cabeza la extraordinaria serie Downton Abbey. No sólo estamos en el mismo espacio, sino que también coincide exactamente la cronología (al parecer lo más sencillo es citar al Titanic para enmarcar temporalmente la acción). Pero si en la serie británica los aristócratas protagonistas pueden ser mezquinos, envidiosos y taimados, pero en el fondo suelen tener buen corazón, mientras que los casos más flagrantes de bestialidad humana se dan entre los criados, en Llama un inspector los ricos protagonistas pueden llegar a ser desalmados déspotas, mientras que la mujer trabajadora es una víctima que no recibe la menor muestra de compasión. Ahora nos acordamos que una de las principales críticas a la película Titanic fue que presentaba a todos los ricos como malvados desaprensivos al tiempo que todos los pobres eran alegres y generosos seres humanos, un maniqueísmo que aquí se repite con la misma falta de matices. Sí, para los que van a ver esta obra a limpiar conciencias les parecerá muy apropiado este reparto de papeles, pero no deja de ser igual de rudimentario.


Así que mejor fijémonos en lo que nos gustó. En esta acumulación de lugares comunes sobre la “inglesidad”, lo que mejor funciona es siempre la ironía. En el momento menos esperado, el inspector te suelta una perlita que no te veías ver. Incluso la mosquita muerta de la hija puede resultar caústicamente afilada. Este tono burlón, mejor aprovechado, hubiera salvado muchos momentos de embarazo ante la falta de sutiliza de Prestley, pero por desgracia no abundan.


También nos gustó el escenario de Pep Duran, elegante y equilibrado, en el que no falta detalle, pero tampoco sobra recreación. En él se mueve con un saber estar impresionante Carles Canut, que en sus dos apariciones en el Teatro de la Latina ha demostrado todo lo que puede dar de sí este grandísimo actor. José María Pou impresiona desde su aparición y juega con el ritmo de la obra mucho más hábilmente desde su posición de actor que desde la de director. Con su estentórea voz y su facilidad para hacerse con toda la escena, maneja la evolución de la obra con un dominio apabullante. Victòria Pagès y Rùben Ametllé se ajustan perfectamente a sus estereotipados personajes, mientras que Paula Blanco y David Marcé sufren un poco ante tan excelsa compañía.


Al principio decíamos que esta obra puede atraer a comprometidos en busca de descanso intelectual, pero tenemos que confesar que el público de la Latina sigue pareciendo en su mayoría el mismo que acudía a ver las españoladas, por llamarlas de alguna manera, típicas de este escenario. Esto nos plantea preguntas sobre la forma y el fondo teatral: ¿y si después de todo lo importante no fuera la programación, sino el lugar?

lunes, 19 de septiembre de 2011

Traición


A estás alturas de la cultura popular, no sabemos si Traición es la obra más famosa de Pinter porque muchos la consideran una de sus mejores piezas o por el capítulo homenaje que le dedicaron en Seinfeld. Las suspicacias incluso nos llevarían a pensar que su notoriedad se debe a su estructura, es decir, al uso de una narración alineal, apta para los formalistas más modernos. Pero algo queda claro después de ver la función: se trata de una obra excelente.


Tal como están las cosas, nuestra mayor atracción hacia la obra no se debe tanto a la firma de Pinter, como a la presencia de Will Keen, convertido desde sus visitas con Cheek by Jowl en uno de nuestros intérpretes favoritos, y a quien teníamos curiosidad por ver actuando en castellano. Quizá por eso la primera escena, un diálogo entre Cecilia Solaguren y Alberto San Juan nos dejó un poco descolocados. Es lo que tiene empezar por el final. También desconcierta un poco el estilo en apariencia improvisado (en el mejor de los casos) o torpón (en el peor). Como si los actores no encontraran el ritmo y se pisaran continuamente. Luego comprobamos que no, que ese era el propósito de María Fernández Ache. (No queremos detenernos mucho en su valoración, porque enseguida nos salen las pijadas y nos pondríamos a criticar cosas como la asepsia de  la escenografía o lo molesto del zumbido que se repite en los cortes, cuando en realidad se trata de una muy eficaz puesta en escena y una irreprochable versión.) 

En cualquier caso, enseguida aparece Keen y la obra adquiere otra categoría. Tenerle a escasos dos metros causa pánico. Es uno de esos actores que con su sola presencia ya provocan conmoción, casi miedo. (Pero ése es otro de sus valores interpretativos, te puedes tropezar con él mientras pasea a su perro por el centro de Madrid y la gente no huye despavorida; es más, ni tan siquiera parecen percibir su presencia.) Y esta sensación de inquietud la transmite sin elevar la voz ni exteriorizar sus amenazas latentes. Porque al impacto de escuchar a Keen en español se une la sorpresa de que su tono parece totalmente diferente en este idioma, mucho más agudo. Los no avisados en un primer momento incluso podrían pensar si todo esto no era un coña. Pero en un minuto las risas se apagan: este tipo da muy mala espina.


Así que en sólo un par de escenas, la obra coge ritmo. No hay que romperse la cabeza desentrañando la continuidad ni preocuparse por perderse: todo es tan limpio como complejo, tan intuitivo como enrevesado. Al fin y al cabo, una obra de personajes, no de trama. Y por suerte Solaguren y San Juan se espabilan. Después de todo, el personaje de San Juan es el verdadero eje de la función, y sin él todo se iría a pique. Hiperactivo en todo momento, pero también taimado en los momentos más comprometidos, el actor pasa por un registro tan amplio como el de los alcoholes que consume y mantiene en todo momento la comprensión del espectador, que sin embargo le aborrece.


Solaguren lo tiene muy difícil para soportar sus escenas con Keen, especialmente el momento en el que se revela la traición. La graduación interpretativa de Keen es tan extraordinaria que Solaguren tiene que conformarse con lograr que el espectador no se olvide de que ella también está en escena. En la última escena, esta vez con San Juan, de nuevo tendrá que asumir la parte menos brillante, mientras que su compañero expulsa una apasionada declaración de esas que te hacen pensar: me lo dice a mí y lo dejo todo.


Y para terminar, la habitual queja sobre el escenario. En principio no somos muy fans de situar dos gradas de espectadores enfrentadas, pero podemos vivir con ello. Lo que realmente no soportamos es que en un escenario tan cercano como la sala pequeña del Español, los actores se sitúen en los extremos haciendo que el espectador en muchos momentos parezca estar asistiendo a un partido de tenis o que acabe con dolor de ojos de tanto mirar por el rabillo. Si quieren simbolizar frialdad, que pongan el aire acondicionado.

lunes, 12 de septiembre de 2011

El pisito


En algunos “templos dramáticos” la duda es recurrente: cómo es posible que hace 2.500 años los griegos fueran capaces de construir teatros en los que la caída de un alfiler puede ser oída hasta en el lugar más lejano del recinto, mientras que hoy en día los arquitectos parecen incapaces de crear un espacio con una acústica aceptable. Habíamos llegado a la conclusión de que, simplemente, a las luminarias del arte contemporáneo no les importa que en un teatro haya la visibilidad y la acústica mínimas exigibles, su reíno no es de este mundo. Pero después de haber sufrido los “palcos” de la Sala Verde de los Teatros del Canal, vamos más allá: a los (bueno, a algunos) arquitectos lo que les gusta es torturar al espectador. Al parecer Juan Navarro Baldeweg se tomó literalmente lo del “gallinero” y ha diseñado unos palcos mortalmente incómodos, que impiden una buena visión del escenario y que tienen una reja protectora que además de evocar al famoso gallinero es capaz de molesta al espectador hasta el punto de complacer los deseos más sádicos de su diseñador.


Bien, empieza la obra. Nos sorprende la reacción del público. Por nuestras previas experiencias no diríamos que el público de los Teatros del Canal, especialmente el de sesiones en las que, como esta, abundan los espectadores con invitación, sea especialmente efusivo. Sin embargo, pronto empiezan las carcajadas y los aplausos al final de la primera escena se convertirán en una constante: no sólo cada escena es despedida con los aplausos de rigor, sino que también lo son algún chiste particularmente bien acogido, un mutis (algo casi totalmente inaudito), y lo que es todavía más sorprendente, incluso un cambio de decorado (en el que, quizá por nuestra posición gallinacea, no pudimos detectar nada de extraordinario).


No hay ninguna duda de que el montaje cuenta con los mejores cimientos del teatro comercial. Poco se puede decir sobre el texto de Azcona que no sea reiterativo o falaz: una maravilla. Y la lista de nombres de relumbrón sigue con los populares actores, un productor que hace mucho tiempo que lleva demostrando que sabe lo que se hace, un director solvente en cine y por lo visto igual de solvente en teatro, y lo mejor de la profesión en escenografía, iluminación y vestuario. Así que la cosa no puede salir mal.


Entre tanta corrección, ante una puesta tan impecable como poco arriesgada (¿para qué?), un desarrollo amable, con grandes aciertos cómicos (y sin embargo, para nosotros, su mejor momento es el más dramático, el patético final), nos gustaría destacar el papel de Pepe Viyuela. En la tradición de los grandes actores cómicos españoles, Viyuela logra dotar a su personaje de esa doble cara, entre lo ridículo y lo sublime, el gracioso a su pesar y trágico en su destino, un buen tipo incapaz de hacer frente a las circunstancias, que con cada final feliz se lleva su merecido.