lunes, 19 de septiembre de 2011

Traición


A estás alturas de la cultura popular, no sabemos si Traición es la obra más famosa de Pinter porque muchos la consideran una de sus mejores piezas o por el capítulo homenaje que le dedicaron en Seinfeld. Las suspicacias incluso nos llevarían a pensar que su notoriedad se debe a su estructura, es decir, al uso de una narración alineal, apta para los formalistas más modernos. Pero algo queda claro después de ver la función: se trata de una obra excelente.


Tal como están las cosas, nuestra mayor atracción hacia la obra no se debe tanto a la firma de Pinter, como a la presencia de Will Keen, convertido desde sus visitas con Cheek by Jowl en uno de nuestros intérpretes favoritos, y a quien teníamos curiosidad por ver actuando en castellano. Quizá por eso la primera escena, un diálogo entre Cecilia Solaguren y Alberto San Juan nos dejó un poco descolocados. Es lo que tiene empezar por el final. También desconcierta un poco el estilo en apariencia improvisado (en el mejor de los casos) o torpón (en el peor). Como si los actores no encontraran el ritmo y se pisaran continuamente. Luego comprobamos que no, que ese era el propósito de María Fernández Ache. (No queremos detenernos mucho en su valoración, porque enseguida nos salen las pijadas y nos pondríamos a criticar cosas como la asepsia de  la escenografía o lo molesto del zumbido que se repite en los cortes, cuando en realidad se trata de una muy eficaz puesta en escena y una irreprochable versión.) 

En cualquier caso, enseguida aparece Keen y la obra adquiere otra categoría. Tenerle a escasos dos metros causa pánico. Es uno de esos actores que con su sola presencia ya provocan conmoción, casi miedo. (Pero ése es otro de sus valores interpretativos, te puedes tropezar con él mientras pasea a su perro por el centro de Madrid y la gente no huye despavorida; es más, ni tan siquiera parecen percibir su presencia.) Y esta sensación de inquietud la transmite sin elevar la voz ni exteriorizar sus amenazas latentes. Porque al impacto de escuchar a Keen en español se une la sorpresa de que su tono parece totalmente diferente en este idioma, mucho más agudo. Los no avisados en un primer momento incluso podrían pensar si todo esto no era un coña. Pero en un minuto las risas se apagan: este tipo da muy mala espina.


Así que en sólo un par de escenas, la obra coge ritmo. No hay que romperse la cabeza desentrañando la continuidad ni preocuparse por perderse: todo es tan limpio como complejo, tan intuitivo como enrevesado. Al fin y al cabo, una obra de personajes, no de trama. Y por suerte Solaguren y San Juan se espabilan. Después de todo, el personaje de San Juan es el verdadero eje de la función, y sin él todo se iría a pique. Hiperactivo en todo momento, pero también taimado en los momentos más comprometidos, el actor pasa por un registro tan amplio como el de los alcoholes que consume y mantiene en todo momento la comprensión del espectador, que sin embargo le aborrece.


Solaguren lo tiene muy difícil para soportar sus escenas con Keen, especialmente el momento en el que se revela la traición. La graduación interpretativa de Keen es tan extraordinaria que Solaguren tiene que conformarse con lograr que el espectador no se olvide de que ella también está en escena. En la última escena, esta vez con San Juan, de nuevo tendrá que asumir la parte menos brillante, mientras que su compañero expulsa una apasionada declaración de esas que te hacen pensar: me lo dice a mí y lo dejo todo.


Y para terminar, la habitual queja sobre el escenario. En principio no somos muy fans de situar dos gradas de espectadores enfrentadas, pero podemos vivir con ello. Lo que realmente no soportamos es que en un escenario tan cercano como la sala pequeña del Español, los actores se sitúen en los extremos haciendo que el espectador en muchos momentos parezca estar asistiendo a un partido de tenis o que acabe con dolor de ojos de tanto mirar por el rabillo. Si quieren simbolizar frialdad, que pongan el aire acondicionado.

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