A estás alturas de
la cultura popular, no sabemos si Traición es la obra más famosa de
Pinter porque muchos la consideran una de sus mejores piezas o por el
capítulo homenaje que le dedicaron en Seinfeld. Las suspicacias
incluso nos llevarían a pensar que su notoriedad se debe a su
estructura, es decir, al uso de una narración alineal, apta para los
formalistas más modernos. Pero algo queda claro después de ver la
función: se trata de una obra excelente.
Tal como están las
cosas, nuestra mayor atracción hacia la obra no se debe tanto a la
firma de Pinter, como a la presencia de Will Keen, convertido desde
sus visitas con Cheek by Jowl en uno de nuestros intérpretes
favoritos, y a quien teníamos curiosidad por ver actuando en
castellano. Quizá por eso la primera escena, un diálogo entre
Cecilia Solaguren y Alberto San Juan nos dejó un poco descolocados.
Es lo que tiene empezar por el final. También desconcierta un poco
el estilo en apariencia improvisado (en el mejor de los casos) o
torpón (en el peor). Como si los actores no encontraran el ritmo y
se pisaran continuamente. Luego comprobamos que no, que ese era el propósito de María Fernández Ache. (No queremos detenernos mucho en su valoración, porque enseguida nos salen las pijadas y nos pondríamos a criticar cosas como la asepsia de la escenografía o lo molesto del zumbido que se repite en los cortes, cuando en realidad se trata de una muy eficaz puesta en escena y una irreprochable versión.)
En cualquier caso,
enseguida aparece Keen y la obra adquiere otra categoría. Tenerle a
escasos dos metros causa pánico. Es uno de esos actores que con su
sola presencia ya provocan conmoción, casi miedo. (Pero ése es otro
de sus valores interpretativos, te puedes tropezar con él mientras
pasea a su perro por el centro de Madrid y la gente no huye
despavorida; es más, ni tan siquiera parecen percibir su presencia.)
Y esta sensación de inquietud la transmite sin elevar la voz ni
exteriorizar sus amenazas latentes. Porque al impacto de escuchar a
Keen en español se une la sorpresa de que su tono parece totalmente
diferente en este idioma, mucho más agudo. Los no avisados en un
primer momento incluso podrían pensar si todo esto no era un coña.
Pero en un minuto las risas se apagan: este tipo da muy mala espina.
Así que en sólo un
par de escenas, la obra coge ritmo. No hay que romperse la cabeza
desentrañando la continuidad ni preocuparse por perderse: todo es
tan limpio como complejo, tan intuitivo como enrevesado. Al fin y al
cabo, una obra de personajes, no de trama. Y por suerte Solaguren y
San Juan se espabilan. Después de todo, el personaje de San Juan es
el verdadero eje de la función, y sin él todo se iría a pique.
Hiperactivo en todo momento, pero también taimado en los momentos
más comprometidos, el actor pasa por un registro tan amplio como el
de los alcoholes que consume y mantiene en todo momento la
comprensión del espectador, que sin embargo le aborrece.
Solaguren lo tiene
muy difícil para soportar sus escenas con Keen, especialmente el
momento en el que se revela la traición. La graduación
interpretativa de Keen es tan extraordinaria que Solaguren tiene que
conformarse con lograr que el espectador no se olvide de que ella
también está en escena. En la última escena, esta vez con San
Juan, de nuevo tendrá que asumir la parte menos brillante, mientras
que su compañero expulsa una apasionada declaración de esas que te
hacen pensar: me lo dice a mí y lo dejo todo.
Y para terminar, la
habitual queja sobre el escenario. En principio no somos muy fans de
situar dos gradas de espectadores enfrentadas, pero podemos vivir con
ello. Lo que realmente no soportamos es que en un escenario tan
cercano como la sala pequeña del Español, los actores se sitúen en
los extremos haciendo que el espectador en muchos momentos parezca
estar asistiendo a un partido de tenis o que acabe con dolor de ojos
de tanto mirar por el rabillo. Si quieren simbolizar frialdad, que
pongan el aire acondicionado.
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