Cuando
es aburrido, es lo más aburrido del mundo. A menudo es
grandilocuente, si no infantil. Muchas veces ni tan siquiera sabemos
por qué nos gusta y juramos que no volveremos a caer. Sus
debilidades son evidentes, sus méritos arcanos. Y sin embargo, ay,
en esas raras ocasiones en las que todo funciona, no hay nada como el
teatro. No es solo la vida en escena, es mucho mejor.
Tal
entusiasmo, que milagrosamente (y es que en todo este asunto hay
muchos milagros) se mantiene varias horas después de asistir al
espectáculo (y vaya si a Agosto se le puede calificar de
espectáculo, espectáculo total incluso), puede parecer
desproporcionado o adolecer de ese infantilismo que a veces achacamos
al teatro. Pero qué quieren que les digamos, es lo que nos hizo
sentir y por honradez así tenemos que transmitirlo, bajo pena de ser
acusados de sentimentales.
Si
te piden que cuentes el argumento de Agosto, lo tendrás
difícil para convencer de que se trata de una obra maestra. Es una
historia americana de las de toda la vida, con familias complicadas
(por ser moderados), grandes ambiciones y aún mayores fracasos.
Personajes más grandes que la vida, tramas subterráneas de
desprecios y rencores. Muy a lo Tennessee Williams, se podría resumir
dar hacer una idea bastante aproximada. Y sin embargo, todo en la
obra de Tracy Letts, dirigida por una maestría que nunca hubiéramos adivinado
en Gerardo Vera, sublima las posibles carencias, evita la tentación
de convertirse en un símbolo (cuando es mucho más, es pura vida),
escapa cuando lo oscuro se convierte en sórdido, y logra ofrecer un
retrato apasionado y emocionante que va más allá de la
representación.
Sí,
lo confesamos, nunca hemos sido muy fans de Vera. No es el momento de
hablar sobre su gestión, pero en lo que respecta a sus labores como
director de escena (y piadosamente evitaremos menciones a su
filmografía), diremos que siempre nos había parecido estar por
debajo de sus pretensiones. Sus propuestas prometían mucho, pero en
el mejor de los casos, se quedaba a medio camino. Sin embargo para
despedirse del CDN ha dado lo mejor de sí, una puesta que por sí
sola elimina muchos borrones y nos hace confiar en su futuro al
margen del gran teatro público.
¿Cómo
es posible no haber hablado todavía de las actrices? Los prejuicios
pueden ser muy poderosos, pero no creo que haya nadie en el mundo
(exceptuando los procedentes de algún país centroeuropeo) con la
cabeza tan dura como para poder seguir resistiéndose a Carmen Machi.
Lo que hace en Agosto no tiene nombre, por lo menos nosotros
no nos vemos capacitados para calificarlo. Desde su presentación,
donde ya se hace con el personaje de una manera sutil, hasta sus
momentos más expansivos, en los que es capaz de mantener a todo el
público en vilo, llevarlo y traerlo por donde ella quiere, pasando
por su interacción con los otros intérpretes, es no ya un recital,
una clase magistral, es un monumento a la interpretación teatral.
Y después de esto, qué decir de Amparo Baró. Cierto que su personaje es un regalo, pero lleno de peligros. Qué fácil sería llevarlo por el lado más extremo, hacer evidente su parte más odiosa. Pero lo de la Baró es mucho más arriesgado y, finalmente, efectivo. Ella defiende su personaje con uñas y dientes. Expone sus argumentos y demuestra que detrás de su detestable actitud también hay unas razones que merecen su explicación. Solo la escena en la que cuenta la historia del regalo de unas botas merece pasar a cualquier antología teatral, pero es que a escenas tan delicadas como esta se le suman otras en los que hace de enferma con una naturalidad tal que nos hizo preocuparnos por la actriz (será que somos muy ingenuos), luego tiene unos estallidos de ira en los que su estatura, más que limitar los efectos, hace que dé todavía más miedo. Y qué decir del final, cuando muestra por fin su vulnerabilidad y provoca lo inimaginable: la compasión. Tener a la Machi y a la Baró juntas es otro de los milagros de los que hablábamos y que, estamos seguros, quedarán en la historia del teatro español.
(continuará...)
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