martes, 23 de abril de 2013

Poder absoluto (Teatro Bellas Artes)


Al salir del teatro, escuchamos a una espectadora decir lo que todos habíamos pensado: “esto es como lo que leemos en el periódico a diario”. Aunque, en realidad, este comentario es cada vez más común, ya sea aplicado a obras de teatro, películas o libros, y no creemos que se deba a que las artes se hayan vuelto de repente seguidistas de las noticias o particularmente realistas; más bien es que la realidad se ha convertido en un cabaret. 

Es cierto que pese a que Roger Peña Carulla escribió el texto de Poder absoluto hace unos cuantos años, al oír hablar a sus personajes parece que estemos escuchando al Bárcenas de turno. Sin embargo, en la primera parte, por muy verosímil que sea lo expresado, nos parece que está expuesto de una manera demasiado tosca (como el disco que se oye durante la función). Sí, porque la perversión del personaje interpretado por Emilio Gutiérrez Caba puede ser real como la vida misma y su descaro no nos parece para nada algo inverosímil, pero dicho así suena un poco a “épater le public”. 

Pero Peña Carulla no se limita a presentar a estos personajes diabólicos para que el público piense “ay, pero qué malos que son” y aplauda satisfecho porque él desde luego que no es así. A medida que la trama avanza, se va haciendo mucho más compleja, más rica, más turbia. Los giros de guión combinan con destreza el efecto sorpresa con un desarrollo bien tramado que hace que el espectador se mantenga en vilo hasta el final. 

En un juego de poderes que puede recordar el de El sirviente de Pinter-Losey o a La huella, los personajes van evolucionando desde un planteamiento algo esquemático, hacia una relación matizada, hasta situarse en un espacio nebuloso en el que los rivales parecen disputarse el honor de ver quién es el más inmoral, quién ha engañado a quién, quién ha sido condenado de por vida.

Si en la función el juego es de “el ganador se lo lleva todo” (y el perdedor queda en la miseria), en lo que respecta a los actores, todo el mundo gana. Gutiérrez Caba realiza uno de esos trabajos que se podrían estudiar no ya escena por escena, sino casi gesto por gesto. Su cínico personaje recuerda al Francis Urquhart que Ian Richardson hizo inmortal en Castillo de naipes (estamos hablando de la versión británica, que es la que conocemos). Un encantador de serpientes (como los mejores políticos) capaz de justificar las mayores atrocidades en nombre del bien mayor. Es perfectamente creíble que alguien como él, con todos sus cadáveres en el armario, pudiera hacerse con el apoyo de una nación, es así de irresistible. 

Así las cosas, Eduard Farelo lo tenía difícil para hacerse notar. Sin embargo, Farelo tiene una presencia y una voz que logra imponer. Su personaje empieza pareciendo demasiado ingenuo, demasiado mecánico en sus respuestas. Pero poco a poco lo iremos comprendiendo: tanto el personaje como el actor han tenido que sacrificarse para que luego el efecto sea todavía más poderoso.

La dirección de Peña Carulla, confiado en la fuerza de su texto, deja todo el espacio a los actores, como debe ser, mientras que la escenografía de Carles Pujol sabe aprovechar con astucia el contraste entre un interior austero (he aquí la palabra, aunque para ello haya tenido que seleccionar unos muebles poco acordes con la categoría de su dueño) con un jardín sugerente y que permite una última imagen redonda. 

La primera vez que oímos hablar de Poder absoluto pensamos en la excelente película homónima de Clint Eastwood. Algunos puntos en común podrían encontrarse entre película y obra de teatro, pero sobre todo ambas son un entretenimiento de primera categoría. 

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