martes, 7 de mayo de 2013

Tempestad (Teatro Galileo)


Entre las múltiples trampas que pueblan el campo de minas que supone la puesta en escena de un clásico de la categoría de La tempestad, se encuentra una cuestión de actitud. Muchos directores de escena se paralizan ante la visión de una montaña inabarcable y se conforman con realizar una versión totalmente respetuosa, pero mustia debido a esta misma admiración. Es lo que Peter Brook llama “el teatro mortal”. Pero cuando se pierde por completo la perspectiva, se produce la confusión entre falta de prejuicios y falta de respeto, el director se pone por encima del autor y el resultado es peor si cabe: por favor, que no invoquen el nombre de Shakespeare (o de Calderón, o de Chéjov, o...) como coartada para sus numeritos.

Pero que no cunda el pánico: esta puesta de la compañía El Barco Pirata evita todas estas trampas y ofrece una visión lúdica, viva y, también, respetuosa. Desde que se entra en el Teatro Galileo cinco minutos antes de que comience la función, se tiene la sensación de que ahí se está cociendo algo con buen gusto. Porque quizá esta versión de La tempestad que ha perdido su artículo no sea la más académica, tampoco la más ambiciosa, pero sí que con los recursos disponibles supone una descarga de energía y de saber hacer.

La trama y los diálogos de la obra de Shakespeare han sido reducidos casi hasta el esquema, pero sin perder de vista el corazón de la obra. También los recursos metateatrales, a menudo tan molestos, están aquí utilizados con gracia y casi siempre de manera efectiva, como el uso del vídeo y los cambios sutiles entre personajes y actores que hacen de actores que hacen de dos o tres personajes... Y aquí está uno de los secretos de que la obra funcione tan bien: pese a la acumulación de interpretaciones y al juego de recursos constante, la línea es clara y el espectador nunca se pierde en los enredos.

De hecho, nos parece que esta sería un montaje ideal para introducir a un público joven en Shakespeare: no es tan abrumador como puede serlo un montaje erudito y totalmente fiel, es divertidísimo y contagia una pasión teatral que puede crear una afición teatral mucho más efectiva que cuando esos grupos de adolescentes tienen que ver la enésima visión de El sí de las niñas con trajes de época.

La sensación de juego privado, de estar pasándoselo fenomenal, no puede ser impostada, y los actores de Tempestad logran que el espectador disfrute más gracias a esa felicidad que transmiten. Victor Duplá parece un director de los 70, consciente de la importancia de su labor y que ve en el teatro más una misión que un trabajo. Por eso apenas hay transición cuando se convierte en Próspero. Quique Fernández y Xavier Murúa como Miranda y Ferdinand forman una pareja improbable pero de gran comicidad, aún a costa de menor emoción. Antonio Galeano, Pepe Lorente y Eduardo Ruiz combinan con agilidad su labor musical con su interpretación de un Ariel travieso e inquieto. Agustín Sasián da la nota de inquietud como Sebastián y Javier Tolosa destaca en su creación de un Calibán desbordante, derrotado, ebrio y finalmente redimido.

Otro punto fuerte es la dirección de Sergio Peris-Mencheta, repleta de una emoción transmitida más a través de las imágenes que de la verbalización explícita. Es el caso de la escena de la tempestad, de las imágenes del barco, de la llegada a la isla, de la maleta, del mise en abyme del tramo final, de la última imagen ... Una vez finalizada, y ante un público incomprensiblemente escaso, Quique Fernández recordó el deber de las fuerzas públicas de proteger el arte y repitió la sentencia de García Lorca según la cual “un pueblo que descuida su teatro, si no está muerto, está moribundo”. No es una profecía, es una constatación.

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