lunes, 20 de enero de 2014

André y Dorine (Teatro Fernán Gómez)

Nunca habíamos sentido de una manera tan poderosa que eso de ahí dentro, allí abajo, la sala del teatro, fuera un refugio frente a lo que hay allá fuera, en la calle. Antes de que lleguen las metáforas: la plaza de Colón es una de las cosas más feas de Madrid. Del mundo, arriesgaremos a decir. Lo que nos encontramos dentro del Teatro Fernán Gómez es de una belleza pura. En el exterior nos agreden ruidos incomunicadores, edificios monstrencos y demostraciones ridículas de pomposidad (aquí estaban las metáforas). Puro contraste: en el interior solo hay silencio y música para acunar, un espacio del que hogar toma su nombre y delicadeza, puro mimo.

Si los fabuladores de André y Dorine se las han arreglado para contar su historia sin palabras, y ya que nosotros no podemos llegar a esos extremos, al menos nos habíamos propuesto no utilizar algunos términos recurrentes. Va a ser imposible: apenas hemos empezado y ya hemos utilizado “delicadeza”. Pero es que el trabajo de todo el equipo de Kulunka, si por algo se caracteriza, es por su suavidad, por el cuidado con el que han realizado todo el esfuerzo de la puesta en escena, que a ojos del espectador es limpio, despejado, sin baches en el camino. La obra apenas llega a la hora y media, pero cuando alcanza su final, nos preguntamos cómo ha pasado tanto tiempo sin que nos percatemos. Sin que haya pasado nada, en realidad. Después repasamos y nos damos cuenta de todo lo que ha sucedido casi sin que lo percibiéramos. Atención que ahora viene una frase de cuidado: como la vida misma.

André y Dorine cuenta una historia con la que hay que tener un pulso de cirujano. Si te pasas un poco en el tono, caes en el melodrama lacrimógeno y obsceno. Si no, te quedas en un estudio clínico sin corazón. Los Kulunka han sabido mantenerse en el punto óptimo, con un tratamiento sentido y sincero que no evita los momentos más duros, pero que no los aprovecha para lanzarse al sentimentalismo, sino que prevalece la ternura. En una obra sin palabras, la excelente música de Yayo Cáceres sirve para envolver las escenas y tan pronto enriquece los momentos de comicidad, como abunda en la melancolía o da una especial viveza a los recuerdos de felicidad. Quizá por eso sean todavía más impresionantes los momentos de absoluta mudez, que en la parte final se adornan con los sollozos de gran parte del patio de butacas.

Acabamos de hablar de la parte cómica de la obra y es que otro de sus aciertos es el recurso constante a la sonrisa. Al principio incluso podría pasar por una obra simpática sobre dos abuelos gruñones (entre el público había varios niños que no sabemos si estaban allí por error o precocidad, en cualquier caso parecieron pasárselo bien, por lo menos a ratos). Ya sabemos que una obra de estas características sería difícil de soportar si no incluyera momentos para respirar (como pasaba en Amor, otra de las cosas de las que no íbamos a hablar), y en este caso los Kulunka han sabido administrar las pildoritas de ingenio con su agudeza característica.

¿Pero quiénes son estos Kulunka? Ya sabíamos que Iñaki Rikarte era un buen actor, pero aquí hemos descubierto que también es un gran director. Aunque se trate de un trabajo colectivo, el resultado último tiene que beneficiarse (o hundirse) por la supervisión del responsable final, y Rikarte sabe dar a la obra el ritmo y la fluidez necesarios para que cada escena tenga sentido en si misma y a la vez el conjunto tenga sentido. De igual manera, tanto la sencilla y reconocible escenografía de Laura Eliseva Gómez como la iluminación sugerente y elegante de Carlos Samaniego son un valioso añadido a este cuento al que nos han invitado y donde nos hacen sentir... bueno, donde nos hacen sentir de todo.


Aparte de por su calidad, André y Dorine también distingue por el uso de las máscaras (¿y cómo hemos podido llegar hasta aquí sin mencionarlo?). Dejado el naturalismo aparte, los actores pueden dejarse llevar por el élan interior. Los cuerpos, y sobre todo las manos, no engañan: pero tampoco es ese el propósito. La manera de moverse, los pequeños gestos, el halo, son suficientes para que todos entendamos lo que está pasando. Sin pretender ser realistas, alcanzan una verdad que el espectador siente de manera directa. Garbiñe Insausti, José Dault y Edu Cárcamo, los tres intérpretes que se multiplican en escena, son también, junto a Rikarte y Rolando San Martín los autores de la dramaturgia. Se nota que no han sido avaros a la hora de ponerlo todo de su parte. 

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