lunes, 15 de septiembre de 2014

La sangre de Antígona (Teatro María Guerrero)

Sí, son manías nuestras, no hace falta que nadie nos envíe una lista con los premios cosechados por La sangre de Antígona, sin duda merecidísimos, para demostrar que estamos equivocados. Ya desde el principio la cosa se pone rara. Aparece Tiresias, en silla de ruedas y bajo toneladas de maquillaje, y pensamos que en cualquier momento se va a levantar, se va a quitar una máscara, y descubriremos que la intérprete no es Rosenda Monteros, sino el mismísimo Ángel Pavlovski. Así que mucho después, parece que han pasado siglos, cuando Tiresias finalmente se alce, apenas podemos contener la carcajada.

Hasta entonces, el estrambote que le han montado a Bergamín había sido de antología. Todos los males del teatro grandilocuente habrán sido puestos en escena sin el menor pudor. Declamaciones sin alma pero con toda la pomposidad que quepa imaginar; decorados apabullantes que apenas disimulan su intención de deslumbrar... y sin embargo una luz tenebrista que no deja apreciarlos. También tenemos símbolos para regalar, que cada uno haga sus propias interpretaciones. No podían faltar las referencias a la Guerra Civil, que claro, cómo no, pero que salgan los soldados con fusiles y todo eso queda de broma. También tenemos una vertiente litúrgica, con una Antígona-Cristo dispuesta a sacrificarse por la humanidad. Música y olor de Semana Santa, pero sin tópicos, dirán. En realidad, el único símbolo que funciona es el del decorado cayéndose a pedazos, pero como símbolo de la función.

Para que una tragedia tenga efecto y no se quede en camp o caiga en el ridículo hay que tener mucho cuidado. Sobriedad, delicadeza y temple. Otra opción válida podría ser tirar por el desgarro, el espectáculo más grande que la vida. Pero cuando se cae en la solemnidad impostada, el exhibicionismo y la ampulosidad, lo único que se consigue es provocar bochorno. En esta misma línea impuesta por un Ignacio García desnortado se sumergen todos los intérpretes. Érika de la Llave es una Antígona que pronto nos deja de interesar, lamentándose por las esquinas sin que en ningún momento nos parezca natural, ni tan siquiera conmovedora en un estilo más artificial. Pero lo de Arturo Beristáin es de premio. Con un solo personaje consigue recordar a un coronel de opereta, a un fascistón de astracanada y a un maloso de telenovela.

Cierto, es muy fácil dar el paso que lleva del teatro sagrado al teatro mortal, pero es que aquí el adjetivo es casi literal. Cuando nuestra mente ya había derrotado por mares ignotos, empezó a carcomernos un pensamiento letal: ¿podríamos morir realmente en la butaca de un teatro ante la imposibilidad de soportar el suplicio? De acuerdo, exageramos, pero la posibilidad de una apoplejía no era tan disparatada. Lo cierto es que si se tratara de una compañía independiente, con una obra de un autor inexperto, en un teatro pequeño, nos ahorraríamos el comentario. Pero el hecho de que se trate de la Compañía Nacional de México, en la sede del Centro Dramático Nacional, en un ciclo que se precia de traer lo mejorcito del mundo, nos parece simple y llanamente una estafa. A veces cuando oímos denigrar el teatro pensamos que se trata de personas que nunca han pisado una sala. Pero en ocasiones como esta pensamos, se lo tienen merecido.


Y bueno, sí, será cosa nuestra, pero solo en nuestra fila estábamos nosotros con nuestros tétricos pensamientos; un joven durmiendo a pierna suelta (y no es una imagen, en nuestra vida como espectadores teatrales hemos visto a mucha gente dormirse, pero este bendito lo hacía totalmente despatarrado, con la cabeza hacia atrás y unos homéricos ronquidos que aparecieron interumpidamente durante unos 45 minutos); y una mujer que en la más pura tradición teatral y cómica se levantó de su asiento en pleno monólogo climático. A nuestra izquierda también divisamos a un ilustre literato, pero cuando en los saludos quisimos fijarnos en su reacción, resultó que ya había abandonado su plaza. Ya decíamos que es un escritor a imitar. 

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